37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Me maldije brevemente a mí misma por haber iniciado aquella precisa conversación, y puse mi cerebro del revés un par de veces en busca de una respuesta airosa, que no existía.

—Según se mire… —estaba dispuesta a resistirme hasta el final—. Tal vez han cambiado para mejor, porque ahora me creo a pies jun tillas mi propio pasado. De repente, lo comprendo todo. Es el presente lo que se me resiste. Pero ya es muy tarde, y no me apetece hablar de eso… Tiene gracia de todas formas, ¿no? Nunca he podido estar segura de que Martín me quisiera de verdad, y sin embargo, no dudaba de él. Ahora dudo pero, a cambio, sé también cuánto me ha querido, todos estos años…

Ella no dijo nada, y yo me levanté en silencio, esforzándome por demostrar una serenidad que desmentían mis gestos torpes, atropellados. Cuando me incliné para estrechar la mano que me ofrecía desde el otro lado de la mesa, derribé con el bolso un vaso lleno de lápices que se desparramaron por todo el tablero y me sentí peor que nunca, como si mi vida corriera verdadero peligro en aquel despacho alargado y frío, tan brutalmente impersonal. La atmósfera del taxi que me llevó a casa era hasta demasiado distinta del aire extranjero que había respirado en las dos últimas horas, pero agradecí la vaharada de calor que empañaba los cristales como se agradece el blando pellizco de una abuela, y aprecié el cochambroso tacto de la tapicería de plástico rajada en un par de sitios, e incluso la compañía de los caireles que festoneaban una especie de doselete de terciopelo rojizo que ocupaba la franja superior del parabrisas delantero y se movían sin cesar, para que sus diminutos cascabeles entonaran una enloquecida canción sin ritmo alguno, puro estrépito sin principio y sin final.

El taxi se detuvo frente al portal de mi casa y, antes de pagar, miré hacia arriba. No vi ninguna luz en el salón. Años atrás, habría sabido con exactitud dónde estaba Martín en ese momento, pero ya no solía contarme sus planes en el desayuno, y aunque en las peores ocasiones, sobre todo cuando llegaba a asustarme de lo tarde que volvía a casa, o cuando no volvía, había intentado justificarme a mí misma diciendo que me daba miedo saberlo, la verdad es que casi siempre se me olvidaba preguntarle qué pensaba hacer durante el día. Lo peor de todo era que muchas veces, en un estado de ánimo parecido al que me acompañaba al bajar de aquel taxi, prefería no encontrármelo arriba, porque le deseaba desesperadamente, y por eso no podía soportar mi propio silencio, el saludo convencionalmente educado que brotaría sin duda de mis labios en respuesta a la seca formalidad de su bienvenida. Ya no sabía besarle, no sabía arrinconarle contra una esquina del pasillo, no sabía colgarme de él, como hacía antes. Y sin embargo le amaba, le deseaba desesperadamente, y me sentía como muerta, podrida por dentro.

Distinguí a Shostakovich desde más allá de la puerta blindada, pero la casa en la que entré estaba a oscuras. Avancé entre los muebles tanteando con las dos manos, como una ciega reciente, en dirección a la claridad metálica que se adivinaba al fondo, en el salón, mientras me recordaba a mí misma que el equipo de música no andaba solo. En el centro de la habitación, frente al gran ventanal que había bastado para convencernos de que, si no comprábamos inmediatamente aquel piso, no nos lo podríamos perdonar jamás —Las Vistillas, qué horror, tan ruidoso…, ¿y dónde vais a aparcar?, dijeron a coro nuestros dos padres, nuestras dos madres—, Martín miraba la ciudad nocturna desde su sillón favorito, con el arrogante gesto de un coleccionista absorto en su miniatura más hermosa. Madrid se encendía sólo para él, ventanas, neones, farolas como comas de luz acentuando el horizonte, matices templados y sin embargo audaces en el grandioso esplendor rojizo del anochecer, un espectáculo al que ninguno de los dos hemos podido resistirnos nunca.

—Hola —me saludó sin volverla cabeza. Siempre ha reconocido el sonido de mis pasos, los distingue del eco de todos los demás.

