37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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—Más bien los relieves kársticos, pero sí, tienes razón, me dedico sobre todo a la Geografía Física. En realidad este grupo no es mío, sino de un amigo que se ha cogido algo así como un año sabático por su cuenta. Yo estoy dando sus clases de primero, Geografía General, o sea, un poco de todo.

—¿Y tu asignatura?

—La doy yo también.

—¿Pero eso se puede hacer?

—Bueno, en teoría… no, pero si el departamento se muestra comprensivo y los alumnos no protestan..,

—Pues vaya morro que tiene tu amigo, ¿eh? —concluí empujando la puerta de una cafetería bastante fina, a la que nunca hubiera ido para desayunar yo sola, pero que resultaba mucho más acogedora y silenciosa que la barra del bar del mercado, donde jamás he logrado invertir más de tres minutos en despachar un desayuno.

—No creas —dijo él, dejando caer su cartera en una mesa pequeña, al lado de una ventana. Luego, con mucha parsimonia, se sentó en una silla y esperó a que yo me sentara enfrente—. No le quedaba otro remedio.

—¿Ha matado a alguien?

—No. Mucho peor —y sin embargo volvió a sonreír—. Se ha enamorado de una chica que vive en Valencia… Y de momento se ha ido a vivir allí, claro. Ella no podía venir, tiene dos niños y trabaja en el Ayuntamiento, me parece… En fin, que son muy felices, por eso el departamento se ha mostrado tan comprensivo, como lo de los traslados está tan mal últimamente… Un café por favor —le escuchaba con tanta atención que ni siquiera me había dado cuenta de la aparición del ca–marero— y dos porras.

El desayuno por el que habría sido capaz de degollar a cualquiera diez minutos antes había dejado de interesarme, así que opté por el camino más rápido —para mí lo mismo, gracias— mientras trataba de digerir mi propio asombro, porque nunca me habría imaginado que el altivo catedrático precoz que jamás condescendía a apreciar una iniciativa ajena, fuera capaz de hacerle a nadie un favor así.

Tres cuartos de hora después, cuando cogí un taxi para llegar al trabajo a una hora medio decente, ya estaba en condiciones de creerme cualquier cosa, y sabía que a su amigo, el de Valencia, le había abandonado dos años antes una mujer que ahora estaba que se subía por las paredes, que a Javier ella siempre le había parecido una bruja, que él —por supuesto— estaba casado y tenía dos hijos, que su mujer —la de Javier— se había empeñado en comprar un perro aunque a él no le gustaban los animales, que cuando se conocieron —eran compañeros de carrera— ella jamás había dicho que le gustaran los perros, y que, para la resaca, lo mejor que podía hacer era desconfiar del prestigio del Alka–Seltzer y tomarme un Frenadol como el que él llevaba siempre encima por si las moscas. Además, me pidió perdón de diez o doce maneras distintas por la escena que me había montado a cuenta del título del Atlas, y me juró que él nunca solía comportarse así, que aquella noche estaba fuera de quicio.

—Ya no me acuerdo muy bien, pero seguramente sería por culpa del perro… —concluyó, y me reí con él.

Yo ya había encontrado diez o doce maneras distintas de perdonarle, y le había contado que estaba divorciada —no era exactamente cierto, pero a él le daba igual—, que tenía una hija de quince años —¿tan mayor?, respondió, con la reglamentaria exhibición de asombro, es increíble…—, que Amanda ahora vivía con su padre en París, que yo odiaba París —a él tampoco le gustaba, me alegré mucho al escucharlo—, que tampoco me gustaban los animales —él se alegró tanto como yo un poco antes—, que tenía una resaca descomunal, y que no, no me había ido de juerga por ahí ni mucho menos, ya me habría gustado, simplemente mi madre había aparecido a la hora de cenar —no me digas más— y habíamos acabado discutiendo. Luego, y ésa ha debido de ser la única inspiración genial que he tenido en mi vida, porque todavía no me la explico, se me ocurrió recordarle que teníamos pendiente una reunión para discutir el estilo de la cartografía del último tomo, que estaría dedicado exclusivamente a mares y océanos.

