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Celebré con una carcajada la enésima versión de aquella profecía en la que Ramón solía resumir su peor estado de ánimo, quizás porque el compromiso de no abreviar nunca el hermoso nombre de su hija Isabel fue la primera promesa que Flora traicionó, tan precoz como insensiblemente. Luego me pregunté qué pasaría a continuación. Llevaba cerca de media hora invirtiendo menos de la mitad de mi atención en aquel monólogo, mientras me dedicaba en silencio, y con mucho más interés, a descifrar el verdadero sentido de aquel mensaje, el propósito real de una inaudita explosión de sinceridad que no parecía justificarse en sí misma. No me había atrevido a llegar a ninguna conclusión cuando Ramón levantó el brazo para pedir la cuenta, y aunque me apresuré a iniciar el reglamentario trámite de protesta, no me dejó terminar.
—Ni hablar —dijo, poniendo un billete en la mano del camarero—, yo te invito. Pues no faltaría más, encima de que llevas toda la tarde aguantándome…
En ese momento anticipé con una meticulosa precisión el final de aquel episodio, y antes de que Ramón se levantara, ya sabía que lo haría, y que yo le seguiría hasta la puerta, y que allí nos separaríamos con dos besos y algún otro gesto cariñoso y capaz de garantizar mi lealtad, la de quienes están dispuestos a ser parciales por encima de todo. Le vi marcharse en un taxi, y aunque estaba todavía muy lejos de casa —Santísima Trinidad, entre Viriato y García de Paredes—, decidí seguir andando. Una hora larga después, cuando por fin pude descalzarme y tirarme en el sofá, todavía no era capaz de precisar cómo me sentía, aunque tenía frío por dentro. Si los sentimientos pudieran expresarse en grados térmicos, el clima de mi cuerpo habría sucumbido a un súbito e inexplicable enfriamiento, una repentina era glacial sin otro nombre específico, que no podía resumirse en despecho, ni en decepción, ni en sorpresa, ni en ridículo. A lo largo del discurso de Ramón, algunos fragmentos concretos me habían sugerido que tal vez, después de todo, sólo estuviera creando una situación propicia para terminar metiéndose en mi cama, y al principio ni yo misma me lo podía creer. Luego, forzándome a considerar lo asombroso, no había sido capaz de decidirme entre la certeza de que todo resultaría un desastre, y la pura y simple tentación de follar, que se agigantaba por minutos. Al final, cuando comprendí que podría haberme ahorrado todos mis cálculos, no sentí ni alivio ni decepción, sólo frío, el odioso tacto de un moho helado que me recubría por entero. Yo le debía a Ramón uno de los progresos más importantes de mi vida, y él me debía a mí muchas horas de trabajo desesperado, un montón de gritos de aliento y hasta un par de intuiciones geniales. Nos habíamos elegido mutuamente, y nos compenetrábamos tan bien que las máquinas debían de pensar que éramos una sola persona con dos cuerpos. Y nos queríamos mucho. Tal vez, él fuera la persona que más me quería en aquel momento, y yo también le quería a él, pero jamás me había parado a pensar en Ramón como posible amante. No me gustaba nada y no me
habría gustado acostarme con él, por eso nunca habría aceptado ninguna de sus ofertas, pero había cogido un taxi y se había largado sin llegar a saberlo.
No me había dado la oportunidad de rechazarle con la sonrisa cómplice de una hermana íntima, y la sangre se me había congelado en aquel trance.
El vestido era rojo, y me tropecé con él aquella misma tarde, casi por azar. No tenía ganas de mirar escaparates, pero aquél estaba en una esquina y me asaltó sin pedir permiso. Entonces, plantada en una acera de la calle Goya, empecé a pensármelo. Me había prometido a mí misma muchas veces no volver a las andadas, pero la imagen de Ramón, bailando solo mientras celebraba que le hubieran abandonado para siempre, se negaba a salir de mi memoria, y pasaban los días, y las semanas, pero mi cuerpo no acababa de recuperar el calor. Casi dos meses después me atreví por fin a entrar en aquella tienda y lo encontré en el mismo sitio, como si llevara toda la vida esperándome. Cuando por fin me atreví a salir a la calle con él, ya había reunido todos los complementos necesarios para sacarle el máximo partido, zapatos negros de salón, bolso a juego, un prendedor de raso rojo para el pelo, un nuevo nombre, un marido inventado, unos hijos encantadores, y hasta una muchacha interna, toda una estupenda historia personal que contar a la primera persona que se acercara a la barra del bar donde pedí el primer whisky de la noche.
