37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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—Te sienta muy bien —me interrumpió.

—¿Qué? —pregunté de nuevo, desconcertada por segunda vez en un par de minutos—. ¿Mi trabajo?

—Sí… Todo —hizo un gesto vago, dibujando con la mano un círculo que aspiraba a señalarme entera—. El pelo corto, la ropa que llevas, el collar de azabache, las medias negras, ese aire estupendo de mujer cosmopolita que viaja sola… Estás muy guapa.

—Muchas gracias —y por fin me consentí ruborizarme, hasta que mis mejillas hicieron juego con mi traje de chaqueta de lana rojo, como su camisa de un día ya lejano.

Entonces me preguntó qué planes tenía para aquella noche, y le contesté que ninguno, aunque había quedado con una agente holandesa que estaba a punto de aparecer por el bar del hotel. Escribí a toda prisa una nota de disculpa para ella mientras él subía un momento a su habitación, y cinco minutos después, tan rápido, tan fácil como chasquear los dedos, caminábamos juntos por la calle

hacia la luz, hacia la música y el bullicio de las enormes carpas blancas.

—¿Qué te pasó? —preguntó mientras me rodeaba por detrás, para colocarse al otro lado—. Así está mejor —y me cogió del brazo—. Ya sabes que estar a mi izquierda no te favorece nada.

Me concedió el tiempo suficiente para que le riera la gracia antes de insistir.

—No, en serio… ¿Por qué desapareciste? Te eché de menos, ¿sabes? Me gustó mucho pegarme contigo, fuiste muy rápida, y muy lista, aquella vez. Demasiado, casi, teniendo en cuenta con quién estabas, todos esos tarugos que siguen creyendo que dialogar consiste en gruñir marcando el ritmo a base de puñetazos, como si la mesa fuera un tambor… Pregunté por ti alguna vez, pero nadie sabía nada.

—Se me quitaron las ganas de apoyar cualquier proyecto de acción conjunta, ¿sabes? Y si pretendías seguir discutiendo conmigo, no deberías haberme machacado tanto… —le miré para comprobar que todavía estaba de buen humor—. Lo de joven heredera insatisfecha fue realmente asqueroso, por cierto.

—Sí, lo reconozco, pero es que te estabas pasando mucho, guapa…

En aquel momento, me sentí incapaz de admitir que mi viejo plan hubiera dado resultado pero ese detalle perdió importancia muy pronto, porque antes de que terminara la noche mis reflejos se habían diluido ya en la torpeza de la mayor lentitud, todos mis nervios insensibilizados por el estupor, mi inteligencia detenida en la cifra de un misterio que se estiraba minuto a minuto, con la firme delicadeza de una hebra de caramelo que supiera cómo crecer y crecer para rodear el mundo, y que lograra abarcarlo por completo, tan inofensiva y frágil como era, antes de solidificarse para siempre sin haberse quebrado jamás. Si la condición de la felicidad exige también vivir lo que antes se ha soñado, yo nunca fui feliz hasta aquella noche, y sin embargo, encadenada al vértigo de unos prodigios incapaces de medir su propia velocidad, no me di cuenta entonces, ni me paré a pensarlo al día siguiente, y después de desayunar con Martín de pie, en un bar pequeño y bastante sucio que nos pillaba de paso, me fui a la feria sintiéndome ligera y a punto de reírme de cualquier cosa, como una loca bendecida por la mejor, por la peor de las locuras, y recorrí kilómetros de pasillos, visité docenas de estands, recogí una colección completa de tarjetas de visita con el gesto mecánico, fríamente aprendido, del sepulturero que da el pésame sin sentirlo a otra viuda desconocida, una más, mientras calcula por dentro qué habrá puesto su mujer para comer,.. Así, como una pasajera accidental del mundo, un figurante imprevisto de una representación teatral en lengua muerta, un instrumento afinado dos tonos por encima del resto de la orquesta, me sentía yo, y así, envuelto en los vapores de una droga capaz de hacer dudoso lo más cierto, sentía este planeta y la totalidad de las cosas que alberga. Hasta que la realidad se filtró lentamente por las rendijas de una persiana mal ajustada, y a la luz fantasmagórica del amanecer del tercer día —para mí no existirá jamás otro día que sea el tercero—, miré a los ojos de Martín y recobré su imagen de aquella mañana, el paraninfo de la facultad, la camisa roja y unos zapatos tan extraños, y mi memoria, repentinamente poderosa, astuta, cerró el puño para acertarme en el centro de la frente, y sólo al amparo de aquel golpe me atreví a sospechar al fin, por primera vez, que todo aquello estaba pasando de verdad, que me estaba pasando a mí, y que era verdad. Cuando la última brizna de sensatez que conservaba me advirtió que no sería conveniente que me desnudara hasta ese punto, ya había empezado a hablar, y ni siquiera ahora podría explicar por qué me era tan necesario, de repente, llegar hasta el final.

