37361.fb2
precisamente a la vida.
Ellos han estado ahí desde siempre, al alcance de la adolescente con esperanzas, de la filatélica descreída, de la modista inconstante, de la gimnasta nocturna, libros inverosímiles, realistas, fantásticos, atroces, crónicas de una vida que no conoceré, la vida auténtica a la que he podido asomarme sólo desde sus páginas, un vértigo que pasa factura los domingos por la noche, cuando me doy cuenta de que he invertido otro fin de semana, un fin de semana más, con todas sus horas, en vivir una novela, otra novela, que no es la vida, no es mi vida. No tengo suerte. Como no la tuvo mi abuela, como no la tuvo mi tía Piluca, ni la tuvo mi madre, que llegó a poseer, sin embargo, muchas más cosas que yo. Pero jamás lo reconoceré en voz alta, y menos ahora, cuando he alcanzado una edad suficiente para que mis reclamaciones se precipiten por su propio peso más allá de la frontera del ridículo. Me ha tocado vivir en el mundo feliz que ha liquidado la decrepitud, las taras y la soledad, y por eso, no soy una solterona, sino una unidad familiar unipersonal. Las solteronas ya no existen, son solamente mujeres solas. Yo estoy mucho más que sola, pero tampoco me siento agraviada por el progreso porque, al menos, la informática acabó acudiendo en mi ayuda, tan tardía como eficaz. Cuando me asusto del tiempo que llevo leyendo, puedo levantarme y encender el ordenador, y viceversa. He llegado a pensar seriamente en el sexo virtual sin sentirme sucia y loca por dentro.
Cuando cumplí los treinta y cinco años, justo después de la muerte de mi madre, comenzó a repetirse el proceso que me había dejado sola a los veinte. Prefería no pensar mucho en ello, pero lo cierto es que todas mis amigas cansadas de estar casadas, todas aquellas mujeres hambrientas de soledad que juraban en cada esquina que nunca más, nadie más, a ningún precio, tantas imprevistas admiradoras de mi modo de vida y abanderadas de una fácil existencia de amores de una noche, se fueron recolocando tan lenta pero firmemente como la primera vez, cuando no decidieron convencerse a sí mismas de que, en el fondo, eran felicísimas con sus maridos, intentando convencer después, a quienes habíamos tenido paciencia para escuchar sus previos y desgarradores lamentos, de que su matrimonio jamás, pero lo que se dice jamás, había llegado a entrar en crisis.
—Mujer —solían empezar así, como si tuvieran algo que reprocharme—, una cosa es que el cuerpo te pida un rollete así, tonto, de vez en cuando, y otra cosa es dejar a tu marido, ¿no?
Yo, que nunca he tenido marido, contestaba que no, que vale, que no es lo mismo, pero recordaba, y olfateaba en su improvisada euforia el aroma a madera mojada, antes que quemada, que despedirían los restos de un viejo galeón de guerra que naufragara espontáneamente junto a la costa antes de alcanzar el mar abierto de la batalla. Y sin embargo, las aguantaba mucho mejor que a las otras, las que habían tenido el valor, y la oportunidad, de arrasar su pasado para empezar otra vez desde un lugar no tan cercano al cero, el escenario de una fase horizontal tan tensa y tan furiosa como un cable formidable, capaz de aguantar en vilo este planeta. Ya no creían tener por delante todo el tiempo del mundo, así que no podían correr el riesgo de equivocarse. Y no se equivocaban. Las veía en la editorial, andando por los pasillos, y a veces también fuera de allí, tomando un café, comiendo deprisa, esa cara de tontas enajenadas, la piel brillante y la boca siempre entreabierta en un pespunte de carcajadas breves, repentinas, para celebrar ciertos misteriosos detalles que jamás se permitían contar en voz alta. Lo que nunca dejaban de afirmar, sin embargo, hasta en los peores extremos de su estado de levitación, como si pretendieran sacarme definitivamente del último quicio, era lo de siempre, tú sí que vives bien, Marisa, su voz me llegaba desde muy arriba, andaban a palmo y medio del suelo, pero ni siquiera así callaban, sin aguantar a nadie, tu casa, tu rollo, tus cosas, ¡qué envidia, tía…! Curiosa pasión, la envidia. Verde y hedionda, e inevitable, pero aún más, imprescindible. Algunas veces, renunciar a la envidia significa asumir el estado mineral, la condición sin esperanza.
