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más estériles al mismo tiempo, noches habitadas por fantasmas esquivos, insolentes, horas angustiosas de insomnio y de vigilia… Quizás no era exactamente amor, pero fue mucho más que un capricho, más que una novedad cegadora, aunque nunca una novedad ha llegado después a cegarme tanto, e infinitamente más que un ataque de ansiedad. El deseo me poseyó por completo, se adueñó de mis cimientos, de mis proyectos, de mi ambición, creció entre mis paredes como un parásito voraz, una gigantesca oruga capaz de arrasarlo todo, de devorarlo todo, de ocuparlo todo y exigir todavía más, aunque yo no tuviera con qué alimentarla. El primer día de clase, cuando salí del instituto, me encontraba físicamente mal, un poco mareada y muy pálida, exhausta sin motivo alguno, aturdida. Mi madre, que fue en busca del termómetro nada más verme la cara, me mandó a la cama sin proponerme siquiera una loncha de jamón de York para comer, y allí, en la precaria intimidad del dormitorio que compartía con mis dos hermanas, mientras me tapaba la cabeza con la sábana en un vano intento de cerrar mis oídos a la lejana sintonía del telediario, exploté en llanto, y lloré hasta que me venció un sueño nacido del puro agotamiento. Desperté un par de horas más tarde con nuevas esperanzas y un apetito asombroso, porque, después de todo, mi mal se reducía a no haberme encontrado con Larrea aquella mañana, y de repente ese detalle no me pareció tan grave como la posibilidad de que me viera y no quisiera reconocerme, una hipótesis que no había considerado hasta entonces y que me tuvo en vilo hasta el mediodía del martes, cuando la sonrisa inequívoca, cómplice, que me dirigió desde el descansillo del primer piso mientras yo atravesaba el vestíbulo, desheló los cristales de sangre que ensartaban mis venas y devolvió a mi maltrecho cuerpo la condición de templado. El miércoles, durante la clase de dibujo, me miró con la ternura sólida y levemente nostálgica de un amante que confirma con placer la calidad de su memoria, pero el timbre sonó diez minutos antes de tiempo y tuvo que salir corriendo porque había claustro. A cambio, el jueves, de madrugada, el tío Arsenio murió a tiempo para regalarme algunas horas de vida auténtica.
Decir que mis padres fueron a enterrarlo sería mucho decir. Fueron, más bien, a ver qué pasaba, y no tanto para curiosear como por ese repentino brote de responsabilidad que abrasa durante un par de días la conciencia de quienes han perdido algún familiar por el camino sin saber muy bien por qué. Mi padre, que no movió un músculo mientras recibía la escuetísima información —«ya sabes, hijo, estos hielos tardíos, que son tan malísimos…»— que quiso proporcionarle la vecina del único hermano vivo de su propio padre, reaccionó con una sorprendente mezcla de lentitud y extrañeza, limitándose a contener la avalancha de preguntas de mi madre con monosílabos y algún gruñido, mientras desayunaba con más parsimonia de la habitual. A despecho de su ensimismamiento, la mesa de la cocina se convirtió enseguida en el centro de un previsible guirigay, todos mis hermanos indagando a la vez acerca de la fortuna real de aquel tío abuelo que había comprado tantas tierras, haciendo conjeturas sobre los términos del testamento, y ofreciéndose a acompañar a mis padres a donde hiciera falta. En medio del barullo, papá acabó fijándose en mí, tan absorta en mis pensamientos como un preso que intuye la oportunidad de fugarse, y no sé si interpretó mi silencio como una muestra de respeto, pero no me dijo nada. Al final, decidieron llevarse a los mayores, que podían perder clase porque para eso estaban ya en la universidad, y dejar a la Paula más furiosa, maledicente e indignada ante tan flagrante discriminación, en la puerta del instituto, que les pillaba casi de camino. Cuando me quedé sola en casa, a las ocho y media de la mañana, ni siquiera me concedí a mí misma un momento para el estupor. Mientras me duchaba, me