—Tengo un montón de modelos de muestra… —dije, y era verdad, aunque solamente un par de días antes le había dicho a Fran que con Álvarez se iba a reunir ella, porque lo que era yo…—. Aunque a lo mejor prefieres mandarme un fax especificando los signos convencionales, la gama croma…

—No, no, no, no —se apresuró a aclarar—. Mejor quedamos. Lo que pasa, déjame pensar… —y consultó con el pavimento durante unos segundos, como si las baldosas pudieran hablar—. Yo es que entre semana lo tengo muy mal, porque con esto de las dos asignaturas estoy todo el día metido en la facultad. Podría acercarme a la editorial el miércoles a la hora de comer, o si no… ¿te vas a quedar en Madrid el fin de semana que viene?

Miré al cielo como si repasara mentalmente una agenda imaginaria, sólo para quedar bien. Naturalmente que me iba a quedar en Madrid, aunque se tratara del superpuente de mayo, uno, dos, tres, cuatro y cinco, de miércoles a domingo, a mí me daba lo mismo, no tenía ningún sitio a donde ir.

—Pues… Todavía no lo sé seguro, pero creo que sí, ¿sabes?, porque

estoy muy cansada y lo que más me apetece es tirarme en un sofá a no hacer nada.

—¿Y mirar una docena de mapas conmigo te cansaría mucho?

—No creo —sonreí.

—Entonces te llamo el martes. Podemos quedar el miércoles por la tarde, a última hora.

Así nos despedimos, él se fue andando a recoger a sus alumnos, y yo cogí un taxi para llegar antes a la editorial. El retrovisor me devolvía la imagen de mi cara mientras pronunciaba la

dirección en voz alta, y lo que vi me gustó tanto que, al callar, sonreí sola, y era tan fascinante aquella sonrisa, tan grande, tan autónoma, que no lograba apartar los ojos de mis propios labios, que parecían los labios de otra, de cualquier mujer con más suerte. Mi resaca había cambiado lentamente de naturaleza, se alejaba de la náusea para mecerme en una suerte de convalecencia deliciosa, y el sol calentaba ya a través de los cristales, yo me reía por dentro contemplándome por fuera hasta que el taxista, casi un anciano bienhumorado y animoso, me regañó con la misma blandura que habría empleado para corregir a un niño pequeño.

—No se mire usted tanto, señorita —dijo exactamente—, que no le hace falta. Está usted guapísima, se lo digo yo…

Él me llamó amor mío.

Me había llamado amor mío y eso era lo único que yo quería saber, eso y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, yo lo sabía y eso era lo único que me importaba, porque sólo vivía para recuperar aquel temblor, para regresar una y otra vez a esa pequeña habitación de hotel, una cama grande, un armario empotrado, dos butacas tapizadas en la consabida cretona estampada, una especie de cómoda con cajones y, en el centro, la figura remota y sin embargo familiar de una viajera cuyos gestos son idénticos a los que yo repito todos los días, una mujer que abre la puerta, y se quita los zapatos, y enciende un cigarrillo, y se tumba encima de la colcha para marcar un número de teléfono o para descansar un momento con los ojos cerrados, sin sospechar lo valioso que llegará a ser el tiempo que está viviendo, sin descubrir el rastro de ninguna cosa nueva en su interior, sin advertir siquiera que es feliz, que vuelve a ser feliz después de tanto tiempo, y ella era la trampa, una espiral sin fin y sin principio, el laberinto irresoluble como las leyes del tiempo donde mis días expiraban de un dulce mal sin respuestas, ésa era la verdad, aunque nunca me atreví a insinuarla en el oído de ningún confidente, aunque a duras penas puedo aún admitirla ante mí misma, aunque entonces la habría negado a gritos hasta que mi lengua se secara para siempre dentro de mi boca, la verdad es que no pensaba en aquel hombre, sino en la despreocupada viajera que le acompañó en Lucerna, y no soñaba con él, sino con mi propia, efímera plenitud desperdiciada, y no buscaba con desesperación sino un método, un sistema, una fórmula que me ayudara a deslizarme bajo la ropa de esa mujer que era yo y era distinta, que era feliz y no se daba cuenta, que jugueteaba con las riendas del destino sin reconocerlas y sin aspirar a gobernarlas siquiera, eso creía yo, y eso quería, dar marcha atrás a la película de mi vida, tropezarme de nuevo con los viejos errores, encontrar una sola fisura en la piel de las horas inconscientes para colarme dentro y animar su memoria, con eso soñaba, en eso pensaba, qué habría pasado si hubiera hecho esto, y hubiera dicho aquello, y hubiera :do más allá, y después me sentía tan poca cosa, tan de sobra, tan insignificante, que agotaba el catálogo de los insultos conocidos para derrumbar lo poco de mí que quedaba en pie, si seré tonta, me decía, si seré mema, imbécil, idiota, y a veces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, si ese febril estado de disolución interior, como una lenta y meticulosa podredumbre, no se resolvería en un diagnóstico tan sencillo, puro terror, porque mi obsesión se adornaba hasta con los menores matices que caracterizan a ciertos oscuros psicópatas en esos telefilmes norteamericanos que, antes de empezar, advierten al espectador que va a contemplar una historia basada en hechos reales, todas esas personas solas, abandonadas de sí mismas, incapaces de piedad, que terminan precipitando los asesinatos más estúpidos, víctimas o verdugos atrapados por igual en una esperanza antigua y devoradora de toda sensatez, maridos engañados que juran entre dientes que será suya o de nadie, hurañas solteronas que aún no han renunciado a estrenar el apolillado traje de novia que lleva treinta años colgado de una lámpara, madres amantísimas de un hijo ingrato, o una hija desnaturalizada, que no pueden permanecer con los brazos cruzados mientras su pequeñín. su chiquitina, echa a perder los mejores años de su vida, honorables militares degradados por un lamentable malentendido de quienes no comprenden las últimas consecuencias del amor a la patria, todos tienen una escopeta de caza escondida en un armario y todos terminan matando o muriendo con ella en las manos, todos reclaman a gritos su razón y su cordura, y ninguno es culpable del todo pero ninguno, tampoco, acaba bien, y en la televisión es muy sencillo adivinar por qué, están locos, así de claro, locos, y yo tenía los mismos síntomas, la misma facilidad para negar ojos y oídos a las evidencias que no me

