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40

En algún lugar al norte-nordeste de Los Ángeles empiezo a sentir dolor, así que le pido a Tracy si lo puede dejar estar un momento. De esto hace otra eternidad.

Con una madeja enorme de baba blanquecina colgando entre mi picha y su labio inferior, con toda la cara ardiendo y ruborizada por la falta de aire y sin dejar de agarrarme el rabo dolorido con el puño, Tracy se apoya en los tacones y me cuenta que en el Kama Sutra dice que para conseguir unos labios bien rojos tienes que frotártelos con sudor de los testículos de un semental blanco.

– En serio -me dice.

Noto un sabor extraño en la boca y le miro fijamente los labios. Sus labios y mi rabo son del mismo color morado. Le digo:

– Tú no haces esas cosas, ¿verdad?

El pomo de la puerta traquetea y los dos echamos un vistazo rápido para asegurarnos de que está pasado el pestillo.

Esta es esa primera vez a la que toda adicción se retrotrae. Esa primera vez de la cual no está a la altura ninguna vez posterior.

No hay nada peor que cuando un niño abre la puerta. La siguiente cosa peor es cuando un hombre abre la puerta y no entiende qué está pasando. Aunque todavía no estés con nadie, cuando un niño abre la puerta lo que tienes que hacer es cerrar deprisa las piernas. Fingir que es un accidente. Un adulto cerrará de un portazo y a lo mejor grita:

– La próxima vez pasa el pestillo, imbécil.

Pero él es el único que se ruboriza.

Después de eso, dice Tracy, lo peor es ser una de esas mujeres que el Kama Sutra llama mujeres elefante. Sobre todo si estás con lo que se llama un hombre liebre.

El rollo de los animales se refiere al tamaño de los genitales.

Luego dice:

– No quería que pareciera una indirecta.

Si la persona incorrecta abre la puerta, vas a aparecer en sus pesadillas durante una semana.

Tu mejor defensa es que, a menos que te encuentres con alguien dispuesto, no importa quién abra la puerta y te vea allí sentado, siempre dan por hecho que el error es de ellos. Que es culpa suya.

Yo siempre lo di por hecho. Siempre abría la puerta y me encontraba hombres o mujeres montados en el retrete de los trenes, en los autobuses Greyhound o en esos lavabos de restaurante con una sola taza donde tienes que elegir tu género. Abría la puerta y me encontraba a una extraña sentada, una rubia todo ojos azules y dientes con un anillo en el ombligo y zapatos de tacón alto, con el tanga bajado a la altura de las rodillas y el resto de la ropa y el sujetador doblado en la pequeña encimera del lavabo. Cada vez que esto me pasaba yo me preguntaba, ¿por qué coño la gente no se molesta en pasar el pestillo?

Como si aquello pasara por accidente.

En el circuito nunca pasa nada por accidente.

Puede pasar que en el tren yendo del trabajo a casa abras la puerta de un lavabo y te encuentres a una morena con el pelo recogido y solamente unos pendientes largos temblando junto a su cuello liso y blanco, y que esté sentada dentro con la ropa de la cintura para abajo en el suelo. La blusa abierta sin nada debajo más que las manos sujetando los pechos. Las uñas de las manos, los labios y los pezones del mismo tono entre marrón y rojo. Las piernas tan blancas como el cuello y lisas como un coche que podrías conducir a doscientos cincuenta por hora, y su pelo igual de moreno en todas partes. Y ella se lame los labios.

Cierras de un portazo y dices:

– Lo siento.

Y del interior sale una voz que dice:

– No lo sientas.

Y ella continúa sin pasar el pestillo. El letrerito sigue diciendo: «Libre».

Pues sucedió que yo solía volar de vuelta de la Costa Este a Los Ángeles cuando todavía estaba en la facultad de medicina de la USC. Durante las vacaciones del curso escolar. Seis veces seguidas abrí la puerta y las seis veces me encuentro a la misma pelirroja haciendo yoga y desnuda de cintura para abajo, sentada en el retrete con las piernas delgadas cruzadas, limándose las uñas con la lija de una caja de cerillas, como si estuviera intentando encenderse a sí misma, vestida únicamente con una blusa de seda anudada por encima de los pechos, y las seis veces ella se mira el cuerpo rosáceo y pecoso rodeado por la alfombra del mismo color naranja que la ropa de los trabajadores de carreteras, luego levanta la vista hacia mí con unos ojos del mismo tono de gris que la hojalata y siempre me dice lo mismo:

– Si no le importa -dice-, está ocupado.