Sólo se me olvidaron las agujetas. Una semana antes, cuando anuncié a bombo y platillo que había vuelto a apuntarme en el gimnasio, salí de casa con el equipo completo, malla, sudadera, calentadores, zapatillas blancas con una goma encima del empeine y hasta dos pares de calcetines limpios, todo dentro de un saco de lona que vacié meticulosamente en el cesto de la ropa sucia a la mañana siguiente, mientras terminaba de contarle a Martín cómo había ido la cena. Pero las agujetas se me olvidaron. No acerté a quejarme del menor dolor muscular ni una sola vez en toda la semana, y él se dio cuenta, y me felicitó el jueves siguiente, cuando le avisé de que llegaría tarde, qué bien, ¿no?, parece que estás en forma… Me sentó tan mal haberle mentido desde el principio, me sentí tan tonta por no saber qué decir, que en aquel momento ni siquiera se me ocurrió que su comentario pudiera envolver una segunda intención. Eso empecé a sospecharlo luego, en el trabajo, y aunque en teoría, esa misteriosa teoría que nunca he terminado de comprender muy bien, debería haber celebrado la hipótesis de que Martín sospechara algo turbio en las tardes de mis jueves, en la práctica me vine abajo. Creo que ella lo adivinó apenas me tuvo delante, pero no me dijo nada. Salí del paso largándole el discurso más sofisticado e intimidatorio que pude improvisar, un recurso de distracción que llegué a explotar, semana a semana, hasta su agotamiento, aunque me daba cuenta de que arrastrarme hasta allí cada jueves para enhebrar una docena de obviedades ante una desconocida a la que mi vida le traía básicamente sin cuidado resultaba un método espléndido para hacerme sentir todavía más tonta. Evitaba pensar en aquellas sesiones desde el mismo momento en que salía por la puerta hasta el preciso instante en que la atravesaba de nuevo pero, de todas formas, llegó un día en el que creí haber traspasado ya la primera frontera de la imbecilidad, y me obligué a calcular fríamente antes de adoptar una solución definitiva. Abandonar el análisis en este estado no me reportará ningún beneficio, me dije, así que lo más sensato será tomárselo en serio. Y sin embargo, después de admitirlo, no fui capaz de encontrar una fórmula eficaz para empezar. Quizás ella también lo adivinó esta vez, o quizás, simplemente, mi silencio llegó a pesar en el aire.
—Bueno —dijo, cuando encendí el segundo pitillo consecutivo, después de cinco minutos largos de silencio, los ojos bajos, fijos en la alfombra—, ¿no tiene ganas de hablar?
—No —contesté—. La verdad es que no muchas…
Dejó pasar algunos segundos antes de insistir en un acento ambiguo, dulce pero firme, o tal vez al contrario, más tranquilizador que estimulante en cualquier caso.
—Ya sé que no le gusta que le haga preguntas muy concretas, pero podría sugerirle por dónde empezar.
Medité rápidamente aquella oferta. No tenía ganas de hablar, pero sí un poco de curiosidad por su elección, el hilo que escogería para tirarme de la lengua.
—Está bien —accedí al final—. Reparta cartas.
—Hábleme de usted en la universidad.
—¿Por qué?—había logrado sorprenderme de verdad.
—El día que nos conocimos, me dijo que aquellos años se le escapaban.
Vino aquella mañana con una camisa roja y el mejor aire de agitador que yo haya visto jamás… Llegué a construir esta frase en mi cabeza, pero mis labios no se decidieron a pronunciarla. No estaba muy segura de querer hablar de aquella época, por más que encerrara el origen de algunas de las mejores cosas de mi vida. Por eso elegí la entrada más oblicua para regresar a aquel tramo del pasado.
—Estudié Letras, por supuesto, concretamente Filosofía. Suponía que todo el mundo esperaba que escogiera algo así, y eso hice, más o menos… Ya sé que no parece una declaración muy inteligente, pero es la verdad. Cuando empecé el bachiller superior, en casa dieron por sentado que
haría Letras. Las Ciencias también me gustaban, sobre todo las Naturales, aunque en Matemáticas me perdía un poco. Recuerdo aquella época como una inmensa confusión. Fui una estudiante discreta, ¿sabe?, o a lo mejor sería más justo decir que fui buena, pero nunca brillante, no sé si me entiende… Yo aprobaba, pero muchas veces no acababa de adivinar por qué, no tenía conciencia de poseer de verdad los conocimientos… la capacidad que mis notas garantizaban. Y cuando suspendía, tampoco comprendía muy bien qué había pasado. El dibujo era una tortura para mí. Creo que sólo por perderlo de vista me afilié al criterio de mi madre, que repetía a cada paso que Filosofía y Letras era una carrera estupenda para una chica. De pequeña era muy dócil, me temo que la docilidad es un rasgo innato en mi carácter. He tenido que aprender a combatirla sin piedad, porque sé que existen pocos genes más peligrosos…
Hice una pausa para mirarla pero, de puro inexpresivo, su rostro permaneció esta vez tan mudo como si hubiera decidido negárselo a mis ojos, y me arriesgué a ser conscientemente sincera, por primera vez.