No dije nada, pero le contesté encendiendo la luz mínima, una lam–parita de pinza sujeta a una

balda de la estantería. Luego, sin saber muy bien qué iba a hacer a continuación, avancé hacia la terraza, sorteando el sillón un segundo antes de girar sobre mis talones para quedarme de pie, justo enfrente de él. Entonces, como si tampoco pudiera ya mirarle, cerré los ojos.

—Hola… —dije solamente, y pasaron algunos segundos antes de que me atreviera a despegar los párpados.

Él sabía leer en mis ojos, siempre había sabido, y sin embargo, al aceptar la mano que me tendía, no me atreví a imaginar sus intenciones. Un instante después, sentada ya encima de sus rodillas, mis piernas dobladas enmarcando sus muslos, mi cabeza a un par de milímetros de la suya, intenté recordar cuánto tiempo hacía desde la última vez que encajamos los dos en aquella postura, tan frecuenté al principio, y no fui capaz de acercarme siquiera a una fecha. Pero él seguía leyendo en mis ojos, aún podía descifrarme sin necesidad de hacer preguntas. Hundió las manos debajo de mi falda y le besé, y me devolvió un beso caníbal, el filo de sus dientes presagiando una ceremonia de intensidad antigua y memorable. Sus dedos trabajaron muy deprisa. Mi ropa no intentaba resistirse y yo tampoco, mis brazas se dejaron morir con la admirable disciplina de los mejores soldados y colgaban, inertes, a ambos lados de las caderas. Tenía que ser así. Yo sabía muy bien lo que le gustaba, y él sabía lo que me gustaba a mí, nunca había dejado de asombrarme la nitidez con la que encajaban los perfiles de dos piezas tan sinuosas. Cuando me penetró de un golpe seco, aullé de placer, pero no conseguí decirle que le quería, y cerré los ojos para concentrarme en las instrucciones que recibía m: cintura. Sus manos gobernaban mi cuerpo desde el centro, sus dedos hundiéndose levemente en mi carne como si pulsaran una hilera de teclas secretas, las cifras de un código que yo conocía muy bien, y ejecuté sin esfuerzo la partitura de su voluntad mientras las olas mansas, pero profundas, de esa nada deliciosa y atroz de los buenos tiempos me anegaban poco a poco hasta borrarme por completo, hasta negarme la certeza de ser yo misma, y sin embargo, y a pesar de que aún podía disolverme en pura emoción, las lágrimas no acudieron a mis ojos mientras las palabras se detenían en la frontera de mis labios abiertos, yo no soy nada sin ti, atronaba el silencio dentro de mi cabeza, no soy nadie sin ti, y sin ti no tengo padre, y no tengo madre, y no tengo patria, y no tengo dios…

Después, tampoco logré decirle que le quería. Me acurruqué contra él como una niña pequeña cansada y satisfecha, y acaricié su cabeza mientras la escondía en mi cuello, su nariz recorriendo el relieve de mi clavícula, trazando después la línea del hombro, hundiéndose por fin en la frontera de la axila. Entonces me invadió una paz extraña, casi un síntoma de felicidad, porque aquél era otro rito antiguo e intenso, otro detalle de pésimo gusto, otro secreto infame que compartir. Cuando todavía no éramos capaces de acoplamos con naturalidad para dormir en la misma cama, Martín me suplicó que dejara de usar colonia porque prefería con mucho el olor de mi cuerpo, y yo le complací. Esta mañana me he duchado a las siete y media, pensé, y me dio la risa. Estaba a punto de decirlo en voz alta cuando él se me adelantó.

—Hueles muy bien —me dijo—, pero no vienes de hacer gimnasia.

—¡Sorpresa!

Mi madre, porque aquel prodigio de imitación Chanel —grueso tejido de lana a cuadros en tonos teja, toda una colección de bolsillos y botones dorados estrictamente superfluos, y tres cadenas metálicas, unidas por los extremos, caídas sobre la tripa a modo de cinturón— solamente podía pertenecer a mi madre, estaba de pie al otro lado de la puerta, emboscada tras un enorme centollo cocido que sostenía con las dos manos a la altura de la cara.

—¿Mamá? —pregunté sólo por quedar bien, porque tampoco conocía a ninguna otra persona capaz de presentarse por sorpresa en una casa llevando un centollo en brazos.

