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Si vas a leer esto, no te preocupes.

Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero.

Sálvate.

Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. Hazte médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete el pelo.

No te vas a volver más joven.

Al principio lo que se cuenta aquí te va a cabrear. Luego se volverá cada vez peor.

Lo que vas a encontrar aquí es la estúpida historia de un niño estúpido. Una estúpida historia real sobre alguien con quien nunca te querrías cruzar. Imagínate a un pobre colgado de mierda que no te llega a la cintura, con una mata de pelo rubio peinado con raya al lado. Imagínate a esa mierdecilla de niñato sonriendo en sus viejas fotos de la escuela con agujeros donde se le han caído los dientes de leche y los primeros dientes adultos saliéndole cada uno por su lado. Imagínatelo llevando un jersey estúpido a rayas azules y amarillas, un jersey que le regalaron por su cumpleaños y que era mi favorito. Ya a esa temprana edad, imagínatelo mordiéndose sus uñas de gilipollas. Sus zapatos favoritos son los Keds. Su comida favorita las putas salchichas rebozadas de maíz.

Imagínate a un capullín sin cinturón de seguridad y subido con su mamaíta a un autobús escolar robado después de la cena. Y como hay un coche de la policía aparcado frente a su motel, la mamaíta pasa zumbando a cien kilómetros por hora.

Esto trata sobre un bichejo estúpido que está claro que es el mequetrefe soplón y llorón más estúpido que jamás ha existido.

Menudo mamoncillo.

– Tenemos que darnos prisa -dice la mamaíta, y conduce el autobús colina arriba por una carretera estrecha, con las ruedas traseras patinando de un lado a otro sobre el hielo. A la luz de sus faros la nieve se ve azul y se extiende desde el arcén de la carretera hasta el bosque oscuro.

Imagínate que todo esto es culpa de él. Del pequeño subnormalín.

La mamaíta detiene el autobús a poca distancia de la base de un risco, de forma que los faros iluminan su superficie blanca, y dice:

– Hasta aquí hemos llegado. -Las palabras salen en forma de nubes blancas de vapor que ilustran lo grandes que son por dentro sus pulmones.

La mamaíta pone el freno de mano y dice:

– Puedes salir, pero deja el abrigo en el autobús.

Imagínate a ese mocoso imbécil dejando que la mamaíta lo coloque delante del autobús escolar. Ese pequeño Benedict Arnold de pega se queda mirando la luz de los faros y deja que la mamaíta le quite su jersey favorito por la cabeza. Ese llorón de mierda se queda ahí en la nieve, medio desnudo, mientras el motor del autobús sigue encendido y su rugido arranca ecos del risco y la mamaíta desaparece en dirección a alguna parte detrás de él en la oscuridad y el frío. Los faros lo ciegan y el ruido del motor tapa el crujido que el viento arranca a los árboles. El aire está demasiado frío para respirar más de una bocanada cada vez, y va esa pequeña membrana mucosa y se pone respirar el doble de rápido.

No se escapa. No hace nada.

Desde detrás de él, la mamaíta dice:

– Ahora, hagas lo que hagas, no te gires.

La mamaíta le cuenta que había una chica muy guapa en la antigua Grecia, hija de un alfarero.

Igual que siempre que ella sale de la cárcel y va a buscarlo, el niño y la mamaíta pasan cada noche en un motel distinto. Se alimentan a base de comida rápida y se pasan el día entero conduciendo. Hoy a la hora de comer el niño ha intentado comerse su salchicha rebozada cuando todavía estaba demasiado caliente y ha estado a punto de zampársela de un bocado, pero se ha atragantado y se ha quedado sin respiración y sin habla hasta que la mamaíta se ha levantado de golpe de su silla para ayudarlo.

Los dos brazos lo han abrazado desde detrás, le han levantado los pies del suelo y la mamaíta ha dicho entre dientes:

– ¡Respira! ¡Respira, joder!

Después, el niño se ha echado a llorar y todo el restaurante se ha congregado a su alrededor.

En ese momento ha parecido que al mundo entero le importaba lo que le sucediera. Toda aquella gente estaba abrazándolo y acariciándole el pelo. Todo el mundo le preguntaba si estaba bien.

Parecía que aquel momento iba a durar para siempre. Que uno tenía que arriesgar la vida para conseguir amor. Uno tenía que caminar al borde de la muerte para que lo salvaran.

