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La doctora Paige Marshall extiende un hilo de algo blanco con sus manos enguantadas. Está de pie junto a una anciana desinflada sobre un asiento abatible. La doctora Marshall dice:

– Señora Wintower, necesito que abra la boca todo lo que pueda.

El aspecto amarillento que tienen las manos de uno cuando lleva guantes de látex es idéntico al aspecto de la piel de un cadáver. Los cadáveres del primer año de anatomía con sus cabezas afeitadas y su vello púbico. Los brotes de pelo. La piel podría ser piel de pollo, pollo barato estofado, volviéndose amarilla y llenándose de agujeros donde estaban los folículos. Plumas o pelo, es todo queratina. Los músculos del muslo humano tienen el mismo aspecto que la carne oscura del pavo. Durante el primer año de anatomía, uno no puede comer pollo ni pavo sin estar comiéndose un cadáver.

La mujer inclina la cabeza hacia atrás y enseña los dientes incrustados en la curva de sus encías marrones. La lengua cubierta de sustancia blanca. Tiene los ojos cerrados. Tiene el típico aspecto que tienen las viejas en la comunión, en la misa católica, cuando eres monaguillo y tienes que acompañar al cura cuando pone la hostia en todas esas lenguas viejas. La Iglesia dice que uno puede tomar la hostia con la mano y luego ponérsela en la boca, pero esas mujeres mayores no lo hacen. Si vas a la iglesia y miras la hilera de los comulgantes sigues viendo doscientas bocas abiertas, doscientas viejas extendiendo la lengua hacia la salvación.

Paige Marshall se inclina y le mete el hilo blanco entre los dientes a la vieja. Estira, y cuando el hilo sale vibrando de la boca, saca varios trocitos de sustancia gris. Vuelve a pasarle el hilo entre los dientes y el hilo sale rojo.

En caso de encías sangrantes, véase también: cánceres orales.

Véase también: gingivitis ulcerativa necrotizante.

Lo único bueno de ser monaguillo es que puedes sostener la patena debajo de la barbilla de todas las personas que reciben la comunión. Se trata de un plato dorado con un pie que se usa para recoger la hostia en caso de que se caiga. Aunque una hostia se caiga al suelo hay que comérsela. En ese momento está consagrada. Se ha convertido en el cuerpo de Cristo. En la carne encarnada.

Observo desde detrás mientras Paige Marshall vuelve a meter una y otra vez el hilo ensangrentado en la boca de la vieja. La bata blanca de Paige va quedando salpicada de trozos blancos y grises de porquería. De manchitas rosáceas.

Una enfermera aparece en el umbral y dice:

– ¿Todo el mundo bien por aquí? -le dice a la anciana de la silla-, Paige no le está haciendo daño, ¿verdad?

La mujer responde con una gárgara.

La enfermera dice:

– ¿Cómo dice?

La vieja traga y dice:

– La doctora Marshall es muy delicada. Más delicada que usted cuando me limpia los dientes.

– Ya casi está -dice la doctora Marshall-, Se está portando muy bien, señora Wintower.

La enfermera se encoge de hombros y se marcha.

Lo bueno de ser monaguillo es darle a alguien en el cuello con la patena. La gente de rodillas con las manos unidas para rezar, las arcadas que sufren justo en el momento en que están siendo tan divinos. Me encantaba.

Cuando el cura les pone la hostia en la lengua, dice: «El cuerpo de Cristo».

Y la persona que recibe la comunión de rodillas dice «Amén».

Lo mejor es darles en la garganta y que el «Amén» les salga como el balbuceo de un bebé. O que graznen como un pato. O que cloqueen como un pollo. Aun así, tienes que fingir que es un accidente. Y no reírte.

– Ya está -dice la doctora Marshall. Se pone de pie y cuando va a tirar el hilo ensangrentado en la papelera me ve.

– No quiero interrumpir -digo.

