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En su primera noche, Denny aparece delante de la puerta principal sosteniendo algo envuelto en una manta de bebé de color rosa. Es lo único que se ve por la mirilla de la puerta de mi madre: a Denny con su enorme chaqueta a cuadros, acunando a un bebé en su regazo, con la nariz protuberante, los ojos protuberantes, todo protuberante por culpa de la lente de la mirilla. Todo distorsionado. Las manos con las que sostiene el bulto están blancas por culpa del esfuerzo.
Y Denny dice:
– ¡Abre la puerta, tío!
Y yo abro la puerta tanto como me lo permite la cadenilla. Le digo:
– ¿Qué tienes ahí?
Y Denny cubre el fardo con la manta y dice:
– ¿Qué parece?
– Parece un bebé, tío -le digo.
Y Denny dice:
– Bien. -Levanta el bulto rosa y dice-: Déjame entrar, tío, esto pesa una tonelada.
Abro la cadenilla. Me hago a un lado. Denny entra a toda prisa, va hasta una esquina del salón y deja al bebé en el sofá cubierto con plástico.
La manta rosa se desenvuelve y de ella sale una piedra, gris y del color del granito, pulida y de aspecto suave. No hay ningún bebé, solamente esa piedra.
– Gracias por la idea que me diste del bebé -dice Denny-. Si la gente ve a un joven con un bebé te tratan con amabilidad -dice-. Si ven a un tío con una piedra grande se ponen en guardia. Sobre todo si la quieres subir al autobús.
Coge una punta de la manta rosa entre la barbilla y el pecho y empieza doblarla sobre el torso:
– Además, con un bebé siempre consigues asiento. Y si te olvidas el dinero no te echan de una patada.
Denny se echa la manta doblada encima del hombro y dice:
– ¿Esta es la casa de tu madre?
La mesa del comedor está cubierta de felicitaciones de cumpleaños y de los cheques de hoy, de mis cartas de agradecimiento y del gran registro de lugares e individuos. Además está la vieja calculadora de diez teclas de mi madre, de esas que tienen a un lado una manivela larga como las de las tragaperras. Me siento de nuevo, empiezo a hacer el resguardo de ingreso de hoy y digo:
– Sí, es su casa hasta que los del impuesto sobre la propiedad inmobiliaria me den la patada dentro de unos meses.
Denny dice:
– Está bien que tengas toda una casa, porque mis padres quieren que todas mis piedras se trasladen conmigo.
– Tío -le digo-, ¿cuántas tienes?
Tiene una piedra por cada día de abstinencia, dice Denny. Es lo que hace por las noches para mantenerse ocupado. Recoge piedras. Las lava. Se las lleva a casa. De esa forma su recuperación consistirá en hacer algo importante y bueno en vez de no pegar golpe.
– Es para no portarme mal, tío -dice-. No tienes ni idea de lo duro que es encontrar buenas piedras en una ciudad. O sea, que no sean esos cachos de cemento ni esas piedras de plástico donde la gente esconde la copia de las llaves.
Los cheques de hoy suman un total de setenta y cinco pavos. Todos son de extraños que me practicaron la maniobra de Heimlich en un restaurante. No se acerca a lo que sospecho que debe de valer una sonda de estómago.
Le digo a Denny:
– ¿Y cuántos días tienes ya?
– Tengo ciento veintisiete días en piedras -dice Denny. Viene a mi lado de la mesa, mira las tarjetas de felicitación, mira los cheques y dice-: ¿Y dónde está el famoso diario de tu madre?
Coge una tarjeta de felicitación.
– No se puede leer -le digo.
Denny dice:
– Lo siento, tío.
No, le explico. El diario. Está escrito en un idioma extranjero. Por eso no puede leerlo. Ni yo tampoco. Sabiendo cómo piensa mi madre es probable que lo escribiera así para que yo nunca pudiera curiosear en él de niño.
– Tío -le digo-, creo que está en italiano.
Y Denny dice:
– ¿Italiano?
– Sí -le digo-. Ya sabes, como los espaguetis.
Sin quitarse la chaqueta a cuadros, Denny dice:
– ¿Ya has comido?
Todavía no. Cierro el sobre del ingreso.
Denny dice:
– ¿Crees que mañana me van a desterrar?
Sí, no, probablemente. Ursula lo vio con el periódico.
El resguardo de ingreso está listo para llevarlo al banco mañana. Todas las cartas de agradecimiento, las cartas de humillación, están firmadas, selladas y listas para el correo. Cojo la chaqueta del sofá. Al lado, la piedra de Denny está aplastando los muelles.
– ¿Y qué tienen estas piedras? -digo.
Denny ha abierto la puerta principal y me espera de pie mientras apago algunas luces. En el umbral, me dice:
– No lo sé. Pero las piedras son, ya sabes, como la tierra. Esas piedras son un kit para montar. Es tierra, pero tienes que montarla. Ya sabes, tierras en propiedad pero de momento dentro de casa.
Yo digo:
– Claro.
Salimos y cierro la puerta con llave. El cielo nocturno está rebozado de estrellas. Todas desenfocadas. No hay luna.
Fuera, en la acera, Denny levanta la vista y dice:
– Lo que creo que pasó es que cuando Dios quiso crear la Tierra a partir del caos, lo primero que hizo fue juntar un montón de piedras.
Mientras caminamos, su nueva obsesión compulsiva me impulsa a examinar todos los solares y sitios por donde pasamos en busca de piedras que recoger.
Caminando a mi lado hacia la parada del autobús, todavía con la manta rosa echada al hombro, Denny dice:
– Solo cojo las piedras que nadie quiere -dice-. Solo cojo una piedra cada noche. Supongo que luego ya se me ocurrirá qué hacer a continuación, ya sabes, después.
La idea es espeluznante. Llevarnos piedras a casa. Reunir tierra.
– ¿Te acuerdas de aquella chica, de Daiquiri? -dice Denny-. La bailarina del lunar canceroso -dice-. No dormiste con ella, ¿verdad?
Estamos robando propiedad. Haciendo contrabando de tierra firme.
Y yo digo:
– ¿Por qué no?
Somos una pareja de forajidos y cuatreros de tierra.
Y Denny dice:
– Su nombre verdadero es Beth.
Sabiendo cómo piensa Denny, probablemente tiene planes para fundar su propio planeta.