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La siguiente vez que voy a verla mi madre está más flaca si cabe. El contorno de su cuello parece tan pequeño como el de mi muñeca, la piel amarillenta forma una concavidad profunda entre sus cuerdas vocales y su garganta. Su cara ya no oculta la calavera que tiene dentro. Gira la cabeza a un lado para verme en el umbral y veo que tiene una especie de jalea gris acumulada en el rabillo de los ojos.
Las mantas cuelgan flácidas entre los huesos de sus caderas. Las únicas otras protuberancias que se ven son sus rodillas.
Enrosca uno de sus brazos horripilantes en torno a la barandilla cromada de la cama, un brazo tan horripilante y esquelético como la pata de un pollo, lo extiende en mi dirección y traga saliva. Sus mandíbulas tragan con esfuerzo, sus labios se empastan de saliva y entonces lo dice, con el brazo extendido hacia mí, lo dice.
– Morty -dice-. No soy una proxeneta. -Agita los puños nudosos en el aire y dice-: Estoy haciendo una declaración feminista. ¿Cómo va a ser prostitución si todas las mujeres estaban muertas?
He venido con un bonito ramo de flores y una tarjeta deseándole que se recupere. Vengo del trabajo, así que voy con calzas y chaleco. Con los zapatos de hebillas y las medias bordadas que dejan ver mis tobillos flacos salpicados de barro.
Y mi madre dice:
– Morty, tienes que evitar que el caso llegue a los tribunales. -Y suspira mirando el montón de almohadas. Las babas han puesto la funda de la almohada de color azul claro justo al lado de su cara.
Una tarjeta deseándole que se recupere no va a arreglar esto.
Araña el aire con la mano y me dice:
– Ah, Morty, tienes que llamar a Victor.
Su habitación tiene ese olor, el mismo que despiden las zapatillas de tenis en septiembre después de haberlas llevado todo el verano sin calcetines.
Un bonito ramo de flores no llega ni para empezar.
Llevo su diario en el bolsillo del chaleco. Metida en el diario hay una factura vencida de la residencia asistida. Meto las flores en la cuña de su cama mientras voy a buscar un jarro y a lo mejor algo para darle de comer. Todo el pudín de chocolate que pueda llevar conmigo. Algo que pueda meterle en la boca con una cuchara y hacérselo tragar.
Con el aspecto que tiene no soporto estar aquí y tampoco no estar aquí. Cuando me dispongo a salir me dice:
– Tienes que ponerte manos a la obra y encontrar a Victor. Tienes que conseguir que ayude a la doctora Marshall. Por favor. Tiene que ayudar a la doctora Marshall a salvarme.
Como si algo pasara alguna vez por accidente.
Fuera, en el pasillo, está Paige Marshall, con sus gafas, leyendo algo que lleva en el sujetapapeles.
– He pensado que le gustaría saberlo -dice. Se apoya en el pasamanos que recorre las paredes del pasillo y dice-: Esta semana su madre ha bajado hasta los cuarenta kilos.
Sostiene el sujetapapeles detrás de la espalda y lo coge junto con la barandilla con ambas manos. Su postura hace que se le marquen los pechos. Adelanta la pelvis hacia mí. Paige Marshall se pasa la lengua por el interior del labio inferior y dice:
– ¿Ha vuelto a pensar en tomar medidas?
Máquinas corazón-pulmón, sondas de estómago, respiradores artificiales: en medicina a estas cosas las llaman «medidas heroicas».
No lo sé, le digo.
Nos quedamos así, esperando que el otro mueva ficha.
Dos ancianas sonrientes pasan a nuestro lado y una de ellas me señala y le dice a la otra:
– Este es el joven tan simpático del que te hablé. El que estranguló a mi gatito.
La otra señora, que lleva el jersey mal abotonado, dice:
– No me hable -dice-. Una vez estuvo a punto de matar a mi hermana de una paliza.
Se alejan.
– Es maravilloso -dice la doctora Marshall-, Quiero decir, lo que usted está haciendo. Está proporcionando a esta gente satisfacción sobre las cuestiones más importantes de sus vidas.