lavaba la cabeza, me hacía a toda velocidad una toga de emergencia y me vestía de domingo, con tacones, a pesar de la hora, apenas me daba cuenta de que Félix ocupaba ya hasta el menor resquicio de mi entendimiento, la más leve fibra de mi voluntad. Y no dudé al salir del portal en dirección contraria a la que tomaba todos los días, ni al embocar el callejón donde estaba su estudio, no me tembló la mano al llamar al timbre, ni la voz cuando le solté el discurso que había venido preparando por el camino —una florida explicación que él encajó de pie, apoyado en la puerta, medio dormido y casi desnudo, después de tirar de mí hacia dentro como si quisiera driblar al frío—, no me detuve siquiera a decidir si lo que estaba a punto de hacer era bueno o malo, inteligente o estúpido, rentable o un
error que lamentaría el resto de mi vida, y no lo hice porque no podía pensar ni hacer ninguna otra cosa que no fuera precisamente lo que estaba haciendo, ir hacia él. Y sin embargo, cuando ya no podía volverme atrás, una especie de asombro muy raro me desarmó de mi aplomo como de un vestido que siempre me hubiera quedado demasiado grande, y en la frontera de aquella enorme cama de sábanas revueltas y todavía calientes, la enajenación me pasó factura. A la intensísima luz de un repentino estado de conocimiento, me pregunté cómo, por qué camino habría llegado yo hasta allí, y no supe muy bien qué contestarme. Entonces, como si hubiera podido intuir la dirección de mis pensamientos, Félix se acercó a mí por detrás, me rodeó con los dos brazos y no hizo nada más, sólo abrazarme, respirar al borde de mi oreja izquierda, acoplar a mi relieve el relieve de su cuerpo, y esperar.
En aquel gesto estaba escrita la suerte de mi vida y él lo sabía. Lo supo siempre, desde el principio, ésa fue su principal ventaja sobre mí, tal vez la única, tan descomunal, de todas formas, que supongo que no llegó a echar otras de menos, él sabía tratar a la serpiente que vivía enroscada alrededor de mis vísceras, aprendió a domarla muy deprisa, cuando yo aún no me daba cuenta de nada, ¿te pasa algo, Ana?, me preguntó mientras aún esperaba, cuando todavía no había ocurrido cosa alguna, salvo que la dureza de su sexo marcaba ya en diagonal mi nalga izquierda, y le contesté que no con la cabeza, entonces sus manos treparon unos pocos centímetros, se cerraron sobre mis pechos en el preciso instante que escogieron sus dientes para atacar el perfil de mi cuello, yo acusaba la tensión de mis pezones resbalando contra sus pulgares y pensaba que todo iba a ocurrir muy rápido, pero sus labios rozaron mi oreja otra vez, no sé, dijo, parece como si te ahogaras…, y de nuevo se quedó quieto, me impuso una inmovilidad que ya no soportaba, y acabé confesando lo que él quería oír, sí, murmuré, me estoy ahogando… Nunca sabré dónde, en qué remoto pliegue de mi cuerpo, en qué escondida esquina de mis ojos, en qué precisa fibra de mi boca aprendió él tantas cosas de mí, nunca sabré cómo atinó a presentir con tamaña intensidad, tal precisión, la potencia de la serpiente que alentaba, como una fiera dormida sólo a medias, tras la torpe impasibilidad que embotó mis sentidos aquella primera vez de tanteo y borrachera, nunca sabré cómo lo hizo, pero acertó de lleno en el centro exacto de lo que yo era, y así me poseyó por completo antes de quitarme la ropa con aquella parsimonia exasperante, ¡miraque eres ansiosa!, fingía asombrarse, mucho antes de rodar conmigo sobre una cama que de repente quemaba, no seas tan ansiosa, en serio…, reía, acabará sentándote mal, infinitamente antes de concederme por fin esa gracia que yo no hubiera sido capaz de escatimarle, ¿quieres que te folle?, sí, pues pídemelo, fóllame, no así no…, pídemelo por favor, por favor, Félix, fóllame, cuando ya estaba a punto de deshacerme de angustia. Luego besé su cara, sus hombros, sus manos durante mucho tiempo, mientras el placer, ese traidor, me abandonaba despacio, como si le diera pena devolverme al mundo.