—¡Claro que soy mamá! —me tendió bruscamente el crustáceo, que ya había empezado a gotear sobre sus zapatos, antes de abalanzarse sobre mí para depositar una serie de seis o siete besos seguidos en cada una de mis mejillas—. Ana Luisa, hija, ¡qué mala cara tienes! Trabajas demasiado, ¿sabes? Bueno, vamos para dentro, que ese bicho te está poniendo perdida… Es que, fíjate, anoche me llamó la tía Merche y me dijo, mira María Luisa, he convencido a Miguel para que mañana mismo me lleve al Alcampo…, ¿quieres venirte conmigo? Y, claro, de entrada, yo le dije, pues no sé, Merche, qué quieres que te diga, porque así, ir al Alcampo a pasar el rato, sin necesitar nada… Un momento, Ana, no irás a meter ese centollo en el congelador, ¿verdad?

Me había seguido hasta la cocina hablando igual que una cotorra, sin detenerse siquiera un instante para quitarse la chaqueta o dejar el bolso en el salón. Como en los mejores tiempos, pensé cuando pude mirarla con más calma, el centollo por fin en el fondo del fregadero y ella de pie, junto a la puerta, estirándose el guante de piel negra que vestía su mano izquierda con los enguantados dedos de su mano derecha, esos eternos gestos a lo Audrey Hepburn que tan mal se han acomodado siempre a los ochenta y tantos kilos que recubren sus ciento setenta centímetros largos de cuerpo. Maciza como una cariátide, mi madre, y muy bella, como son bellos todos los grandes mamíferos, pero incapaz todavía de renunciar a su repertorio juvenil, la relamida colección de poses ensayadas ante el espejo noche tras noche que acabarían convirtiéndola en una de las estrellas de la calle Cardenal Cisneros. «Sabrina», la llamaba todo el mundo, y no siempre con tanto cariño como guasa, cuando :a conoció mi padre.

—Pues no sé qué hacer con él, mamá… —seguíamos hablando del centollo—. ¿Te lo vas a llevar luego?

—¡Nooo! Lo he traído para que nos lo cenemos las dos… Vamos, si te parece bien.

—Me parece estupendo —me acerqué para besarla en la cara, y ella me abrazó, y permanecimos unidas un par de minutos, balanceándonos un poco, como cuando yo era pequeña—, una idea genial. Hago una ensalada, abrimos una botella de vino, y ya está…

—Muy bien —aprobó con la cabeza—, yo te ayudo.

Mientras se decidía a desprenderse al fin de los guantes, el bolso, los collares y demás obstáculos, siguió contándome la historia de aquella tarde en el mismo punto donde la había interrumpido antes, sin titubear en una sola sílaba y renunciando de antemano a cualquier fórmula que pudiera ayudarla a recobrar con naturalidad el hilo perdido. En realidad, nunca había dejado de asirlo firmemente, la conversación accidentada es una de sus grandes especialidades.

—Total, que ya sabes cómo es mi hermana Merche, más pesada que un kilo de churros, y lo más gracioso es que ella tampoco tenía que comprar nada especial, ¿sabes?, pero empezó como de costumbre, que a ver si yo tenía algo mejor que hacer, que si no nos lo habíamos pasado siempre en grande yendo de compras, que si ya sé que ella se aburre muchísimo sola, que si yo no iba, al final acabaría quedándose en casa… En fin, las hermanas mayores nunca dan su brazo a torcer, así que, después de todo, me he ido con ella al Alcampo y hasta me he divertido, la verdad, para qué te voy

