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Los miércoles quieren decir Nico.

Los viernes quieren decir Tanya.

Los domingos quieren decir Leeza, a quien pillo en el aparcamiento del centro cívico. A dos puertas de la reunión de adictos al sexo, intercambiamos un poco de semen en un armario de los trastos con una fregona a nuestro lado, metida en un cubo de agua gris. Hay paquetes de papel higiénico para que Leeza se apoye en ellos y yo le bombeo el culo con tanta fuerza que a cada golpe de caderas su cabeza golpea contra una estantería llena de trapos doblados. Le chupo el sudor de la espalda para colocarme de nicotina.

Así era la vida en la Tierra tal como yo la conocía. Esa clase de sexo sucio y basto en el que primero quieres colocar unas cuantas hojas de papel de periódico. Aquí estoy yo intentando devolver las cosas al estado en que estaban antes de Paige Marshall. Recrear aquella época. Yo intentando reconstruir el funcionamiento de mi vida tal como era hasta hace unas semanas. El bonito funcionamiento de mi disfuncionalidad.

Me dirijo al pelo revuelto de la nuca de Leeza y digo:

– ¿Si me estuviera volviendo demasiado cariñoso me lo dirías, verdad?

La embisto a un ritmo regular y continuo, preguntándole:

– ¿No te parece que me estoy volviendo blando, verdad?

Para evitar correrme, me imagino escenarios de accidentes aéreos y el acto de pisar mierda.

Con la polla a punto de estallar, me imagino fotos policiales de accidentes de coches y heridas de disparos a quemarropa. Para evitar sentir algo, me limito a clavarla una y otra vez.

Clavar la polla, tapar los sentimientos. Cuando eres un adicto al sexo está claro que es lo mismo.

Hundido en su interior, la tanteo con los brazos. Metido en sus entrañas, extiendo los brazos por debajo de ella para retorcerle los pezones duros y puntiagudos con las manos.

Y con su sombra oscura proyectándose sobre el paquete marrón claro de papel higiénico, Leeza me dice:

– Tranquilízate -dice-, ¿Qué estás intentando demostrar?

Que soy un mamón sin sentimientos.

Que me importa un pito.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Leeza, Leeza la del impreso de salida por tres horas, agarra el paquete de papel higiénico y empieza a toser, y siento los espasmos de sus abdominales duros como la piedra ondulando entre mis dedos. Los músculos de la base de su pelvis, los músculos pubococcígeos, llamados los músculos PC para abreviar, sufren unos espasmos que provocan un efecto constrictivo increíble en mi rabo.

Véase también: Punto de Gräfenberg.

Véase también: Punto de la Diosa.

Véase también: Punto tántrico sagrado.

Véase también: Perla negra taoísta.

Leeza apoya las manos abiertas en la pared y empuja con el cuerpo hacia atrás.

Todos esos nombres para el mismo lugar, todos esos símbolos para lo mejor de todo. La Federación de Centros Sanitarios Feministas lo llama la esponja uretral. Regnier de Graaf llamó a esa masa de tejido eréctil, nervios y glándulas la próstata femenina. Todos esos nombres para las dos pulgadas de uretra que uno puede palpar a lo largo de la pared delantera de su vagina. La pared anterior de la vagina. Lo que algunos llaman el cuello de la vejiga.

Todo esto designa el mismo territorio en forma de judía al que todo el mundo quiere poner nombre.

A la hoguera con su bandera. Con su símbolo.

Para evitar correrme, me imagino la clase de primero de anatomía y la disección de las dos ramas del clítoris, los crura, cada una de ellas tan larga como el dedo índice. Imagínate la disección del cuerpo cavernoso, esos dos cilindros de tejido eréctil del pene. Cortamos los ovarios. Extirpamos los testículos. Aprendes a cortar todos los nervios y a dejarlos a un lado. Los cadáveres apestando a formol, a formaldehído. Ese olor a coche nuevo.

Teniendo en mente este rollo de los cadáveres, uno puede cabalgar durante horas sin llegar a ninguna parte.

Cuando eres un adicto puedes pasarte la vida sin sentir nada más que la borrachera, el colocón de la droga o el hambre. Y sin embargo, cuando comparas esto con otros sentimientos, como la tristeza, la furia, el miedo, la preocupación, la desesperación o la depresión, pues bueno, la adicción ya no pinta tan mal. Parece una opción muy viable.

El lunes me quedo en casa después del trabajo y registro las cintas viejas de las sesiones de terapia de mi madre. Dos mil años de mujeres en una sola estantería. La voz de mi madre, tranquila y profunda como cuando yo era un renacuajo de mierda.

El burdel del inconsciente.

Historias para irse a dormir.