Y las seis veces le cierro la puerta en las narices.

Lo único que se me ocurre decir es:

– ¿Es que no habla inglés?

Seis veces.

Todo esto no dura más que un momento. No hay tiempo para pensar.

Pero cada vez pasa más a menudo.

En algún otro viaje, tal vez yendo a altitud de crucero entre Los Ángeles y Seattle, abres la puerta y te encuentras a un surfista rubio con las dos manos bronceadas agarrándose el enorme rabo morado entre las piernas. Y entonces el señor Chachi se sacude el pelo greñudo de delante de la cara, se señala el rabo, que está todo mojado y constreñido dentro de un condón reluciente, te señala a ti con el miembro y dice:

– Eh, tío, cierra de una vez…

Llega un punto en que cada vez que vas al lavabo el letrerito dice que está vacío, pero siempre hay alguien.

Otra mujer, con dos nudillos metidos y el resto de la mano desapareciendo en su interior.

Un hombre distinto con sus diez centímetros bailando entre el índice y el pulgar, preparado para expulsar a los soldaditos blancos.

Uno empieza a preguntarse qué quieren decir con lo de libre.

Incluso en el lavabo vacío notas el olor a espuma espermicida. Las toallas de papel siempre están gastadas. Te encuentras la huella de un pie descalzo en el espejo del baño, a un metro ochenta de altura, en la parte superior del espejo, la huella pequeña y arqueada del pie de una mujer, las cinco manchitas redondas dejadas por los dedos, y te preguntas: ¿qué ha pasado aquí?

Como en los anuncios públicos codificados, el vals El Danubio azul o la enfermera Flamingo, uno se pregunta: ¿Qué está sucediendo?

Uno ve una mancha de pintalabios en la pared, casi a la altura del suelo, y únicamente puede imaginarse lo que ha estado sucediendo. Ves las hileras blancas del momento final de alivio en que el rabo de alguien ha lanzado sus soldaditos blancos contra las paredes de plástico.

En algunos vuelos las paredes todavía están húmedas y el espejo empañado. La alfombra pegajosa. El lavabo está atascado y el agujero del desagüe taponado con pelos púbicos de todos los colores. En la encimera, al lado del lavabo, queda la huella perfectamente redonda del diafragma que alguien ha dejado allí, trazada con gelatina anticonceptiva y secreciones vaginales. En algunos vuelos hay huellas perfectamente redondas de dos o tres tamaños distintos.

Esta es la versión doméstica de los vuelos más largos, los vuelos transpacíficos o los que sobrevuelan el polo. Los vuelos de diez a dieciséis horas. Los vuelos directos de Los Ángeles a París. O de cualquier parte a Sydney.

En mi séptimo viaje a Los Ángeles, la yogui pelirroja recoge su falda del suelo y sale corriendo detrás de mí. Todavía abrochándose la cremallera de atrás, me sigue hasta mi asiento, se sienta a mi lado y me dice:

– Si lo que se proponía era herir mis sentimientos, podría usted dar lecciones.

Tiene un peinado reluciente como los de las telenovelas. Ahora tiene la blusa abrochada con un lazo enorme y desmadejado en la parte de delante, sujeto con un broche de joyería.

Yo vuelvo a decir:

– Lo siento.

Vamos hacia el oeste, estamos en algún lugar al norte- noroeste por encima de Atlanta.

– Escuche -dice-, trabajo demasiado duro para que me traten así, ¿me oye?

Yo digo:

– Lo siento.

– Viajo durante tres semanas de cada mes -dice-. Estoy pagando una casa que no veo nunca… Las colonias de fútbol para mis niños… Solamente el precio de la residencia donde tengo a mi padre es increíble. ¿No me merezco algo? No soy fea. Lo menos que puede hacer usted es no cerrarme la puerta en las narices.

