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Después de que Denny se haya instalado en casa, encuentro un bloque de granito blanquinegro en la nevera. Denny arrastra a casa bloques de basalto y las manos se le quedan manchadas de rojo del óxido de hierro. Con su manta rosa de bebé envuelve adoquines de granito negro y piedras de río de superficie lisa y suave y losas de cuarcita con mica centelleante y se las lleva a casa en el autobús.

Todos esos bebés que Denny adopta. Se van amontonando como una generación de niños.

Denny lleva a casa arenisca y caliza a razón de una brazada de color rosa pálido cada vez. En la entrada les quita el barro con la manguera. Las amontona detrás del sofá de la sala de estar. Las amontona en los rincones de la cocina.

Todos los días llego a casa después de un día duro en el siglo xviii y me encuentro una roca de lava enorme en la encimera del baño, junto al lavamanos. En el segundo estante de la nevera empezando por abajo hay una roca pequeña y gris.

– Tío -le digo-, ¿por qué hay una piedra en la nevera?

Denny está aquí en la cocina, sacando piedras limpias y tibias del lavavajillas y secándolas con un trapo para la vajilla, y me dice:

– Porque ese es mi estante, tú lo dijiste -dice-. Y no es una simple piedra, es granito.

– Pero ¿por qué en la nevera? -le digo.

Y Denny dice:

– Porque el horno ya está lleno.

El horno está lleno de piedras. El congelador está lleno. Los armarios de la cocina están tan llenos que se están desprendiendo de las paredes.

El plan era solo una piedra al día, pero Denny tiene una personalidad completamente adictiva. Ahora tiene que llevar a casa media docena de piedras a diario solo para mantener el hábito. Todos los días pone a funcionar el lavavajillas y extiende sobre la encimera de la cocina las toallas de baño de mi madre para poner encima las piedras y dejarlas secar. Piedras grises y redondas. Piedras negras y cuadradas. Piedras de color marrón cuarteado y amarillo a rayas. Caliza de color travertino. Cada nuevo cargamento que Denny trae a casa lo mete en el lavavajillas y lleva las piedras limpias y secas del día anterior al sótano.

Al principio no se puede ver el suelo del sótano por culpa de las piedras. Después las piedras se amontonan alrededor del escalón de abajo. Después el sótano está lleno hasta la mitad de las escaleras. Ahora abres la puerta del sótano y las piedras amontonadas dentro se caen en la cocina. En realidad ya no hay sótano.

– Tío, la casa se está llenando -le digo-. Es como si viviéramos en la parte de abajo de un reloj de arena.

Como si se nos estuviera terminando el tiempo.

Como ser enterrados vivos.

Denny con su ropa sucia, con su chaleco deshaciéndose debajo de los brazos y su fular raído y deshilachado, espera en las paradas del autobús meciendo los fardos de color rosa. Cuando los músculos de los brazos se le empiezan a dormir cambia las piedras de posición. Una vez en el autobús, Denny ronca con las mejillas llenas de roña y apoyado en la pared de metal traqueteante del autobús, sin soltar a su bebé.

A la hora del desayuno le digo:

– Tío, dijiste que tu plan era una piedra al día.

Y Denny dice:

– Es lo que hago. Solamente una.

Yo le digo:

– Tío, eres un yonqui del copón -le digo-. No me mientas. Sé que estás trayendo al menos diez piedras cada día.

Colocando una piedra en el baño, en el armario de las medicinas, Denny dice:

– Vale, voy un poco adelantado.

Hay piedras escondidas en la cisterna del baño, le digo.

Y le digo:

– Solamente porque sean piedras no quiere decir que esto no sea abuso de sustancias.

Denny con la nariz moqueando, y con su cabeza afeitada, con su manta de bebé mojada por la lluvia, espera en las paradas del autobús, tosiendo. Se pasa el fardo de un brazo a otro. Con la cara inclinada hacia abajo, tira del borde satinado de color rosa de la manta. Parece que es para llevar más protegido a su bebé, pero en realidad es para esconder el hecho de que es toba volcánica.

La lluvia le cae por la parte trasera del tricornio. Las piedras le desgarran el interior de los bolsillos.

Dentro de la ropa sudada, cargado con todo eso peso, Denny está cada vez más flaco.