Yo las envidiaba porque no tenía más remedio que envidiarlas, porque los buenos amores, y hasta los malos, rejuvenecen, y ellas volvían a hablar de embarazos, y de pediatras, y de hipotecas, y se les llenaban los ojos de lágrimas mientras sus labios se precipitaban en una pirotécnica competición de insensateces, y te juro que nunca me había pasado nada así, y te prometo que éstos
son los mejores años de mi vida, pero no mentían, sus caras no consentían siquiera el consuelo de suponer que pudieran estar mintiendo, y nunca fueron más de dos a la vez, cinco o seis en total en los últimos años, y unas veces las conocía mejor, y otras peor, y a algunas hasta las quería de verdad, a Rosa la quería cuando volvió de Zurich, pero aquel mismo día dejé de aguantarla, porque Ignacio era un buen marido, guapo, tranquilo, gracioso a veces, y los niños estaban sanos, y eran muy monos, y hasta iban bien en el colegio, y ella tenía una vida cojonuda para pasarse los días suspirando y diciendo que quería flotar y, encima, había flotado, y por eso había decidido que no la iba a aguantar más, pero a Ramón no le podía contar ni la cuarta parte de todo esto, porque su amistad era la única que me importaba conservar, la única que estaba dispuesta a mantener a cualquier precio.
—Oye… —levantó la vista de la pantalla para mirarme, mientras su ordenador me traducía los disquetes de un redactor que, por algún motivo inexplicable aparte de las ganas de fastidiar, se negaba a entregar los textos en cualquiera de los dieciocho tratamientos que controlaba mi propio sistema—, ¿qué le ha pasado a Rosa? Está rarísima. Me la he encontrado esta mañana en la máquina del café, hecha una zombie. Se ha tirado media hora estudiando las teclas y luego ha sido incapaz de acertar con lo que quería. Al final, se ha tenido que tomar un chocolate. Le he preguntado si tenía sueño y me ha dicho, qué va, si yo te contara…
—Pues que te lo cuente ella —sólo pretendía ser escueta, pero mi respuesta sonó como un desafío, quizás porque mi lengua no tropezó con mis dientes en ninguna sílaba.
—¿Ha pasado algo? Dímelo, Marisa, en serio… —Ramón, que siempre ha sido muy cotilla, me estudiaba ahora con auténtico interés.
—En el trabajo no. Pero se ha–a enrollado con un tío, y está muy nerviosa.
—¿De verdad? —sonreía como si ninguna otra noticia hubiera podido producirle más placer—. Pero ella está muy casada, ¿no?
—Má–as bien cansada —maticé.
—Ya… Bueno, no me extraña mucho, con lo buena que está, deben salirle novios todos los días…
Fue entonces cuando renuncié a decir lo que estaba pensando, porque Ramón nunca estaría de acuerdo conmigo en que, por muy atractiva que llegara a resultar, Rosa era más una chica mona que otra cosa, y no quería volver a acordarme de la tía Piluca. Y aunque por un instante me sentí cobarde, no llegué a arrepentirme de mi falsa prudencia, porque si nos hubiéramos enredado en una discusión como la que nos había enfrentado un par de meses antes, quizás nunca habría llegado a contarme aquello.
—La verdad es que la entiendo muy bien, ¿sabes? Hace unos días, no sé, antesdeayer, creo, cuando sonó el despertador, Flora saltó de la cama con muchas prisas porque había quedado con su madre para llevarla al médico. Normalmente yo me levanto primero, pero aquel día me quedé acostado mientras la veía moverse por la habitación, subir la persiana, abrir el armario, coger la ropa… Había dormido con una camiseta muy grande, de esas que se pone para ir a la playa, y llevaba una cara de Mickey Mouse desteñida de rojo, enorme, justo encima de la tripa. No sé por qué, pero me di cuenta de que la estaba mirando como si fuera la mujer de otro, un animal del zoológico, un objeto que nunca me hubiera pertenecido porque tampoco, nunca, lo hubiera querido tener, y me iba diciendo, ¿esto va a ser la vida, coño? Ella cada vez más gorda, y yo aquí, mirándola…
—No se trata de ser feliz, supongo, no es exactamente eso…
Ramón empezó a hablar en el instante en que atravesamos la verja que aislaba la editorial del resto del mundo, y siguió hablando sin parar mientras caminábamos hacia ninguna parte en concreto, vamos a tomar una copa, me dijo cuando me lo encontré en el vestíbulo, vamos, acepté, y cruzamos Arturo Soria para embocar la calle Alcalá, y empezamos a descender por ella desde más allá del número quinientos, avanzando muy despacio.