convenían, la misma rapidez para interpretarlas en el sentido exactamente opuesto al evidente, una repentina, ilimitada capacidad para convencerme de lo inconcebible, y la fe más tenaz en un futuro inventado a mi medida sin otra herramienta que mis propios deseos, y nada más, porque nada existía fuera de mi cabeza, nada tenía sentido más allá de los límites de mi imaginación ocupada, invadida, asaltada por un único fantasma de apetito tan atroz que devoraba instantáneamente cualquier cosa que sucediera, y cada cosa que me pasaba acababa conduciéndome a él, cada historia que escuchaba, cada libro que leía, cada película que veía, y los nombres de las calles que atravesaba, y los escaparates de las tiendas en las que entraba, y hasta las marcas de los productos que escogía en el supermercado, el mundo entero se había convertido en un gigantesco libro cifrado y todos los signos resultaban ser uno solo, todas las flechas señalaban en la misma dirección, entonces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, porque los locos sufren tanto como los cuerdos, pero enseguida yo misma me negaba hasta ese venenoso y mínimo consuelo, porque los cuerdos sufren tanto como los locos y sin embargo nunca, ni en el peor momento de una enajenación brutal, logran extirparse el conocimiento de las verdades más duras, y yo conocía el carácter apacible y estático de la realidad, la decepcionante solución que se agazapa tras el telón de tantos misterios insolubles, la insoportable ambigüedad de los sentimientos humanos, yo no estaba loca pero sufría, vivía atenazada por una angustia inextinguible, me moría de dolor estando sana, y sin embargo, a ratos, precisamente en esos ratos en los que i ni impaciencia parecía a punto de descolgarse por el barranco de la desesperación, era capaz de contarme una historia muy sencilla, muy verosímil, muy clara, y comprendía la situación de un fotógrafo llamado Nacho Huertas, que era medianamente feliz cuando encontró en una pequeña ciudad de Suiza a una editora llamada Rosalía Lara Gómez, y ella le gustó, y él le gustó a ella, y se fueron a la cama y echaron un polvo estupendo, así que siguieron juntos un par de días y luego cada uno volvió a Madrid por su cuenta, y él se limitó quizás a clasificarla entre otros accidentes afortunados de su vida, o tal vez la consideró incluso, durante algún tiempo, como una fuente de complicaciones más sería, y es posible que ella le gustara más de lo que estaba dispuesto a admitir, y hasta que al principio se quedara un poco colgado del recuerdo de aquella mujer sorpresa, quizás por eso, y en contra de lo que ya había decidido, le envió unas fotos, y contestó a su llamada, y quedó con ella en su estudio, todo eso lo entendía, me parecía lógico, casi evidente, y también podía admitir que después se asustara, que fuera incapaz de afrontar la avidez de quien aspiraba a apoyarse en él para mover montañas, que decidiera que, por muy bien que se entendieran en la cama, ella no representaba una razón suficiente para cambiar de vida, hasta aquí todo iba bien, y aquí habría acabado todo si yo pensara de verdad en él, si yo soñara de verdad con él, porque los amores contrariados se acaban consumiendo en un estanque de lágrimas dulces, una tibia borrachera de melancolía que se agota en un rosario de resacas sucesivas, como el efecto de un suero desintoxicante que convierte poco a poco el dolor en ironía para arrojar al final una sustancia limpia, armoniosa, ajena por igual al rencor y a la vergüenza, el verdadero amor siempre salva a sus hijos, pero mis cálculos eran muy diferentes y mi angustia mucho más oscura, porque yo nunca dejé de pensar en mí misma, nunca dejé de soñar conmigo misma, yo quería empezar otra vez para arreglar definitivamente mis cuentas con el tiempo, para retener los días que se escurrían como gotas de agua entre mis uñas, para reprimir de una vez por todas el motín de los años rebeldes que desertaban en masa y a traición de mi memoria, y antes había perseguido un amor más poderoso que la muerte pero ahora no estaba dispuesta a renunciar a infinitamente menos, porque había rozado un nuevo principio con la punta de los dedos y sin embargo mis manos seguían estando vacías, y conformarme con eso era casi peor que morir porque, al menos, la muerte traza una raya al final de la vida, pero a mí me esperaba una vida lisa, sin otras rayas que las de una muerte sucedida al cabo de muchos años inertes, fugaces, estériles, años enteros de cientos de días vividos sin ganas, y eso no podía aceptarlo, ya no, si nunca hubiera emprendido aquel viaje podría haber seguido viviendo como antes, resignada en general y hasta contenta de vez en cuando, viendo crecer a mis hijos, consolidando mi carrera profesional por todos los medios posibles, cambiando periódicamente la distribución de la casa, apuntándome a una