—¿Sabes una cosa? —resguardada en la penumbra y en la sombra de su cuerpo, que sus brazos mantenían pegado al mío, arranqué en el tono ingenuo, sonriente, de las ocurrencias—. No te lo vas a creer, pero yo empecé a fijarme en ti mucho antes de aquella reunión. A lo mejor ya no te acuerdas, pero aquel mismo curso, no sé…, justo después de las vacaciones de Semana Santa debió de ser, una mañana viniste a mi facultad, Filosofía A, a cerrar una asamblea… —hice una pausa innecesaria, él asentía con la cabeza como si recordara todos los detalles—. Bueno, pues me impresionaste mucho, en serio. Yo creo que nos impresionaste a todos. Hablabas desde el centro del estrado, a cuerpo descubierto, sin leer, sin consultar ningún papel… Parecías un líder auténtico, ¿sabes?

—Lo soy —me respondió entre risas.

—No, tonto, te lo digo en serio… Y me recordaste… Ahora sí que te vas a reír de mí, te vas a morir de risa pero… En fin, supongo que una no puede escoger, que no se pueden controlar ciertas cosas…

Si la luz de aquel amanecer hubiera sabido crecer sólo un poco más aprisa, quizás él habría podido deducir de mi color, mis mejillas más rojas que su ropa de entonces, el sentido de mis titubeos, el atropellado curso de una confesión en la que mi garganta encallaba como en un desfiladero de aristas agudísimas, un paso infranqueable, una trampa mortal, pero el sol tardaría mucho tiempo en salir y él, los ojos serenos y una sonrisa plácida que aún le debía su perfil al sueño, no esperaba ninguna noticia extraordinaria de mis labios temblones, tontamente arrepentidos de haber empezado a moverse cuando ya no recordaban la manera de parar.

—Lo que quiero decir es que… Por ejemplo, a los homosexuales que fueron a colegios de curas les excitan las tallas de San Sebastián, ¿no?, con las flechas, y la sangre, y eso… Y, más o menos, pues… No sé, supongo que esto es lo mismo…

—Yo también estoy dispuesto a suponerlo —me dijo, riendo—, si me cuentas de una vez de qué estás hablando.