a decir otra cosa, He salido de casa sin la tarjeta de crédito, eso sí, porque en esos sitios, cuando te quieres enterar, ya has dejado la cuenta corriente tiritando, pero el dinero que llevaba me lo he fundido entero, lo reconozco, y en cuatro tonterías, no creas, una jarra de plástico para meter dentro los tetra–briks, que parece mentira pero es una idea buenísima, que no sé cómo no lo han inventado antes, un centrifugador para la lechuga, porque el mío ya estaba un poco mohoso y hasta olía mal, un cacharrito para machacar los ajos, que no sé si al final lo usaré pero me ha parecido monísimo, un pintalabios casi marrón que me va de perlas con este traje, y en fin, algo más, ahora no me acuerdo… Para los nietos no he comprado nada, como os pasáis la vida regañándome… Ya está. ¿Cojo este delantal? —asentí con la cabeza—. Déjame la zanahoria, que la rallo yo… Y, ya sabes, como tu primo Miguel es tan pesado, la verdad, hija, que es muy bueno, muy simpático, muy servicial y todo eso, y está todo el día llevando a su madre para arriba y para abajo, pero siempre la lleva tarde a todas partes, porque es que no recuerdo una sola vez que haya sido puntual ni aproximadamente, vamos… Pues eso, que cuando ya llevábamos un cuarto de hora esperando, le he dicho a mi hermana, ¿sabes lo que te digo, Merche?, que yo me voy a la pescadería a comprar uno de esos centollos tan buenos que hemos visto antes, se lo llevo a mi hija Ana, que la vuelven loca, y nos ponemos las dos moradas, eso mismo. No me había atrevido a pararme antes porque ella no hacía más que meterme prisa, ¿te lo puedes creer?, que si vamos rápido, que si había quedado con Miguel en la puerta para que no tuviera que meter el coche en el aparcamiento, que si esto y que si lo otro y que si lo de más allá, y al final, hasta me han sobrado diez minutos para esperar con las bolsas en la mano, no te digo más…

El eco atropellado, pero vivísimo, de las palabras que escapaban con urgencia de los labios de mi madre para perseguirse en el aire a toda prisa, penetró en mis oídos como el tibio recuerdo de una canción de cuna, un santo y seña torpemente imprevisto, la clave más transparente de mi memoria, y mientras me dejaba mecer en el ritmo torrencial de aquella voz, llegué a alegrarme de corazón por tenerla a mi lado, en la cocina. Aquel discurso un poco enloquecido, todas esas sugerencias casi perversas e hilvanadas con un acento único, genuino, tan pura y despreocupadamente egocéntrico como, al cabo, inocente, me divertía de verdad, y por eso, y para disimular la punzada de desaliento que tal vez había añorado a mis labios al encontrármela al otro lado de la puerta justo cuando estaba a punto de regalarme la más insalubre noche de zapping, galletas de chocolate y palomitas recién hechas en el microondas, puse un mantel limpio, de tela, en la mesa de la cocina, y recurrí a los fondos del aparador del salón, la vajilla de la Cartuja y la cristalería tallada que ella misma me había regalado. Sé muy bien cuánto aprecia esta clase de detalles y los centollos, es verdad, me vuelven loca, así que teníamos muchas cosas que celebrar.

—Chin–chin —mi madre levantó su copa antes de probar un solo bocado. Siempre la han chiflado los brindis, pero su placer no va más allá del gesto de alzar el brazo y escuchar el sonido del cristal cuando choca con un semejante.

—Vamos a brindar por Amanda —propuse yo, en cambio.

—No —me corrigió enseguida—. Mejor por Amanda y por ti.

—Bueno… Entonces por las tres, ¿de acuerdo? —asintió con la cabeza y le di el pie que más le gustaba—. Chin–chin.

—Chin–chin —contestó sonriendo, mientras su copa avanzaba hacia la mía, y por fin, como si el vino le diera fuerzas, me preguntó lo que siempre está deseando preguntarme—. Ana Luisa, cariño, ¿estás bien?

—Sí, mamá.

—¿De verdad, hija?

—De verdad, mamá..

El tío Arsenio murió de madrugada, doblemente a destiempo, porque la vecina que limpiaba su casa no le descubrió hasta tres o cuatro horas después de la postrera traición de sus pulmones, y