—¿Qué somos ahora? —le pregunté al final, cuando ya debería haber empezado a vestirme para no llegar tarde a comer—. Yo ya no podré verte como a los demás profesores. No sé si sabré disimular…
—Sí sabrás —se giró hacia mí y me besó brevemente en los labios—, porque no pienso hacerte ni puñetero caso.,.
Me eché a reír y él rió conmigo, pero eso no era bastante.
—¿Qué somos ahora? —repetí.
Él sonrió, y me miró de una manera especial, con dulzura, pero también con cierta secreta astucia.
—Somos amantes —contestó por fin, y yo, que no las buscaba, sucumbí sin condiciones al oscuro prestigio de esas dos palabras que parecían bastar para hacer de mí una persona importante. Por eso, justo antes de irme, volví la cabeza un momento para mirarle por sorpresa, y por eso, sin ser ni remotamente consciente de que acababa de empezar a aflojar el último freno, me dije que nunca jamás podría llegar a merecer la gracia de un destino tan magnánimo como el que acababa de convertirme en la amante —¡a–man–te!— de un genio auténtico.
Después de tantos años, ése es el único punto en el que estoy de acuerdo con la enferma de adolescencia que era entonces. Efectivamente, creo que jamás llegué a merecerme a Larrea.
—¡No me estropees el centollo, mamá, por favor te lo pido…!
La clarividencia nunca ha formado parte del limitado patrimonio de mis habilidades, pero aquella noche la vi venir, y la vi venir desde muy lejos.
—¡Por supuesto que no! —protestó, fingiéndose ofendida—. Yo, lo único que quiero decirte… No sé. Me preocupas mucho, hija mía…
Cuando decidí celebrar la entrada en vigor de la ley que me convertía en mayor de edad unos pocos meses después de haber cumplido los dieciocho, contando en casa que Félix y yo habíamos sido novios en secreto durante más de un año y medio y que nos proponíamos dejar de serlo en cuanto nos diera tiempo a arreglar los papeles para casarnos, la que más chilló —más alto, más fuerte, más lejos— fue, naturalmente, mi madre. Seis años después, cuando decidí dejar a mi marido por un puñado de aceitunas de Camporreal, la que menos se esforzó por intentar comprender las razones de mi vuelta a Madrid fue también, precisamente, mi madre. Claro que yo no era el único miembro de la familia cuya vida había cambiado vertiginosamente entre ambas fechas. Si la oportuna muerte del tío Arsenio me había abocado a los brazos de Félix Larrea, la prescripción de su herencia elevó a mis padres a una cota de lujo y riqueza que jamás habían acariciado ni en sueños, un éxito del que se recuperaron en una dirección muy particular.
Estaban tan acostumbrados a amenazarse en vano, a justificarse mutuamente como una amarga broma del azar, a reírse a carcajadas con todos esos chistes que siempre empiezan cuando a un marido, o a una mujer, le toca el gordo de la lotería, que al final, estrechamente acoplados en sus respectivos infortunios, habían logrado inducirse el uno al otro a acatar una cierta variedad de la armonía, el equilibrio indudable, tan precariamente sólido, que nace del ejercicio rutinario de la infelicidad. Y eran casi felices mientras rumiaban sus desgracias en público, enumerando ella en voz alta el nombre, los méritos y los sueldos de todos los pretendientes a los que rechazó para casarse con «este taxista», preguntándose él por las esquinas de qué dignísima estirpe se creería heredera la gorda aquella, si cuando la conoció su padre vendía queso y miel de la Alcarria de puerta en puerta, y los dos juraban a coro que si pudieran coger la puerta, ahí iban a seguir, y no acababan de especificar jamás por qué no podían pasar del recibidor, pero sus amigos, sus vecinos, sus hijos, sobreentendíamos que esos misteriosos accesos de parálisis progresiva que empezaban a dificultar sus movimientos a mitad del pasillo, no eran otra cosa que una manifestación más de la eterna mala suerte que cada uno de ellos invocaba con avaricia y arbitrariedad parejas, pero siempre en rigurosa exclusiva. Hasta que un buen día, la herencia del tío Arsenio prescribió, y en el mismo instante en que se desvanecieron los impuestos que la bloqueaban, se esfumó también la desgracia de mis padres.