—Verás… —tomé aire en el trance de rebasar el punto de no retorno—, es un cuadro que he visto toda mi vida. Bueno, en realidad no se trata exactamente de un cuadro, sino del cartel de una exposición de arte revolucionario soviético que se celebró en París, en el Petit Palais, un mes de noviembre, pero nunca he sabido de qué año porque en el cartel no lo pone, en los sesenta sería, me imagino, o por ahí… El caso es que está en mi casa desde que tengo uso de razón y todos los días, al cruzar el pasillo para llegar a mi cuarto desde el salón, o desde la cocina, o desde la mismísima puerta de la calle, me lo he encontrado siempre en el mismo sitio, y siempre igual, un poco más amarilla cada vez la faja blanca de la derecha, solamente. A cambio, los colores de la ilustración no han perdido brillo. Es una imagen muy conocida, famosísima, vamos, tienes que haberla visto miles de veces aunque el título exacto no te lo puedo decir, nosotros lo llamábamos «Lenin arengando a las masas desde un camión», que es parecido al nombre de verdad, lo que pasa es que también hay una fecha y ésa no me la he sabido nunca… —le miré para comprobar que asentía, moviendo la cabeza tan vigorosamente como si pretendiera liberarme de cualquier duda—. Bueno, pues para mí, ese retrato de Lenin ha representado siempre, no sé…, lo mismo que una foto de un antepasado muy remoto pero muy famoso, como mi bisabuela Francisca, por ejemplo, que fue una de las pedagogas más importantes del fin de siglo, y eso que en aquella época ninguna mujer trabajaba, ¿comprendes? Desde pequeña me han hablado de ella con veneración, mi padre sobre todo, poniéndola de ejemplo a cada paso, una señora brillante, inteligente, segura de sí misma, auto–suficiente por completo, fuerte y tierna a la vez, buena madre pero además trabajadora responsable y concienzuda, y en fin, todo lo que te puedas imaginar, pues también… Y con Lenin pasaba algo parecido, porque en mi casa no había santos, ¿sabes? Ni Última Cena en el comedor, ni Madonnas de Rafael en los dormitorios, ni «Dios bendiga cada rincón de esta casa» ni nada. No poníamos belén en Navidad, no venían los Reyes Magos en enero, total, que para mí, aquel señor tan fuerte, vestido de negro entre tantas banderas rojas, calvo y sin embargo joven, que chillaba mucho pero no me daba ningún miedo sino al revés, porque yo también necesitaba que alguien me protegiera de los malos, bueno, pues a la edad en que otras niñas hacían la comunión, él, el Lenin de aquel cuadro, aquel Lenin, era mi héroe, ¿lo entiendes?, mi ángel de la guarda, mi Supermán particular, una especie de santo milagroso, un dios privado, para mí sola… Si algo me daba miedo, pensaba en él, y mientras daba vueltas en la cama porque no me podía dormir, pues lo mismo. Cada vez que me castigaban injustamente, en casa o en el colegio, yo le invocaba, y sabía que no iba a aparecérseme, claro, pero decir su nombre, aunque fuera hacia dentro, con los labios cerrados, me consolaba muchísimo, y ya me imagino que te parecerá increíble, pero… no sé, era exactamente así. En casa, cuando me pegaba con mis hermanos mayores, o alguno me quitaba algo, o me rompían la hucha, ya sabes, lo típico, soy la pequeña, así me he pasado la vida cobrando, bueno, pues entonces sí que

les amenazaba en voz alta, como venga Lenin os vais a enterar, les gritaba, y se burlaban de mí, hasta se lo contaron a mis padres, ¿te lo puedes creer?, la novia de Lenin, me llamaban todos, con acento en la «i» igual que se decía en los años treinta, y se reían mucho, pero no me importaba… Yo sabía que Lenin vendría a buscarme, algún día…

Mis pupilas abandonaron el techo, que habían recorrido sin tregua durante unos pocos minutos largos como eras, y se detuvieron en sus ojos, que me miraban con una intensidad que tal vez anticipaba otro temblor, y presentí que no iba a pronunciar una sola palabra, ninguna pregunta que no viajara ya en una luz grave y febril al mismo tiempo, aquella mirada ebria de sí misma que me devolvió, en un instante, la punzada de alegría pura —un peligro vivo y caliente y dulce como el veneno más exquisito fundiéndose, muy lentamente a lo largo de la lengua— que me sacudió cuando comprendí que iba a besarme, dos noches atrás, delante de una caseta de tiro al blanco. Yo le había confesado de pasada, al entrar en la fiesta, que nunca había ganado un peluche en ninguna feria, que nadie lo había ganado nunca para mí, y él de momento no dijo nada, pero después, cuando ya estábamos medio borrachos, compró tres pelotas en un tenderete y con un pulso asombroso, incompatible con la cantidad de alcohol que debía de estar paseándose por sus venas, derribó un monigote en cada tirada. Eran líderes de la Democracia Cristiana y nos reímos mucho de ellos, pero al final no nos dieron un peluche, porque no tenían, sino un LP de Quilapayún. Españoles, ¿no?, dijo el responsable del puesto con una sonrisa al adjudicárnoslo, y Martín también sonreía cuando vino hacia mí con el disco y una cómica mueca de desconsuelo, pero la expresión de su cara cambió sólo un segundo antes de que sus labios alcanzaran los míos, y fue sólo un segundo, pero yo me di cuenta de que me iba a besar, y conocí un segundo de felicidad feroz, salvaje, sobrehumana. Me hallaba ante el umbral del milagro, y al otro lado de la puerta, las hazañas más asombrosas le dieron la vuelta al abrigo para enmascararse en un forro de normalidad, pero ahora, la rigurosa luz de aquel amanecer devolvía a los objetos sus contornos precisos para revelarme que el prodigio, lejos de desvanecerse, se afianzaba en el límite de una frontera tan deseada y espinosa, tan generosa y cruel a la vez, como todas las fronteras definitivas, y cuando rompí de nuevo el silencio, sabía ya que Martín podía darme la vida, pero también conocía ya su precio, las cadenas invisibles, perpetuas, fortísimas, a las que me ataría mi propio amor.