—Mi madre cambió de religión, cambió de ideología, y hasta de piel, para convertirse en la mujer de mi padre y adorarle sólo a él. Hasta donde yo recuerdo, su docilidad se asomaba al mismísimo borde de la tontería, pero si me hubiera atrevido a decir esto alguna vez en voz alta, nadie habría estado de acuerdo conmigo. Para los demás, mi padre el primero, mi madre ha sido siempre una diosa. Bella, perfecta, misteriosa… Admirable como una estatua. Y silenciosa como el mármol, también, porque no solía opinar en público. Supongo que no tendría gran cosa que decir pero, no sé por qué, la gente interpretaba su permanente ausencia como una muestra más de su ilimitada capacidad de seducción, otra contraseña de un carácter fascinante. No se equivocaba nunca, claro, nunca fallaba, porque sólo intervenía en el preciso segmento de las conversaciones donde su ingenio podía brillar sin ningún riesgo. Estaba específicamente dotada para ironizar acerca de los demás, interpretar maliciosamente cualquier comentario, sugerir el mejor mote, hacer juegos de palabras… Todavía es su gran especialidad. Los dioses, ya se sabe, son crueles, nadie debe reprocharles su naturaleza. Y en definitiva, este rasgo de brillantez estaba al servicio de mi padre tanto al menos como la elegancia de su vestuario o la impecable organización de las fiestas al aire libre que celebraban en verano, en la casa de la playa. Él la había fabricado, y ella parecía feliz en aquel vestido que no acababa de ceñirla del todo, o por lo menos, eso pensaba yo, porque yo conocía también en ella misma a otra mujer que seguramente ninguno de sus adoradores se habría atrevido a sospechar que existiera. Hasta que la decepcioné, y perdió cierta clase de interés en mí para ganar a la vez un determinado tipo de confianza, mi madre me inculcó una educación muy parecida a la que había recibido de su propia madre, una rigidez que no aplicó ni remotamente a mis hermanos varones, aunque ellos también tuvieron ocasiones suficientes para reconocer la silueta del embudo que gobernaba nuestras vidas…
Me detuve un instante, como si necesitara esforzarme para recuperar el eco de aquel discurso, algo así como la banda sonora de mi infancia, acabarás pareciéndote a mí, ya lo verás, no te preocupes por tu nariz, pero ¿qué dices?, si tus piernas no van a ser siempre así de huesudas, un buen día empezarás a cambiar y en seis meses no te reconocerás a ti misma, en serio, ya lo verás… Eso decía ella, pero yo no acababa de ver nada, y a los doce años parecía un ave zancuda, y a los trece igual, y a los catorce por fin engordé un poco pero la silueta de mis piernas no mejoró, y yo la miraba, la admiraba, como todos, tan equilibrada, tan hermosa, tan redonda donde tenía que ser redonda, tan estrecha donde tenía que ser estrecha, los huesos y la carne alternándose sobre su cuerpo en la proporción más feliz, cifras de una armonía casi musical, melodiosamente despiadada. Yo quería ser como ella, necesitaba ser como ella para entrar en sus cálculos, para llegar hasta la línea que había trazado en mi vida, para complacerla, la había escuchado muchas veces y conocía sus planes, el fracasado proyecto de mi inminente divinización. Yo había nacido para asegurar su memoria, para ascender a su trono, para aligerar sus hombros poco a poco del peso de tanta belleza, pero Naturaleza no dio de sí, y todas sus profecías naufragaron. Entonces comprendió que yo nunca sería competencia para ella, y esa certeza debió de endulzar el mal gusto de la derrota. Nunca volvió
a ocuparse de mí como antes.
—A mi madre le molestaba mucho que su única hija fuera fea, sobre todo porque los varones habían salido muy guapos. Ella había calculado más bien lo contrario y nunca ha sido buena perdedora, así que, después de resignarse a brillar en solitario, me dejó bastante tranquila, ésa es la verdad. Se lo agradecí mucho, no crea, pero mi gratitud habría llegado mucho más lejos si no hubiera tenido la impresión de que, en ciertas ocasiones, mi presencia llegaba incluso a desagradarla… —me advertí a mí misma que seguramente no me iba a gustar la cara, una mueca que sospeché más recelosa que escéptica, con la que una inter–locutora tan discreta recibiría sin duda este último comentario, y me anticipé a cualquier reacción sin pararme a comprobar el grado de acierto de mis conjeturas—. No, no me mire así, por favor, no me he vuelto más loca de repente, se lo digo en serio. Lo que quiero decir es… —marqué una pausa destinada a encontrar algún argumento contundente, mientras comprobaba que su rostro seguía siendo tan monótono como el más asiático de los desiertos—. Por ejemplo, a mi madre no le gustaba que yo interviniera en su vida social. Fiestas, cócteles, ¿comprende? Ella interpretaba mi físico como un defecto suyo, y no estaba acostumbrada a que nadie le señalara un defecto. A las bodas no le quedaba más remedio que llevarme, pero en general evitaba exhibirme, yo creo que hasta prefería que no nos vieran juntas… Hablo en presente porque todas estas cosas las he comprendido muchos años después de que ocurrieran, cuando era ya una mujer hecha y derecha. En aquella época, sólo me daba cuenta de algunos detalles sueltos, como que tardaba muchísimo menos tiempo que antes en comprarme ropa, o que de repente me resultaba muy fácil conseguir permiso para irme a dormir a casa de una amiga cuando venía gente a cenar, y creía que todo esto no eran más que ventajas de la edad, que me estaba haciendo mayor y mi familia lo reconocía, simplemente, no sé, en aquella época yo no entendía nada, nunca entendía nada, de ninguna cosa, la perplejidad era mi estado natural, me sentía como si el azar gobernara completamente mi vida, como si cada alabanza y cada castigo fueran fruto de un sorteo en el que todo el mundo llevara papeletas, todo el mundo menos yo, así que cuando venía algo bueno, lo cogía y no me hacía preguntas. Total, nunca era capaz de contestármelas…