Su aspecto en estos momentos me obliga a pensar en accidentes múltiples de automóvil. En dos unidades móviles de extracción de sangre chocando de frente. Su aspecto en estos momentos me obliga a pensar en fosas comunes para poder aguantar treinta segundos sin correrme.
A pensar en comida de gato estropeada y en úlceras cancerosas y en donantes de órganos después de la extracción.
Así de preciosa está.
Si me perdona, le digo, tengo que ir a buscar un poco de pudín.
Ella dice:
– ¿Es porque tiene novia? ¿Es esa la razón?
La razón de que no practicáramos el sexo hace unos días. La razón de que incluso estando ella desnuda y lista no pudiera hacerlo. La razón de que me fuera a toda prisa.
Si quieres una lista completa de mis novias anteriores, por favor, consulta el cuarto paso de mi terapia.
Véase también: Nico.
Véase también: Leeza.
Véase también: Tanya.
La doctora Marshall adelanta la pelvis hacia mí y dice:
– ¿Sabe cómo mueren la mayor parte de los pacientes como su madre?
Se mueren de hambre. Se olvidan de cómo hay que tragar y se inundan los pulmones de comida y bebida por accidente. Al tener los pulmones llenos de materia y líquido en putrefacción desarrollan una neumonía y se mueren.
Le digo que sí lo sé.
Le digo que tal vez se pueden hacer cosas peores que dejar que se muera una vieja.
– No se trata de una vieja cualquiera -dice Paige Marshall-, Es su madre.
Y tiene casi setenta años.
– Tiene sesenta y dos -dice Paige-, Sí usted puede hacer algo para salvarla y no lo hace, entonces la está matando por omisión.
– En otras palabras -le digo-, ¿tendría que hacerlo con usted?
– Algunas de las enfermeras me han explicado sus antecedentes -dice Paige Marshall-. Sé que usted no tiene nada en contra del sexo por diversión. ¿O el problema soy yo? ¿Es que no soy su tipo? ¿Es eso?
Los dos nos quedamos callados. Una ayudante de enfermera diplomada pasa a nuestro lado empujando un carro lleno de sábanas atadas y toallas húmedas. Sus zapatos tienen las suelas de goma y el carro tiene las ruedas de goma. El suelo tiene un revestimiento de corcho viejo que se ha puesto negro de tanto pisarlo, así que pasa sin hacer ruido, dejando únicamente un rastro de olor rancio a orines.
– No me malinterprete -le digo-. Quiero follar con usted. Lo deseo de verdad.
La ayudante de enfermera se para y se nos queda mirando.
Me dice:
– Eh, Romeo, ¿por qué no deja en paz a la doctora Marshall?
Paige dice:
– No pasa nada, señorita Parks. Esto es entre el señor Mancini y yo.
Nos la quedamos mirando hasta que sonríe con petulancia y dobla la esquina del pasillo empujando su carro. Se llama Irene, Irene Parks, y sí, vale, lo hicimos en su coche en el aparcamiento el año pasado por estas fechas.
Véase también: Caren, enfermera titulada.
Véase también: Jenine, enfermera auxiliar.
Por entonces, yo pensaba que con cada una de ellas iba a ser especial, pero la verdad es que sin ropa podrían haber sido cualquiera. Ahora su culo me resulta tan apetecible como un sacapuntas.
Le digo a la doctora Paige Marshall:
– En eso se equivoca -le digo-. Tengo tantas ganas de follar con usted que las noto en la boca -le digo-, Y no, no quiero que muera nadie, pero no quiero que mi madre vuelva a ser como ha sido siempre.
Paige Marshall suspira. Se muerde las mejillas hasta que sus labios forman una especie de nudo y se limita a mirarme. Sostiene el sujetapapeles sobre el pecho con los brazos cruzados.
– Así pues -dice ella-, esto no tiene nada que ver con el sexo. Simplemente no quiere que su madre se recupere. No puede soportar a las mujeres fuertes y cree que si ella muere sus problemas con ella morirán también.