—Nadie es nunca feliz, así, del todo, ¿no?, porque siempre tienes algún problema, casi todos los días hay alguna pega que resolver, o una decisión complicada que tomar, o se rompe algo en la cocina, o te suspenden a un niño, no sé, a mí por lo menos me pasa eso, así que no me quejo por no ser feliz, ni siquiera aspiro a tanto, pero me gustaría tener ganas de volver a casa por las tardes, fíjate que no es mucho, pero salgo de la editorial muerto, y a pesar de todo, no me apetece volver a casa, y eso es lo que me revienta… Y tampoco puedo echarle toda la culpa a Flora, aunque la tenga, porque ella siempre ha sido igual, siempre ha hecho las mismas cosas, lo que pasa es que yo antes tenía paciencia y ahora no tengo, antes la aguantaba y ahora no la aguanto, antes la justificaba y ahora no me sale de los cojones justificarla, no es más que eso, y que la conozco mejor, o peor, yo qué sé… ¿Sabes por qué me casé con Flora?
—Porque esta–aba embarazada —contesté sin pensarlo mucho, él mismo me lo había contado poco después de conocernos.
—No, ya… Me refería a otra cosa. ¿Sabes por qué me enrollé con ella?—negué con la cabeza—. ¡Pues porque ella quería, así de claro! Da pena, ¿no? Pero es que, hasta que ella quiso, no había querido ninguna. Yo siempre he sido muy mono, ya sabes, tan gordito, con las gafitas, empollón pero buen bebedor de cerveza, en fin… Tenía miles de amigas, las chicas me contaban a mí lo que no le contaban a nadie, era el mejor colega de toda la facultad, me inflaba a hacer trabajos de curso para todas las tías buenas que conocía, y nada, pero es que nada, no me comía un colín, hay que joderse. Y entonces conocí a Flora, que era amiga de una amiga de una compañera de especialidad que me gustaba tanto, pero tanto tanto, que hasta me ofrecía a ir a la farmacia a comprarle Neogynona porque a ella le daba vergüenza pedirla, fíjate si sería pardillo, yo, un imbécil, eso es lo que era, total, que apareció Flora y enseguida se las arregló para que yo me enterara de que se había quedado conmigo, y yo estaba más salido que un mandril, te lo juro, y ni me paré a pensarlo, ésa es la verdad… Ella tenía veintidós años, uno más que yo, y no estaba mal, por cierto, mona de cara y un poco regordeta, pero graciosa. La verdad es que hasta llegó a parecerme divertida de puro simple, porque todo la asombraba, todo era superior a sus fuerzas, todo le daba risa, o miedo, hasta chillaba en el cine y esas cosas. Me lo pasaba bien con ella, porque todo era nuevo para mí, besarla por la calle, andar abrazados, compartir las palomitas… Además, no me podía permitir el lujo de reconocer que la única tía del mundo que quería acostarse conmigo no fuera maravillosa, así que me lancé de cabeza, como te puedes imaginar… Ella no era virgen, pero yo sí. Las primeras veces que lo hicimos, estaba tan preocupado por que no se me notara que ni se me ocurrió preguntarle si estaba tomando algo. Se suponía que ella era la experta, y como no me dijo nada, pues… se quedó preñada. Y no te lo podrás creer, pero ni siquiera me vine abajo cuando me enteré. De repente, casarme me hacía hasta ilusión, hay que joderse, cómo somos los seres humanos. Me dio protectora, ¿sabes?, me sentía un hombre de verdad, responsable, consciente… ¡joder! Total, que cuando llevaba siete meses saliendo con la primera mujer que había conocido en mi vida, ¡zas!, hasta que la muerte nos separe… Y aquellos polvos trajeron estos lodos, desde luego.