Me atreví a mirarla de frente, por fin, y no me pareció más, ni menos relajada que antes. Seguramente, ella adora a su madre, me dije, y por eso disimula… Llevaba tantos años pensando en mí como en un pequeño monstruo insensible y desagradecido, que casi me ofendió que encajara mi abominable confesión con la indiferencia habitual. Jamás me había atrevido a contarle a nadie, aparte de Martín, que mi madre había dejado de quererme por ser fea, semejante fracaso. Daba por descontado que nadie lo creería, que cualquier persona normal se pondría automáticamente del lado de mi madre, y en contra mía. La analista, en cambio, se había mantenido estrictamente neutral, y eso, teniendo en cuenta la universal convención sobre la santa infalibilidad de las madres, la ponía casi de mi parte. Lo más gracioso es que era precisamente ese detalle lo que me molestaba, tanto como si a la salida fueran a entregarme un certificado por haber vivido más de veinte años sintiéndome culpable sin necesidad.
—No importa —continué, como si esa simple frase fuera capaz de disolver cualquier confusión—. No me habría gustado ser la segunda edición de mi madre ni siquiera si hubiera valido para eso. El caso es que ella perdió interés y eso nos acercó, más que separarnos, porque acortó la diferencia entre la vida que teóricamente me correspondía y la educación que recibía en la práctica. Supongo que no me estoy explicando muy bien, pero es difícil… Verá, la imagen del mundo que yo manejaba cuando era una niña se puede comparar, más o menos, con un juego de muñecas rusas. La más grande representaba al exterior, España, Madrid, la dictadura, un país gris, duro, injusto, que había hecho sufrir a los nuestros y que nos amenazaba con asfixiar el porvenir. Luego, hacia dentro, existía otra realidad exterior mucho más restringida y muy distinta, otra España, otro Madrid, el Partido, el colegio, los amigos de mis padres, risas, lágrimas, desesperanza, diversión y juegos de palabras, conversaciones fabricadas con conceptos como resistencia, oposición, clandestinidad, y desde luego, progreso, justicia, futuro, siempre futuro. Dentro de esta muñeca cabía otra muy
parecida, un nivel sin embargo privado, interior, mi propia casa, una ciudad de colores en la que cada uno podía decir lo que quisiera, y leer lo que quisiera, y creer en lo que quisiera, como náufragos felices y bien alimentados en una isla propulsada en la dirección correcta por algún motor oculto. Y hasta aquí todo va bien, todo es lógico, razonable, hasta envidiable si se compara con lo que era habitual en otras casas, en otras vidas de chicas de mi edad, eso lo reconozco, pero el problema es que existía una cuarta muñeca, ¿sabe?, una muñeca íntima, pequeña y secreta, la mascota de una mujer que no se acababa de creer la vida que llevaba, las cosas que decía, las ideas que defendía. Mi madre no me enseñó a rezar por las noches, pero me obligaba a meterme en la cama con el pijama completo en pleno agosto, y a dormir la siesta aunque no tuviera sueño, y a comer repollo aguantándome las arcadas, y su jurisdicción desbordaba los códigos de una disciplina saludable para adentrarse en terrenos más turbios, pantanos definitivamente tenebrosos, incluso… Es sólo curiosidad, solía disculparse antes de atacar, y así acababa controlando a las familias de nuestros amigos del colegio, sabía a qué se dedicaban sus padres, cuántas casas tenían y todo eso… Jamás me dio una carta sin mirar antes el remite, y no toleraba que echara el pestillo cuando estaba sola en mi cuarto, ya sabe… En casa celebrábamos el primero de mayo, aunque no fuera fiesta, con una comida especial y brindis en los postres, pero las muchachas, y teníamos dos, miraban a mi madre con ojos humillados, enturbiados por unas gotas de pánico reverencial que ahora no me extrañan, la verdad, porque ninguna duraba mucho… Era el tipo de mujer que mueve los sillones para ver si hay pelusas debajo, llegaba a hacerse odiosa de puro exigente, en fin… Y mi padre era todavía peor. Él había arrastrado a su mujer a su propio terreno, la había bautizado en una fe que profesaba de corazón, había engendrado en ella hijos para una vida nueva, hombres y mujeres libres, fuertes, justos… No me estoy inventando nada, no crea, en cuanto que se tomaba un par de copas improvisaba un discurso de este estilo en el centro del salón, y yo le miraba arrobada, atontada más bien, porque le quería muchísimo y le admiraba mucho más, y sin embargo ahora sé que él era peor, porque él conocía todas las argucias de mi madre, asistía a todas las escenas, contemplaba cada arbitrariedad, cada ñoñería, cada prejuicio y sus consecuencias, y lo único que se le ocurría era abrazarla por detrás en plena bronca o darle un azote en el culo para que terminara antes, contestando que estaba absolutamente de acuerdo con ella en absolutamente todos los aspectos de la cuestión, si alguien perdía el tiempo en preguntarle. A mi padre sólo le interesaban dos cosas, el Partido y tocarle el culo a mi madre, así que sus hijos, los elegidos para el futuro, vivíamos en una pura contradicción, muy maquillada, eso sí, con los colores de la verdad, la justicia y el progreso.
