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La chica del mostrador de entrada no quiere café.
No quiere ir al aparcamiento a ver su coche.
Me dice:
– Si le pasa algo a mi coche ya sé a quién echar la culpa.
Y yo le digo:
– Chiiist.
Le digo que he oído algo importante, un escape de gas o un bebé llorando en alguna parte.
Es la voz de mi madre, apagada y fatigada, que se oye en el altavoz procedente de alguna sala desconocida.
De pie en el mostrador del vestíbulo de Saint Anthony, escuchamos cómo mi madre dice:
– El eslogan de América es «Nada es bastante bueno». Nada va lo bastante deprisa. Nada es lo bastante grande. Nunca estamos satisfechos. Siempre estamos mejorando…
La chica del mostrador de entrada dice:
– Yo no oigo ningún escape de gas.
La voz débil y cansada dice:
– Me he pasado la vida atacándolo todo porque me daba demasiado miedo arriesgarme a crear algo…
Y la chica del mostrador de entrada corta la transmisión. Pulsa el micrófono y dice:
– Enfermera Remington. Enfermera Remington al mostrador de entrada inmediatamente.
El guarda de seguridad gordo, el del bolsillo lleno de bolígrafos.
Pero cuando deja de pulsar el botón la voz del intercomunicador regresa, débil como un murmullo.
– Nunca nada estaba bien -dice mi madre-, o sea que al final de mi vida no me queda nada.
Y su voz se desvanece.
No queda nada. Solamente ruido de fondo. Interferencias.
Y ahora se va a morir.
A menos que haya un milagro.
El guarda cruza las puertas de seguridad, mira a la chica del mostrador y dice:
– A ver, ¿qué pasa aquí?
Y en el monitor, la imagen borrosa y en blanco y negro la muestra a ella señalándome a mí, doblado por la cintura por culpa del dolor de tripas, agarrándome la barriga hinchada con las manos. Y ella dice:
– Él.
Ella dice:
– A este hombre hay que prohibirle la entrada en nuestras instalaciones. A partir de ya.