Si se pasa todo el tiempo llevando algo que parece un bebé, es cuestión de tiempo que alguien del vecindario lo denuncie por malos tratos y abandono de menores. La gente se muere de ganas de declarar que alguien es un padre incapaz y de enviar a un niño a un hogar de adopción; bueno, esa es mi experiencia.

Todas las noches llego a casa después de una larga velada de asfixiarme hasta morir y me encuentro a Denny con una piedra nueva. Cuarzo o ágata o mármol. Feldespato u obsidiana o argilita.

Todas las noches llego a casa después de forjar héroes donde solamente había don nadies y el lavavajillas está funcionando. Sigo teniendo que sentarme para hacer la contabilidad del día, sumar todos los cheques y enviar las cartas de agradecimiento del día. En mi silla hay una piedra. Mis papeles y mis cosas están sobre la mesa del comedor y cubiertos de piedras.

Al principio le digo a Denny que no quiero piedras en mi habitación. Puede ponerlas en cualquier otra parte. Puede ponerlas en los pasillos. En los armarios. Después le acabo diciendo:

– No me pongas piedras en la cama.

– Pero si nunca duermes en ese lado -dice Denny.

Yo le digo:

– Esa no es la cuestión. No quiero piedras en mi cama, esa es la cuestión.

Llego a casa después de un par de horas de terapia de grupo con Nico, Leeza o Tanya y me encuentro piedras en el microondas. Hay piedras en la secadora de ropa. Piedras dentro de la lavadora.

A veces son las tres o las cuatro de la mañana cuando Denny se pone a limpiar con la manguera una piedra nueva en el jardín, y algunas noches se trata de piedras tan grandes que tiene que meterlas en casa rodando. Luego la amontona encima de las otras piedras en el baño, en el sótano, en la habitación de mi madre.

Es la ocupación a jornada completa de Denny, llevar piedras a casa.

El último día de trabajo de Denny, en el momento de su destierro, su alteza el gobernador colonial se plantó en la puerta de la aduana y se puso a leer un librito con las tapas de cuero. Sus manos casi tapaban por completo el librito, pero vi que era de cuero negro, que las páginas tenían los bordes dorados y que de la parte superior del lomo colgaban varias cintas, una negra, una verde y otra roja.

– Igual que el humo se desvanece, así los dispersaréis y como la cera los fundiréis en el fuego -leyó-, para que los impíos perezcan en presencia de Dios.

Denny se acercó a mí y me dijo:

– La parte del humo y la cera -dijo Denny-, creo que se refiere a mí.

A la una en punto en la plaza del pueblo, su alteza real lord Charlie, el gobernador colonial, leyó para nosotros, de pie y con la cara inclinada sobre su librito. Un viento frío desviaba hacia un lado el humo de todas las chimeneas. Las lecheras estaba presentes. Los zapateros estaban presentes. El herrero estaba presente. Todos ellos, con la ropa, el pelo y el aliento oliendo a hachís. Oliendo a canuto. Con los ojos rojos y vidriosos.

La comadre Landson y la doncella Plain lloraron tapándose la cara con los delantales, pero solamente porque plañir entraba en la descripción de sus trabajos. Una guardia de soldados permanecía de pie con los mosquetes cogidos con las dos manos, listos para escoltar a Denny afuera hasta el yermo del aparcamiento. La bandera colonial se agitaba, arriada a media asta en lo más alto del techo de la aduana. Estaban comiendo palomitas de la caja con los pollos imitantes picoteando a sus pies. Estaban comiendo algodón de azúcar con los dedos.

– En lugar de desterrarme -gritó Denny-, ¿por qué no me dejáis colocarme? -dijo-, O sea, las piedras serían un regalo de despedida fantástico.

Todos los colonos drogados tuvieron un sobresalto cuando Denny dijo «colocarme». Miraron al gobernador colonial y luego se miraron los zapatos y el rubor tardó un poco en retirarse de sus mejillas.

– Y, por tanto, encomendamos su cuerpo a la tierra, a fin de que sufra corrupción… -Y mientras el gobernador estaba leyendo un avión a reacción pasó volando bajo, preparándose para aterrizar, y le ahogó el discursito.