clase de bailes de salón, echando algún polvo suelto por ahí o decapando una cómoda, pero ahora ya no podía, no quería pensar siquiera en la posibilidad de volver a asumir algún día estos pobres ritos de autocompasión, ya no pretendía arreglar mi vida, ahora necesitaba romperla, pulverizarla, destrozarla para siempre, hacer de ella pedacitos tan pequeños que jamás pudieran unirse y conspirar en favor de la nostalgia de los tiempos perdidos, y yo sola no lo haría, sola no podría, me temblaban las piernas de miedo cada vez que lo pensaba, nunca estaría segura, nunca tendría valor pero, si él quisiera esperarme fuera, todo sería más fácil, tal vez hasta muy fácil, tanto que no me servía para nada una historia clandestina, segura, secreta, un confortable adulterio conservador de corte clásico, de esos que a la larga terminan uniendo a los matrimonios distanciados, porque yo no quería refundar mi matrimonio, yo quería volarlo, hacerlo saltar por los aires, y necesitaba pólvora, metralla y una buena mecha, y lo necesitaba pronto, porque antes o después me curaría de esta fiebre, eso lo sabía, y que entonces las aguas volverían a un viejo cauce estancado y estrecho, arrastrando despacio hasta la orilla una locura distinta, un veneno más ponzoñoso y fulminante, y una mañana me levantaría con buen cuerpo, mucho apetito, y el recuerdo de aquel repostero de madera labrada, tan bonito, que era de la abuela y siempre había estado en la casa de la sierra, y con las galletas del desayuno masticaría la idea de pintarlo de un azul especial, quizás añil manchado con esmalte sintético blanco, quedaría estupendo en el cuarto de Clara, me diría, y si se lo pido, mamá me lo regala, eso seguro, punto final, y luego un nuevo principio tan amarillento y pasado de moda como mi traje de novia, esa especie de túnica de princesa hippy con una goma debajo del pecho y encajes y puntillas por todas partes que mi hermana Natalia me había pedido prestada en Carnaval para disfrazarse de Yoko Ono, y yo no me merecía un final así, por eso apretaba los labios, y cerraba los ojos, y taponaba mis oídos con determinación para esquivar cualquier verdad que comprometiera el dulce estado de inconsciencia sentimental en el que nadaba como en un tibio lago de gelatina incolora, el milagro de ese diminuto alfiler suspendido en el firmamento del que colgábamos yo, con todo mi peso, y cualquier futuro posible, y me tranquilizaba diciendo que el momento de las decisiones importantes no había llegado aún mientras comía el loto narcótico de la obsesión, la flor perversa que logra que todo se olvide, y así lo olvidaba todo, todo menos que él me llamó amor mío, y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, porque me había llamado amor mío, y yo lo sabía. Eso era lo único que yo quería saber.

