37361.fb2
Lo que ocurrió en realidad puede resumirse en unas pocas palabras: lo intenté, pero no salió. Algunos eran demasiado tontos, otros eran demasiado listos, unos pocos estaban bien, dos o tres hasta muy bien, pero no les excitaba la idea de irse de vacaciones con una niña de otro, o se habían forjado una idea más sencilla de lo que iba a ser su vida, o conocieron a alguien que les gustó más, o Dios sabrá qué cono pasó, pero no llamaron la cuarta o la quinta vez que prometieron hacerlo. A los demás, yo misma me los fui quitando de encima en el momento exacto en el que sentía que hasta las ilusiones más endebles me abandonaban con la implacable, rigurosa disciplina que organiza a las burbujas para ayudarlas a escapar a toda prisa por el cuello de una botella de champán, después de un taponazo inapelable. Tapones hubo muchos, de variadas formas y colores, a veces una frase, y otras un determinado tipo de silencio, opiniones que me daban asco, opiniones que me daban miedo, opiniones que me traían absolutamente sin cuidado, detalles sin importancia o, algunos, muy importantes, pieles que me repelían, polvos aburridos, voluntariosos o estúpidos, amantes tan jactanciosos, tan satisfechos de sí mismos y de sus sofisticadas y prodigiosas técnicas, que daban primero risa y luego como una especie de pena universal, lástima por el pobre destino de esta Humanidad a la que, al fin y al cabo, todos pertenecemos, entonces escuchaba el taponazo, ¡pum!, a menudo hasta en la primera cita, cuando aún no estaban claras ni sus intenciones ni las mías, ¡pum!, pero los tapones no perdonan, y el de la esperanza saltaba en mi interior sin previo aviso para liberar un millón de burbujas puntiagudas, esponjosas, frenéticas, partículas de una repentina conciencia gaseosa que despejaba mis ojos y aceleraba mis pasos para susurrar en mi oído una verdad que llegaría a hacerse tremendamente desagradable, éste tampoco, qué le vamos a hacer… Mientras amontonaba sus nombres, sus rostros, sus cuerpos progresivamente borrosos, finalmente idénticos entre sí, en una región lateral de mi memoria, registraba también el carácter de
mis propias expectativas, una compleja gama de espejismos en la que ha cabido de todo, desde el proyecto más razonable hasta el fruto más descabellado de cierta peculiar demencia transitoria. Pero ahora ya ni eso, me dije cuando conseguí echar a mi madre de casa aquella noche, ahora ya ni siquiera soy capaz de pensar locuras…
—¿Tienes algún plan para comer? —hacía un par de meses que Rosa había entrado en mi despacho a media mañana, tan sigilosamente como si viniera a proponerme un atentado con explosivos.
—El comedor de la empresa —le contesté en un susurro, mientras le enseñaba mi talonario de tiquets amarillos—. Ochocientas pelas, tres platos, dieta mediterránea…
—No, en serio… —protestó, devolviendo su voz al tono de siempre—. Vente conmigo al Mesón de Antoñita. Quiero preguntarte una cosa, yo… —bajó la cabeza y mantuvo los ojos fijos en el suelo—. Tengo que hablar con alguien.
—¿Es importante?
—Sí… —contestó, y me miró a los ojos para reafirmarlo—. Creo que sí, muy importante.
Durante dos horas me preparé para diversas versiones de lo peor y de lo mejor, desde que Nacho Huertas se hubiera manifestado por fin para rogar explícitamente que dejara de perseguirle, hasta que hubiera ocurrido todo lo contrario y quisiera consultarme la redacción de la nota que pensaba dejarle a su marido en el espejo del cuarto de baño, pero podría haber estado un siglo pensando y jamás habría logrado adivinar la inaudita naturaleza de aquella confidencia.
—Verás… —arrancó por fin mientras nos instalábamos en una mesa discreta, sin ninguna pareja de oídos interesados a la vista—, Fue una cosa que pasó la última vez que me enrollé con Nacho, hace unos seis meses…
—¿Cuando quedasteis en aquel bar y te llevó a su estudio? —pregunté, temiéndome ya algo mucho más terrible que lo peor, y ella asintió—. Entonces hace por lo menos un año, Rosa.
—Bueno, da lo mismo, ¿no? —y me miró tan fijamente que no me quedó más remedio que darle la razón con la cabeza—. El caso es que en aquel momento no me fijé y ahora, en cambio, me parece muy importante, no sé… ¿Tú dices mucho amor mío?
