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Aquella vez había sido imprudencia maliciosa o abandono temerario o negligencia criminal. Había tantas leyes que el niño no lograba distinguirlas.
Había sido acoso en tercer grado o indiferencia en segundo grado o desprecio en primer grado o incordio en segundo grado, y había llegado un punto en que al niño estúpido le aterraba hacer cualquier cosa que no hicieran los demás. Probablemente cualquier cosa nueva o distinta u original iba contra la ley.
Cualquier cosa arriesgada o excitante te llevaba a la cárcel.
Por eso todo el mundo tenía tantas ganas de hablar con la mamaíta.
Aquella vez solamente llevaba dos semanas fuera de la cárcel y ya habían empezado a suceder cosas.
Había un montón de leyes y una infinidad de formas de cagarla.
Primero la policía preguntó por los cupones.
Alguien había ido a una copistería del centro y había usado un ordenador para diseñar e imprimir cientos de cupones que prometían una comida gratis para dos personas por valor de setenta y cinco dólares y sin fecha de caducidad. Todos los cupones iban doblados dentro de una carta comercial que daba las gracias por ser tan buen cliente y explicaba que el cupón de dentro era una promoción especial.
Lo único que tenías que hacer era ir a cenar al restaurante Clover Inn.
Cuando el camarero te trajera la cuenta simplemente tenías que pagar con el cupón. La propina estaba incluida.
Alguien hizo todo aquello. Envió por correo cientos de aquellos cupones.
Tenía toda la pinta de una maniobra Ida Mancini.
La mamaíta había sido camarera en el Clover Inn durante la primera semana que había pasado fuera del centro de reinserción, pero la habían despedido por decirle a la gente cosas sobre la comida que no querían saber.
Luego había desaparecido. Unos días más tarde, una mujer sin identificar se había puesto a correr y a gritar por el pasillo central de un teatro durante la parte más tranquila y aburrida de un majestuoso ballet.
Por eso un día la policía había sacado al niño estúpido de la escuela y lo había llevado al centro de la ciudad. Para ver si tenía noticias de ella. De la mamaíta. Si sabía dónde estaba escondida.
Por aquella misma época, varios cientos de clientes enojados invadieron una peletería llevando cupones del cincuenta por ciento de descuento que habían recibido por correo.
Por aquella misma época, un millar de personas muy asustadas llegaron a la clínica de enfermedades de transmisión sexual del condado exigiendo que les hicieran una prueba después de haber recibido cartas con el sello del condado advirtiéndoles que a una antigua pareja sexual le habían diagnosticado una enfermedad infecciosa.
Los detectives de la policía se llevaron al mequetrefe al centro de la ciudad en un coche de paisano, luego le hicieron subir las escaleras de un edificio feo, se sentaron con él y su madre adoptiva y le preguntaron: ¿Ha intentado Ida Mancini contactar contigo?
¿Tienes alguna idea de dónde saca el dinero?
¿Por qué crees que hace esas cosas tan horribles?
Y el niño se limitó a esperar.
Pronto llegaría ayuda.
La mamaíta solía decirle que lo sentía. La gente llevaba muchos años trabajando para convertir el mundo en un sitio seguro y organizado. Nadie se daba cuenta de lo aburrido que se iba a volver. Con el mundo entero dividido en propiedades privadas, con límites de velocidad, zonas, impuestos y regulaciones, con todo el mundo sometido a exámenes, registrado, con dirección conocida y figurando en los registros. Nadie había dejado mucho espacio para la aventura, salvo tal vez la que uno podía comprar. En una montaña rusa. En una película. Sin embargo, no dejaba de ser una excitación falsa. Uno ya sabía que los dinosaurios no se iban a comer a los niños. El público de los pases de prueba ha descartado con su voto cualquier posibilidad de un falso desastre importante, de un riesgo real, no nos queda ninguna posibilidad de salvación real. De euforia real. De excitación real. De diversión. De descubrimiento. De invención.
Las mismas leyes que nos mantienen a salvo nos condenan al aburrimiento.
Sin acceso al caos verdadero, nunca lograremos la paz verdadera.
A menos que todo empeore, nada puede mejorar.
Todas estas cosas le decía la mamaíta.
Le decía:
– La única frontera que te queda es el mundo de lo intangible. Todo lo demás es demasiado restrictivo.
Está aprisionado por demasiadas leyes.
Cuando decía lo intangible se refería a Internet, las películas, la música, los relatos, el arte, los rumores, los programas informáticos, cualquier cosa que no fuera real. Las realidades virtuales. Los rollos fantásticos. La cultura.
Lo irreal es más poderoso que lo real.
Porque nada es tan perfecto como uno lo imagina.
Porque solamente duran las ideas intangibles, los conceptos, las creencias y las fantasías. La piedra se resquebraja. La madera se pudre. La gente, en fin, se muere.
Pero las cosas tan frágiles como un pensamiento, un sueño, una leyenda, pueden continuar para siempre.
Si puedes cambiar la manera en que piensa la gente, le decía. La forma en que se ven a sí mimos. La forma en que ven el mundo. Si lo haces, puedes cambiar la forma en que la gente vive su vida. Y esa es la única cosa duradera que puedes crear.
Además, en algún momento, solía decirle la mamaíta, tus recuerdos, tus relatos y tus aventuras serán lo único que te quede.
En su último juicio, antes de ir a la cárcel por última vez, la mamaíta se puso en pie ante el juez y dijo:
– Mi meta es ser un motor de excitación en las vidas de la gente.
Se quedó mirando fijamente a los ojos del niño estúpido Y dijo:
– Mi propósito es darle a la gente historias gloriosas que explicar.
Antes de que los guardias se la llevaran por la puerta de atrás de la sala, con las manos esposadas, gritó:
– Encerrarme sería redundante. Nuestra burocracia y nuestras leyes han convertido el mundo en un campo de trabajos forzados limpio y seguro.
Y luego gritó:
– Estamos criando una generación de esclavos.
E Ida Mancini volvió una vez más a la cárcel.
«Incorregible» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.
La mujer sin identificar, la que echó a correr por el pasillo durante el ballet, había gritado:
– Estamos enseñando a nuestros hijos a no poder defenderse.
Mientras corría por el pasillo y salía por una salida de incendios, había gritado:
– Estamos tan estructurados y microgestionados que esto ya no es un mundo, es un puto crucero de placer.
Sentado, esperando con los detectives de la policía, el niño estúpido, cara de culo y tocahuevos les preguntó si podía venir el abogado defensor Fred Hastings.
Y un detective murmuró una palabrota.
Y justo entonces, la alarma de incendios se disparó.
Y aun con la alarma sonando, los detectives siguieron preguntando:
– ¿TIENES ALGUNA IDEA DE CÓMO PONERNOS EN CONTACTO CON TU MADRE?
Le preguntaron a gritos para hacerse oír por encima de la alarma:
– ¿PUEDES DECIRNOS POR LO MENOS QUIÉNES SON SUS PRÓXIMOS OBJETIVOS?
La madre adoptiva le gritó para hacerse oír por encima de la alarma:
– ¿NO QUIERES AYUDARNOS A QUE LA AYUDEMOS?
Y la alarma se detuvo.
Una señora asomó la cabeza por la puerta y dijo:
– Que no cunda el pánico, chicos. Parece otra falsa alarma.
Una alarma de incendios ya nunca indica un incendio.
Y aquel pequeño gilipollas dijo:
– ¿Puedo usar el baño?