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Para mi siguiente milagro compro pudín. Pudín de chocolate, vainilla y pistachos, pudín de caramelo de mantequilla, todo ello lleno de grasa y azúcar y conservantes y sellado dentro de envases de plástico. Solamente hay que levantar la tapa y meter la cucharilla.

Los conservantes son lo que ella necesita. Cuantos más conservantes, mejor.

Con una bolsa llena de pudín en las manos, voy a Saint Anthony.

Es tan temprano que la chica del mostrador de entrada no ha llegado.

Sepultada en la cama, mi madre levanta la vista y dice:

– ¿Quién es?

Soy yo, le digo.

Y ella dice:

– ¿Victor? ¿Eres tú?

Y yo digo:

– Sí, creo que sí.

Paige no está. No hay nadie a primera hora de un domingo por la mañana. El sol acaba de salir al otro lado de la persiana. Incluso el televisor de la sala de estar común está apagado. La compañera de habitación de mi madre, la señora Novak, la exhibicionista, está encogida de lado en su cama, dormida, o sea que hablo en susurros.

Le quito la tapa al primer envase de pudín de chocolate y encuentro una cucharilla de plástico en la bolsa. Pongo una silla al lado de su cama, le acerco la primera cucharada de pudín y le digo:

– He venido a salvarte.

Le digo que por fin conozco mi verdadera historia. Que nací siendo una buena persona. Una manifestación del amor perfecto. Que puedo ser bueno, otra vez, pero tengo que empezar por las pequeñas cosas. La cucharada se mete entre sus labios y deja dentro las primeras cincuenta calorías.

Con la siguiente cucharada le digo:

– Sé lo que tuviste que hacer para tenerme.

El pudín se queda ahí, marrón brillante sobre su lengua. Ella parpadea bruscamente y empuja el pudín con la lengua hacia el interior de las mejillas para poder hablar:

– Oh, Victor, ¿lo sabes?

Le meto cincuenta calorías más en la boca y digo:

– No te avergüences. Tú come.

A través de la masa de chocolate, me dice:

– No puedo parar de pensar que lo que hice es terrible.

– Me diste la vida -digo.

Y apartando la cara de la siguiente cucharada, apartando la cara de mí, me dice:

– Necesitaba la ciudadanía de Estados Unidos.

El prepucio robado. La reliquia.

Le digo que no importa.

Cojo otra cucharada y se la meto en la boca.

Denny suele decirme que la segunda venida de Cristo no será algo que Dios vaya a decidir. Tal vez Dios ha permitido que la gente desarrolle la capacidad de devolver a Cristo a sus vidas. Tal vez Dios ha querido que inventemos a nuestro salvador cuando estemos listos. Cuando lo necesitemos de verdad. Dennis dice que tal vez nos toque a nosotros crear a nuestro propio mesías.

Salvarnos a nosotros mismos.

Otras cincuenta calorías entran en su boca.

Ella me da la espalda, frunciendo la piel arrugada de alrededor de los ojos. Con la lengua se empuja el pudín hacia el interior de las mejillas. Le sale pudín de chocolate por las comisuras de la boca. Y dice:

– ¿De qué demonios hablas?

Y yo le digo:

– Sé que soy Jesucristo.

Ella abre mucho los ojos y yo le meto más pudín en la boca.

– Sé que viniste de Italia embarazada del sagrado prepucio.

Más pudín a su boca.

– Sé que escribiste todo esto en italiano para que yo no pudiera leerlo.

Y le digo:

– Ahora conozco mi verdadera naturaleza. Sé que soy una persona llena de amor.

Más pudín a su boca.

– Y sé que puedo salvarte -le digo.

Mi madre se me queda mirando. Con los ojos llenos de una comprensión y una piedad sin límites, me dice:

– ¿Pero de qué cojones estás hablando?

Y me dice:

– Te robé de un carrito de bebé en Waterloo, Iowa. Te quería salvar de la vida que te esperaba.

Porque tener hijos es el opio del pueblo.

Véase también: Denny con su carrito de bebé cargado de arenisca robada.

Ella dice:

– Te rapté.

La pobre mujer demente y delirante no sabe lo que dice.

Le meto otras cincuenta calorías.

– No pasa nada -le digo-. La doctora Marshall ha leído tu diario y me ha contado la verdad.

Le meto más pudín marrón.

Ella abre la boca para hablar y yo le meto más pudín.

Los ojos se le salen de las órbitas y le empiezan a caer lágrimas por la cara.

– No pasa nada. Te perdono -le digo-. Te quiero y he venido a salvarte.

Le acerco otra cucharada a la boca y le digo:

– Tú solamente tienes que tragarte esto.

Su pecho sufre una sacudida y le salen burbujas marrones de pudín por la nariz. Pone los ojos en blanco. La piel se le está poniendo azul. Su pecho sufre otra sacudida.

Y yo digo:

– ¿Mamá?

Le tiemblan los brazos y las manos, y la cabeza se le hunde más en la almohada. Las sacudidas continúan y el bocado de pasta marrón desaparece en su garganta.

La cara y las manos se le ponen más azules. Los ojos se le ponen en blanco. Todo huele a chocolate.

Pulso el botón de llamada a la enfermera.

Le digo:

– Tranquilízate.

Le digo:

– Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento…

Agita los brazos, los sacude y se agarra la garganta con las manos. Este debe de ser el aspecto que tengo yo cuando me asfixio en público.

La doctora Marshall aparece al otro lado de la cama y le inclina la cabeza a mi madre con una mano. Con la otra mano empieza a sacarle pudín de la boca. Me pregunta:

– ¿Qué ha pasado?

Yo estaba intentando salvarla. Ella deliraba. No se acordaba de que yo era el mesías. He venido a salvarla.

Paige se inclina y sopla en la boca de mi madre. Se vuelve a poner de pie. Sopla otra vez en la boca de mi madre y cada vez que se incorpora de nuevo tiene más pudín de chocolate por la cara. Más chocolate. Solamente huele a chocolate.

Sosteniendo todavía el envase de pudín con una mano y la cucharilla con la otra, le digo:

– No pasa nada. Yo lo arreglo. Como hice con Lázaro -le digo-. Ya lo he hecho antes.

Y le pongo las palmas de mis manos en el pecho.

Y digo:

– Ida Mancini. Te ordeno que vivas.

Paige se inclina sobre la cama y pone las manos al lado de las mías. Aprieta con todas sus fuerzas, una y otra vez. Masaje cardíaco.

Y yo le digo:

– Eso no es necesario -le digo-. Yo soy Jesucristo.

Y Paige dice entre dientes:

– ¡Respira! ¡Respira, joder!

Y procedente de la parte superior del antebrazo de Paige, donde permanecía hasta ahora escondida en el interior de su manga, una pulsera de paciente aparece en su muñeca.

Y es entonces cuando las convulsiones, las sacudidas, las manos en torno al cuello y los jadeos, es entonces cuando todo se detiene.

«Viudo» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.