—¿Qué?
—La expresión amor mío, así—y movió en el aire los dedos índice y corazón de las dos manos, un gesto que seguramente había aprendido de Fran—, entre comillas… ¿Tú le has dicho muchas veces eso a alguien?
—No.
—¿Verdad que no? —me miraba con ojos incendiarios, dignos de una pastorcilla que acabara de descubrir a la Virgen encima de una peña, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa de triunfo tan plena como si intentara hablar con la boca llena de caramelos, una cara que daba miedo—. ¡Y yo tampoco! Pero él sí lo dijo, y me lo dijo a mí. ¿Qué te parece?
—Pues no sé… —y la verdad es que no sabía qué decir. Estaba perpleja.
—Mira, te lo voy a explicar… Estábamos follando, ¿no?, a oscuras, él me había tumbado boca arriba y se había montado encima de mí, siempre empezamos así, ¿sabes?, y de repente se salió sin avisar y me dio la vuelta para metérmela por detrás, ¿comprendes…? —hizo una pausa que no supe muy bien cómo valorar, pero asentí con la cabeza para que supiera que, desde luego, eso lo comprendía—. Bien, entonces se pegó a mí con todas sus fuerzas pero, como estábamos ya tan puestos y él es mucho más grande que yo, pues, de puro ansioso, no consiguió acertar a la primera, ni a la segunda, por cierto, y me dio la impresión de que se estaba poniendo nervioso, y para tranquilizarle, y porque tampoco es que tuviéramos prisa, yo le dije, no seas impaciente, y precisamente en ese momento fue cuando él me contestó, no soy impaciente, amor mío… —calló el tiempo justo para encender un cigarrillo, y yo aproveché aquella mínima tregua para preguntarme si ella habría dicho de verdad todo lo que yo había creído escuchar hasta entonces, y en ese caso, mucho más que probable, qué clase de rollo le iba a largar cuando, indefectiblemente, rematara su historia pidiéndome una interpretación de aquellas dos palabras—. Me dijo amor mío, ¿entiendes?,
y en aquel momento ni me di cuenta, si seré tonta, pero ahora llevo un montón de tiempo pensándolo, porque… —y no pudo evitar el sonrojo antes de lanzarse sin paracaídas—. ¿Tú crees que se puede decir una cosa así sin sentirla?
Lo que yo creo es que estás colgada, Rosa, me dije a mí misma, pero lo que se dice hecha polvo, tía, y eso es lo que tendría que haberle dicho a ella, que no había derecho a que llevase tanto tiempo así, secuestrada por su propia necesidad de creer en una historia que no iba a ir jamás a ninguna parte, atascada en un par de palabras, o en un gesto, o en un simple detalle airoso de un amante accidental que no daba señales de vida desde hacía más de un año, perdida en un laberinto de recuerdos inútiles mal disfrazados de pistas preciosas, eso tendría que haberle dicho, que la había llamado amor mío igual que podría haberla llamado chata, o cordera, o monumento, a saber, lo que de verdad necesitaba era que alguien le abriera los ojos de una vez y yo nunca encontraría una ocasión mejor, y sin embargo no fui capaz de ahorrarle otra mentira porque la entendía demasiado bien, porque me recordaba con demasiado detalle a la loca que yo misma había sido en otras épocas, y porque en el fondo no estaba segura de que la verdad la sentara mejor que esa tibia alucinación en la que se acunaba al acostarse, cada noche, y se apoyaba al levantarse, cada mañana.
—No, supongo que no —contesté al final, sintiéndome a medias cómplice y miserable—. Yo creo que en aquel momento debía de creer en lo que te decía…
Un par de meses después, mientras tiraba a la basura los restos de aquel centollo interrumpido, calculando cuánto tiempo tardaría mi madre en llamar a París para informar a Félix de los detalles del fracaso de su última embajada, tuve envidia de Rosa y de su cuelgue, ese amor fabuloso que jamás se agotaba, la absurda pasión que tanta lástima me inspiraba cuando estaba menos lúcida y más sobria que entonces. Porque habían pasado muchos años ya desde que descubrí la verdadera trascendencia de ponerse cachonda, porque ya casi se me había olvidado que estar cachonda había resultado la causa principal entre todas las que habían cooperado para arruinar mi vida, porque ya ni siquiera era capaz de pensar locuras y eso, en el fondo, resultaba más aterrador que la más terrorífica de las enajenaciones. Luego, tumbada en el sofá, empalmando una copa con la siguiente, intenté medir mis propias fuerzas, calcular cuánto tiempo más —años, meses, semanas— sería capaz de seguir resistiéndome al ataque aliado, mi madre abogando por los intereses del yerno a quien peor conocía, mi ex marido, que estaba a punto de cumplir cincuenta años, llamándola «mamá» en justa correspondencia. El balance no resultaba muy halagüeño. Aquella noche me acosté con la certeza de que, me gustara o no, Félix acabaría siendo el único hombre de mi vida, y eso porque, sencillamente, no habría ninguno más.
