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Está oscuro y empieza a llover cuando llego a la iglesia y Nico está esperando que alguien abra la puerta lateral, abrazándose a sí misma para quitarse el frío.

– Aguántame esto -dice, y me da algo caliente y sedoso-. Solamente un par de horas. No tengo bolsillos.

Lleva una chaqueta hecha de una especie de ante falso de color naranja con un cuello de piel de color naranja brillante. La falda del vestido con estampado de flores le sobresale por debajo. No lleva medias. Sube los escalones de la entrada de la iglesia, pisando con cuidado y de lado con sus zapatos negros de tacón de aguja.

Lo que me da está caliente y húmedo.

Son sus medias. Y sonríe.

Al otro lado de las puertas de cristal hay una mujer fregando el suelo. Nico golpea el cristal y se señala el reloj de pulsera. La mujer devuelve la fregona al cubo. Levanta la fregona y la estruja. Apoya el mango de la fregona junto al umbral de la puerta y se saca un manojo de llaves del bolsillo de la bata. Mientras está abriendo la puerta, la mujer grita a través del cristal.

– Esta noche tienen que ir a la sala 234 -dice la mujer-. La sala de catequesis.

Ya está llegando más gente al aparcamiento. Suben las escaleras, nos saludan y yo me meto las medias de Nico en el bolsillo. Detrás de mí, otra gente sube a toda prisa los últimos escalones para llegar antes de que se cierre la puerta. Aunque cueste de creer, aquí todos nos conocemos.

Esta gente son leyendas vivientes. Llevarnos años oyendo noticias de cada uno de estos hombres y mujeres.

En los años cincuenta, una de las marcas más importantes de aspiradoras probó una pequeña mejora en su diseño. Añadió una hélice, unas aspas afiladas como cuchillas acopladas unos cuantos centímetros en el interior de la manguera de la aspiradora. El aire al entrar hacía girar la hélice y la cuchilla cortaba todas las hilachas, cordeles o pelos de animales domésticos que pudieran obturar la manguera.

Al menos ese era el plan.

Lo que pasó es que muchos de estos hombres acabaron en la sala de urgencias del hospital con la polla destrozada.

Al menos ese es el mito.

Aquella vieja leyenda urbana acerca de la fiesta sorpresa para una guapa ama de casa en la que todos los amigos y la familia se esconden en una habitación y cuando salen y gritan «¡Feliz cumpleaños!» se la encuentran despatarrada en el sofá con el perro de la familia lamiéndole mantequilla de cacahuete de la entrepierna…

Bueno, pues esa tía existe.

Aquella mujer legendaria que se la está chupando a un tío que está conduciendo y el tío pierde el control del coche y da un frenazo tan fuerte que ella le corta la polla en dos cachos de un mordisco, yo los conozco a los dos.

Esos hombres y esas mujeres, están todos aquí.

Esa gente es la razón de que todas las salas de urgencias tengan un taladro con punta de diamante. Es para perforar el fondo de las botellas de champán y de refrescos. Para disminuir la succión.

La misma gente que llega de noche caminando como patos y explica que ha tropezado y se ha caído encima de calabacines, bombillas, muñecas Barbie, pelotas de billar, de jerbos pataleando.

Véase también: el taco de billar.

Véase también: el hámster de peluche.

Han resbalado en la ducha y se han caído con precisión tremenda encima de una botella de champú engrasada. Siempre los está atacando una persona o personas desconocidas que los asaltan con velas, bolas de béisbol, con huevos duros, linternas y destornilladores que ahora hay que sacarles. Aquí vienen los tíos que se han quedado atascados en la entrada de agua de sus bañeras de hidromasaje.

En mitad del pasillo que lleva a la sala 234, Nico me empuja contra la pared. Espera a que pase de largo la gente y me dice:

– Conozco un sitio al que podemos ir.

Todos los demás pasan de camino a la sala de catequesis de color pastel y Nico les dedica una sonrisa. Hace girar un dedo junto a la oreja, lo que en el lenguaje internacional de signos quiere decir locura, y dice: «Perdedores». Luego me empuja en la dirección contraria, hacia un letrero que dice: «Mujeres».

