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Siempre que alguien con un coche nuevo se ofrecía para llevarlos, la mamaíta le decía al conductor que no.
Se quedaban en el arcén de la carretera y miraban cómo desaparecía el Cadillac nuevo, el Buick o el Toyota, y la mamaíta decía:
– El olor de un coche nuevo es el olor de la muerte.
Era la tercera o la cuarta vez que volvía a buscarlo.
El olor a pegamento y resina de los coches muertos es olor a formaldehído, le dijo ella, la misma sustancia que usan para conservar los cadáveres. Está en las casas nuevas y los muebles nuevos. Se llaman gases residuales. Puedes inhalar formaldehído en la ropa nueva. Si inhalas mucho te provoca dolores de estómago, vómitos y diarrea.
Véase también: colapso hepático.
Véase también: shock.
Véase también: muerte.
Si uno busca iluminación, decía la mamaíta, un coche nuevo no es la respuesta.
A lo largo del arcén florecían las dedaleras, tallos altos de flores blancas y purpúreas.
– Digitales -dijo la mamaíta-. Tampoco funcionan.
Comer flores de dedalera provoca náuseas, delirios y visión borrosa.
Delante de ellos, una montaña se erguía contra el cielo, rodeada de nubes y cubierta de pinos y de un poco de nieve en la cima. Era tan grande que seguía en el mismo sitio por mucho que caminaran.
La mamaíta sacó el tubito blanco del bolso. Se apoyó en el hombro del niño estúpido para no perder el equilibrio y esnifó con fuerza con el tubo metido en una ventana de la nariz. Luego el tubito se le cayó en la grava del arcén y ella se quedó mirando la montaña.
Era una montaña tan grande que iban a tardar una vida entera en llegar al otro lado.
Después de que a la mamaíta se le cayera, el niño estúpido recogió el tubito. Limpió la sangre con el faldón de la camisa y se lo volvió a dar.
– Tricloroetano -dijo la mamaíta, enseñándole el tubito-. Todas las pruebas que he hecho me han demostrado que se trata del mejor tratamiento para el exceso peligroso de conocimiento humano.
Volvió a meter el tubito en el bolso.
– Esa montaña, por ejemplo -dijo. Cogió la barbilla del niño entre el índice y el pulgar y le hizo mirar en la misma dirección que ella-. Esa montaña enorme y gloriosa. Durante un momento fugaz creo haberla visto realmente.
Otro coche frenó, un trasto marrón de cuatro puertas, un modelo demasiado nuevo, así que la mamaíta le hizo un gesto para que siguiera su camino.
Durante un instante la mamaíta había visto la montaña sin pensar en explotaciones madereras, pistas de esquí ni avalanchas, vida natural controlada, geología de placas tectónicas, microclimas, efecto sombra de lluvia ni lugares yin-yang. Había visto la montaña sin el marco del lenguaje. Sin la cárcel de las asociaciones. La había visto sin mirar a través de la lente de todo lo que sabía acerca de las montañas.
Lo que había visto en aquel instante ni siquiera era una «montaña». No era un recurso natural. No tenía nombre.
– Esa es la gran meta -dijo-. Encontrar una cura para el conocimiento.
Para la educación. Para la vida interior de la cabeza.
Los coches pasaban por la carretera y la mamaíta y el niño seguían caminando con la montaña delante.
Ya desde la historia de Adán y Eva de la Biblia, la humanidad había sido un poco más listilla de lo que le convenía, dijo la mamaíta. Ya desde que se comieron aquella manzana. Su meta ahora era encontrar, si no una cura, sí al menos un tratamiento que le devolviera a la gente su inocencia.
El formaldehído no funcionaba. Las digitales no funcionaban.
Ninguna de las drogas naturales parecía arreglar nada, ni fumar macis ni nuez moscada ni cáscaras de cacahuete. Ni el eneldo ni las hojas de hortensia ni el jugo de lechuga.
Por las noches, la mamaíta solía colarse con el niño en los jardines ajenos. Se bebía la cerveza que la gente dejaba fuera para las orugas y los caracoles y mordisqueaba el estramonio, el solano y la nébeda. Se metía entre los coches aparcados y olía el interior de sus depósitos. Destornillaba el tapón de las cortadoras de césped y olía el aceite.
– Me imagino que si Eva pudo meternos en este marrón, yo puedo sacarnos -dijo la mamaíta-. A Dios le gusta ver gente emprendedora.
Otros coches frenaron, coches ocupados por familias, llenos de maletas y perros, pero la mamaíta les hizo señal de que siguieran.
– La corteza cerebral, el cerebelo -dijo-. Ahí está el problema.
Si pudiera entrenarse para usar solamente el tronco cerebral estaría curada.
Estaría en algún lugar más allá de la felicidad y la tristeza.
No se ven peces agonizando por cambios salvajes de estado de ánimo.
Las esponjas nunca tienen un mal día.
La grava crujía y se movía bajo sus pies. Los coches que pasaban a su lado creaban ráfagas calientes.
– Mi meta -dijo la mamaíta- no es hacerme la vida más sencilla.
Dijo:
– Mi meta es hacerme más sencilla a mí misma.
Le dijo al niño estúpido que las semillas de campanilla no funcionaban. Ya las había probado. El efecto no duraba. Las hojas de boniato no funcionaban. Tampoco el pelitre extraído de los crisantemos. Tampoco inhalar propano. Tampoco las hojas de ruibarbo ni las azaleas.
Después de pasar la noche en un patio ajeno, la mamaíta dejaba un bocado de cada planta para que la gente los descubriera.
Todas las drogas cosméticas, dijo, todos los estabilizadores del ánimo y antidepresivos, solamente tratan los síntomas de los grandes problemas.
Todas las adicciones, le contó, no eran más que formas de tratar un mismo problema. Las drogas, el exceso de comida, el alcohol o el sexo, todo era una simple forma de encontrar la paz. De escapar de lo que conocemos. De nuestra educación. Eran nuestro mordisco a la manzana.
El lenguaje, le dijo, no es más que nuestra forma de disipar con explicaciones la maravilla y la gloria del mundo. De deconstruirlo. De desdeñarlo. Le explicó que la gente no puede soportar toda la belleza del mundo. El hecho de que no pueda ser explicado ni comprendido.
Delante de ellos en la carretera apareció un restaurante rodeado de camiones aparcados más grandes que el propio restaurante. Había aparcados algunos de los coches nuevos que la mamaíta no quería. Uno podía notar el olor de muchas comidas distintas siendo fritas en el mismo aceite caliente. Uno podía oler los motores apagados de los camiones.
– Ya no vivimos en el mundo real -dijo ella-. Vivimos en un mundo de símbolos.
La mamaíta se detuvo y metió la mano en el bolso. Agarró al chico del hombro y se quedó mirando la montaña.
– Un último vistacito a la realidad -dijo-, Y nos vamos a comer.
Luego se metió el tubito blanco e inhaló.