Hizo una pausa para mirarme y comprobar la eficacia de su último chiste, y no le defraudé.
—No te rías porque no tiene gracia… En serio. Así empezó todo. Yo quería tener una casa propia, pero desde el primer día, todas las mañanas me recuerdan que el piso donde vivo, y cuyas letras pago religiosamente cada fin de mes, por cierto, en realidad es de mis suegros, que nos dieron la entrada, y no como mis padres, que sólo le hacen regalos a los niños. Eso con el desayuno, todos los días, sábados y domingos incluidos. Mi suegra nos llena la despensa de vez en cuando, nos regala lámparas, ceniceros, y cosas por el estilo, paga el inglés de sus nietos, y le compra un traje a su hija cada vez que vamos a una boda. Y no lo necesitamos, ¿sabes?, es decir, yo no lo necesito, la cuenta del banco no lo necesita, mi nómina no lo necesita, pero Flora sí. Flora depende vitalmente de ese dinero para triunfar en los dos únicos propósitos que dirigen su vida, el primero, humillarme a mí, y el segundo, y derivado del anterior, vivir como un pacha, que es lo que hace desde que nació. Al principio, siempre decía que se pondría a trabajar con sus padres, que tienen una fábrica de muebles, en cuanto Ramón, el mayor, fuera al colegio, pero antes de eso, se quedó embarazada
otra vez y tuvimos a Isabel, y bueno, todo tenía sentido, estaba bien. Pero cuando la niña empezó a ir a la guardería, a los dos años, entonces, como ya no tenía excusas, se dedicó a arremeter contra mí porque en el fondo se siente culpable, ¿entiendes? ¡Y a mí me da igual que no trabaje! ¡Te juro que me da igual! Pero que no me joda. Un día de éstos, le van a preguntar a mis hijos en el colegio qué es su padre, y van a contestar que un pobre hombre, porque eso es lo único que soy en mi casa, un pobre hombre, y todo porque mi mujer no se aclara… Si quiere ser ama de casa, que sea ama de casa, pero de las buenas, de las de verdad, y yo estaré encantado. Y si no, pues que se monte la vida como quiera, y todavía mejor, porque estará mucho más contenta, si a mí no me importa, en serio, a mí me encanta mi trabajo, tú lo sabes, y ahora gano mucho dinero, no lo cambiaría por nada del mundo, y no quiero putearla, de verdad que no, pero no aguanto más el mismo rollo, cállate porque si no fuera por mí no tendríamos esta casa, cállate porque si ganaras más podría venir la asistenta todos los días a plancharte las camisas, cállate porque mis padres ya nos dan mucho más de lo que me pagarían en cualquier empleo, cállate porque si te has creído que soy tu esclava estás muy equivocado, cállate porque no vas a conseguir que pierda mi dignidad, cállate porque bastante tengo con andar todo el día arriba y abajo con la casa y con los niños… ¡Coño! ¡Pues que salga de casa! ¡Si es la única mujer de este país que tiene un puesto de trabajo asegurado! ¿A mí qué me cuenta? Si va de maruja, que sea una maruja, y si no, pues que haga otra cosa, pero todo a la vez no puede ser, ¿no? Pues sí, resulta que sí, y ¿sabes porqué? Pues porque yo soy un pobre hombre, ni más ni menos. Y lo peor no es eso, claro…
Nunca le había visto así, ni siquiera cuando todos los ordenadores de la planta se confabulaban contra nosotros para colgarse a la vez, nunca, y ya conocía su capacidad para la pasión, la dirección de esos violentos aspavientos que subrayaban cada sílaba, la violencia de su sinceridad precipitándose en el horizonte como un arma arrojadiza, cuestión de carácter, sólo necesitaba un milisegundo para indignarse de corazón por cualquier cosa, igual que Ana, y ya le conocía, pero me sorprendió su color, tan lejos del rojo flamante de las banderas que iluminaban su cara otras veces. Ahora su piel parecía sucia, un trapo grisáceo y mal doblado, marrón donde antes se sonrosaba, mejillas tristes, moradas, una desesperación pequeña, pero no por eso menos desesperación, asomando entre sus dientes para coser una palabra con la siguiente, el acento descreído, cruel, de quien se ha prohibido a sí mismo calcular que las soluciones existan. Yo conocía esa voz, conocía su eco, pero jamás me habría atrevido a atribuir a Ramón ni la más trivial de sus resonancias, y por eso le escuchaba en un silencio absoluto, silencio de la voz y de las ideas, silencio de la memoria y del corazón. Nunca había estado tan cerca de él. Nunca tampoco, hasta entonces, su proximidad había llegado a inquietarme.