Entre la gente de la sala 234 está el inspector sanitario falso que llamaba a chicas de catorce años para hacerles encuestas sobre el aspecto de sus vaginas.

Aquí está la cheerleader a quien hicieron un lavado de estómago y le sacaron un cuarto de kilo de semen. Se llama LouAnn.

El tipo del cine que se quedó con la polla encallada en el fondo de un paquete de palomitas, podéis llamarle Steve, y esta noche su culo penoso está sentado frente a una mesa manchada de pintura, embutido en una silla de plástico para niños de la sala de catequesis.

Toda esa gente que creías que eran un chiste. Ve con ellos y ríete hasta que se te caiga la puñetera cabeza.

Son los compulsivos sexuales.

Toda esa gente que creías que eran leyendas urbanas, pues bueno, son humanos. Tienen rostros y nombres propios. Trabajos y familias. Carreras universitarias y antecedentes policiales.

En el lavabo de mujeres, Nico me hace tumbarme sobre las baldosas frías del suelo y se inclina sobre mis caderas para bajarme los pantalones. Con la otra mano, me coge por la nuca y acerca mi cara y mi boca abierta hacia la suya. Mientras su lengua forcejea con la mía, me humedece la punta del rabo con la yema del pulgar. Me tira de los vaqueros hacia abajo. Se levanta el dobladillo del vestido haciendo una especie de reverencia con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Apoya con fuerza su pubis sobre mi pubis y me dice algo en la nuca.

– Dios, qué preciosa eres -le digo, porque durante los próximos segundos puedo hacerlo.

Nico se separa para mirarme a la cara y me dice:

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

Y yo le digo:

– No lo sé. Nada, supongo. No importa.

Las baldosas huelen a desinfectante y noto su tacto arenoso en el culo. Las paredes convergen en un techo de baldosas antirruido surcado por conductos de ventilación recubiertos de polvo y de porquería. La papelera metálica oxidada para las compresas usadas huele a sangre.

– Tu permiso de salida -le digo. Chasqueo los dedos-. ¿Lo has traído?

Nico levanta un poco las caderas y luego se apoya, se levanta y se acomoda. Con la cabeza todavía echada hacia atrás y los ojos cerrados, se mete la mano por el cuello del vestido, saca una hoja de papel azul doblada en cuatro y me la pone sobre el pecho.

– Buena chica -le digo, y me saco el bolígrafo que llevo sujeto al bolsillo de la camisa.

Un poco más arriba cada vez, Nico levanta las caderas y se sienta encima de mí. Ejerciendo una ligera presión de adelante hacia atrás. Con una mano plantada encima de cada muslo, se levanta y se deja caer.

– Una vueltecita -le digo-. Una vueltecita, Nico.

Abre los ojos a medias y mira hacia abajo en mi dirección. Yo hago un movimiento circular con el bolígrafo como cuando uno remueve una taza de café. Incluso a través de la ropa, la cuadrícula de las baldosas se me está quedando grabada en la espalda.

– Una vueltecita -le digo-. Hazlo por mí, nena.

Nico cierra los ojos y se recoge la falda en la cintura con las manos. Apoya todo su peso en mis caderas y me pasa un pie por encima de la barriga. Luego pasa el otro pie al otro lado de forma que sigue estando encima de mí pero ahora mirando a mis pies.

– Bien -le digo, y despliego el papel azul. Lo extiendo sobre su espalda curvada e inclinada hacia delante y firmo en la parte inferior, en el espacio en blanco reservado al avalador. A través de su vestido se nota la parte de atrás del sujetador, un elástico con cinco o seis ganchitos metálicos. Se notan también las costillas bajo una gruesa capa de músculos.

Ahora mismo en la sala 234, al otro lado del pasillo, está la novia del primo de tu mejor amigo, esa chica que casi se murió follando con la palanca de cambios de un Ford Pinto después de tomar cantárida. Se llama Mandy.

Hay un tío que se coló en un hospital con una bata blanca y se puso a hacer exámenes pélvicos.

Hay un tío que siempre se queda tumbado en habitaciones de motel, desnudo encima de las colchas con su erección matinal, y finge dormir hasta que entra la camarera.

Todos esos amigos de amigos de amigos de amigos sobre los que uno oye rumores… están todos aquí.