En serio, eso es lo que ella dice.

Ella inclina la cabeza y la interpone entre mi cuerpo y la revista que estoy fingiendo leer.

– No finja que no lo sabe -dice ella-. El sexo no es ningún secreto.

Y yo digo:

– ¿El sexo?

Y ella se tapa la boca con la mano y se reclina en su asiento.

Ella dice:

– Oh, cielos, lo siento mucho. Creí… -Y extiende la mano para pulsar el botón rojo que llama a la azafata.

Una azafata pasa a nuestro lado y la pelirroja le pide dos bourbons dobles.

Yo le digo:

– Espero que tenga intención de beberse los dos.

Y ella dice:

– En realidad son los dos para usted.

Aquella fue mi primera vez. Esa primera vez de la que nunca están a la altura todas las veces posteriores.

– No nos peleemos -me dice, y me ofrece su mano blanca y fresca-. Soy Tracy.

Un sitio más apropiado para que esto sucediera sería el Lockheed TriStar 500 con su complejo de cinco baños enormes aislados al fondo de la cabina de clase turista. Espaciosos. Insonorizados. A espaldas de todo el mundo, donde nadie puede ver quién va y quién viene.

En comparación, hay que preguntarse qué clase de animal diseñó el Boeing 747-400, donde parece que todas las puertas de los baños dan a los asientos. Para conseguir cierta discreción hay que ir hasta los baños del fondo de la cabina de clase turista. Olvídate del lavabo lateral que hay en business class, a menos que quieras que todo el mundo sepa lo que estás haciendo.

Es simple.

Si eres un tío, lo que haces es sentarte en el baño con tu tío Charlie fuera, ya sabes, el gran panda rojo, y lo hinchas para que llame la atención, ya sabes, lo pones en posición de firmes, luego solamente hay que sentarse en el cuartito de plástico y esperar que haya suerte.

Piensa que es como ir a pescar.

Si eres católico, es la misma sensación que sentarse en un confesionario. La espera, el alivio, la redención.

Piensa en ello como en pescar y dejar escapar a la presa. Lo que la gente llama «pesca deportiva».

La otra forma de hacerlo es dejar la puerta abierta hasta que encuentras a alguien que te gusta. Es lo mismo que aquel viejo concurso en que eligieras la puerta que eligieras, aquel era el premio que te llevabas a casa. Es lo mismo que aquella fábula oriental de la dama y el tigre.

Detrás de algunas puertas hay mujeres elegantes venidas de primera clase para visitar los barrios bajos, un pequeño cambio de cabina en busca de tipos rudos. Y menos probabilidades de encontrar a alguien conocido. Detrás de otras puertas te encuentras a tipos maduros con la corbata marrón echada por encima del hombro, las rodillas peludas abiertas hasta tocar las paredes, acariciando su serpiente muerta de cuero y diciendo:

– Lo siento, amigo, no es nada personal.

En esos momentos te sientes demasiado revuelto incluso para decir:

– Estás de broma.

O:

– En tus sueños, amigo.

Con todo, la tasa de éxito es lo bastante alta como que uno siga probando suerte.

El espacio diminuto, el retrete y doscientos extraños a pocos centímetros de distancia, todo resulta rematadamente excitante. Con la falta de sitio para moverse, va bien tener articulaciones dobles. Usa la imaginación. Un poco de creatividad y unos cuantos ejercicios de estiramiento y pronto puedes estar llamando a las puertas del cielo. Te asombraría lo rápido que pasa el tiempo.

La mitad de la excitación la proporciona el desafío. El peligro y el riesgo.

No es la Conquista del Oeste Americano ni la carrera al Polo Sur ni el primer hombre que pisa la Luna.

Es una clase distinta de exploración espacial.

Estás descubriendo una clase distinta de páramo. Tu enorme paisaje interior.

Es la última frontera a conquistar, gente nueva, extraños, la selva de sus brazos y piernas, de su pelo y su piel, los olores y los gemidos de todo el mundo que no te has tirado. Esos grandes desconocidos. Los últimos bosques a arrasar. Aquí está todo lo que solamente habías imaginado.

Eres Cristóbal Colón sobrevolando el horizonte.