—Y aquella mañana, en el paraninfo de la facultad… Bueno, al principio no te vi, debía de estar distraída, habíamos preparado un numerito, ¿sabes?, para reventar vuestro acto. En el momento culminante, yo debería haberme levantado para preguntarte a gritos si sabías el precio de una barra de pan.

—¡Ah! —sonrió, mientras me daba un pellizco en el culo—, muy bonito…

—¿A que sí? —acepté el castigo con otra sonrisa—. Era idea mía.

—Pero no lo hiciste.

—No… —me besó en los labios, un gesto cálido y brevísimo que no alcanzó a interrumpirme—. No pude hacerlo. No pude porque… —apreté la cara contra una esquina de su pecho y cerré los ojos, como si quisiera atravesar su cuerpo para esconderme de él, y desde aquel refugio, seguí adelante—. Cuando empezaste a hablar no te vi, no sé qué estaría haciendo, pero de repente elevaste la voz hasta tal punto que no me quedó más remedio que levantar la cabeza para mirarte, y ahí estabas, tan joven y sin embargo tan fuerte, alto, y duro, y muy enfadado aunque no me dieras miedo. Llevabas el pelo largo y la cara afeitada, pero tu brazo derecho se doblaba en el aire como una maza, y al fondo, el puño cerrado no era un símbolo, sino un arma, una tremenda amenaza para el enemigo, y ni siquiera lo pensé, ¿sabes?, no me hizo falta pensar, porque ya te conocía, te había visto todas las mañanas de mi vida en la misma esquina del pasillo de mi casa, te había rezado antes de dormirme todas las noches desde que era una cría, y ahora existías, tenías carne, volumen, y podías reírte, y hablarme, y podías caminar… Estabas encarnando un sueño para mí sola, eso sentí yo, y sin pensarlo siquiera, porque no me hacía falta pensar, se me puso la carne de gallina sólo de mirarte, y se me saltaron las lágrimas mientras te escuchaba, y acabé de mala manera, temblando de pies a cabeza, enloquecida y como drogada, y excitada, ya sabes… Era incapaz de pensar en ninguna

otra cosa.

Él no dijo nada al principio. Me acarició la cara con los dedos y todavía estuvo callado un poco más. Luego, se desperezó bruscamente, e improvisó un tono prosaico, con cierta punta de experta ironía que no acabó de salirle bien del todo.

—Claro, por eso has dicho antes lo de San Sebastián… —yo no quise añadir nada, y él soltó una risita—. ¡Qué atrocidad! Es brutal, ¿no? Y en el fondo igual de… anormal, igual de perverso, que los efectos de la educación católica más reaccionaria, no sé… ¡Lenin convertido en un sex–symbol. Nunca había escuchado nada parecido…

—Sí —asentí al fin, decepcionada a medias por su reacción, y a medias sostenida por la sospecha de que no era sincera—. Es difícil de explicar, pero yo creo que, en realidad, ha sido la única experiencia religiosa de mi vida. Si hubieras sido un cura, me habría convertido a tu fe, si hubieras sido un guerrillero, habría cogido un fusil, si hubieras sido una mujer, habría aceptado que soy homosexual, si hubieras sido un extraterrestre, te habría seguido hasta tu planeta… Como eras tú —abrí por fin los ojos, y le miré—, me enamoré de ti.