Más que a un regalo de la fortuna, aquel golpe de riqueza se asemejó, de entrada, a una ironía que el destino hubiera concebido sin otro propósito que burlarse a placer de mi desprevenida madre, quien siempre había sostenido que el origen de toda ignominia constaba muy claramente, y por escrito, en la partida de nacimiento de su marido, donde, junto a la fórmula nacido en, alguien había consignado, con una caligrafía lamentable, la expresión «Villanueva del Pardillo, provincia de Madrid». Ella, en cambio, era un espécimen genuino de la especie nacida en «Madrid, provincia de Madrid», y ni siquiera se hubiera dado menos pisto si el pueblo de mi padre no llevara el insulto incorporado en su propio nombre, aunque no podía resistir la tentación de apostillar cualquier comentario propio o ajeno con aquella consabida y tosquísima advertencia, no, si no es por nada, pero el mismo nombre de su pueblo ya lo dice, pardillo, a ver si no, pardillo, que lo que soy yo, no me invento ni pizca… Pero al margen de las broncas domésticas, que seguramente habrían encontrado otros espléndidos cauces en el caso de que mi abuela Experta se hubiera venido a parir a la capital, las raíces de mi familia paterna no tuvieron ninguna importancia real hasta que un
compacto ejército de maquinaria pesada empezó a inyectar entre ellas grandes cantidades de hormigón y de cemento armado, y sobre los pastos de antaño emergió enseguida una ciudad fantasma de chalets de lujo con parcela individual, cuyos futuros propietarios, por muy ricos, que fueran, nunca alcanzarían a soñar siquiera un rendimiento comparable al que el pardillo de turno estaba obteniendo de un patrimonio tan rústico, aquellos tres o cuatro prados que apenas daban para alimentar a un triste rebaño de ovejas.
El tío Arsenio, que había ejecutado a la perfección todas las etapas precisas para transformar a un pequeño ganadero en un considerable especulador inmobiliario, poseía en la hora de su muerte catorce o quince fincas espléndidamente situadas, no sólo desde el punto de vista de su emplazamiento geográfico, sino también en lo relativo a su estatuto legal, que estaba a punto, pero lo que se dice a punto, de convertirlas en otras tantas grandes superficies de suelo urbanizable. Algo acabó contándole a mi padre un pintoresco personaje que empezó a rondarle a distancia apenas puso un pie en el pueblo, el cuerpo del difunto todavía caliente, y que terminó identificándose como Miguel Ángel Romero, abogado, economista y, sobre todo, gran hortera. Yo le conocí en el funeral, un jovencito muy trajeado que se agregó al cortejo con una naturalidad pasmosa, aunque sólo me fijé en él, al principio, por el inverosímil bucle que formaba su corbata estampada, jinetes ingleses en la caza del zorro a punto de precipitarse en el vacío por obra y gracia de un enorme pasador dorado, sujeto a la altura del tercer botón de una camisa brillosa, como de tela de visillo, sumamente increíble. Más de pueblo que las amapolas, sentencié para mí misma, y si alguien me hubiera obligado a calcular qué puesto le reservaba el azar en mi familia, habría agotado todos los catálogos de la especulación antes de atreverme siquiera a sospechar que estaba destinado a convertirse algún día en el marido de mi hermana mayor, Mariola, obsesiva heredera de los delirios de grandeza que mi madre elevó a cotas de un patetismo purísimo al escoger para su primogénita un nombre literalmente absurdo —María de la O—, sólo para poder abreviarlo en el diminutivo por el que se conocía a la segunda nieta de Franco.