El tipo mutilado por la ordeñadora automática se llama Howard.

La chica a la que encontraron colgada de la barra de la cortina de la bañera medio muerta de asfixia autoerótica se llama Paula y es adicta al sexo.

Hola, Paula.

Dame sobones de metro. Dame exhibicionistas con gabardina.

El tipo que instala cámaras dentro de la tapa de un retrete de mujeres.

El tipo que frota su semen en la solapa de los sobres de los cajeros automáticos.

Todos los mirones. Las ninfómanas. Los viejos verdes. Los que acechan en los vestuarios. Los que meten mano.

Todos esos cocos sexuales, hombres y mujeres, acerca de los que tu madre te previno. Todas esas historias de miedo para que fueras con cuidado.

Estamos todos aquí. Vivitos y renqueando.

Este es el mundo de la terapia de doce pasos contra la adicción sexual. De la conducta sexual compulsiva. Todas las noches de la semana se reúnen en el cuarto de atrás de alguna iglesia. En la sala de conferencias de algún centro cívico. Todas las noches en todas las ciudades. Incluso hay reuniones virtuales en Internet.

A mi mejor amigo, Denny, lo conocí en una reunión de adictos al sexo. Denny había llegado a un punto en que tenía que masturbarse quince veces al día solamente para quedarse tranquilo. Apenas podía cerrar el puño y estaba preocupado por lo que podía provocarle a largo plazo tanto lubricante a base de petróleo.

Había pensado en pasarse a alguna loción, pero cualquier cosa que ablandara la piel le parecía contraproducente.

Denny y todos esos hombres y mujeres que te parecen tan horribles y grotescos y patéticos, aquí es donde se sueltan el pelo. Aquí es donde vienen a sincerarse.

Aquí hay prostitutas y delincuentes sexuales con un permiso para salir tres horas de sus celdas de seguridad, codo a codo con mujeres enganchadas al sexo en grupo y hombres que la chupan en librerías para adultos. Aquí la puta se reúne con el putero. El agresor sexual con el agredido.

Nico me acerca su culo grande y blanco a la punta del rabo y se deja caer. Sube y baja. Montando mi cuerpo con todas sus fuerzas. Elevándose y bajando de golpe. Mientras golpea mis caderas, los músculos de sus brazos se hinchan. Los muslos se me ponen blancos y se entumecen bajo sus manos.

– Ahora que nos conocemos -le digo-, ¿dirías que te gusto, Nico?

Ella gira la cabeza para mirarme por encima del hombro.

– Cuando seas médico podrás extender recetas de cualquier cosa, ¿no?

Eso será si vuelvo a la facultad. Nunca infravalores el poder de una licenciatura en medicina para conseguirte sexo. Levanto las manos y coloco las palmas abiertas sobre la parte interior, lisa y suave, de cada uno de sus muslos. Para ayudarla a subir y bajar, supongo, y ella entrelaza sus dedos suaves y fríos con los míos.

Con mi rabo enfundado en su interior y sin girarse, me dice:

– Mis amigas me apuestan dinero a que estás casado.

Yo le agarro el culo blanco y liso con las manos.

– ¿Cuánto? -le digo.

Le digo a Nico que a lo mejor sus amigas tienen razón.

La verdad es que todos los niños criados por una madre soltera en gran medida ya nacen casados. No lo sé, pero hasta que se muere tu madre parece que el resto de las mujeres de tu vida solo pueden ser tus amantes.

En la historia edípica moderna, es la madre la que mata al padre y se lleva al hijo.

Y uno no se puede divorciar de su madre.

Ni matarla.

Y Nico dice:

– ¿Qué quieres decir con «el resto de las mujeres de tu vida»? Carajo, ¿de cuántas estamos hablando? -me dice ella-. Me alegro de que usemos condón.

Para una lista completa de parejas sexuales, tendría que repasar el cuarto paso de mi terapia. El cuaderno con mi inventario moral. La historia completa y sin concesiones de mi adicción.

Eso si alguna vez me vuelvo a poner y termino el maldito cuarto paso.