—Lo peor es que he terminado por cogerle manía, así de claro. Que me cae francamente gorda. ¿Te lo puedes creer? ¿Te puedes imaginar lo que significa meterse en la cama con una tía que, no es ya que no te guste, sino que ni siquiera te resulta simpática? Pues eso es lo que hice yo ayer, y lo que voy a hacer esta noche. Claro que, esta noche, cuando llegue el momento de meterse en la cama, ya me habré arrepentido de haberte contado todo esto, y me habré recordado que adoro a mis hijos y que en Biafra están mucho peor, yo qué sé, no sabes la cantidad de tonterías que llego a pensar cuando estoy mal, y hoy estoy muy mal, a lo mejor porque sé de sobra que yo nunca tendré los problemas de Rosa… No hay nada que hacer, ¿sabes?, no hay remedio. Estoy seguro de que no hay remedio. Flora no va a cambiar, a estas alturas, y yo tampoco, así que jamás tendré cojones para largarme de casa por mi propio pie, y desde fuera tampoco habrá nadie que tire de mí, porque, a ver… ¿qué tía va a enrollarse conmigo, tan gordito, con las gafitas, y este marronazo de puta madre a cuestas…? Pues ninguna, naturalmente. Así que esto es lo que hay. ¡Como no me caiga la breva de que…!
Su confesión se detuvo aquí en una pausa más larga que las anteriores. Después comprendí que había valorado con cierto cuidado los efectos que produciría el episodio que me contó a continuación. Y jamás habría podido sospechar la verdadera naturaleza de mi respuesta, porque su actuación no me pareció ingenua, ni ridícula, ni patética. Yo conocía muy bien el signo de aquella
infección, una enfermedad que cura, el desequilibrio que afirma la cuerda floja para que el equilibrista camine mejor, durante más tiempo. Apenas me sorprendió descubrir que el pobre recurso que a mí me permitía escapar de la soledad de vez en cuando, sirviera también para crear soledad cuando era imprescindible.
—No te lo vas a creer, seguro que no, pero hace un par de semanas, el viernes, creo, llegué a casa pronto, como a las seis y media más o menos, y nada más abrir la puerta noté que pasaba algo raro. Antes de cerrar, ya me había dado cuenta de lo que era, silencio, paz, una calma absoluta, ni la televisión estaba encendida, ni los niños chillando, ni se escuchaban carreras por el pasillo, ni Flora hablaba por teléfono, nada. No lo entendía, así que me quedé un par de minutos en el recibidor, de pie, con la cartera en la mano, al acecho de la menor forma de vida, y como no vino nadie, dije hola en voz alta. Nada. Les llamé a todos por sus nombres, a grito pelado, y no me contestaron. Era rarísimo, porque a mi mujer no le gusta salir de casa después de que los niños vuelvan del colegio, y cuando tiene algo que hacer, me lo dice para que me quede con ellos, y aquel día no me había avisado de nada, más bien al revés. Yo era el que creía que iba a llegar tarde, porque tenía una reunión con los de Grandes Obras que se desconvocó en el último minuto, así que no me esperaban. Eso fue lo que me mosqueó, que no me esperaban, y entonces, de repente, se me disparó la cabeza. Me acerqué muy despacio a la cocina repitiéndome que no, que ni hablar, que era imposible, y allí estaba, pegada a la nevera con un imán de Danone, una nota tan larga que parecía una carta, con la firma de Flora y todo, debajo… Debería haberla leído allí mismo, pero la cabeza se me había disparado y ya no podía recuperarla, y era demasiado bonito para resistirse, Querido Ramón, leí con la imaginación, perdóname, pero no puedo seguir viviendo contigo ni un solo día más porque estoy enamorada de otro hombre… Total, que no me atreví a leer la nota de la nevera, ¿te lo puedes creer?, no la leí. Me fui derecho al salón, me puse una copa, me descalcé y, tirado en el sofá, bebiendo a sorbitos, me dediqué a imaginar quién sería él, ese benefactor de la Humanidad que iba a cargar con Flora