Sostuvo mi mirada con firmeza y los labios entreabiertos, y los dos guardamos silencio mientras una extraña codicia guiaba su mano izquierda a través de mi cuerpo, sus dedos ejerciendo una presión tan distinta de la levedad de las caricias como de la violencia que al principio prometían. Yo ya era sólo emoción, no podía sentir ninguna otra cosa, excepto que mi carne se evaporaba al contacto con su piel, y su calor derretía lentamente mis huesos, mi cerebro consumiéndose en un fuego sin llama, un incendio tenaz, ahogado en las cenizas de mi propia memoria. Apenas sabía algo más, salvo que yo ya no era yo, y que nunca podría sentir ninguna otra cosa porque acababa de elegir aquella muerte, deshacerme para siempre en él, disolverme poco a poco hasta gastarme del todo a favor de su cuerpo, pero entonces fue Martín quien halló refugio en la curva de mi cuello, y desde allí emitió una sola sílaba, ni siquiera una palabra, un sonido apenas articulado y sin embargo infinitamente potente, ¡oh!, apenas dijo eso, nada más que ¡oh!, y el eco de su voz resonó en un rincón de mi conciencia que yo no había visitado todavía para obligarme desde allí a seguir viviendo. En ese instante, su sexo empezó a crecer contra mi vientre, y las lágrimas asomaron a mis ojos aunque mis labios sonrieran solos, de puro placer, porque me di cuenta de que aún podía sentir mucho más, y más intensamente, y afronté un escalofrío helado, el terrorífico riesgo de aquel descubrimiento, mientras sus labios repetían en mi oído aquella misteriosa contraseña que justificaba de golpe toda mi existencia, ¡oh!, dijeron otra vez, solamente ¡oh!, pero fue bastante, porque su aliento ardía, y ardió su cuerpo cuando cubrió completamente el mío, y por fin, víctima yo también de su prisa, y de su codicia, le busqué con las caderas y atenacé su cintura con garfios desesperados, mis piernas firmes y rapaces como garras, para arder con él, y sucumbí con una energía desconocida al destino que me arrasaba por dentro.

Mantuve los ojos abiertos para mirar los suyos, fijos y enturbiados por un velo líquido, y disfruté, uno por uno, de todos sus gestos, pero mientras aún tenía conciencia, en esa zona de compromiso donde la lucidez, como las bombillas moribundas, reluce más intensamente que nunca cuando está a punto de extinguirse, asumí lo que me estaba jugando en aquella breve aventura italiana y tuve miedo, y por eso, aunque Martín jamás llegaría a saberlo, quise atarlo a mi vida para siempre, en silencio, una fórmula infantil revistiendo la certeza de que nada volvería a ser como antes, porque tú me has elegido, prometí con los labios sellados, serás desde ahora mi único padre, y porque tú me has deseado, serás desde ahora mi única madre… Mis párpados no pudieron retener las lágrimas por más tiempo a pesar de que las palabras seguían acudiendo a mi lengua muda por su propia misteriosa voluntad, y tú serás mis hermanos, mis hermanas, añadí mientras sus acometidas se hacían más intensas, más sinceras, más feroces, y serás mi familia, y serás mi casa, y serás mi patria, y serás mi dios… Sólo entonces cerré los ojos.

Después, cuando mi cintura logró recuperar la memoria de su lugar y mis piernas volvieron a aprender que eran capaces de moverse solas, apuré el último resto de ingravidez, esa invisible dosis de desapego disuelta en el placer que desterró el centro de mi cuerpo, apenas un gran hueco desde el

techo del estómago hasta el borde de las rodillas, a una fugaz provincia de la inexistencia, como si la plenitud que acababa de conocer acarreara inevitablemente su sucesiva anulación, o como si la naturaleza animal de mi piel, más presente que nunca poco antes, debiera desvanecerse ahora hasta en su raíz más remota para que yo lograra recobrarla más tarde. Martín aceleró bruscamente el final del proceso. Su voz no era más gruesa que un hilo, pero aquella frase sólo tenía sentido en los dominios de la realidad, donde el tiempo es siempre uno, y exacto.

—Nunca había hecho llorar a una mujer en la cama.

Abrí de nuevo los ojos presintiendo una sonrisa radiante, un ridículo gesto de triunfo, un acceso de satisfacción casi juvenil bailando en las comisuras de sus labios entreabiertos, pero encontré un rostro serio, asustado, casi exhausto, la boca apretada y los ojos muy hondos. Me abracé a él con todas mis fuerzas. Se había hecho de día, y creí que iba a romperme por dentro.

—Al final, se casó con él, supongo…

Las irrupciones de la analista ya no me sobresaltaban tanto como al principio. Asentí mecánicamente con la cabeza mientras miraba el reloj para medir mi última ausencia. Demasiado larga, me dije, aunque perder el tiempo en aquel despacho había dejado de pesarme de repente.