porque a mediados de abril no se concibe la escarcha que se cobró su último aliento mientras confitaba los campos como si fueran bizcochos recién salidos del horno. Yo nunca le conocí, y apenas lo he visto en alguna foto —un hombre cuadrado, bajo, ancho y con boina, el perfecto paleto vestido de pana oscura—, pero guardo su memoria con un cierto, fúnebre cariño, precisamente porque acertó a morirse a destiempo, y más concretamente un jueves. Los jueves, Félix no tenía clase hasta las cuatro de la tarde, y mi hermana pequeña, Paula, la única que venía conmigo al instituto, entraba una hora antes que yo, así que nadie me echó de menos aquella tramposa mañana de primavera, el sol desnudo y alto, pero incapaz de desbaratar los cuchillos de hielo que el viento lanzaba a traición desde las espaldas de todas las esquinas, como un anticipo de la paradoja inmediata, definitiva, la sorpresa que me paralizó un instante al borde del destino que yo misma me había asignado, el asombro que congeló mis ojos ante el escenario de los verdaderos resultados. Félix, que no podía esperarme a aquellas horas, sólo llevaba encima el pantalón del pijama y volvía a comportarse como si yo le diera miedo, pero su piel respiraba un inconcreto vaho, la marca invisible del sueño reciente aflojando sus hombros, sus brazos, la tensión de sus párpados abiertos, una indolencia temible, tan indescifrable como aquella cama grande, las sábanas revueltas y todavía calientes, hasta la que me condujo sin aparentarlo casi, caminando simplemente delante de mí. No era la primera vez, pero la primera vez todo había sido mucho más fácil.

Último viernes de marzo, después de la última clase. Estrenábamos las vacaciones de Semana Santa, y cuando salí a la calle él estaba ya discutiendo con mis amigos en qué bar podríamos empezar a celebrarlo. Ni siquiera era el único profesor del grupo, allí estaban también la de Gimnasia, una lesbiana joven y muy enrollada, y el de Filosofía, un solterón de unos cincuenta años que para mi gusto se pasaba de chistoso, aunque los demás le encontraban irresistiblemente simpático. Todo parecía tan natural que hasta me cabreé un poco al principio, porque Larrea, atrapado en un implacable corro de admiradoras que no parecía interesado en disolver, no me hacía ni caso. Mientras cruzábamos la Plaza Mayor, infestada de grupos salvajes similares al nuestro, me entraron unas ganas horribles de marcharme a casa, pero al final decidí ser generosa y conceder a mi presunto, aún infinitamente desganado, admirador la prórroga del último mesón típico. Víctima muy grave de una pasión cuyos afectados jamás aciertan a definir, necesitaba desesperadamente que mi profesor de dibujo se rindiera a ese deseo que había brotado al margen de mi voluntad para acrecentarse después en los vaivenes de un juego menos inocente de lo que yo estaba dispuesta todavía a admitir. Pero intuir que este sentimiento, por muy complejo que pareciera, era una simple manifestación de mi propia vanidad, no le devolvía la saliva a mi boca, ni la serenidad a mi espíritu. Los dedos de Larrea trepando bajo mi falda para demostrarme que no se había sentado a mi lado por casualidad disiparon en un instante, sin embargo, cualquier rastro de previa lucidez.

Pedimos morcilla frita, tortilla de patatas, chorizos a la brasa y hasta ensalada verde —una cursilería típica de Sonia Cuesta, la más veterana, tierna y lánguida de las enamoradas de mi futuro marido, una pobre chica que se obstinaba en confundir el ayuno con la espiritualidad y jamás desperdiciaba la ocasión de demostrarlo—, pero yo, aun pasando por una de las fases menos espirituales que recuerdo, apenas probé bocado. A cambio, bebí muchísimo, saltando de la cerveza al vino para rematar con una copa de pacharán después del café, y si mis pies no se hubieran adentrado ya, sin avisarme, en los intrincados senderos de un laberinto infinitamente más misterioso, habría sido incapaz de precisar en qué eficacísima, desconocida e inagotable cavidad de mi cuerpo se estaba acumulando todo ese alcohol que recorría mi aparato digestivo en vano, tan pasivo, tan neutro como si fuera agua. Félix estaba bebiendo tanto como yo, pero nadie se habría atrevido a deducirlo del acento con el que hilvanaba toda una conferencia improvisada sobre la marcha, y destinada no tanto a apabullar a la comensal situada a su derecha, que no podía ser otra que la propia y siempre espiritualísima Sonia Cuesta, como a concentrar precisamente en ella la atención de todos los demás. Mientras tanto, su mano izquierda, libre de mareaje, hacía insólitos progresos por debajo de la mesa.