—Es usted cruel…
No esperaba ese comentario, y concentré en su rostro toda mi atención. Ella me devolvió una mirada equilibrada, que situé sin embargo más cerca de la ironía que de cualquier motivo de censura y que, a pesar de eso, me propuse disipar lo antes posible.
—No, de verdad, no he querido darle esa impresión. Yo creo en la Verdad, con mayúscula, y creo en la Justicia y en el Progreso, con iniciales igual de grandes. Creo en la República, que le costó la vida a mis abuelos, y creo en el Futuro, por el que se la jugó el resto de mi familia, por eso es muy importante para mí que no me interprete mal… Ya sé que mi caso ha sido mucho más frecuente en la otra España, conozco mucha gente a la que se le cayó encima exactamente la otra mitad del mundo, adolescentes paralizados por el estupor que descubrieron de golpe que su padre iba de putas, por ejemplo, o que su madre bebía por las mañanas, y jamás lograron recuperar ni un ápice de su antiguo fervor de cruzados contemporáneos. Pero a mí no me ha pasado nada parecido, porque la fe de mis mayores aguanta el tirón, no lo dude. El mundo me da la razón todos los días, aunque mis ojos ya no puedan mirarlo con inocencia.
Vino aquella mañana con una camisa roja y el mejor aire de agitador que yo haya visto en mi vida, recordé… Él me convenció. Él, quinto hijo de un general de aviación y de la reina de las Fiestas de Navacerrada 1945, antiguo alumno destacado de los padres escolapios, «hijo de María» hasta los trece o los catorce años, seguidor y acompañante de un cura obrero que hacía su
apostolado en los suburbios, militante comunista después, líder estudiantil en Derecho y, casi desde entonces, amor de mi vida.
Nunca había oído a nadie hablar así, y eso que no me perdía una asamblea. La principal consigna de la organización a la que me afilié poco después de desembarcar en la universidad, todavía en primero —un diminuto grupúsculo de extrema izquierda que se acababa de escindir de un grupito sólo ligeramente más consistente, miembro a su vez de una federación de partidos marxistas–leninistas–revolucionarios cuyo principal argumento ideológico se resumía en enfrentarse al PCE, denunciando tanto sus turbios contactos con la burguesía liberal en el exilio como la repugnante infección revisionista a la que sucumbía por momentos su doctrina—, ordenaba precisamente eso, la asistencia masiva a todos los actos, asambleas, reuniones, conciertos o debates que pudieran celebrarse en cualquier lugar, con cualquier motivo, a cualquier hora y de cualquier manera. Éramos tan pocos, en Filosofía sólo diecinueve, que se nos tenía que ver como fuera. También se nos oía, pero aquella mañana, en el paraninfo de mi propia facultad, ante el mismo estrada desde el que estaba harta de escuchar a toda una generación de llorones de pana, barba y gafas de concha, idénticas sus voces sacerdotales, arrítmicas, pesadísimas, calcados unos de otros como torpes secuencias de un clon atroz del que también yo misma provenía, enmudecí escuchándole a él, a pesar de que era ya una alumna de segundo, con cierta experiencia y un prestigio de agitadora tan consolidado que mi ex novio y superior jerárquico, Teófilo Parera, alias Teo el gordo, había previsto reventar el acto según un método de mi propia creación. Cuando el orador principal aludiera por sexta vez a «la clase obrera», yo me levantaría de un brinco para increparle en voz alta y clara. «¡Eh! Tú, a ver… ¿A que no sabes cuánto cuesta una barra de pan?» Nunca lo sabían, y eso hacía un efecto horroroso, claro, porque mis dieciocho compañeros empezaban a chillar, todos a la vez, ¿cómo se atreven éstos a hablar en nombre del Pueblo?, ¡ qué escándalo!, ¿hasta cuándo toleraremos a tanto farsante?, y aquello ya no había quien lo levantara. Lo habíamos probado antes, siempre fuera de la universidad excepto una vez, en una asamblea de Físicas, y había funcionado muy bien. Yo me mantenía rigurosamente al tanto del precio del pan, de las patatas, y hasta de los huevos, por si el enemigo se me revolvía, aunque hasta entonces todos se habían quedado tan anonadados que ninguno fue capaz de reaccionar. Él, seguro, me habría fulminado, pero su presencia me estremeció de tal manera que me habría dejado morir, antes que atacarle.