—Sí, o él se casó conmigo, como usted prefiera… —aunque ni siquiera me apetecía fumar, tanto tabaco quemaba en cada una de aquellas visitas, encendí un pitillo de más antes de emprender mi último monólogo de la tarde—. Y han pasado quince años, ¿sabe?, pero he empezado a creérmelo del todo hace muy poco tiempo… Lo que quiero decir es que, al principio, desconfiaba de mi propia suerte. Me acostaba con Martín todas las noches y me lo encontraba en la cama todas las mañanas, claro, él era mi marido, vivíamos juntos, y sin embargo, no sé, a lo mejor usted no me entiende, pero es que no sé explicarlo de otro modo, la verdad es que no me lo podía creer, simplemente. Me sentía como si en lugar de existir a ras del suelo, flotara dentro de una inmensa burbuja que pudiera estallar de un momento a otro sólo con rozar cualquier objeto afilado, una reja, la aguja de un campanario, o un simple alfiler en la mano de un niño. Quizás ése sea el precio que hay que pagar por enamorarse de un dios y acabar casándose con él, o quizás… —me detuve un instante para escoger bien las palabras—. Yo a mi marido le gusto mucho, ¿sabe…? Sexualmente, quiero decir. Eso tampoco lo entiendo muy bien pero es verdad, y lo sé desde el primer momento, desde la primera noche que dormimos juntos. Antes incluso de contarle que llevaba años enamorada de él, me di cuenta. No debe de ser una cuestión estética, que me encuentre más guapa o más fea, ya sabe, sino algo más extraño, más… profundo, aunque parezca una cursilada decirlo así. Tal vez es mi olor, mis hormonas, que atraen a las suyas, o algún otro fenómeno por el estilo. Eso supongo, porque desde luego no creo ser una amante técnicamente perfecta. Más bien al revés, por lo menos desde fuera, porque soy lo menos parecido a una mujer fatal que pueda concebirse, ya me ve, aunque Martín dice siempre que los amantes universalmente irresistibles ni existen ahora ni han existido jamás, y yo creo que tiene razón. Una noche de borrachera mutua, muy al principio de todo, me confesó que había algo muy particular en mi aspecto, una especie de señal que él nunca había detectado antes, en ninguna otra mujer… Él siempre me ha considerado muy inteligente y, bueno…, empezó por ahí. Es como si tuvieras alguna piel de más. me dijo, niveles que le faltan a la mayoría de la gente. Al principio no le entendí, y me describió mi propia imagen, la idea de mí que conservaba de las primeras veces que nos vimos, una chica muy lista, muy segura de sí misma y hasta un poco altiva, la sumamente previsible hija de su padre, acostumbrada a mandar y a viajar por Europa, lo típico… Y sin embargo, él presentía algo distinto, por eso se alegró tanto de encontrarme en Italia. Ahora ya sé lo que es. me anunció aquella noche, un par de meses después de que hubiéramos vuelto juntos a Madrid. Tienes miedo, Fran, eso me dijo, siempre tienes miedo, de la gente, de las cosas, y ahora, de mí… Eso dijo, y tenía razón. Acababa de descubrir mi punto débil, esa odiosa docilidad innata en mi carácter, la tendencia natural a caerme a cada paso que me obliga a caminar mirando al suelo, a medir las consecuencias de la más leve huella de mis pies. Todo eso

