37361.fb2
—¡Eso me da lo mismo, señorita! —ya chillaba directamente, y sus gritos me produjeron una inquietud imprecisa, como una extraña lástima, porque le había conocido de pasada un par de semanas antes, en la editorial, y me había parecido un hombre interesante, me había caído muy bien—. Existe una rama de la Geografía que se llama Geografía Humana, y por cierto, no tiene nada que ver con el contenido de este libro. Las montañas no son humanas, ¿sabe?, ni los ríos, ni las plataformas continentales, precisamente. Lo siento por usted, pero con ese título no vamos a hacer más que el ridículo…
—¡Mire! —yo también sabía gritar—. Usted sabrá mucho de Geografía, no se lo discuto, pero no tiene ni idea de cómo se hace un libro. ¿Sabe la cantidad de gente que ha trabajado ya en este proyecto? Fotógrafos, cartógrafos, redactores… ¿Se imagina cuánta gente se gana la vida con eso que usted llama «su–o–bra»? ¿Y la cantidad de horas que hemos gastado en discutir, en planificar, en mejorar el proyecto que le encargamos? No es culpa nuestra que nos hayan pisado el título. ¿Qué quiere, tirarlo todo por la ventana?
—¡Quiero un poco de rigor, señorita! —él contraatacó con tanta vehemencia que casi podía escuchar el crujido de sus venas tensas, hinchadas de sangre furiosa—. ¡Un poco de rigor, por Dios! Solamente eso.
—¡Pues busque usted un título que no esté registrado!
No le consentí decir nada más, y después de cortar la comunicación, descolgué el teléfono, para no recibir ninguna llamada más, de nadie. Si alguien me hubiera ofrecido no volver a hablar por teléfono jamás, en toda mi vida, habría firmado sin dudar.
Pero, a veces, las cosas cambian.
Por eso, cuando salió a la calle el último fascículo de aquel Atlas de Geografía Humana tan poco riguroso, no fui capaz de salir de casa sin marcar antes un número de teléfono que me sabía de memoria, para dejar un recado en un contestador, al que se accedía a través de otro contestador, que a su vez estaba precedido por un mensaje grabado en un tono extrañamente eufórico, buuuenas tardes!, de esos que se han puesto últimamente de moda en las instituciones públicas. Y eso que lo que dije fue apenas nada, hola, soy yo, que ya me voy. Tengo que acompañar a mi madre a
comprarse un bañador y luego ir a cenar con las de la editorial… He ido a la compra, la nevera está llena de cosas que te gustan y que se pueden comer frías, directamente del Tupperware al plato, aunque espero que encuentres algún otro motivo para echarme de menos. De nada. No creo que vuelva muy tarde. Te quiero. Un beso.
Porque, a veces, las cosas cambian.
Ya sé que parece imposible, que es increíble pero, a veces, pasa.
Estuve a punto de decir lo que estaba pensando pero recordé a tiempo la censura que había merecido mi sinceridad un par de meses antes, la última vez que salió el tema.
—¡Joder, Marisa! —me había cortado Ramón entonces, con un tono peculiar, como de indignación de poca monta—. ¿Pero hay alguna tía en el mundo que a ti te parezca que está buena?
—Claro que sí —contesté, tan ofendida como un niño al que acaban de pillar haciendo trampas.
—¿Cuál, a ver?
—Ava Gardner, por ejemplo.
Chascó la lengua, a medio camino entre la burla y la impaciencia, no demasiado lejos del desdén.
—No… —añadió después—. Yo digo alguna que esté viva.