Llevaba una camisa roja de manga larga, vaqueros, y unos zapatos enormes, de piel castaña, con cordones muy gordos, como las botas que suelen calzar los niños pequeños en mañanas de lluvia. Habló de pie, en el centro del estrado, renunciando al atril lateral tras el que solían refugiarse los demás, y no traía papeles, no sostenía un micrófono, nada entre las manos, ninguna trampa, ningún truco, sólo una voz magnética, certera, honda, y las palabras de siempre, Justicia, Progreso, Futuro, sonando a verdad, a la Verdad incontaminada, pura, que derriba castillos y levanta a los parias de la Tierra, sus puños se cerraban en el aire al borde de dos brazos tensos, poderosos, sinceros, y el flequillo oscuro, lacio, tachaba su frente como si pretendiera subrayar cada silaba, cada acento, cada frase, y yo temblaba por dentro al escucharle y no pensaba, vigilaba la sombra de su nuez, el nervio de las venas de su cuello, y sólo deseaba que siguiera hablando, que no se callase nunca, porque habría podido vivir de aquellas palabras, alimentarme de él, de su voz, de su ira, de sus gestos, hasta el día de mi muerte. Aquélla fue la primera, la única experiencia religiosa de mi vida. La jovencita recogida, silenciosa y humilde, que dudaba de todo al salir del paraninfo, aquella mañana, no tenía mucho que ver con la aprendiz de cínica, una chica chillona, ilimitadamente arrogante, que había entrado por la misma puerta un par de horas antes. Las huellas no se han borrado jamás.
—De hecho —proseguí, con la sonrisa boba, incontrolable, que se apodera de mi cara siempre que logro recuperar aquella mañana de grandes revelaciones—, si estuve a punto de salirme de cuadro fue, precisamente, por el otro lado. En la universidad me afilié a un grupo de extrema izquierda, una organización tan mínima, la verdad, que apenas nos atrevíamos a llamarla partido. Para mí era suficiente, sin embargo. Yo sólo quería apuntillar mi docilidad, demostrar que me desmarcaba del modelo paterno, instalarme en un terreno más limpio, más coherente, más puro.
Bueno, ya se lo puede imaginar, éramos peligrosísimos… —sonreí, y ella me siguió, y me propuse avanzar un poco más a través de aquella historia dorada y dulce, crujiente y luminosa, días que habitan en la esquina más feliz de mi memoria—. Entonces conocí a Martín, mi marido. Estábamos en las posiciones más opuestas, porque él era un pecero convencido, ¿sabe?, no uno de esos imbéciles que se consagraban ciegamente, atados de pies y manos, a la adoración perpetua del secretario general, pero sí un hombre firme, hasta muy crítico a veces, pero leal. En fin, ahora todo esto suena un poco a chiste, pero en aquella época, 1973, los matices eran importantes, no crea…
—¿Y usted? —me había quedado colgada del todo, y el sonido de su voz me sobresaltó. Tuve que meditar un par de segundos antes de dar con el sentido exacto de su pregunta.
—¿Yo? Bueno… Yo era una mala bestia —se echó a reír como si pretendiera ponerse a mi altura, igualar el tono alegre, festivo, que impregnaba mi voz por primera vez desde que hablaba para ella—. No, no se ría, por favor, se lo digo en serio… La verdad es que no encontré otra manera de destacar. Al principio me sentía bastante perdida, ¿sabe?, y aquella sensación era habitual para mí, pero de todas formas… Ninguno de mis compañeros del colegio hizo Filosofía. Yo no conocía a nadie, y por puro instinto me acerqué al grupo de las Juventudes Comunistas. Entonces, casi enseguida, descubrí en mí misma un recurso natural ilimitado que empecé a explotar inmediatamente. Mi apellido paterno y, más que eso, el nombre de la editorial, la tradición de mi familia, me hicieron muy popular. ¡Tiene un dibujo dedicado de Picasso en el salón de su casa!, cuchicheaban a mis espaldas. Yo les oía y apenas me lo podía creer, todo aquello me parecía una inmensa tontería pero, por una vez, la gente me miraba, me escuchaba, se comportaba como si necesitara mi opinión. Yo estaba encantada de que por fin alguien me hiciera caso, aunque no dispuesta, de ninguna manera, a convertirme en portavoz de la ortodoxia familiar, que por supuesto, y como es natural, me parecía caduca, herrumbrosa, inservible. En aquella época, la Historia, con mayúscula, ya sabe, ordenaba que todos los hijos se situaran a la izquierda de sus padres, y a mí no me quedaba mucho margen, así que no esperé más de un trimestre para convertirme en la activista más intransigente, más radical, más rigurosa y también más insoportable, supongo, de toda la facultad. Hasta que una mañana, en una asamblea, me enamoré de repente, sin remedio, de uno de los oradores, un delegado de Derecho con toda la pinta de ser hijo de una buena familia del Régimen, un líder natural, ¿sabe?, no un impostor, como yo, sino un gigante auténtico. Bueno, al menos, eso fue lo que me pareció. Y me quedé hecha polvo, de verdad, es que no se lo puede imaginar siquiera…