– Muy bien. Vamos -le ha dicho la mamaíta mientras le secaba la boca-. Te he dado la vida.

Un momento más tarde una camarera lo ha reconocido gracias a una foto impresa en un viejo cartón de leche, así que la mamaíta ha metido al llorón de mierda en el autobús y ha puesto rumbo al motel a cien por hora.

En el camino de regreso, han salido de la carretera y han comprado un bote de pintura negra en espray.

Después de todas las prisas, el sitio al que han llegado es el culo del mundo en mitad de la noche.

Ahora el niño estúpido oye detrás suyo el ruido que hace su madre al agitar el bote de espray, la bolita que hay dentro golpeando contra las paredes del bote, y la mamaíta le explica que la muchacha de la Grecia antigua estaba enamorada de un joven.

– Pero el joven era de otro país y tenía que volver a casa -dice la mamaíta.

Se oye un susurro y el niño huele a pintura en espray. El ruido del motor del autobús cambia. Se vuelve metálico, se acelera y se hace más fuerte. El autobús empieza a balancearse ligeramente de un lado a otro.

Así que una noche la muchacha y su amante se reunieron, dice la mamaíta. La muchacha trajo una lámpara y la puso de forma que proyectara la sombra de su amante en la pared.

El susurro del espray se detiene y vuelve a empezar. Se oye un susurro corto y luego un susurro largo.

Y la mamaíta cuenta que la muchacha dibujó el contorno de la sombra de su amante para poder tener siempre un recuerdo de su aspecto, un registro de aquel momento exacto, el último momento que iban a pasar juntos.

Nuestro pequeño llorica sigue mirando fijamente los faros. Se le llenan los ojos de lágrimas y cuando los cierra sigue viendo la luz brillante, roja a través de los párpados, de su propia carne y su propia sangre.

Y la mamaíta dice que al día siguiente el amante de la muchacha se había ido, pero su sombra seguía allí.

Durante un segundo el niño mira en dirección al sitio donde la mamaíta está dibujando el contorno de su estúpida sombra sobre la pared del risco y descubre que está tan lejos que su sombra es una cabeza más alta que su madre. Sus brazos escuálidos parecen enormes. Sus piernecillas cortas y gruesas parecen largas. Sus hombros estrechos se expanden.

Y la mamaíta le dice:

– No mires. No muevas un solo músculo o me estropearás la faena.

Y el chivatillo de las narices se da media vuelta para mirar los faros.

El bote de espray susurra y la mamaíta le cuenta que antes de los griegos no existía el arte. Así fue como se inventó la pintura. Le cuenta que el padre de la muchacha usó el contorno de la pared para modelar una versión en arcilla del joven y así fue como se inventó la escultura.

– El arte nunca nace de la felicidad -le dice la mamaíta, en serio.

Así es como nacieron los símbolos.

El niño permanece de pie, temblando a la luz de los faros, intentando no moverse, y la mamaíta continúa con su trabajo, diciéndole a la sombra enorme que algún día él enseñará a la gente todo lo que ella le ha enseñado. Algún día será un médico que salvará vidas. Les devolverá la felicidad. O algo mejor que la felicidad: la paz.

Será respetado.

Algún día.

Todo esto tiene lugar después de descubrirse que el Conejo de Pascua no existe. Incluso después de Santa Claus y el ratoncito Pérez y san Cristóbal y la física newtoniana y el modelo atómico de Niels Bohr, ese niño estúpido como él solo sigue creyendo a su mamaíta.

Algún día, cuando haya crecido, le dice la mamaíta a la sombra, el niño regresará aquí y comprobará que se ha convertido exactamente en el mismo contorno que ella está dibujando esta noche.

Los brazos desnudos del niño tiemblan de frío.

Y la mamaíta dice:

– Contrólate, joder. Quédate quieto o lo vas a estropear todo.

Y el niño intenta calentarse, pero por mucha luz que den, los faros no dan ningún calor.

– Necesito trazar el contorno con claridad -dice la mamaíta-. Si tiemblas vas a salir borroso.

No será hasta muchos años después, cuando ese mequetrefe perdedor se haya graduado con matrícula de honor y se haya roto los cuernos para entrar en la facultad de medicina de la University of Southern California (cuando tenga veinticuatro años y esté en segundo de medicina, momento en que a su madre le harán el diagnóstico y a él lo nombrarán su tutor), no será hasta entonces que este bufoncete patético caerá en la cuenta de que hacerse fuerte, rico y listo no es más que la primera parte de la historia de la vida de uno.