en lo sucesivo… Después, me dediqué a ordenar las estanterías con mucho método. Aparté todos los objetos, jarritas, bandejitas, muñequitos, que Flora posee por centenares, y desnudé todas las mesas de esos tapetitos de ganchillo que siempre me han destrozado los nervios. Ella querrá llevárselos, me iba diciendo mientras los recogía, muy comprensivo, y tendremos que arreglar lo de los niños, porque yo no estoy dispuesto a renunciar a mis hijos, ni hablar, claro que para eso hay tiempo… Luego puse música, y hasta bailé solo, mientras cambiaba los muebles de sitio, es increíble… Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien, y esto no es nada comparado con lo que te espera, me prometí a mí mismo, adjudicándome una vida cojonuda, yo solo, en aquella casa, mis máquinas, mis libros, mi Telepizza… ¡Uf!
—Y entonces llegó Flora —me atreví a terminar el discurso por él, con una sonrisa.
—¡No! Qué va… Eso fue lo peor, que tardó casi dos horas más en aparecer. Cuando escuché la llave, iba ya por el cuarto whisky y estaba definitivamente borracho. Y no hizo una entrada discreta, no creas, nada de eso. Isabel se le había quedado dormida en brazos, y chilló como un cerdo a medio degollar hasta que me levanté y fui a por ella… Venían del cine, fíjate qué cosa más idiota. La nota decía que mi suegro y mi suegra habían tenido una bronca porque la noche anterior, revisando un apunte que acababa de enviarles el banco, él se encontró con un talón sin justificar que no había cobrado…, no sé, menos de quince mil pesetas, creo, una mierda… Había acusado a su mujer de gastarse el dinero por su cuenta, y ella, que estaba hundida, había pillado la cartelera, había visto que reponían su película favorita en unos multicines que están a tomar por culo, en Aluche o por ahí, y había llamado para invitarnos a todos a ver La dama y el vagabundo, ya ves tú, qué represalia. Por lo visto, Flora había llamado a la editorial para avisarme, pero a mi secretaria se le olvidó decírmelo. Así que de la peli me libré, pero de lo demás no hay quien me libre… Tengo mujer para rato.
Habíamos dejado atrás la plaza de toros y acabábamos de cruzar Manuel Becerra con pasos medidos, casi cansados, cuando Ramón se paró de repente.
—¿Nos quedamos aquí? —preguntó, y a mí ya se me había olvidado que el objetivo teórico de
nuestra caminata era tomar una copa en alguna parte, pero le dije que sí, porque por un lado, estaba cansada de andar, y por otro, presentía que un par de cubatas iban a sentarme estupendamente.
Entramos en un local bastante oscuro y de perfiles equívocos, un ejemplar típico de las zonas menos lucidas —como aquélla— de los barrios de ricos —como aquél—, a medio camino entre un clásico bar de tapas, la barra que encontramos junto a la puerta, y el pobre intento de semipub inglés que se concentraba en las mesas del fondo, donde nos sentamos. Cuando ya me había tragado media docena de cacahuetes salados, supuse que, por fin, me tocaba decir algo.
—Es curioso, ¿sa–abes, Ramón?, porque yo vivo sola, y mis problemas son ca–asi exactamente opuestos a los tuyos, y sin embargo, te comprendo muy bien, en serio…
—Claro —no llegó a mirarme, pero me daba la razón con la cabeza—, porque somos el mismo tipo de gente… No te ofendas, porque me pongo yo por delante, pero lo he pensado muchas veces. Tú y yo nos llevamos tan bien porque los dos somos pequeños, insignificantes, el tipo de gente a la que jamás le toca la lotería, ninguna lotería… No quiero ponerme fatalista, pero algunos días no puedo alejar la sospecha de que el destino existe, y nos somete. O a lo mejor, nos falta un don especial, que es el que permite que seamos felices… ¿Tú te has dado cuenta de lo poco que necesitan algunos para ser felices? Cosas que nosotros tenemos, un trabajo, un sueldo, una casa…
—Siempre se necesita lo que no se tiene.