Pero, a veces, las cosas cambian.
Ya sé que parece imposible, que es increíble, pero a veces, pasa.
Cuando sonó el despertador no había dormido ni cinco horas, y aunque me apresuré a interrumpir la alarma de un manotazo, su eco continuó zumbando dentro de mi cabeza mientras me arrastraba hasta el cuarto de baño y controlaba la amenaza de náusea que mi desconsiderado organismo oponía a mi firme proyecto de lavarme los dientes. Después, con la boca limpia, las cosas fueron algo mejor, pero mis energías se agotaron en la proeza de extenderme crema en la cara con los ojos cerrados, y si al abrir el armario no me hubiera tropezado con las mallas negras que me pongo siempre que no se me ocurre qué ponerme, quizás me habría vuelto a la cama sin más. Pero ahí estaban, recién lavadas y planchadas, señal suficiente de que los dioses habían previsto que me vistiera y me marchara a trabajar. Elegí una camisa estampada en colores brillantes para contrarrestar la palidez de mi rostro, me concedí a mí misma la gracia de desayunar en la calle, y salí de casa con la inconcreta sospecha de estar olvidando algo muy importante, pero ampliamente resignada a que la cabeza no me diera para más aquella mañana.
Bajé las escaleras sin encender la luz y, todavía en el portal, me parapeté tras las gafas de sol con el mismo gesto ansioso de una diva sedienta de intimidad, pero al abrir la puerta no llegué a acusar
siquiera la claridad de un cielo despejado, que ya presentía al sol. Los gritos y las risas de la despiadada turba de adolescentes que había escogido el fragmento de acera situado exactamente delante de mi casa para darse cita a la hora más absurda —las ocho y diez—, me aturdió mucho antes de que mis maltrechos reflejos averiguaran si iba a sentarme bien o mal sacar a la resaca de paseo. Tras un instante de indecisión, que consumí parada en el umbral, tratando de encontrar algún sentido al hermético discurso que parecía aglutinar a toda aquella gente, decidí abrirme paso igual que en las rebajas.
—… farolas, por ejemplo —decía un misterioso gurú cuando di el primer codazo—, de varios tipos, la más altas, destinadas a iluminar la calzada, y las que forman parte propiamente del mobiliario urbano, tanto las exentas como las adosadas a los inmuebles. A ver…, ¿quién quiere ocuparse del alumbrado?
—¡Nosotros! —alguien gritó con un entusiasmo atroz en el borde de mi oreja.
—Perdón… —yo en cambio susurraba, casi sería mejor decir que suplicaba, en el tono más cortés que conozco—, perdón… ¿Me dejas pasar, por favor?
—Resumiendo… —a medida que avanzaba por la acera llena de gente me iba acercando más y más a aquella extraña voz cantante, que trinaba con un vigor intolerable en mis circunstancias—. Farolas, papeleras, bancos y otras dotaciones públicas o municipales, y después, sector terciario… Oye, perdona… Hola… —no se me pasó por la cabeza que aquel saludo tuviera nada que ver conmigo, pero alguien me retuvo, sujetando mi brazo izquierdo, cuando ya creía haber roto definitivamente el cerco—. Yo te conozco…, ¿no?