Ahora al niño le duelen los oídos por culpa del frío. Se siente mareado e hiperventilado. Tiene toda la piel de gallina en su pecho estrecho de soplón. Los pezones se le han erizado por el frío y se le han convertido en granos rojos y duros, y el pequeño chiquilicuatro se dice a sí mismo: De veras, me merezco esto.

Y la mamaíta dice:

– Al menos intenta ponerte derecho.

El niño echa los hombros hacia atrás y se imagina que los faros son un pelotón de fusilamiento. Se merece una neumonía. Se merece la tuberculosis.

Véase también: hipotermia.

Véase también: fiebre tifoidea.

Y la mamaíta dice:

– Después de esta noche, ya no te fastidiaré más.

El motor del autobús marcha al ralentí, produciendo un largo tornado de humo azul.

Y la mamaíta dice:

– Así que quédate quieto y no me obligues a darte unos azotes.

Y está claro como el agua que el mocoso necesita unos azotes. Se merece todo lo que le pueda pasar. Es el mismo pobre palurdo iluso que realmente se creyó que el futuro iba a ser mejor. Si uno trabajaba duro. Si uno aprendía lo suficiente. Si corría lo bastante deprisa. Que todo saldría bien y uno llegaría a ser algo en la vida.

Llegan ráfagas de viento y caen restos de nieve reseca de los árboles. Los copos de nieve le queman en las orejas y las mejillas. Hay nieve fundiéndose entre los cordones de sus zapatos.

– Ya verás -le dice la mamaíta-. Vale la pena sufrir un poco por esto.

Esta será una historia que él le contará a su propio hijo algún día.

La muchacha de la Antigüedad, le cuenta la mamaíta, nunca volvió a ver a su amante.

Y el niño es lo bastante estúpido como para creer que una pintura o una escultura o una historia pueden reemplazar de alguna forma a alguien a quien quieres.

Y la mamaíta dice:

– Tienes mucha vida por delante.

Es duro de asimilar, pero hablamos del mismo niñato estúpido, perezoso y ridículo que se quedó temblando, guiñando los ojos ante la luz y el rugido, y que creyó que el futuro sería luminoso. Imagínate a alguien tan estúpido como para crecer sin saber que la esperanza no es más que otra fase que uno deja atrás. Pensando que uno puede hacer algo, cualquier cosa, que dure para siempre.

El mero hecho de recordar todo esto parece estúpido. Es un prodigio que él haya vivido tanto tiempo.

Así que, nuevamente, si vas a leer esto, no lo hagas.

Esto no trata de nadie valiente y amable y esforzado. El no es nadie de quien te vayas a enamorar.

Solo para que lo sepas, lo que estás leyendo es la historia completa y sin concesiones de un adicto. Porque en la mayoría de programas de desintoxicación en doce pasos, el cuarto te obliga a hacer inventario de tu vida. Tienes que coger un cuaderno y apuntar hasta el último detalle patético y vergonzoso de tu vida. Un inventario completo de tus crímenes. De esa forma, tienes todos tus pecados delante de las narices. Y entonces debes arreglarlo todo. Esto vale para los alcohólicos, los drogadictos, los bulímicos y también para los adictos al sexo.

De esta forma uno puede volver atrás y revisar lo peor de la propia vida siempre que quiera.

Porque se supone que los que olvidan el pasado están condenados a repetirlo.

De forma que si estás leyendo esto, a decir verdad, no es de tu incumbencia.

El niñato estúpido y la noche fría, todo se convertirá en unas cuantas estupideces más de las que piensas cuando estás practicando el sexo para tardar más en correrte. Si eres un tío.

El mismo mamoncillo cagón cuya mamaíta le dijo:

– Quédate un poco más, inténtalo con más empeño y todo irá bien.

Ja.

La misma mamaíta que le dijo:

– Algún día verás que el esfuerzo habrá valido la pena. Te lo prometo.

Y aquel capullín, aquel mamoncillo estúpido entre los estúpidos, se quedó allí temblando todo ese tiempo, medio desnudo en medio de la nieve, y realmente se creyó que alguien podía prometer algo tan imposible.

Así que si crees que esto te va a salvar…

Si crees que hay algo que te vaya a salvar…

Considera esto la última advertencia.