Eres el primer troglodita que se arriesga a comerse una ostra. Tal vez esta ostra en concreto no sea nueva, pero sí lo es para ti.

Suspendido en medio de la nada, a medio camino en el trayecto de catorce horas entre Heathrow y Johannesburgo, uno puede vivir diez aventuras reales. Doce si la peli es mala. Más si el vuelo va lleno, menos si hay turbulencias. Más si no te importa que sea la boca de un tío la que haga el trabajo, menos si regresas a tu asiento cuando sirven la comida.

Lo que no es tan divertido de esa primera vez es que cuando estoy borracho y estoy siendo follado por la pelirroja, por Tracy, sucede que damos con una bolsa de aire. Agarrado al retrete, yo desciendo junto con el avión, pero ella sale despedida hacia arriba, el champán sale de mí con el condón todavía dentro de ella y el cabello de ella golpea el techo de plástico. Yo me corro en ese mismo instante y mi semen queda flotando en el aire: una legión de soldaditos blancos en animación suspendida a medio camino entre ella, que está pegada al techo, y yo, que sigo en la taza. Luego, plaf, nos volvemos a juntar, ella, el condón, mi semen y yo, y todo me cae otra vez encima, el semen ensamblado en forma de collar de cuentas y los cincuenta y pico kilos que pesa ella.

Después de unos buenos tiempos como aquellos, es una maravilla que no tenga que llevar braguero.

Y Tracy se ríe y dice:

– ¡Me encanta cuando pasa esto!

Después ya solamente hay turbulencias normales que me mandan su pelo a la cara y sus pezones a la boca. Que hacen rebotar las perlas de su collar. La cadena de oro en torno a mi cuello. Que hacen que mis pelotas salten dentro del escroto extendido sobre la taza vacía.

De vez en cuando uno aprende trucos para hacerlo mejor. Aquellos viejos súper Caravelles franceses, por ejemplo, los de las ventanillas triangulares y las cortinas de verdad, no tienen baño de primera clase, sino solo dos al fondo de clase turista, así que es mejor no intentar nada sofisticado. La postura básica tántrica funciona bien. Los dos de pie uno mirando al otro, la mujer levanta una pierna a la altura de tu muslo. Luego seguís igual que en «partir la caña» o la postura clásica de flanco. Escribe tu propio Kama Sutra. Invéntate las cosas.

Venga. Sabes que lo estás deseando.

Esto dando por sentado que los dos sois de la misma estatura. En caso contrario, no me responsabilizo de lo que pase.

Y no esperes que te lo den todo masticado. Doy por sentado que tienes algunos conocimientos propios.

Por mucho que estés metido en un Boeing 757-200, por mucho que estés en el diminuto lavabo delantero, aun así puedes apañar una posición china modificada en la que tú estés sentado en el retrete y la mujer esté sentada encima de ti mirando en dirección contraria.

En algún lugar al norte-nordeste por encima de Little Rock, Tracy me dice:

– Con el pompoir esto sería un juego de niños. Es cuando las mujeres albanesas te hacen correrte usando solamente los músculos constrictores de su vagina.

¿Te follan con las tripas?

Tracy dice:

– Sí.

¿Las mujeres albanesas?

– Sí.

Yo digo:

– ¿Tienen líneas aéreas?

Otra cosa que uno aprende es que cuando una azafata llama a la puerta, se puede terminar deprisa usando el método Florentino, en el cual la mujer agarra al hombre por la base del pene y retrae la piel con fuerza para aumentar la sensibilidad. Esto acelera considerablemente el proceso.

Para postergar el momento hay que apretar con fuerza la parte inferior de la base del pene. Aunque esto no evite la eyaculación, el semen se retrae hasta la vejiga y uno se ahorra gran parte de la limpieza. Los expertos llaman a esto «saxonus».

Mientras la pelirroja y yo estamos en el enorme baño trasero de un McDonell Douglas DC-20 serie 30CF, ella me enseña la posición de la negra, en la que ella apoya las rodillas a ambos lados del lavabo y yo apoyo las manos abiertas en la parte trasera de sus hombros blancos.