Mi madre llama desde su habitación:
– ¡Morty! ¿Para qué le pago?
Paige Marshall dice:
– Puede mentirles a mis pacientes y resolver los conflictos de sus vidas, pero no se mienta a sí mismo. -Luego dice-: Y no me mienta a mí.
Paige Marshall dice:
– Prefiere verla muerta que verla recuperarse.
Y yo digo:
– Sí, o sea, no. O sea, no lo sé.
Durante toda la vida no he sido tanto el hijo de mi madre como su rehén. El objeto de sus experimentos sociales y políticos. Su rata de laboratorio privada. Ahora la tengo en mi poder y no se me va a escapar muriéndose ni recuperándose. Quiero a alguien a quien poder rescatar. Quiero a alguien que me necesite. Que no pueda vivir sin mí. Quiero ser un héroe, pero no solamente una vez. Incluso si quiere decir mantenerla inválida, quiero ser el salvador constante de alguien.
– Ya sé, ya sé. Ya sé que suena terrible -le digo-. Pero no sé. Eso es lo que pienso.
Ahora es cuando debería decirle a Paige Marshall lo que pienso realmente.
Quiero decir que estoy cansado de ser siempre el malo solo porque soy un tío.
O sea, ¿cuántas veces puede decirte todo el mundo que eres el enemigo opresor y lleno de prejuicios antes de que tires la toalla y te conviertas en el enemigo? O sea, un cerdo machista no nace, sino que se hace, y cada vez más a mentido son las mujeres quienes los hacen.
Al cabo de bastante tiempo, uno pasa de todo y acepta el hecho de que es un idiota sexista, intolerante, insensible, ordinario y cretino. Las mujeres tienen razón. Tú estás equivocado. Te acostumbras a la idea. Eres todo lo malo que esperan.
Aunque el zapato no encaje, tú te amoldas a él.
O sea, en un mundo sin Dios, ¿acaso son las madres el nuevo dios? ¿El último bastión sagrado e inexpugnable? ¿No es la maternidad el último milagro mágico y perfecto? Pero un milagro que es imposible para los hombres.
Y tal vez los hombres digan que están encantados de no poder dar a luz, con todo ese dolor y esa sangre, pero no es más que una reacción avinagrada. Está claro, los hombres no pueden hacer nada así de increíble ni de lejos. La fuerza del torso, el pensamiento abstracto, los falos: todas las ventajas que parecen tener los hombres son simples formulismos.
No se puede clavar un clavo con el falo.
Las mujeres ya nacen con mucha ventaja a nivel de capacidades. El día que los hombres puedan dar a luz, entonces podremos empezar a hablar de igualdad de derechos.
Todo esto no se lo digo a Paige.
En cambio, le digo que quiero ser el ángel de la guarda de alguien.
«Venganza» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.
– Pero no la quiero salvada del todo -le digo-. Me aterra perderla, pero si no la pierdo tal vez sea yo el que se pierda.
Sigo teniendo el diario rojo de mi madre en el bolsillo del abrigo. Sigo teniendo que ir a buscar el pudín de chocolate.
– No quiere usted que se muera -dice Paige-, pero tampoco quiere que se recupere. Entonces, ¿qué quiere?
– Quiero alguien que sepa leer italiano -digo.
Paige dice:
– ¿Como por ejemplo?
– Esto -le digo, y le enseño el diario-. Es de mi madre. Está en italiano.
Paige coge el diario y lo hojea. Los bordes de las orejas se le ponen rojos.
– Hice cuatro años de italiano en la licenciatura -dice-. Le puedo decir lo que pone aquí.
– Solamente quiero tener el control -digo-. Para variar, quiero ser yo el adulto.
Sin dejar de hojear el diario, la doctora Paige Marshall dice:
– Quiere mantenerla débil para poder ser siempre quien esté al mando. -Levanta la vista, me mira y dice-: Parece como si usted quisiera ser Dios.