No llegué hasta el final, no quise revelar el último detalle, el único dato ciertamente inimaginable, el secreto más oscuro. Eso sólo se lo he contado a Martín, y su respuesta al principio me descolocó. ¡Qué atrocidad!, eso me dijo, es brutal, ¿no? Y, en el fondo, igual de… anormal, igual de perverso, que los efectos de la educación católica más reaccionaria, no sé… Estábamos acurrucados en la esquina de una inmensa cama de hotel, en Bolonia, capital de la Emilia–Romagna y del poder comunista italiano, cinco años después de aquel primer discurso. Amanecía, y él se había despertado primero. Ensayando una táctica que acabaría convirtiéndose en costumbre, me habló al oído, me besó, me acarició y me zarandeó suavemente hasta que desperté sin llegar a sospechar siquiera que él hubiera tenido algo que ver con el prematuro principio de aquel día. Al abrir los ojos, lo primero que vi fueron los suyos, abiertos, muy cerca. La luz que atravesaba las rendijas de una persiana mal ajustada era blanca, fría, como la que sostiene el cielo débil de algunos sueños, y tal vez yo necesitaba precisamente aquel brillo afilado, el principio de irrealidad que flotaba en el aire de esa hora dudosa, un grisáceo camino de claridad abierto en tiempo de nadie, para atreverme a comprender qué había ocurrido, qué golpe de qué viento caprichoso había torcido el junco del azar a mi favor, qué espíritu oscuro y magnánimo se había apiadado de mí por fin. Por fin.
Después de aquella mañana y durante un año y medio, el tiempo que le faltaba para acabar la carrera, le seguí el rastro como un sabueso torpe, más incapaz aún, más lento y viejo tras el peor de
los comienzos. No estaba segura de ir a encontrármelo sentado a aquella mesa, pero desde luego sabía que existían muchas posibilidades de que acudiera a la reunión, sobre todo porque la habían convocado ellos, y si insistí hasta quedarme afónica en formar parte de la delegación que iba a discutir un posible «proyecto de acción conjunta de todas las fuerzas de izquierda en la universidad», si, a despecho de mis más arraigadas convicciones morales, me acerqué a mi ex novio y hasta le dejé babearme un poco para sugerirle que tal vez estaba pensando que me había equivocado al romper con él, si llegué incluso a insinuárselo con medias palabras hasta que por fin me seleccionó como una de sus acompañantes, fue solamente por eso, porque me moría de ganas de volver a verle, Y sin embargo, cuando lo tuve delante me vine abajo, y luego lo hice todo mal, pero todo, muy mal, fatal. Yo sólo quería impresionarle, llamar su atención, hacerme admirar, y en la primera oportunidad, el primer turno de palabra, desplegué ante sus ojos toda mi artillería pesada, afirmaciones tan arrolladoras como las orugas de una hilera de tanques, tan irritantes corno un chubasco de gases nerviosos, tan resplandecientes como un castillo de baterías antiaéreas. Hablé durante más de veinte minutos, y sólo cuando volví a sentarme, leí en las sombras que cubrían las caras de sus compañeros que, a pesar de la pureza, del vigor, de la rigurosa ortodoxia marxista que yacía, como un poso amargo, pero indudable, en el fondo de mis argumentos, lo único que ellos estaban dispuestos a interpretar era que yo había invertido más de veinte minutos en insultarles. Nunca en toda mi vida, he vuelto a sentirme tan imbécil como entonces mientras el gordo me cubría de besos, brincando de entusiasmo ante una precarísima victoria a los puntos. Sin embargo, eso no fue lo peor. Por encima de la euforia de los míos, muy lejos del desánimo y la indignación de los suyos, al margen del profundo estupor de los neutrales, él me dirigió media sonrisa indescifrable mientras levantaba la mano para pedir la palabra, y cuando abrió la boca creí distinguir un brillo perverso sobre el barniz de sus colmillos. Me va a destrozar, me advertí a mí misma, y acerté, porque me destrozó en cuatro palabras. Diletante, me llamó, y joven heredera insatisfecha—grandes carcajadas del sector masculino de todas las tendencias, incluida la mía—, portavoz del radicalismo irresponsable que ha inspirado las más sorprendentes connivencias con el fascismo, y turista de la política. Así terminó, y eso fue lo que peor me sentó. Cuando empecé a chillar que ya habíamos tenido bastante del discurso más rancio del machismo más rancio, alguien, nunca supe quién, me recomendó a gritos que me fuera a las rebajas de la calle Serrano y les dejara trabajar en paz, y entonces le miré de frente por primera vez y vi cómo se reía a carcajadas, cómo se reía de mí a carcajadas, y me entraron unas ganas tan tremendas de llorar que tuve que levantarme a toda prisa y salir corriendo, y no paré hasta que conseguí volver a casa, encerrarme con llave en mi cuarto, tirarme boca abajo en la cama, y hartarme de beber mis propias lágrimas.