Con su aliento empañando el espejo y con la cara ruborizada de estar en cuclillas, Tracy dice:

– En el Kama Sutra dice que si un hombre se da masajes con zumo de granada, calabaza y semillas de pepino, se empalmará y permanecerá así durante seis meses.

La recomendación tiene una especie de fecha límite a lo Cenicienta.

Ella ve mi mirada reflejada en el espejo y dice:

– Coño, no te lo tomes todo de forma tan personal.

En algún sitio al norte por encima de Dallas, intento reunir más saliva mientras ella me cuenta que para que una mujer no te deje nunca tienes que cubrirle la cabeza de espinas de ortiga y boñiga de mono.

Y yo pregunto: ¿En serio?

Y si bañas a tu mujer en leche de búfalo y bilis de vaca, todos los hombres que la usen se volverán impotentes.

Yo le digo que no me extraña.

Si una mujer unta un hueso de camello enjugo de caléndulas y se aplica el líquido en las pestañas, todos los hombres a los que mire se quedarán embrujados. Si fuera necesario, se pueden usar huesos de pavo real, halcón o buitre.

– Échale un vistazo -dice-. Todo está en el gran libro.

En algún lugar al sur-sudeste por encima de Alburquerque, con mi cara cubierta de una pasta blanca y espesa como el huevo de tanto lamerla y las mejillas raspadas por su vello, Tracy me explica que los testículos de carnero hervidos en leche con azúcar restauran tu virilidad.

Luego dice:

– No quería que pareciera una indirecta.

Y yo pienso que lo estoy haciendo bastante bien. Teniendo en cuenta que me he tomado dos bourbons y que llevo tres horas de pie.

En algún lugar al sur-sudoeste por encima de Las Vegas, y con las piernas temblándonos ya a los dos como si tuviéramos la gripe, ella me enseña a hacer lo que el Kama Sutra llama «pacer». Luego a «chupar el mango». Luego a «devorar».

Forcejeando en nuestra cabina de plástico diminuta y limpiada en seco, suspendidos en el tiempo y el espacio donde todo vale, esto no es bondage, pero se le acerca.

Ya han desaparecido aquellos viejos Lockheed súper Constellations en donde todos los lavabos de babor y de estribor eran suites de dos habitaciones: un camerino y un lavabo separados por una puerta.

El sudor le cae por sus músculos firmes. Mientras nos movemos rítmicamente, somos dos máquinas perfectas haciendo un trabajo para el que fuimos diseñados. Hay momentos en los que solo nos tocamos con la parte deslizante de mí y con los labios de ella vagamente irritados y retraídos, yo apoyo los hombros en la pared de plástico y el resto de mi cuerpo de cintura para abajo se sacude rítmicamente. Tracy está de pie en el suelo, luego pone un pie encima del lavabo y se apoya en la rodilla levantada.

Resulta fácil vernos a nosotros mismos en el espejo, bidimensionales y atrapados en el cristal, como actores en una película, en una página de Internet, en una foto de una revista, como si no fuéramos nosotros, como si fuéramos gente guapa sin vida ni futuro más allá de este momento.

El mejor sitio en un Boeing 767 es el lavabo central que hay al fondo de la cabina de clase turista. Las pasas canutas en el Concorde, donde los lavabos son minúsculos, pero esa es simplemente mi opinión. Si lo único que tienes que hacer es orinar o quitarte las lentillas o cepillarte los dientes, seguro que hay sitio de sobra.

Pero si lo que ambicionas es lo que el Kama Sutra llama el «Cuervo» o la «Cuissade», o cualquier cosa para la que necesites más de cinco centímetros de movilidad hacia atrás y hacia delante, te alegrarás de estar en un Airbus 300/310 europeo con sus lavabos del fondo de clase turista lo bastante grandes para montar fiestas. Si buscas el mismo espacio de encimera y sitio para mover las piernas, no encontrarás nada mejor a nivel de lujo que los dos lavabos traseros de un British Aerospace One-Eleven.

En algún lugar al norte-nordeste por encima de Los Ángeles, me empieza a doler, así que le pido a Tracy que lo deje estar.

Y le pregunto:

– ¿Por qué haces esto?

Y ella dice:

– ¿El qué?

Esto.

Y Tracy sonríe.