Para toda la gente de la sala 234, elaborar sus doce pasos en las reuniones de adictos al sexo es una herramienta muy valiosa e importante para entender y recuperarse de… bueno, ya te haces una idea.

Para mí es un estupendo seminario de metodología. Pistas. Técnicas. Estrategias para conseguir sexo con las que nunca había soñado. Cuando cuentan sus historias, estos adictos y adictas son puñeteramente geniales. Además están las reclusas que salen para sus tres horas de terapia oral contra la adicción sexual.

Nico entre ellas.

Los miércoles por la noche quieren decir Nico. Los viernes por la noche quieren decir Tanya. Los domingos quieren decir Leeza. Leeza tiene el sudor amarillo por culpa de la nicotina. Casi puedes rodearle la cintura con las manos porque tiene abdominales duros como la roca de tanto toser. Tanya siempre consigue colar algún tipo de juguete sexual de goma, normalmente un consolador o una sarta de bolas de látex. El equivalente sexual del premio que viene con una caja de cereales.

La vieja norma acerca de que algo bello es un placer para siempre: según mi experiencia, incluso la cosa más bella del mundo solo es un placer durante tres horas como mucho. Después querrá contarte con todo detalle sus traumas de infancia. Parte del placer de estar con estas presidiarías es que resulta maravilloso mirar el reloj y saber que en media hora van a estar entre rejas.

Es una historia a lo Cenicienta, pero a medianoche ella se convierte en fugitiva.

No es que no quiera a esas mujeres. Las quiero del mismo modo que uno quiere al póster central de una revista, a un vídeo guarro o a una página web para adultos, y está claro que para un adicto al sexo eso puede representar toneladas de amor. Y tampoco es que Nico me quiera mucho a mí.

No se trata tanto de romance como de oportunidad. Si uno pone a veinte adictos al sexo alrededor de una mesa, noche tras noche, no tiene de qué sorprenderse.

Además están los manuales de rehabilitación para adictos al sexo que venden aquí; en ellos salen todas las formas en que uno siempre quiso tener relaciones sexuales pero no supo cómo. Vienen en un listado de «si uno hace cualquiera de estas cosas, puede ser un adicto». Entre sus interesantes sugerencias están:

¿Corta usted el forro de su traje de baño para que se le vean los genitales?

¿Se deja la bragueta o la blusa abierta y finge que tiene conversaciones en cabinas con paredes de cristal, de forma que la ropa se le abra y se vea que no lleva ropa interior?

¿Hace usted jogging sin sujetador o suspensorio para atraer parejas sexuales?

Mi respuesta a todas estas preguntas es: ¡Caramba, ahora sí que lo haré!

Además, aquí ser un pervertido no es culpa de uno. La conducta sexual compulsiva no siempre consiste en que te chupen la polla. Es una adicción física que está esperando a que el Compendio de desórdenes mentales le dé un código propio para que el seguro médico cubra el tratamiento.

Se cuenta que ni siquiera Bill Wilson, uno de los fundadores de Alcohólicos Anónimos, pudo librarse nunca del mono sexual y se pasó toda su vida de abstinencia engañando a su mujer y mortificado por la culpa.

Se cuenta que los adictos al sexo se vuelven dependientes de una química sexual creada por practicar el sexo continuamente. Los orgasmos llenan el cuerpo de endorfinas que matan el dolor y te tranquilizan. Los adictos al sexo en realidad son adictos a las endorfinas, no al sexo. Los adictos al sexo tienen unos niveles naturales inferiores de monoamina oxidasa. En realidad, los adictos al sexo lo que ansían es la péptido feniletilamina que uno segrega en situaciones de peligro, capricho pasajero, riesgo y miedo.

Para un adicto al sexo, tus tetas, tu polla, tu clítoris, tu lengua o el ojete de tu culo son chutes de heroína, siempre están presentes, siempre listos para usarlos. Nico y yo nos queremos tanto como un yonqui quiere a su dosis.

Nico se aprieta fuerte contra mí, frotando mi rabo contra la pared frontal de su cavidad y usando dos dedos húmedos para tocarse.

– ¿Y si entra la mujer de la limpieza? -le digo.

Nico me sacude en su interior y dice:

– Oh, sí. Eso sería la hostia.