—Sonia adoptó el apellido Delaunay cuando se casó con Robert, y poco después vinieron a

España… —absorta en la tarea de descifrar su discurso subterráneo, yo le escuchaba con el mismo, mínimo resquicio de interés que merece el eco de la lluvia detrás de los cristales—. Aquí tuvieron bastante influencia, desde luego, porque tomaron contacto enseguida con algunas revistas de vanguardia… —sus dedos, que hasta entonces se habían limitado a esbozar una caricia muy leve, superficial casi, vagando al azar apenas más allá de mi rodilla, ganaron de golpe un trecho definitivo para instalarse en el prestigioso escenario que había cobijado unas semanas antes la segunda fase de la tercera guerra carlista—, y colaboraron sobre todo con la revista Ultra, el órgano de los poetas ultraístas. Ramón Gómez de la Serna, que los conoció bien, habla de ellos… —su mano entera, abierta, describía ya un círculo tras otro sobre la cara interior de mi muslo derecho, convocando un tumulto instantáneo, un torrente de sangre apresurada, una forma del calor que yo desconocía y sin embargo bastó para inspirarme un sentimiento de culpa intenso, fulminante—, les dedica incluso un capítulo de Ismos…

— ¿Qué…?

Yo fui la primera sorprendida por aquella pregunta automática que había brotado de mi boca sin pedir permiso, como si mi cuerpo, creyéndose próximo a su límite de saturación, no hubiera encontrado otra válvula capaz de relajar la presión. Si fue así, mi cuerpo y yo nos equivocamos de lleno porque, aunque Félix me miró por fin, sonriendo con los labios, con los ojos, con las cejas, toda su cara iluminada por un acceso de beatitud que componía una expresión extraña, a medio camino entre la sana alegría y la más insana, su mano cambió radicalmente de propósito, cerrándose sobre mi muslo para aprisionar una porción de carne con la implacable precisión de las valvas de un molusco.

—Hablábamos de los Delaunay —condescendió a explicarme Sonia mientras tanto, una mueca de infinito fastidio amargando las comisuras de su boca—, la pareja de pintores de los años treinta, bueno, no sé si los conocerás…

—Ahhh… —fue lo máximo que pude admitir sin traicionar los intereses de esa mano que reparaba ya el daño infligido, acariciando ahora con cuidado y las yemas de los dedos la misma piel en la que se cebara sólo un minuto antes.

—¿Qué estabas diciendo, Félix? —insistió Sonia, con la vocecita de cordero hambriento de sacrificio que reservaba para las ocasiones especiales—. Parecía muy interesante…

—No, que Gómez de la Serna les dedica uno de los capítulos de su libro sobre los ismos… —el accidental trío forzado por mi interrupción se deshizo con gran naturalidad en las dos semiparejas establecidas desde el principio, una pública, integrada por la totalidad de Sonia y buena parte del conferenciante…— donde, más concretamente, si no recuerdo mal, define su estilo como simultaneísmo, por la avidez de capturar un instante, pintar las cosas en el mismo segundo en que suceden, reflejar acciones que aparentemente carecen de relación entre sí, pero que en realidad están sucediendo a la vez… Es un nombre bonito, ¿verdad? —y otra privada, que vinculaba la mano izquierda de un hombre a quien traían sin cuidado las palabras que fluían disciplinadamente de sus labios, con la mitad inferior de mi cuerpo—. A mí también me gustan mucho, todas esas imágenes de la velocidad, la Torre Eiffel a punto de descuajaringarse…

Su conversación fue perdiendo poco a poco la intensidad que se concentró, como un escape de gas pesado, en el breve espacio que mediaba entre nuestras cabezas, nuestros troncos casi unidos, un par de centímetros escasos de aire eléctrico dispuesto a deshacerse en una pura chispa a la mínima ocasión, un peligro que nunca se consumó porque mi imaginación tardó lo suyo en ponerse a la altura de los acontecimientos, y me limité a estar muy quieta, muy derecha, muy callada, mientras Larrea sucumbía a un vértigo sin condiciones, la tensión desencajando el perfil de su mandíbula y sus dedos incontrolados, enloquecidos, como agentes de una ilimitada audacia, una pasión contagiosa, porque cuando sentí por fin la huella de su mano, que había estado a punto de dislocarse los huesos media docena de veces antes de desarbolar al fin la tenaz resistencia de la cinturilla de mis pantis, contra mi propia carne, su dedo corazón hundiéndose por un momento en mi ombligo antes de seguir avanzando, no acerté a oponer resistencia alguna. Podría haberle