Mientras estudiaba secretariado en la academia y luego, cuando empecé a trabajar, salía muchos sábados por la noche con mis amigas, más bien compañeras del colegio al principio, y después, conocidas de la editorial, casi siempre chicas solas, porque a ninguna mujer mínimamente sensata se le ocurre llevar a su novio cuando ha quedado con dos o tres semejantes para cenar algo antes de ir de copas a ver qué cae, no vaya a ser que lo que caiga sea precisamente su novio. Pero, según pasaban los años, los novios se iban convirtiendo en maridos nuevos, a estrenar en largos fines de semana de clausura, sábados perezosos de sábanas tenaces y mucha siesta, y domingos para cocinar a medias al volver del Rastro con un par de estanterías de pino corrientes, de esas tan baratas, y algún capricho antiguo, de ningún valor, que nunca se acierta a usar para nada. Luego, cuando todos los libros estaban ya ordenados, y no quedaba un solo rincón donde colocar una nueva mesita auxiliar, había que volver a cambiar todos los muebles de sitio para vaciar una habitación y pintarla de azul, o de rosa, o colocar una cenefa con ositos de colores en la zona superior de las paredes. Fase horizontal, fase decorativa, fase infantil, siempre igual y, mientras tanto, yo me iba acostumbrando a pasar en casa las noches de los sábados, sin presentir siquiera que, emboscada en el humor del tiempo, una nueva fase, la fase escéptica, o del cansancio, me iría devolviendo después, una por una, a muchas de mis amigas, repentinamente locas por abalanzarse sobre la ciudad nocturna con la voluntariosa confianza de los desesperados. Yo las seguía sin convicción, celebrando sin embargo cada minuto de su compañía, satisfecha al menos de haber logrado escapar del sofá donde mi abuela, mi tía y mi madre —luego mi tía y mi madre, y al final, sólo mi madre— se enfrentaban al programa de variedades de la primera cadena con la misma obcecada fiereza que se supone a un soldado demente mientras cruza en solitario el campo enemigo.
—Parece rubia teñida, ¿no?
—Claro. Y esos labios no son suyos, por supuesto…
—Ni el pecho, no hay más que verla.
—¡Qué tontos son los hombres, Dios mío!
—Y que lo digas… Pues anda, que esa de la derecha, la morena del pelo corto…
—¡Qué gorda! Yo, desde luego, con esos muslos no dejaría que me pusieran mallas.
—Y tiene la cintura muy alta, ¿no?
—¿Alta? La tiene en los sobacos…
—¡Hay que ver, de verdad, qué hombres más tontos!
—La del fondo… La del fondo sí que tiene delito.
—¿Cuál? ¡ Ah, sí, ésa tan tetona!
—Tetona es poco… Si está desproporcionada, mira, no puede andar derecha.
—Y luego, fíjate qué piernas, tan delgaditas… No pega. Y es bastante fea de cara, por cierto.
—Bueno, de cara ninguna es que sea muy guapa, precisamente.
—Es que van tan pintadas, todas iguales, y con pestañas postizas… Tienen pinta de maniquíes.
—¡Y que los hombres no se den cuenta de nada! Parece mentira.
—¡Qué horror! Y luego, esa de ahí, la del pelo rojo. Si tiene el culo caído, que se lo tape, ¿no?
—Mujer… ¿Y qué enseñaría entonces?
—Lo que pasa es que ya no hay mujeres guapas.
—¿Cómo las de nuestra época…? Ninguna.
—Desde luego que no. Grace Kelly, Ava Gardner, Rita Hayworth.