Él, en cambio, ignoraba que con estas palabras me estaba dando el empujón definitivo que me llevaría rodando desde la cima más alta de un barranco hasta el fondo de un abismo que en aquella época ni siquiera yo alcanzaba a divisar.

—A ti no te digo nada, bonita, que ya sé que tú, estas cosas…

Se llamaba Bartolomé, pero sus íntimos le llamaban Bambi porque su primer novio le había dicho una vez, cuando aún no se había despojado de la piel ambigua de la adolescencia, que estaba enamorado de sus ojos de gacela asustada.

—Era guardia civil —al borde de los cincuenta seguía rizándose las pestañas y recordándole con nostalgia—, casado y todo, pero muy creativo, eso desde luego…

Bambi, porque jamás resistí la tentación de llamarle así pese a no formar parte de sus íntimos, era el jefe de la estafeta del grupo, un pequeño almacén situado en el sótano que funcionaba como una auténtica oficina de correos en miniatura. Toda la correspondencia de todos los despachos de todas las editoriales que tenían su sede en el edificio pasaba forzosamente por sus manos, pero eso no era mucho, ni siquiera contando con la mensajería propia que —renovarse o morir, decía él con pomposa convicción— acababa de empezar a funcionar, sobre todo porque la estafeta era el único departamento de la casa donde sobraba personal. Dos aprendices, nadie supo nunca muy bien de

qué, atendían tras un mostrador, sin atreverse a traspasar, salvo en ocasiones excepcionales, la puerta del despachito situado al fondo, donde Bambi habría llegado a aburrirse, de puro ocioso, si no viviera entregado al gobierno de regiones mucho más tenebrosas que la propia de los precintos de plomo y las máquinas de franquear, porque en los cajones de su mesa, estas y otras herramientas de su oficio —cajas de clips y gomas de borrar, estadillos de control y pliegos de etiquetas autoadhesivas, lápices corrientes y otros ya muy raros, rojos por una punta y azules por la otra, ambas primorosamente afiladas—, convivían con tres o cuatro tarots de diferentes familias y diseños, una ouija plegable, una colección completa de santos de todos los cielos —desde una estampa de Teresita del Niño Jesús hasta una efigie en cera del san Simón guatemalteco, gran estrella de la santería centroamericana—, velas de muchos colores y tamaños distintos, y hasta una bola de cristal sobre una peana de madera pintada de negro.

—Yo es que me pirro por todo lo paranormal… —me confesó una vez, cuando me juzgó digna de confianza, como si de verdad creyera que yo no estaba al corriente de su exótico tinglado desde antes de que me lo presentaran.

Ya entonces, su reserva me pareció absurda, porque todo el mundo se refería al consultorio de la estafeta con la misma naturalidad con la que hablaba de la secretaria de contabilidad o del alicatado de los cuartos de baño y, de hecho, entre todos los misterios relacionados con su persona, el único que a mí me interesaba de verdad era precisamente ése, la sorprendente impunidad con la que se dedicaba al más allá mientras, cada fin de mes, seguía cobrando un sueldo estrictamente terrenal por un trabajo muy distinto. Con el tiempo averigüé que, entre sus visitantes más asiduos, se contaban no sólo el gerente del grupo —un señor muy alto, bastante gordo y casi completamente calvo, que trotaba por los pasillos secándose el sudor con un pañuelo blanco, complemento de una estampa nada espiritual—, sino también María Pilar, la mujer de Miguel Antúnez, una señora de su casa con inquietudes que venía a la editorial de vez en cuando solamente para ponerse en manos de Bambi. La protección de estos dos incondicionales había bastado por el momento para neutralizar la radical oposición de Fran, que le detestaba casi tanto como a su cuñada, porque nuestro oráculo particular también tenía intereses en el mundo y, en concreto, profesaba una devoción casi enfermiza por todas las casas reales de Europa y, de propina, por la de Japón, y cuando terminaba con la conjunción de los astros y las letanías para enamorar, empezaba con los matrimonios morganáticos y la limpieza de la sangre.