Si Romero no hubiera estado tan seguro de sus posibilidades para convertir a mi padre en millonario y a sí mismo, antes que en yerno, en su apéndice imprescindible —esa flexible, astuta y contundente mano derecha de la que ningún millonario apreciable puede carecer—, quizás la herencia del tío Arsenio no habría dado tanto de sí, pero el «consejero jurídico del finado», como se llamaba a sí mismo al principio, puso cerco al domicilio familiar y fue implacable, hasta el punto de que, durante años enteros, el único heredero auténtico que hubo en todo este asunto fue él, que heredó un cliente por asedio. Y aunque no logró convencerle de las ventajas que, a largo plazo, acabaría reportándole la liquidación inmediata de los derechos reales que le permitirían entrar en posesión de las tierras, sí consiguió persuadirle, y con él a mi madre, y a mis tres hermanos, de que habían encontrado al único zahorí capaz de señalar la dirección en 1 a que, a no pasar muchos años, iba a llover más dinero del que cabe en la piscina del tío Güito. Y todos se volvieron medio locos.
Yo seguí el proceso desde París, con mucho más detalle del que podría deducirse de una distancia que mi familia había salvado con inaudita agilidad durante cerca de un lustro, porque en los buenos tiempos que sucedieron a mi esplendoroso debut corno mujer adulta, mientras mi marido irradiaba un halo deslumbrante capaz de protegerme y de dirigirme a la vez, como la varita de un hada madrina, no había encontrado la manera de quitármelos de encima. En los días dorados en los que cada cosa era un estreno, mi madre llamaba por teléfono a todas horas y, entre llamada y llamada, me escribía unas cartas larguísimas que pretendían revelar cuan hondamente le preocupaba mi situación, pero en la práctica me informaban, más bien, de hasta qué punto se aburría por las tardes. Muchas de ellas no las encontré en el buzón, sino en la maleta de cualquiera de mis hermanos, que no dejaban pasar un puente sin aprovechar la oportunidad de ocupar la habitación de invitados de mi casa, un recurso que acabó por explotar incluso mi propio padre para recuperarse de las batallas más sangrientas de su perpetua guerra conyugal, siempre que su mujer no hubiera llamado primero. Amanda —primera hija, primera nieta, primera sobrina— bastaba para justificar formalmente aquella periódica invasión, que sin embargo cesó de repente, en parte por cansancio de
los visitantes, supongo, pero también porque la misión de planificar con cuidado lo que se prometían como un futuro opulento les absorbió por completo, y desde entonces se dedicaron sobre todo a mirar pisos en venta. Mientras tanto, yo me enfrentaba a solas con una metamorfosis más lenta pero no más sutil, la campaña de camuflaje que Félix opuso como principal y misérrima táctica al paulatino desgaste de su futuro como pintor. Entonces, cuando su edad le fue eliminando por sí sola de las quinielas de grandes promesas sin que su obra le acabara de asegurar del todo una plaza indiscutible en la lista de los maestros consagrados, él, que nunca antes había recurrido a vivir como se supone que la gente espera que viva un pintor, intentó imponerse al destino adoptando modos de genio de manual, una estúpida combinación de vida desordenada —dormir de día, trabajar de noche, desayunar a la hora de merendar, cenar tortilla de patatas recubierta de caviar barato—, promiscuidad sexual —llegó a tener una amante fija disfrazada de discípula invitada que prácticamente vivía con nosotros, una joven estudiante de Bellas Artes de origen vietnamita a la que él llamaba Minnie, como la novia de Mickey
Mouse, y con la que una vez llegó a proponerme que nos acostáramos, un proyecto que debió abandonar enseguida, porque le contesté con una bofetada que le debió de asombrar hasta tal punto que no Logró devolvérmela ni siquiera de palabra—, y discurso sistemáticamente heterodoxo — conviene decir siempre algo muy original aunque sea una tontería—, que le sentaba fatal, por lo menos a mis ojos, que maduraron muy deprisa en poco tiempo ante la representación cotidiana de aquella tosca impostura.