—Fíjate, cómo vas a comparar…
Yo las escuchaba en silencio, ahorrándoles mi opinión, que por otro lado no solicitaban, pero me hubiera gustado tener valor para recordarles que los hombres no serían tan tontos, porque a mi abuela se le fue la madurez en rezar novenas para que su hija encontrara un buen chico, y ningún bobo disponible se había atrevido a acercarse jamás a menos de medio metro de mi tía Piluca, que siempre había sido un bicho literal y figurado, y si mi abuelo Anselmo había cogido la puerta una buena mañana, y no había vuelto a asomar una punta del bigote por su casa en más de treinta años —mi abuela se enteró de su muerte cuando yo era todavía muy pequeña, gracias a una esquela publicada en el Faro de Vigo y enviada anónimamente desde Pontevedra—, sería que todos los trucos, todas las trampas, todas las zorrerías y todos los vicios de aquella degenerada con la que se enconó como un imbécil no le parecerían tan mal, vistas de cerca. El único hombre tonto que yo conocía era mi padre, que cargaba con todas ellas sin rechistar, y de vez en cuando hasta se atrevía a defender lo evidente, ¿pero cómo podéis decir esas cosas?, ¡si la rubia es monísima, no hay más que verla!, para asumir en solitario un oprobio que hasta entonces compartía con todos los hombres del mundo, tú sí que eres tonto, Anselmo, pero tonto perdido, hijo mío, es que no sé cómo puedes ser tan tonto…
En aquella época, al borde de los veinte años y todavía después, aunque lejos de los treinta, las miraba con distancia, sin atreverme a despreciarlas del todo pero sin comprenderlas en absoluto, consintiéndome incluso un ligero margen de compasión que se asentaba en la solidísima certeza de que yo nunca sería como ellas. Y no lo soy, de eso estoy segura, pero aquella mañana, durante el desayuno, llegué a dudar, después de tantos años, porque Ramón había ido al cine la noche anterior y estaba empeñado en contarme la película, una intriga criminal con mucho sexo de esas que se pusieron tan de moda hace algunos años, a pesar de que lo único que le había gustado, al parecer, era la protagonista, que está buenísima, pero buenísima, en serio, digan lo que digan, así concluyó, y yo le dije la verdad, que a mí no me parecía tan guapa, mona de cara, sí, pero corriente, y de cuerpo lo mismo, bien, pero nada del otro mundo, un poco demasiada bajita para ir de sex–symbol, ¿no…? Él meditó un par de segundos y me concedió casi una pizca de razón, pero sólo por el agravio comparativo que había aflorado entre mis argumentos, porque, sí, desde luego, afirmaba con esa cabeza suya de chico formalísimo y primero de la clase, para sex–symbol del fin de siglo hay candidatas mejor colocadas, y entonces pronunció dos nombres que yo rechacé instantáneamente, ¡oh, no!, ¿pero qué dices?, y mi horror era sincero, ésa parece un tío, en serio, tiene los hombros anchísimos y las piernas supermusculosas, no me gusta nada, tiene enorme hasta la cara y, si te fijas, siempre parece que está de mala leche… Y la otra, bueno, la otra, psh… Sí, está jamona pero tiene más o menos buen tipo, lo que pasa es que parece un cerdito, no me gusta nada de cara, yo… Entonces Ramón me cortó con aquello, ¡joder, Marisa!, ¿pero hay alguna tía en el mundo que a ti te parezca que está buena?
No comprendí muy bien lo que pasaba hasta que me encontré pronunciando el nombre de Ava Gardner, un clásico, fijo en la lista que mi tía Piluca esgrimía antes o después contra cualquier belleza no necesariamente televisiva, y entonces algo se vino abajo en mi interior, como si mi dignidad estuviera conectada en secreto con alguna víscera frágil, encolada con prisa y sin cuidado a las movedizas paredes de mi cuerpo. Y desde aquel día, no he vuelto a objetar detalle alguno a las bellezas celebradas en voz alta, porque me niego a asumir la herencia de aquellas pobres matronas cegadas por el rencor, pero, aunque los hombres todavía no me parecen tontos, sigo opinando para mí sola, y no consigo ser mucho más piadosa —mucho más realista, tal vez— de lo que, en sus
buenos tiempos, fueron mi madre o mi abuela. Estoy segura de que jamás seré como ellas, pero ya he dejado de esperar que el azar me trate mucho mejor y, quizás, no es más que eso, que toda la gente sin suerte termina pareciéndose. Esta es la más grave de todas las cosas que jamás me atreveré a decir en voz alta.