—Sí, eso es verdad. Pero también es verdad que hay gente dotada para ser más feliz que otra, gente que aspira a auténticas tonterías, y cuando las consigue, porque son fáciles de conseguir, se pone como loca…
—Rosa siempre dice eso. Que a–algunas mujeres sueñan con tener armarios empotrados, o una cocina nueva, o un hijo con ca–arrera, y que le gustaría ser como ellas…
—Y tiene razón. A mí también me gustaría… ¿Sabes lo que más miedo me da de todo esto? — negué con la cabeza—. Pues a veces… No sé…, me veo a mí mismo dentro de unos años, después de los cuarenta, yendo sistemáticamente de putas todos los viernes, por ejemplo, o follando con una secretaria que ni siquiera estará buena del todo, en un apartamento alquilado a espaldas de Flora, y jurando entre polvo y polvo que voy a separarme de mi mujer pero ya, enseguida, el mes que viene, y jurando en falso, claro… Y me pregunto qué habrá pasado conmigo, con el joven revolucionario que fui, con la vida justa que perseguí, con los atroces deseos de enamorarme de una mujer admirable que me han traído hasta donde estoy, eso me pregunto, y me contesto que no ha pasado nada en realidad, sólo la vida, y después me da mucha pena de mí mismo, pero eso es lo que me espera.
—N–no —intervine, tan indignada por su repentina mansedumbre que hasta se me olvidó la mía—. ¿Por qué?
—Porque soy un hombre insignificante, Marisa —levantó la cabeza para mirarme y creí notar un barniz líquido en sus ojos—, un pobre hombre, y no tengo suerte, los hombres como yo no tienen suerte y acaban pagando por follar, y punto.
—Eso n–no es verdad. Eres un hombre muy inteligente, muy brilla–ante en tu trabajo, eres encantador, divertido, leal… Hay mucha gente que te quiere.
—Sí —sonrió—. Eso no lo niego. Pero es igual que en la facultad, ¿te acuerdas? Muy mono, tan gordito, con las gafitas, muy listo… ¿Y qué? —no supe qué responderle, él se conocía mejor que yo—. Sin embargo, en una cosa tienes razón… Vamos, tómate otra copa y te abriré el rincón más podrido de mi alma.
Mi curiosidad, contaminada ya de sentimientos muy distintos, no tuvo que prolongarse más allá de la breve visita del camarero.
—La verdad es que a veces he pensado que la verdadera putada es haber llegado a esta edad en estas circunstancias. Sé que es muy mezquino decir esto, como muy miserable, lo sé, pero si yo hubiera aguantado soltero diez años más, pongamos, o hasta menos, hasta los treinta por ejemplo… Pues ahora seria un pedazo de partido, ésa es la verdad, porque las tías, en serio, Marisa, es que las tías sois la hostia… Quiero decir que yo siempre me he relacionado con mujeres que estaban en mis
mismas condiciones, la misma edad, una trayectoria parecida, todo eso. Y ahí nunca he tenido nada que hacer, porque no podía competir con ninguno de los hombres que estaban a mi alrededor, pero si yo ahora estuviera soltero… Hay un montón de tías de veinte años dispuestas a perdonar cualquier talla especial, cualquier perímetro de barriga, cualquier mogollón de dioptrías, por una nómina como la mía, ésa es la verdad, lo siento mucho. Y serán despreciables, no te digo que no, pero también son manejables. Y cómodas. Y hacen lo que uno dice. Y están buenísimas.
—Eso es a–asqueroso… —protesté, sin demasiada convicción, tal vez simplemente porque supuse que me tocaba protestar, aunque sabía de sobra, y desde mucho antes de aquella tarde, que Flora era un pedazo de bruja, una arpía capaz de machacar a su marido hasta disolver, de puro exiguo, el último vestigio de su persona.