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De acuerdo con Paige Marshall, mi madre volvió de Italia ya embarazada de mí. Fue el año después de que alguien entrara usando la fuerza en una iglesia del norte de Italia. Todo eso estaba en el diario de mi madre.

Según Paige Marshall.

Mi madre se había arriesgado a probar un tratamiento de fertilidad nuevo. Tenía casi cuarenta años. No estaba casada, no quería tener marido, pero alguien le había prometido un milagro.

Aquella misma persona conocía a alguien que había robado una caja de zapatos de debajo de la cama de un sacerdote. En aquella caja de zapatos había los últimos restos terrenales de un hombre. De alguien famoso.

Era su prepucio.

Era una reliquia religiosa, la clase de anzuelo que se usaba para atraer multitudes a las iglesias en la Edad Media. Era solamente uno de los penes famosos que siguen en circulación. En 1977, un urólogo americano compró el pene disecado de tres centímetros de Napoleón Bonaparte por unos cuatro mil dólares. El pene de treinta centímetros de Rasputín se supone que está sobre un cojín de terciopelo en una caja de madera barnizada en París. Se supone que el monstruo de medio metro de John Dillinger está embotellado en formaldehído en el Walter Reed Army Medical Center.

Según Paige Marshall, en el diario de mi madre pone que a seis mujeres les ofrecieron embriones creados con ese material genético. Cinco de ellos no llegaron a término.

El sexto era yo. Y el prepucio era de Jesucristo.

Así de chiflada estaba mi madre. Incluso hace veinticinco años ya estaba como una cabra.

Paige se ríe y se inclina para pasarle el hilo dental a otra anciana.

– Tiene que reconocerle a su madre que es original -dice.

De acuerdo con la Iglesia católica, Jesucristo se reunió con su prepucio en el momento de su resurrección y ascensión. De acuerdo con la historia de santa Teresa de Ávila, cuando Jesucristo se le apareció y la tomó en matrimonio, usó su prepucio como anillo de bodas.

Paige saca el hilo de entre los dientes de la mujer y se salpica de sangre y restos de comida los cristales de las gafas de montura negra. El cerebro negro de su peinado se inclina a un lado y al otro mientras ella intenta ver la hilera superior de dientes de la anciana.

Ella me dice:

– Aunque la historia de su madre fuera cierta, no hay pruebas de que el material genético procediera de la figura histórica. Es más probable que su padre fuera un pobre don nadie judío.

La mujer recostada en la silla abatible, con las manos de la doctora Marshall en la boca abierta, gira los ojos para mirarme.

Y Paige Marshall dice:

– Esto ya tendría que bastar para que usted cooperara.

¿Cooperara?

– Con mi plan de tratamiento para su madre -dice.

Matar a un bebé nonato. Le digo que incluso si yo no soy él, no creo que Jesucristo lo aprobara.

– Por supuesto que sí -dice Paige. Saca el hilo de golpe y me salpica con un trozo de pasta de comida-. ¿Acaso Dios no sacrificó a su propio hijo para salvar a la gente? ¿No es esa la historia?

Aquí está de nuevo, la delgada línea entre ciencia y sadismo. Entre crimen y sacrificio. Entre asesinar a tu propio hijo y lo que Abraham estuvo a punto de hacerle a Isaac en la Biblia.

La anciana aparta la cara de la doctora Marshall y se saca de la boca con la lengua el hilo y los trozos ensangrentados de comida. Me mira y con su voz graznante me dice:

– Yo le conozco.

De forma tan automática como cuando uno estornuda, le digo que lo siento. Siento haberme follado a su gato. Siento haber pasado con el coche por encima de sus flores. Siento haber tirado a su hámster al retrete. Suspiro y le digo:

– ¿Me he dejado algo?

Paige dice:

– Señora Tsunimitsu, necesito que abra más la boca.

Y la señora Tsunimitsu dice:

– Yo estaba con la familia de mi hijo cenando en un restaurante y usted casi se asfixia -dice-. Mi hijo le salvó la vida.

Ella dice:

– Me sentí orgullosa de él. Todavía le cuenta la historia a la gente.

Paige Marshall me mira.

– Es un secreto -dice la señora Tsunimitsu-, pero creo que mi hijo Paul siempre se había sentido cobarde hasta aquella noche.

Paige se sienta y mira alternativamente a la anciana y a mí.

La señora Tsunimitsu junta las manos debajo de la barbilla, cierra los ojos y sonríe. Dice:

– Mi nuera quería divorciarse, pero después de ver cómo Paul lo salvaba a usted, volvió a enamorarse.

Ella dice:

– Yo me di cuenta de que usted estaba fingiendo. Los demás vieron lo que quisieron ver.

Ella dice:

– Tiene en su interior una capacidad enorme para amar.

La anciana permanece sentada, sonriendo, y dice:

– Me doy cuenta de que tiene un corazón lleno de generosidad.

Tan deprisa como cuando uno estornuda, le digo:

– Es usted un puto vejestorio lunático.

Y Paige se estremece.

Se lo voy diciendo a todo el mundo, estoy harto de que jueguen conmigo. ¿Vale? Así que no finjamos. No tengo corazón ni puñetera falta que me hace. No vais a conseguir hacerme sentir nada. No vais a conseguir afectarme.

Soy un cabrón estúpido, insensible y calculador. Fin de la historia.

Esta vieja señora Tsunimitsu. Paige Marshall. Ursula. Nico, Tanya, Leeza. Mi madre. Hay días en que la vida parece ser yo contra todas las tías estúpidas del puñetero mundo.

Con una mano agarro a Paige Marshall por el brazo y tiro de ella hacia la puerta.

Nadie me va a engañar para que me crea Jesucristo.

– Escúcheme -le digo. Le grito-: ¡Si quisiera sentir algo me iría a ver una puta película!

Y la vieja señora Tsunimitsu sonríe y dice:

– No puede negar la bondad de su verdadera naturaleza. Es tan luminosa que cualquiera puede verla.

A ella le digo que cierre la boca. A Paige Marshall le digo:

– Vamos.

Le voy a demostrar que no soy Jesucristo. La verdadera naturaleza de las personas es una chorrada. El alma humana no existe. Las emociones son una chorrada. El amor es una chorrada. Y me pongo a arrastrar a Paige por el pasillo.

Vivimos y nos morimos y todo lo demás es una ilusión. Son chorradas típicas de tías pasivas sobre los sentimientos y la sensibilidad. Mierda emocional subjetiva inventada. El alma no existe. Dios no existe. Solamente existen las decisiones, la enfermedad y la muerte.

Lo que yo soy de verdad es un inmundo, sucio y recalcitrante adicto al sexo, y no puedo cambiar y no puedo parar, y eso es lo que voy a ser siempre.

Y lo voy a demostrar.

– ¿Adónde me lleva? -dice Paige, tropezando, con las gafas y la bata de laboratorio todavía salpicadas de comida y de sangre.

Ya me estoy imaginando porquerías para no correrme demasiado deprisa, cosas como mascotas empapadas en gasolina e incendiadas. Me imagino al Tarzán regordete y a su chimpancé adiestrado. Pienso que esto no es más que otro capítulo estúpido en el cuarto paso de mi terapia.

Para que el tiempo se detenga. Para fosilizar este momento. Para hacer que esto dure una puta eternidad.

La voy a tomar en la capilla, le digo a Paige. Soy el hijo de una lunática, no el hijo de Dios.

Si me equivoco, que Dios lo demuestre. Que me envíe un rayo.

La voy a poseer en el puto altar.