La deserción masiva de padres y hermanos me precipitó en una versión específicamente íntima de una soledad que no había llegado a sentir del todo hasta entonces, mientras continuaba unida a Madrid por una suerte de invisible, invencible cordón umbilical que no me había consentido todavía una maniobra tan simple como dar una vuelta completa para mirar lo que ocurría a mi alrededor. Cuando por fin me atreví a intentarlo, comprobé con menos estupor del previsible que, aun escogiendo la dirección al azar, sólo podía ver detalles de un edificio que se estaba cayendo a trozos, y que sin embargo, y eso era peor y mucho más pasmoso, mi propia ruina no me resultaba un espectáculo tan desagradable. Al principio pensé en hablar seriamente con Félix, pero acabé por comprender que ninguna huida sería tan insensata como volver a empezar con un hombre que apenas lograba ya brillar en la memoria de una muchacha irreconocible en los perfiles de un ama de casa demasiado joven, con una niña demasiado pequeña, un marido demasiado egocéntrico, y un futuro demasiado largo para admitir soluciones eficaces. Todo eso lo sabía bien, y sin embargo, nada resultó fácil.
Durante un par de años, tras instalarme de nuevo en Madrid, tuve la sensación de que había transportado sin querer, desde mi vida anterior, una extraña capacidad para desintegrar cualquier cosa que tocara, porque la realidad seguía moviéndose sin parar, y todo cambiaba demasiado deprisa a mi alrededor. El paso del tiempo se encargó de demostrarme que aquel aparente vértigo no era más que un efecto óptico generado por mi propia inmovilidad, porque todo cambiaba y se movía sólo para encontrar un lugar definitivo, y antes o después, cada cosa logró acoplarse en un hueco más o menos ajustado a su medida, todo acabó encajando, todo, salvo mi vida.
Ése era el tema de conversación favorito de mi madre, y la gran amenaza que pendía sobre lo mejor de mi cena, el monstruoso caparazón rojizo relleno de una indefinible sustancia de aspecto semejante al cieno, en la que navegaban pequeños pedazos de esa materia rugosa de relieve casi cerebral y color muy vivo que se suele llamar coral y se eleva, en mi opinión, sobre todos los demás productos comestibles de este mundo hasta el rango de lo esencialmente delicioso. Eso me estaba jugando mientras mi madre, negándose a cualquier impulso de misericordia, volvía a la carga con lo de siempre.
—Es culpa vuestra, desde luego… —dejó caer mientras despojaba de su cáscara una pata de centollo con una delicadeza no por ensayadísima menos admirable—. No sé para qué os sirve ser tan listas, si después sois incapaces de comprender que estáis echando a los hombres a perder…
—No digas tonterías, mamá —opuse, sin grandes energías.
—Por supuesto que no, lo que digo es la pura verdad… Y lo tuyo es una verdadera pena, hija, porque… Tú todavía tienes una oportunidad, estoy segura.
—¿Una oportunidad de qué? —la clarividencia nunca ha formado parte del limitado patrimonio de mis habilidades, pero a aquellas alturas, mientras me despedía definitivamente de mi apetito, ya ni siquiera tenía sentido invocarla—. ¿Para qué, mamá?
El sonido de mi voz, apagado y opaco, apenas traducía una mínima porción del cansancio al que había sucumbido en un instante. Ella lo sabía, porque no entendía nada, pero era capaz de anticipar mis reacciones por pura repetición, tantas veces nos habíamos estancado en los mismos silencios.
—No voy a volver con Félix, mamá. —Hice una pequeña pausa y sonreí, como una garantía de que mi postura no tenía nada que ver con ella—. Olvídalo. No voy a volver nunca con él.
Ella insistió con ojos turbios.
—¿Por qué?
—Porque no. No me apetece, no me interesa, no me da la gana de vivir con Félix. No le quiero, no me gusta, no es mi tipo. Se acabó.
—Pues al principio, bien que chillabas… —la corté en seco para ahorrarme la descripción exacta de aquellos chillidos. Demasiado bien me acordaba yo de lo que chillaba entonces.
—Al principio era al principio. Ahora es ahora. Y en medio caben veinte años, más o menos.