recordado al oído que entre nosotros existía una especie de pacto tácito que su fervor exhibicionista estaba a punto de violar, podría haberle advertido que si su ataque prosperaba sólo un milímetro más, me levantaría de golpe y me largaría sin dar explicaciones, y por supuesto, podría haber atajado el viaje de su mano con mis propias manos, aplicando el recurso más directo, más rápido y más eficaz de cuantos estaban a mi alcance, que consistía, simplemente, en aferrar su brazo y tirar de él para arriba, todo eso podría haber hecho, pero ni siquiera fui capaz de no hacer nada porque, cuando se encendieron todas las alarmas, una espléndida sensación de bienestar rellenó súbitamente la oquedad fabricada por el miedo, un pozo muy largo y muy estrecho que la inquietud abriera en el centro de mi cuerpo, y regresó el calor, mucho más dulce, desarmado ya, como un secreto inofensivo, y yo me encontraba bien, no estaba borracha, no me había vuelto loca, no padecía alucinación alguna, y sin embargo, víctima exclusiva, favorita, de mí misma, escondí el brazo derecho debajo de la mesa, exploré con los dedos la situación exacta de los vaqueros de Larrea, y mirando a ninguna parte, mientras mis labios sonreían solos, de pura debilidad, posé la palma de la mano sobre su sexo para rodear con los dedos una raíz de tensión absoluta, un misterio capaz de alimentarse a sí mismo hasta el infinito, o un pedazo de polla, que fue lo que me dije a mí misma entonces, haciendo gala de la osadía propia de quienes apenas han empezado a aprender cómo se aprenden las cosas. Quizás por eso, aquella vez todo fue tan fácil.

La mano de Larrea me abandonó bruscamente cuando su propietario anunció en voz alta que se nos había hecho muy tarde y que deberíamos marcharnos ya, y mientras los primeros de la clase dividían la cuenta mentalmente, yo también coloqué ambos codos encima de la mesa para hurgar un rato en el bolso en busca del monedero. En ese instante no tenía ni idea de lo que iba a suceder después, pero tampoco me importaba, y ni siquiera había tenido tiempo para pararme a pensar en las posibilidades más inmediatas, o mejor dicho, en las más inmediatas consecuencias de cada una de ellas, cuando un taxi libre se detuvo junto a nosotros y mi profesor de dibujo, que se despedía entre sonrisas de un grupo de alumnos, me ofreció una plaza como de pasada, en un tono casi desinteresado, hasta sospechosamente cortés.

—Si quieres te dejo en casa, Ana, me pilla de camino…

Supongo que debimos de pasar al lado de mi calle, tal vez incluso hasta recorrimos un trecho, pero yo no me enteré, porque en cuanto el taxi se alejó unos metros, Félix se revolvió en el asiento como una fiera enjaulada, se abalanzó sobre mí y, presa de una especie de ambición ilimitada, se propuso explotar a la vez, con una sola boca y dos simples manos, el mayor número posible de los recursos de mi cuerpo. Cuando llegamos a su casa, estaba tan excitada que apenas podía respirar por la nariz. El resto fue sobre Iodo fácil, y además brusco, fluido y bastante rápido, pero mi única experiencia previa había consistido en un polvo improvisado a última hora con un amigo del novio de mi amiga Mercedes, un chico bastante guapo y muy gracioso que apareció por sorpresa a las dos de la mañana en una fiesta de Nochevieja en la que hasta entonces, la verdad, me estaba aburriendo bastante. Aquello fue un error lamentable, inconcebible y abrumador pero, aunque como justificación no resulte mucho más inteligente, la verdad es que estaba hasta las narices de ser la única virgen que quedaba en mi pandilla, y en aquel momento ni siquiera me arrepentí. Tres meses después, mi profesor de Dibujo obtuvo un beneficio incalculable no sólo de la torpeza de mi primer amante, sino también, y sobre todo, de la trivialidad del deseo que me empujara hasta sus brazos, porque había empezado el año satisfecha de mí misma, contenta en general y con ganas de contárselo a mis amigas, pero la saliva huyó de mi boca cuando salté de la cama que Larrea, perezoso, se resistió a abandonar mientras me vestía, y ni siquiera reconquistó mi paladar tras el último beso de despedida. Las vacaciones de Semana Santa fueron un infierno.