es verdad, y que me protejo detrás de una fortaleza aparente y completamente fingida. Nunca he sabido sacar partido de mi debilidad, esa clase de ventaja siempre me ha parecido indigna, así que procuro vivir por encima de ella, pero Martín la detectó enseguida y, en cierto modo, él fue quien supo explotarla en su propio provecho. A lo mejor no lo entiendes, me dijo al principio, como disculpándose de antemano por lo que vendría a continuación, pero ese contraste brutal entre tu apariencia y tu verdadera naturaleza es lo que más me atrae de ti. Cada vez que te pillo en un renuncio, excitas una fibra de la zona más oscura de mi cerebro, y no está bien, y no quiero, pero no lo puedo evitar. Es como si despertaras sin querer a una bestia dormida y le colocaras un buen pedazo de carne delante de los colmillos, ¿sabes?, o algo peor… Me miraba de una forma extraña, risueña y torva a la vez, y le pregunté si estaba dispuesto a ser más explícito. Se lo pensó un par de minutos antes de concederme otra oportunidad. Por ejemplo, continuó al fin, piensa en cualquiera de esas repulsivas, fascistas, baratas, sexistas, clasistas e imperialistas series americanas de televisión que suceden en un juzgado, o en una comisaría. Cuando aparece una mujer rubia, independiente, autosuficiente y hecha a sí misma, que no renuncia a ser atractiva aunque sólo vive para su trabajo, y por eso, y porque no es tan fuerte como parece, afronta riesgos impropios de una señorita… ¿qué pasa con ella al final? Que la violan, respondí. Premio, aprobó él, y me aseguró que los violadores le parecían auténticos monstruos cuando podía pensar con frialdad. Pero algunas veces no puedo, dijo, y me pidió que intentara ponerme en su lugar antes de preguntar de nuevo, y si yo estuviera delante del televisor en un mal día… ¿qué pasaría conmigo? Le dije que no me atrevía a suponerlo y me propuso un test. A, apago la televisión, B, de acuerdo con mi ideología, con mis verdaderas opiniones y mis auténticos criterios, me retuerzo de repugnancia en un sillón, C, me empalmo sin remedio. ¿Te empalmas de verdad?, le pregunté, muerta de risa, porque no me daba ningún miedo escucharle, y él sonrió mientras me confesaba que sí, y que si la rubia estaba buena, a veces se hacía una paja antes de llegar al telediario. Yo también tengo algunas pieles de más, Fran, más niveles de la cuenta… Eso me contó, y yo me sentí mucho más cerca de él al escucharle. Vaya, le dije entonces, pues no está mal, es incluso peor que lo de Lenin…

—¿Qué es lo de Lenin?

—¡Oh…! Creí que se lo había contado —medité durante un par de segundos. Tenía demasiadas ganas de llegar a casa para embarcarme en una historia tan larga—. Una fantasía infantil. De pequeña estaba enamorada de Lenin, no tiene ninguna importancia, créame…

Arqueó las cejas tanto como pudo, pero no quiso insistir, y yo se lo agradecí.

—Muy bien —admitió, antes de recapitular por mí—, sin embargo me gustaría conocer qué vínculo establece usted entre el escepticismo al que ha aludido al principio y su… ¿le parecería acertado que lo llamáramos éxito sexual?

—Bueno, si quiere… Aunque yo nunca lo he vivido como un éxito propio, sino más bien como una fuente de felicidad que en el fondo no tiene mucho que ver conmigo, algo así como mi sistema inmunológico, por ejemplo, que está dentro de mí pero que yo no puedo controlar. Por eso debe de ser tan terrible aceptar una suerte semejante. Ya sabe, sólo se puede perder lo que se ha tenido antes, y a mí no me tocaba una historia así. Si me había resignado a no esperar alguna cosa de mi futuro era precisamente ésa, ¿sabe? Yo no soy como mi madre, y sin embargo, me he sentido adorada muchas veces, muchas noches… Pero lo que más me asombraba de todo era el propio Martín, que parecía una especie de copia perfeccionada de mi padre, tan parecido a él en tantas cosas, pero tan distinto en lo fundamental. Un hombre de izquierdas, inteligente, culto, irónico y capaz que, sin embargo, no habría podido enconarse jamás con una pija remilgada, por muy buena que estuviera. Un hombre brillante que sin embargo acabó eligiéndome a mí, a la hija fea de mi madre… ¿Quién habría sido capaz de tragarse una historia así…?

Había preguntado al aire, pero ella quiso contestarme.

—Mucha gente —dijo—. Mucha gente más fea que usted, y más tonta que usted, e infinitamente menos sensible que usted, pensaría, si estuviera en su lugar, que el destino aún no les ha compensado bastante por el mérito de haber nacido, créame… —hizo una pausa y bajó la vista,

como si ya estuviera cansada de mirarme de frente—. Aunque quizás debería corregir los verbos. Usted habla siempre en pasado.

—¿En seno…? —mi asombro era genuino—. Bueno, ya sabe. Las cosas cambian.

—¿A peor?