Imagínese un peso enorme sobre su cuerpo, inmovilizándole la cabeza y los brazos, hundiéndolo cada vez más en los cojines del diván. Ponga la cinta en los auriculares, acuérdese de quedarse dormido encima de su toalla.

Aparece el nombre Mary Todd Lincoln en una de las sesiones grabadas.

Imposible. Demasiado fea.

Véase también: la sesión de Wallis Simpson.

Véase también: la sesión de Martha Ray.

Aparecen las tres hermanas Brontë. No son mujeres reales sino símbolos, simples nombres y armazones vacíos donde uno puede proyectarse. Que uno puede llenar de estereotipos y clichés antiguos, de piel blanca como la leche y polisones, de zapatos con botones y miriñaques. Vestidas únicamente con corsés de ballena y redecillas de ganchillo, Emily y Charlotte y Anne Brontë aparecen reclinadas, desnudas y aburridas en sofás forrados de pelo de caballo, una tarde calurosa y fétida en el salón. Símbolos sexuales. Usted llena lo que falta, el atrezzo y las posturas, el escritorio de tapa de persiana, el órgano de pedales. Póngase en el papel de Heathcliff o del señor Rochester. Ponga la cinta y relájese.

Nos resulta imposible imaginar el pasado. El pasado, el futuro, la vida en otros planetas, todo son extensiones, proyecciones de la vida tal como la conocemos.

Yo estoy encerrado en mi habitación. Denny va y viene.

Como si fuera un accidente inocente, me sorprendo a mí mismo hojeando la guía de teléfonos en busca del apellido Marshall. Su nombre no está en la guía. Algunas noches después del trabajo cojo el autobús que pasa por delante de Saint Anthony. Nunca la veo en ninguna ventana. Desde el autobús no se puede saber cuál es su coche en el aparcamiento. No me bajo.

No sé si rajarle los neumáticos o dejarle una nota de amor.

Denny va y viene y cada vez hay menos piedras en la casa. Y si dejas de ver a alguien todos los días, lo ves cambiar. Yo miro desde una ventana del piso de arriba y Denny va de un lado a otro cargando piedras cada vez más grandes en un carrito de la compra. Y cada día parece un poco más grande debajo de su vieja camisa a cuadros. Su cara se pone morena, su pecho y sus hombros se vuelven lo bastante grandes como para llenar la tela a cuadros y que no cuelgue vacía. No está enorme pero sí grande, para ser Denny.

Cuando veo a Denny desde la ventana soy una piedra, soy una isla.

Le grito si necesita ayuda.

En la acera, Denny mira a su alrededor, cargando una piedra en los brazos.

– Aquí arriba -le digo-. ¿Necesitas que te ayude?

Denny deja caer la piedra en el carrito y se encoge de hombros. Niega con la cabeza y me mira haciendo visera con la mano.

– No necesito ayuda -dice-. Pero puedes ayudarme si quieres.

Déjalo.

Lo que yo quiero es que me necesiten.

Lo que necesito es ser indispensable para alguien. Necesito a alguien que ocupe todo mi tiempo libre, mi ego y mi atención. Alguien adicto a mí. Una adicción mutua.

Véase también: Paige Marshall.

Es lo mismo que cuando dices que una droga puede ser buena o mala.

No comes. No duermes. Chupar a Leeza no se parece a comer. Si duermes con Sarah Bernhardt no estás dormido de verdad.

La magia de la adicción es que uno nunca tiene hambre ni está cansado ni aburrido ni se siente solo.

En la mesa del comedor se amontonan todas las tarjetas nuevas. Todos los cheques y las felicitaciones de un montón de extraños que quieren pensar que son héroes para alguien. Que creen que alguien los necesita, Una mujer me cuenta que ha empezado una cadena de oraciones por mí. Un esquema piramidal espiritual. Como si uno pudiera confabularse contra Dios. Intimidarlo.

La delgada línea entre rezar y molestar.

El martes por la noche, una voz en el contestador me pide permiso para trasladar a mi madre a la tercera planta de Saint Anthony, la planta donde la gente va a morir. Lo primero que oigo es que no es la voz de la doctora Marshall.

Le grito al contestador que sí, que claro. Que trasladen a esa zorra chiflada al piso de arriba. Que la pongan cómoda, pero que no voy a pagar ninguna medida heroica. Sondas de estómago. Respiradores. Sé que podría reaccionar de una forma más amable, pero la suavidad con que me habla la administradora, la sordina de su voz. La forma en que asume que soy una persona agradable.

Le digo a su dulce vocecilla grabada que no me vuelva a llamar hasta que la señora Mancini esté bien muerta.