—Pero él siempre te ha querido, Ana Luisa…
—¿Siempre? ¿Cuándo? —chillé, lamentando por enésima vez la genial intuición que había impulsado a Félix, que siempre la había odiado, a buscar el apoyo de mi madre, que antes le correspondía puntualmente, cuando decidió que no quería envejecer solo y que, en consecuencia, ya era hora de que alguien me cogiera de la mano para devolverme a mi único y verdadero hogar—. ¿Cuando se llevaba admiradoras a la cama en mi propia casa, me quería? ¿Cuando me mandaba callar en las fiestas disculpándose porque su mujer era una pobre españolita ignorante, me quería? ¿Cuando se gastaba un pastón en meterse de todo y luego dormía la borrachera durante el día entero mientras yo me ocupaba de la casa, y del estudio, y de la niña, porque él no pensaba contribuir con su dinero a la explotación que significa el servicio doméstico, me quería? ¿Cuando me pedía que hiciera una cena especial porque iba a venir gente importante y luego me decía que había pensado que era mejor que no me sentara a la mesa porque Amanda nos interrumpiría sin parar y lo echaría todo a perder, me quería? Muy bien, pues si eso es lo que él entiende por amor, que se lo meta con mucho cuidado por el culo.
—¡Ana! —mi madre estaba a punto de llorar.
—¿Qué? —yo, en cambio, me había puesto tan furiosa como siempre que me obligaba a hablar de ese tema.
—¡No hables así!
Respiré profundamente un par de veces para imponerme al menos una apariencia de tranquilidad.
—Perdona, mamá.
—No te entiendo, hija, tanto rencor… —y por fin explotó en un llanto que yo comprendía tan mal como ella decía entender mi vida, o peor aún—. ¿Adonde te lleva el rencor? ¿Adonde vas con esa dignidad de la que tanto cacareas? Todos cometemos errores, y Félix se ha equivocado muchas veces, muchísimas, eso es cierto y él es el primero en reconocerlo, pero está arrepentido, y yo creo que es sincero, y te quiere, en serio… ¿Te mentiría yo en algo así? Yo lo único que quiero es tu bien, hija, y la verdad… Mírate, Ana Luisa, mira a tu alrededor… Eres tan guapa, y tan joven todavía… ¿Y qué? Pues nada. Nada… ¿Cuánto tiempo llevas viviendo así? ¿Diez años, once…? Pasándolo mal sin necesidad, sin aceptarla ayuda de nadie…
—No seas tramposa, mamá —nunca me perdonaría que me negara a vivir a su costa cuando regresé a Madrid, e incluso después de haber aceptado la vajilla de la Cartuja, y la cristalería tallada, y el abrigo de cuero con el que tuvo que conformarse cuando la convencí de que jamás consentiría que me regalara un visón, sé que para ella siempre seré una ingrata—. Sabes de sobra que hace ya
mucho tiempo que no necesito ninguna ayuda.
—Económica quizás no, pero… Ana Luisa, hija, ¿tú te das cuenta de la vida que llevas, de la cantidad de años que hace que estás sola? Sola porque eres una cabezona, una orgullosa, y… hasta una soberbia, hija mía, perdona que te lo diga, que no se puede ir por el mundo así, de Escarlata O'Hará… —no tenía ninguna gana de reírme, pero fui incapaz de controlar una mínima carcajada con la que celebrar aquella ironía, el reproche que me dirigía la única Escarlata genuina que he conocido en mi vida—. ¡Sí, ríete! Ríete, anda… Que el panorama que tienes por delante es como para morirse de risa…
—Si no me río» mamá, es que… —entonces mis labios empezaron a temblar sin haber tenido el detalle de avisarme previamente y, como si quisieran certificar mi última afirmación, mis ojos se sumergieron de repente en un pantano de llanto, y acabamos como siempre, el centollo desperdiciado y las dos tiradas en el sofá del salón, ella llorando por mí y yo también, ella queriéndome sin condiciones aunque no me comprendiera en absoluto, y yo preguntándome cómo era posible aquel fenómeno, tanto amor sin un solo gramo de conocimiento.