Desde aquel día, sólo me atreví a seguirle a distancia. Averigüé su dirección, perseguí su número por las guías de teléfonos, me enteré de cuántos hermanos tenía, a qué se dedicaba su padre, cómo se llamaba su madre, quiénes eran sus mejores amigos… Empecé a aparcar alrededor de su facultad, me aficioné a desayunar allí, y no en la mía, y algunos días ni siquiera volvía después a clase. Malgasté horas enteras dando vueltas por el hall, al acecho de cualquier timbre, cualquier señal, haciendo tiempo o deshaciéndolo, sólo para verle, y mientras tanto, rogaba sin cesar al cielo —ese cielo incoloro, inconcreto, un tanto escaso, de quienes no aprendimos a rezar de pequeños— que no consintiera que mis ojos se encontraran con los suyos. Una sola vez perdí, o gané aquella apuesta. Él me vio, y me sonrió, cuando la avalancha de las dos en punto le empujaba a través de la puerta de salida, y si hubiera corrido, quizás habría podido encontrarlo fuera, pero me quedé dentro, absolutamente quieta, adherida al suelo como si alguien hubiera clavado allí mis pies con un centenar de agujas certeras y finísimas.
Todo me dolía, todo me dolió hasta que le perdí de vista. En la primavera de 1975, cuando la muerte velaba ya cada noche la cama de Francisco Franco, Martín Gutiérrez Treviso se licenció en Derecho para amenazarme con morir para siempre en mi vida. Dos años después, yo misma terminé la carrera, empecé a trabajar en la editorial de mi familia, me alejé sin pesar de la universidad y supongo que le olvidé, si el olvido consiste en dejar de pensar en algo a todas horas, pero su
recuerdo me seguía doliendo, y aunque la verdad era que no le conocía, que nunca había llegado a conocerle en realidad, también era verdad que no podía evitar la imagen de su rostro, de su cuerpo, aquella camisa roja, aquellos zapatos castaños, con cordones muy gordos, superponiéndose automáticamente, por encima de mi voluntad, a las camisas y a los zapatos, al rostro y al cuerpo de todos los hombres que conocía, de los que veía por la calle, de los que trabajaban a mi lado, de los que existían, simplemente, en cualquier rincón del mundo. No esperaba volver a verle jamás, pero tampoco, por mucho que me lo propusiera, logré nunca extirparme la fantasía de un encuentro casual, extremadamente azaroso, un purísimo capricho del destino, y a veces, por las noches, me metía en la cama antes de llegar a tener sueño para inventarme a solas la historia de aquel amor improbable, y me quedaba dormida mientras definía minuciosamente los detalles más nimios, el tacto de sus manos, el vocabulario que escogería para sostener una conversación de cama, la plácida indolencia que aflojaría sus hombros un instante después de separarse de la mujer a la que estuviera amando en aquel instante, recursos a los que acudía mi terca imaginación para asediar sin tregua a una memoria traidora, descuidada, estúpida, la mía, que no alcanzaba ya a evocar con precisión sus verdaderos rasgos. Y sin embargo, cuando todos los astros del universo se colocaron en línea recta para que lo que no podía llegar a suceder jamás, sucediera de una vez, no reconocí su voz, un susurro agresivo de puro próximo, sus labios rozando el lóbulo de mi oreja para sobresaltarme en mi propio idioma ante la recepción de aquel hotel italiano donde habría jurado que nada, ni nadie, me era familiar.
—Es un consuelo comprobar que hasta los luchadores más duros se aburguesan con el paso del tiempo…
Me volví tan deprisa, tan bruscamente como si esas palabras encerraran una terrible clase de amenaza, y lo descubrí ante mí, relajado y sonriente, infinitamente satisfecho de sí mismo, mientras mis piernas empezaban a temblar, y temblaban mis manos, y mis sienes, y si era placer lo que sentía, se parecía mucho al pavor, y si era miedo, nunca ha vuelto a ser tan placentero. Incapaz de gobernar mi cuerpo, me recosté sobre el mostrador para obligarle a estarse quieto, y todavía tardé un par de segundos en pronunciar el saludo más torpe. Entonces, se inclinó sobre mí, tomó mi mano derecha, y la besó muy ceremoniosamente, y quise morirme allí mismo, cortar de un tajo la película de mi vida, permanecer eternamente suspendida de ese instante, capturando sus labios en mi mano para siempre.
—¿Y qué? —me preguntó luego, ignorante hasta de la menor de mis convulsiones—, ¿hemos vuelto al redil…?
Fruncí las cejas para contestar que no entendía su pregunta, y él respondió a mi gesto llevando el índice de su mano derecha hasta la solapa izquierda de su americana, donde una tarjeta plastificada, colores y símbolos inconfundibles, le identificaba como invitado a la fiesta anual del PCI.
—¡No…! —sonreí—. Mi viaje es mucho más aburrido. He venido a la Feria del Libro Infantil. De espía, ¿sabes? En la editorial están pensando en abrir una colección para niños, y me han encargado que me entere de cómo están los derechos, qué novedades hay, en fin…