La gente a la que se conoce detrás de puertas sin pasar el pestillo está cansada de hablar del tiempo. Está cansada de la seguridad. Es gente que ha remodelado demasiadas casas. Es gente bronceada que ha dejado de fumar, ha dejado el azúcar blanco y la sal, la grasa y la carne de ternera. Es gente que ha visto estudiar y trabajar a sus padres y abuelos durante toda su vida solamente para acabar perdiéndolo todo. Gastándolo todo solamente para acabar viviendo con una sonda de estómago. Olvidándose incluso de cómo masticar y tragar.

– Mi padre era médico -dice Tracy-. En el sitio donde está ahora ya no se acuerda ni de cómo se llama.

Estos hombres y mujeres sentados detrás de puertas sin cerrar saben que una casa más grande no es la respuesta. Ni tampoco un cambio de marido o de mujer ni más dinero ni una piel más tersa.

– Cualquier cosa que puedas adquirir -dice ella- es otra cosa que acabarás perdiendo.

La respuesta es que no hay respuesta.

En serio, este es un momento muy fuerte.

– No -digo, y le paso un dedo entre los muslos-. Me refería a esto. ¿Por qué te rasuras el pubis?

– Ah, eso -dice, y pone los ojos en blanco, sonriendo-. Es para poder llevar tanga.

Mientras me siento para descansar en el retrete, Tracy examina el espejo, no tanto viéndose a sí misma como comprobando lo que queda de su maquillaje, y se limpia con un dedo mojado los restos del pintalabios corrido. Se frota con los dedos las marcas de mordiscos de alrededor de los pezones. Lo que el Kama Sutra llama Nubes Dispersas.

Hablando con el espejo, dice:

– La razón de que haga el circuito es que, si lo piensas, no hay una buena razón para hacer nada.

No hay sentido.

Es gente que no quiere tanto un orgasmo como olvidar. Olvidarlo todo. Durante un par de minutos, diez minutos, media hora.

O tal vez es la manera en que la gente reacciona cuando la tratas como a ganado. O tal vez todo esto son excusas. Tal vez simplemente están aburridos. Tal vez es que nadie está hecho para pasarse el día sentado en un cajón de embalaje diminuto rodeado de otra gente y sin mover un músculo.

– Somos gente sana, joven, despierta y viva -dice Tracy-, Si te paras a pensarlo, ¿qué es lo más antinatural?

Se está poniendo otra vez la blusa, subiéndose las medias.

– ¿Por qué hago nada? -dice-. Tengo suficiente educación como para disuadirme a mí misma de hacer cualquier cosa. Para deconstruir cualquier fantasía. Para convencerme de abandonar cualquier meta. Soy tan lista que puedo negarme cualquier sueño.

Conmigo aquí todavía sentado y agotado, la tripulación anuncia el descenso, que nos aproximamos al área de Los Ángeles; luego dicen la hora y la temperatura y por fin la información sobre las conexiones de vuelos.

Y durante un momento, esta mujer y yo nos quedamos de pie escuchando, mirando a ninguna parte.

– Hago esto, esto, porque es agradable -dice, y se abotona la blusa-, A lo mejor no sé por qué lo hago en realidad. En cierta forma, es la razón de que ejecuten a los asesinos. Porque una vez has cruzado ciertas líneas, nunca dejas de cruzarlas.

Con ambas manos detrás de la espalda, abrochándose la cremallera de la falda, dice:

– La verdad es que no quiero saber por qué practico el sexo con desconocidos. Lo sigo haciendo -dice-, porque en cuanto te des a ti misma una buena razón empezarás a abandonarlo.

Se vuelve a poner los zapatos, se atusa el pelo a los lados de la cabeza y dice:

– Por favor, no pienses que esto ha sido algo especial.

Abre la puerta y dice:

– Relájate. Algún día todo lo que hemos hecho te parecerá una nimiedad.

Sale la primera a la cabina del pasaje y dice:

– Hoy es simplemente la primera vez que cruzas esta línea en concreto. -Y dejándome desnudo y solo, dice-: No te olvides de pasar el pestillo ahora. -Luego se ríe y dice-: Bueno, si es que quieres volver a pasarlo alguna vez.