Cuando era pequeña coleccionaba sellos. Empecé con dos álbumes muy viejos, las tapas rajadas al borde del lomo, descubriendo una verdad de cartón vulgar, barato, de un color tan impreciso que apenas merecía el nombre de color, bajo la distinguida apariencia de la suave piel negra —de becerro, precisó mi madre al entregármelos— que los convirtió en mi tesoro más valioso. Dentro había más de un centenar de sellos muy antiguos, con el estampillado legible y los dientes enteros, dos requisitos imprescindibles para mi bisabuelo Tirso, el abuelo paterno de mi madre, que fue apaciblemente feliz con su mujer y murió de la misma manera, mientras dormía. Yo asumí sus condiciones para continuar la colección, y durante algunos años recorrí los soportales de la Plaza Mayor de domingo en domingo, de columna en columna y de puesto en puesto, con las manos llenas de catálogos cuyos datos habría podido recitar de memoria, pero que me prestaban el rentable aspecto de una tonta recién llegada, una incauta capaz de pagar un precio muy alto por un sello que, con suerte, podía llegar a valer hasta veinte veces el precio propuesto por el vendedor.
Llegué a conocer esa clase de felicidad, no muchas veces, pero todas memorables, el corazón botando contra las esquinas de mi pecho como una pelota de goma mientras me obligaba a volver la cabeza para disimular, improvisando incluso una mueca de desaliento casi auténtica al dudar en secreto de haber visto aquel exacto pedacito de papel, precisamente ése y no otro, un dibujo, un rótulo mínimo, dos o tres cifras que volvía a tropezarme allí, en efecto, cuando me atrevía a enfrentarme nuevamente al puesto, y entonces preguntaba por cualquier colección barata, seis o siete ejemplares de gran tamaño con motivos muy vistosos que solían proceder de algún emirato árabe o de la Unión Soviética, un brillante envoltorio de celofán por el que fingía interesarme durante algunos segundos antes de concentrar mi atención en otras ofertas igualmente llamativas y triviales, emisiones conmemorativas, caligrafías indescifrables, una pequeña multitud de pistas falsas, y al final, mientras sentía que, por un instante, todas mis venas se secaban a la vez, tomaba la pieza deseada entre los dedos, lanzaba hacia ninguna parte una pregunta casual y desganada, y vencía. Llegué a conocer esa clase de felicidad, pero luego, al llegar a casa, mientras contemplaba mi flamante conquista en el lugar que antes ocupaba el hueco más irritante, presentía que mi pasión se agotaría muy pronto, porque aquellos pequeños triunfos nunca llegaban a compensarme por la certeza de otras incipientes derrotas. Hay gente capaz de matar por un sello, pero yo nunca tuve tanta suerte.
A los veinticinco, más o menos, y estimulada por el ejemplo materno, empecé a hacerme mi propia ropa. Al principio, fue muy divertido, primero comprar las revistas y estudiarlas con cuidado para escoger los modelos más favorecedores, después elegir la tela, luego calcar el patrón, recortarlo, coserlo, y atreverse por fin a meter las tijeras en ese bulto informe del que acabaría saliendo un vestido de verdad al cabo de tantas horas. Nunca fui tan bien vestida y nunca he vuelto a gastar tan poco dinero en mí misma, pero una tarde, cuando llevaba una americana por la mitad, la miré con extrañeza, como si se hubiera convertido en una especie de amenaza, y decidí que no la iba a terminar. En ese preciso momento terminó la aventura de la ropa. Su sucesor, el aerobic, demostró desde el primer momento una ventaja y muchos inconvenientes. La primera se limitaba a mi forma física, que mejoró de una manera que podría calificarse como espectacular si no fuera porque, desde cualquier punto de vista, ese adjetivo me viene tan grande como un par de botas de la talla 56. Soy rubia natural, eso sí, y tiene gracia, rubia de verdad, no una de esas castañas claras con mucha mecha que de pequeñas se lavaban con manzanilla, sino una rubia auténtica, con el pelo bien amarillo desde el nacimiento hasta las puntas, lo mismo que la gorda de las hermanas Gilda, y tengo los ojos verdes, eso también es cierto, verdes como las manzanas ácidas, como las hojas de hiedra, como la menta, verdes pero mínimos, y tan alejados entre sí como los de un pez plano. A veces me digo que mi cara es una especie de broma, porque vivo rodeada de mujeres que se aclaran el pelo