No consigo imaginar la enorme huella brillante en forma de culo que vamos a dejar sobre las baldosas enceradas. La hilera de lavamanos se inclina hacia abajo. Las luces fluorescentes parpadean y en el reflejo de las tuberías de cromo que hay debajo de cada lavabo se ve la garganta de Nico como un tubo largo y recto, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la respiración jadeante y dirigida al techo. Sus pechos enormes estampados de flores. La lengua le cuelga a un lado. Los jugos que salen de su interior hierven.

Para no correrme todavía le digo:

– ¿Qué les has dicho a tus padres de nosotros?

Y Nico dice:

– Quieren conocerte.

Pienso en algo perfecto para decir a continuación, pero tampoco importa. Aquí se puede decir cualquier cosa. Enemas, orgías, animales, se puede admitir cualquier obscenidad y nadie se sorprende.

En la sala 234 todo el mundo compara hazañas bélicas. Todo el mundo aguarda su turno. Esa es la primera parte de las reuniones. La presentación de cada uno.

Después de las lecturas y las oraciones se discute el tema de la noche. Cada uno trabaja en uno de los pasos. El primer paso es admitir que uno está indefenso. Que uno tiene una adicción y no puede parar. El cuarto paso es contar tu historia, las peores partes. Los momentos más bajos.

El problema con el sexo es el mismo que con cualquier otra adicción. Uno siempre se está recuperando. Uno siempre está recayendo. Portándose mal. Hasta que uno encuentra algo por lo que luchar o se decide por algo contra lo cual luchar. Toda esa gente que dice que quiere una vida libre de compulsiones sexuales, o sea, olvídalo. O sea, ¿qué puede haber que sea mejor que el sexo?

Está claro, la peor mamada es mejor que, digamos, oler la mejor rosa o ver la mejor de las puestas de sol. Mejor que oír reír a los niños.

Creo que nunca veré un poema tan maravilloso como uno de esos orgasmos que te explotan dentro, te provocan un calambre en el culo y te vacían las tripas.

Pintar un cuadro, componer una ópera, eso son cosas que uno hace hasta que encuentra el siguiente culo dispuesto a hacerlo.

En cuanto aparezca algo mejor que el sexo, llamadme. Enviadme un mensaje al busca.

Ninguno de los que están en la sala 234 son Romeos, Casanovas ni donjuanes. No hay Mata Haris ni Salomés. Son gente a la que le das la mano a diario. Ni feos ni guapos. Uno sube en el ascensor con estas leyendas. Te sirven café. Estas criaturas mitológicas te rompen la entrada del cine. Te ingresan los cheques. Te ponen la hostia de la comunión sobre la lengua.

En el lavabo de mujeres, metido dentro de Nico, cruzo los brazos debajo de la cabeza.

Después, durante yo qué sé cuánto rato, no tengo un solo problema en el mundo. No tengo madre. Ni facturas médicas. No tengo una mierda de trabajo en el parque temático. No tengo a un imbécil por mejor amigo. Nada.

No siento nada.

Para hacer que dure, para evitar correrme, le digo al trasero floreado de Nico lo guapa que es, lo dulce que es y cuánto la necesito. Cuánto necesito su piel y su cabello. Para hacer que dure. Porque solamente puedo decirlo ahora. Porque en cuanto este momento acabe, nos odiaremos el uno al otro. En cuanto nos encontremos fríos y sudorosos en el suelo del lavabo, un momento después de corrernos, no querremos ni mirarnos.

La única persona a la que odiaremos más que al otro será a nosotros mismos.

Esos son los únicos minutos en que puedo ser humano.

Solamente durante estos instantes no me siento solo.

Y mientras me cabalga, Nico dice:

– ¿Y cuándo voy yo a conocer a tu madre?

– Nunca -digo yo-. Quiero decir, es imposible.

Y Nico, con todo el cuerpo en tensión y machacándome con su cavidad mojada e hirviente, dice:

– ¿Está en la cárcel o en el manicomio o algo así?

Sí, lleva allí una buena temporada.

Pregúntale a cualquier tío por su madre mientras está follando y podrás retrasar el gran estallido para siempre.

Nico dice:

– ¿Es que está muerta?

– Más o menos.