A menos que esté estafándolos para conseguir dinero, prefiero que la gente me odie a que me compadezca.

Oigo el mensaje y no me siento furioso. Ni triste. Ya solamente puedo sentirme cachondo.

Y los miércoles quieren decir Nico.

En el lavabo de mujeres, con el puño acolchado de su hueso púbico aporreándome la nariz, Nico se restriega contra mi cara y me la pringa. Durante dos horas, Nico mantiene sus dedos entrelazados detrás de mi cabeza y hunde mi cara en su interior hasta que me asfixio con su vello público.

Cuando lamo sus labios menores, estoy recorriendo con la lengua los pliegues de la oreja de la doctora Marshall. Respiro con la nariz y extiendo la lengua hacia la salvación.

El martes toca en primer lugar Virginia Woolf. Luego Anaïs Nin. Luego hay el tiempo justo para una sesión con Sacajawea antes de que se haga de día y me tenga que ir a trabajar a 1734.

En el tiempo que me queda, voy apuntando mi pasado en un cuaderno. En eso consiste el cuarto paso de mi terapia, en mi inventario moral completo y sin miedo.

Los viernes quieren decir Tanya.

Para el viernes ya no quedan piedras en casa de mi madre.

Tanya viene a casa y Tanya quiere decir sexo anal.

La magia de hacerlo por el culo es que siempre la encuentro prieta como una virgen. Y Tanya trae juguetes. Cuentas y barras y sondas, todas oliendo a lejía, que transporta de tapadillo en una bolsa de cuero negro que guarda en el maletero. Tanya se trabaja mi rabo con una mano y con la boca mientras me aprieta la primera bola de una larga ristra de bolas de goma rojas y grasientas contra el ojete.

Cierro los ojos e intento estar lo bastante relajado.

Inspire. Y espire.

Piense en el mono y en los cacahuetes.

Lento y suave, inspire y espire.

Tanya retuerce la primera bola contra mi ojete y yo le digo:

– Si empezara a resultar pesado me lo dirías, ¿verdad?

Y la primera bola entra.

– ¿Por qué la gente no me cree -digo- cuando les digo que todo me da igual?

Y la segunda bola entra.

– Nunca más nadie me va a hacer daño -le digo.

Algo más entra en mí.

Sin dejar de comerme el rabo, Tanya cierra la mano en torno a la cuerda y estira.

Imagina a una mujer sacándote las tripas de un tirón.

Véase también: mi madre agonizante.

Véase también: la doctora Paige Marshall.

Tanya da otro tirón y me corro. Los soldaditos blancos se estrellan contra el papel de la pared del dormitorio junto a su cara. Ella da otro tirón y mi rabo ya no suelta nada, pero sigue jadeando.

Y mientras me corro en seco, le digo:

– Joder. En serio, he notado eso.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Inclinado hacia delante con las manos abiertas apoyadas en la pared y las rodillas temblando un poco, le digo:

– Tranqui, ¿vale? -le digo a Tanya-. No estás arrancando una cortadora de césped.

Y Tanya se arrodilla a mi lado, mirando las bolas grasientas y apestosas que hay en el suelo, y dice:

– Oh, tío. -Levanta la ristra de bolas de goma roja para enseñármela y dice-: Se supone que hay diez.

Solamente hay ocho y lo que parece un trozo de cuerda vacía.

Me duele tanto el culo que me toco con el dedo y luego me miro los dedos en busca de sangre. Ahora mismo me duele tanto que es asombroso que no haya sangre por todas partes.

Con los dientes rechinando, le digo:

– Ha sido divertido, ¿no?

Y Tanya dice:

– Necesito que me firmes el impreso de salida para poder volver a la cárcel. -Mete la ristra de bolas en la bolsa negra y dice-: Vas a tener que pasar por urgencias.

Véase también: atasco de colon.

Véase también: bloqueo intestinal.

Véase también: dolores, fiebre, shock séptico, paro cardíaco.

Hace cinco días de la última vez que recuerdo haber sentido bastante hambre para comer. No me he sentido cansado. Ni preocupado ni furioso ni con miedo ni sediento. Si el aire de aquí dentro huele mal no me doy cuenta. Solamente sé que es viernes porque ha venido Tanya.

Paige y su hilo dental. Tanya y sus juguetes. Gwen y su palabra de seguridad. Todas estas mujeres tirando de mí como de una marioneta.

– No, en serio -le digo a Tanya. Firmo el impreso, debajo de «Avalador», y le digo-: En serio, no me pasa nada. No siento que se me haya quedado nada dentro.

Tanya coge el impreso y dice:

– No me lo puedo creer.

Lo gracioso es que yo tampoco estoy seguro de creérmelo.