hasta rozar la frontera de las canas, que se atiborran los párpados de pintura para resaltar el insignificante matiz verdoso que apenas ellas distinguen en sus vulgares iris castaños, que llegan a ponerse unas lentillas sin necesidad sólo por conseguir un efecto diferente, y yo, en cambio, me he pasado la vida deseando una cara corriente, redonda, y no como la silueta de una pera, lisa, y no salpicada de cráteres lunares, razonable, y no como un muestrario de rasgos de diferentes tamaños, boca grande, nariz pequeña, ojos imperceptibles, mandíbula anchísima, una cara de extraterrestre, la mía. El aerobic no pudo hacer nada por ella, aunque sí equilibró ligeramente los volúmenes de mi cuerpo, que ya en la adolescencia me demostró que prefería crecer de cintura para abajo y desentenderse para siempre de un torso perpetuamente infantil. Sin embargo, cuando comprendí que ni monitores ni aparatos lograrían jamás que la mitad de la masa de mi culo brotara sobre mi pecho bajo la forma de dos tetas indudables —ni siquiera grandes, simplemente tetas—, sucumbí a una rendición sin condiciones. El gimnasio me salía muy caro, el único horario compatible con mi jornada laboral era prácticamente nocturno y, además, aquellas extenuantes sesiones no me ayudaban a sobrellevar los fines de semana, esa periódica condena al tiempo libre que cada vez se parecía más a un verdadero cautiverio.
Las mañanas de los sábados eran condescendientes conmigo, aunque la enfermedad de mi madre me obligaba a saltar de la cama a la misma hora que cualquier otro día. Mamá, que nunca tuvo buen carácter, perdió de golpe sus escasos rasgos de humor cuando una subida incontrolada de glucosa dio como resultado una hemiplejía que paralizaría para siempre el lado izquierdo de su cuerpo de diabética desobediente y glotona. Desde entonces, fue tan inútil para sí misma como un bebé, y yo tan imprescindible para ella como una madre, pese a que este repentino cambio de papeles no alcanzó al orden moral de nuestra vida, y nunca llegué a desarrollar autoridad alguna sobre quien seguía mandando desde una silla de ruedas, sin resignarse jamás a que la más violenta represalia que su estado le consentía tomar, consistiese apenas en expulsar la última cucharada de sopa que yo hubiera logrado meterle en la boca. Los sábados por la mañana, al menos, disponía de tiempo para hacer las cosas bien, despacio, y mi paciencia se estiraba como una goma elástica mientras la depositaba en la silla de ruedas, aireaba su cama, la transportaba hasta el cuarto de baño, la lavaba, la peinaba y la vestía, para disfrutar después del primer auténtico desayuno de la semana. Luego salía a hacer la compra, organizaba la despensa, cocinaba para un par de días, y al fin, tras una escuetísima sobremesa, desembarcaba en el sofá del salón con dos almohadas y una manta de viaje y, hecha una ese, la misma que dibujan los niños cuando están muy cansados, me entregaba al placer de dormitar con un ojo cerrado y el otro abierto a veces, vigilando de lejos la suerte del pirata leal, alto y rubio que, antes o después, terminaba batiéndose a muerte con otro corsario, éste casi siempre moreno y tuerto, traidor, en las viejas películas a las que siempre acababa recurriendo alguna cadena. Pero, a media tarde, la programación cambiaba, y el silencio me devolvía a las intermitentes quejas de mi madre y a una única pregunta, Marisa, ¿estás ahí?, la invariable fórmula de una curiosidad tramposa, el lazo que tendía cada diez minutos para comprobar que no la había abandonado, como si alguna vez hubiera tenido motivos para pensar que yo fuera capaz de hacer algo así. Entonces empezaba a venirme abajo, y como me conocía, y conocía las secuelas de aquel silencio inmenso hasta en sus rítmicas interrupciones, me atrincheraba en un libro para escapar a una desolación que el domingo por la noche, cuando no me quedaba más remedio que dejar de leer para levantarme del sofá e ir a hacer la cena, me seguía esperando sobre las baldosas de la cocina, herida de muerte ya, pero viva todavía.