Está ayudando a la vieja a levantarse de la silla abatible y dice:

– ¿Señora Wintower? ¿Puede decir a la señora Tsunimitsu que venga a verme?

La señora Wintower asiente. A través de las mejillas se le ve la lengua palpando el interior de la boca, se tantea los dientes y se succiona los labios hasta convertirlos en una arruga tensa. Antes de salir al pasillo, me mira y dice:

– Howard, ya te he perdonado por serme infiel. No hace falta que sigas viniendo.

– Acuérdese de avisar a la señora Tsunimitsu -dice la doctora Marshall.

Y yo digo:

– ¿Y bien?

Y Paige Marshall dice:

– Pues que tengo que hacer higiene dental todo el día. ¿Qué quería?

Necesito saber lo que dice en el diario de mi madre.

– Ah, eso -dice. Se quita los guantes de látex y los mete en una lata de residuos peligrosos-. Lo único que demuestra ese diario es que su madre tenía delirios desde antes de que usted naciera.

¿Qué delirios?

Paige Marshall mira el reloj de la pared. Hace un gesto en dirección a la silla abatible de vinilo de la que acaba de levantarse la señora Wintower y dice:

– Siéntese. -Se pone un par nuevo de guantes de látex.

¿Me quiere pasar el hilo dental?

– Le irá bien para el mal aliento -dice. Desenrolla un trozo de hilo dental-. Siéntese y le diré lo que pone en el diario.

Cuando me siento, el peso de mi cuerpo levanta una nube de mal olor de la silla abatible.

– No he sido yo -digo-. Me refiero al mal olor. No lo he causado yo.

Y Paige Marshall dice:

– Antes de que usted naciera su madre pasó un tiempo en Italia, ¿verdad?

– ¿Ese es el gran secreto? -digo.

Y Paige dice:

– ¿Qué?

¿Que soy italiano?

– No -dice Paige. Se inclina sobre mi boca-. Pero su madre es católica, ¿verdad?

El hilo me hace daño al introducirse entre los dientes.

– Por favor, dígame que es broma -le digo. Con sus dedos en la boca le digo-: ¡No puedo ser italiano y católico! Es demasiado.

Le digo que eso ya lo sabía.

Y Paige dice:

– Cállese. -Se inclina hacia atrás.

– ¿Y entonces quién es mi padre?

Se inclina sobre mi boca y el hilo restalla entre dos muelas. El sabor de la sangre se acumula en torno a la base de mi lengua. Ella mira atentamente mi boca con los ojos entrecerrados y dice:

– Bueno, si cree en la Santísima Trinidad, entonces usted es su propio padre.

¿Yo soy mi padre?

Paige dice:

– Lo que quiero decir es que la demencia de su madre parece remontarse a antes de que usted naciera. De acuerdo con lo que pone en su diario, ha tenido delirios por lo menos desde los treinta y cinco años.

Ella saca el hilo y varios trocitos de comida le salpican la bata.

Yo le pregunto qué quiere decir con eso de la Santísima Trinidad.

– Ya sabe -dice Paige-, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres en uno. San Patricio y el Trébol -dice-. ¿Puede abrir la boca un poco más?

Entonces dígame de una puñetera vez, sin más, le digo, ¿qué dice el diario de mi madre sobre mí?

Ella mira el hilo ensangrentado que acaba de sacarme de la boca, luego mira las salpicaduras de sangre y comida que le han quedado en la bata y dice:

– Es un delirio bastante común entre las madres. -Se inclina con el hilo y lo pasa alrededor de otra muela.

No paran de soltarse y salir trozos de materia a medio digerir que yo no imaginaba que estuvieran ahí dentro. Mientras ella me tira de la cabeza con el hilo, me siento como un caballo con arnés de los que hay en el Dunsboro colonial.

– Su pobre madre -dice Paige Marshall mirando a través de las salpicaduras de sangre de los cristales de sus gafas- delira tanto que realmente cree que usted es la segunda encarnación de Cristo.