La guardia escoltó a Denny hasta las puertas del Dunsboro colonial, dos hileras de hombres con armas desfilando con Denny entre ellos. Cruzaron las puertas, cruzaron el aparcamiento e hicieron desfilar a Denny hasta la parada de autobús en los límites del siglo xxi.

– Eh, tío -le grité desde las puertas de la colonia-, ahora que has muerto, ¿qué vas a hacer con todo tu tiempo libre?

– Más bien qué no voy a hacer -dijo Denny-. Estoy puñeteramente seguro de que no voy a portarme mal.

Eso quería decir recoger piedras en vez de cascársela. Permanecer siempre tan ocupado, hambriento, cansado y pobre que no le quedara ninguna energía para buscar pornografía y darle al manubrio.

La noche después de ser desterrado, Denny se presentó en casa de mi madre con una piedra en los brazos y un policía detrás. Denny se secó la nariz con la mano.

El poli dijo:

– Perdone, ¿conoce a este hombre?

Luego el poli dijo:

– ¿Victor? ¿Victor Mancini? Eh, Victor, ¿cómo te va? O sea, ¿cómo te va la vida? -Y levantó una mano con la palma lisa y enorme en dirección a mí.

Me imaginé que el poli quería que chocara los cinco con él, y lo hice, pero era tan alto que tuve que dar un saltito. Con todo, mi mano no acertó a darle a la suya. Luego le dije:

– Sí, es Denny. No pasa nada. Vive aquí.

El poli se dirigió a Denny y dijo:

– Fíjate: le salvo la vida a un tío y ni siquiera se acuerda de mí.

Claro.

– ¡Aquella vez que estuve a punto de asfixiarme! -dije.

Y el poli dijo:

– ¡Te acuerdas!

– Bueno -dije-, gracias por traer al bueno de Denny a casa sano y salvo. -Empujé a Denny adentro y me dispuse a cerrar la puerta.

Y el poli dijo:

– ¿Va todo bien, Victor? ¿Necesitas algo?

Fui a la mesa del comedor y escribí un nombre en un trozo de papel. Se lo di al poli y le dije:

– ¿Puedes conseguir que la vida de este tío sea un puto infierno? A lo mejor puedes mover unos cuantos hilos y conseguir que le hagan un registro de la cavidad rectal.

El nombre escrito en el papel era su alteza lord Charlie, el gobernador colonial.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Y el poli sonrió y dijo:

– Veré lo que puedo hacer.

Y le cerré la puerta en las narices.

Ahora Denny deja la piedra en el suelo y me pregunta si me sobran un par de pavos. Ha encontrado un sillar de granito en una cantera. Es piedra de calidad para la construcción, tiene una buena fuerza de compresión y se vende por toneladas, pero Denny cree que puede conseguir esa roca por solo diez pavos.

– Una piedra es una piedra -dice-, pero una piedra cuadrada es una bendición.

La sala de estar parece haber quedado cegada por una avalancha. Primero las piedras rodeaban la parte inferior del sofá. Luego las mesillas quedaron enterradas y solamente las lamparillas sobresalían por encima de las piedras. Granito y arenisca. Piedras grises y azules y negras y marrones. En algunas habitaciones caminamos con la cabeza gacha para no dar con el techo.

Le pregunto qué quiere construir.

Y Denny dice:

– Dame los diez pavos -dice- y te dejaré ayudar.

– Toda esta estupidez de las piedras -le digo-, ¿Cuál es tu meta?

– No se trata de hacer nada -dice Denny-, es el hecho de hacer, ya sabes, el proceso.

– Pero ¿qué vas a hacer con todas estas piedras?

Y Denny dice:

– No lo sabré hasta que haya recogido bastantes.

– Pero ¿cuántas son bastantes? -le digo.

– No lo sé, tío -dice Denny-. Solamente quiero que mi vida sirva para algo.

Así como todos los días de tu vida, así como la vida puede desaparecer delante de la televisión, Denny dice que quiere poder mostrar una piedra por cada día. Algo tangible. Una sola cosa. Un pequeño monumento que señale el final de cada día. De cada día que no pase cascándosela.

«Lápida» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

– De esa forma, así tal vez mi vida tenga un sentido -dice-. Algo que pueda durar.

Le digo que tendría que haber un programa de doce pasos para adictos a las piedras.

Y Denny dice:

– ¿Y de qué iba a servir? -dice-, ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en tu cuarto paso?