Me quité las gafas de sol con la mano libre, miré hacia delante, y me bastó un poco de interés para descifrar la mitad del enigma de una simple ojeada. Aquella pequeña tropa de jovencitos armados con bolígrafos y carpetas eran desde luego estudiantes, seguramente universitarios, aunque no se me ocurría muy bien qué tenían que ver los bancos y las farolas con ninguna asignatura, sobre todo después de reconocer a su profesor, Javier Álvarez, aquel energúmeno que me había echado una bronca por teléfono un año y medio antes, por lo menos, y con quien no había vuelto a cruzar una palabra, a pesar del tímido intento de reconciliación que había detectado en las sonrisas que me dedicaba cuando nos encontrábamos, de Pascuas a Ramos, por los pasillos de la editorial. Lo que me faltaba, me dije, sin decidirme a contestar o a salir corriendo, tropezarme en ayunas precisamente con éste.
—Tú eres Ana Hernández… —se encasquilló en mi segundo apellido, pero compensó su distracción con una sonrisa que me dejó ver todos sus dientes, y comprendí que no tenía más que una opción.
—Peña —completé, mientras estrechaba la mano que me tendía—. Sí, soy yo. ¿Cómo estás?
—Bien…
En la editorial le llamábamos el riguroso autor, aunque después de su explosiva presentación no había dado la lata mucho más de lo que es habitual entre los profesores universitarios, que siempre son los autores que menos colaboran y mejor se quejan. De todas formas, le teníamos mucha manía, porque Fran se ponía sistemáticamente de su parte en cualquier conflicto, y porque resultaba demasiado joven para ser catedrático y hasta demasiado listo en general, un tanto repelente, sobre todo en mi opinión, porque a mí me gustaba desde la primera vez que le vi, y no le podía perdonar que se hubiera dado tanta prisa en desmentirme. Aquella mañana, en cambio, se comportaba como si pretendiera más bien dejarme en ridículo conmigo misma.
—¿Qué haces por aquí, a estas horas? —me preguntó sin dejar de sonreír, mientras los estudiantes comenzaban a alborotarse.
—Eso deberías decírmelo tú a mí… Yo vivo en esa casa.
—¿En serio? —parecía sorprendidísimo—. ¡Qué casualidad!, ¿no?
—Pues… supongo que sí —retrocedí dos o tres pasos para iniciar la maniobra de retirada, que ejecuté moviendo mucho las manos—. En fin, me voy corriendo porque no he desayunado todavía, ¿sabes?, y yo, hasta que no me tomo un café…
—Voy contigo —aseguró, con un acento tan rotundo que a él mismo debió de parecerle inconveniente—. Bueno, si no te importa…
—No, no, no… —Le aseguré a mi vez, mientras un indeseable tono rojizo se hacía cargo de mis mejillas, y luego mentí con un estilo espléndido—. Claro que no me importa, pero… ¿y tus alumnos?
—¡Oh! Ellos tienen mucho trabajo —y sonrió de nuevo—. Espérame aquí un momento, voy a ponerles a contar farolas…
Se alejó unos metros para organizar a los estudiantes en grupos y le oí repetir una extravagante lista de objetos —farolas, papeleras, bancos, árboles, columpios, contenedores de vidrio para reciclaje, depósitos de pilas, relojes digitales, paneles de información municipal, garajes, zonas peatonales, vados permanentes, accesos dotados de rampas para sillas de ruedas, accesos inaccesibles para minusválidos y un montón de cosas por el estilo— a la que puso fin con dos palmadas y una expresión de ánimo, como si fuera un entrenador de baloncesto.
—Ya está —dijo simplemente al volver a mi lado, y no pude resistir la curiosidad ni un minuto más.
—¿Qué es exactamente lo que hacen? —pregunté, mientras echaba a andar.
—Prácticas de Geografía Urbana —me contestó—. Tienen que anotar todas las características de un tramo concreto de una calle concreta, describirla, enumerar sus dotaciones, medir la frecuencia con la que se repiten, registrar cualquier accidente singular… y luego, interpretar los datos que resulten, es decir, tratar la ciudad como un paisaje más. Esta plaza es estupenda para ellos, porque tiene de todo, una boca de metro, un mercado, un colegio, una zona arbolada con juegos para los niños, una fuente, un aparcamiento subterráneo, un monumento histórico–artístico y varios edificios protegidos.
—El Cine Barceló —sugerí, pero él me miró frunciendo las cejas como un signo de perplejidad—. Pacha era antes el Cine Barceló. Lo sé porque vine alguna vez, de pequeña, a ver Sissi Emperatriz, por ejemplo. Me imagino que te refieres a él.
—Sí. Y a tu casa, sin ir más lejos.
—Ya… Creía que lo tuyo eran las plataformas continentales.