—Eso, como si no tuviéramos ya bastante con la ultratumba… —Fran le cortó en seco la única vez que intentó explicarle por qué el príncipe de Asturias no podía casarse con una plebeya, y Ana no dijo nada, pero se marchó detrás de ella.

Yo, que no soy más monárquica, decidí en cambio ser más comprensiva, y le aguanté el rollo de pie, al lado de la fotocopiadora, un gesto que sin embargo no mejoró mucho el concepto que tenía de mí desde que me preguntó por el zodiaco de mis hijos y no pude recordar si Ignacio era Sagitario o Capricornio, porque siempre me hago un lío con los dos signos. Ya, otra escéptica…, dijo solamente, pero esas tres palabras bastaron para confirmar un descrédito definitivo. A mí, sin embargo, él me parecía muy divertido, pero cuando se me ocurrió acompañar a Marisa a la estafeta, después de comer, no fue por simpatía, sino porque estaba fatal.

Mis días se sucedían entonces con el ritmo caprichoso, imprevisible, que convierte la vida de un condenado a muerte en un motor de dos velocidades, una rápida, capaz de empujar las horas hacia delante, tras la burlona liebre del indulto, y otra lentísima, pesada como un cielo de plomo y muy amarga, que se apodera de cada segundo para clavarlo en la única pared de la celda desde donde se contempla el patio de la cárcel, escenario de una ejecución inminente. Así, oscilando entre un final feliz y otro mucho más que triste —porque al fracaso de una historia de amor imaginaria debería sumar la vergüenza pasada y la por venir, y cuando me quedara sola conmigo misma, con mi marido, con mi casa, con mis hijos, el recuerdo de la enloquecida persecución de un hombre que huye camuflado en la piel transparente de un fantasma, resultaría mucho más difícil de sobrellevar, infinitamente más ridícula, que los accesos de calor que puedan haberse apoderado de mis mejillas

en cada episodio concreto de este asedio—, pasaba mi vida, y mientras fingía trabajar o trabajaba de verdad, al preparar la comida o ver una película en la televisión, cuando jugaba con los niños o hacía la compra, me plegaba con destreza a la antigua rutina de un personaje que ya no era exactamente yo, porque en la zona más profunda de mi cerebro, el tiempo obedecía a una regla impasible, y se hacía veloz, y soportable, sólo si cada segundo no era eterno, y no había más pasado, ni más presente, ni más futuro, que un laberinto con dos salidas, el tesoro o la muerte, como en el más viejo y ruin de los acertijos.

Aquel día, desde que me levanté, y a esas horas aún era de noche, el desastre acechaba desde el fondo de todos los caminos. Era 3 de diciembre, exactamente un año después de emprender mi viaje a Suiza, pero no me alarmé, la efemérides no podía empeorar lo que ya era peor, y estaba acostumbrada a esa clase de días, sabía domarlos, aunque jamás lograría destripar el mecanismo de un fenómeno ligado a sus peores excesos, la misteriosa duplicidad que, precisamente entonces, yo misma distinguía en mí misma con mucha más nitidez que en los buenos momentos, cuando el indicio más insignificante dotaba a mi esperanza de alas tan poderosas como para elevarme sin dificultad sobre el vasto y sólido universa de la sensatez. Los Hombres X, mutantes voladores, anfibios, amorfos, inermes o invencibles, con láser en los ojos, garras de acero en los dedos, muelles en los pies o visión de larga distancia, me contaban cada tarde la historia de mi vida, mientras trataban de recuperar sin éxito la condición humana que habían perdido contra su voluntad. Porque en mi caso, como en el suyo, no se trataba de vivir dos vidas diferentes, que eso al fin y al cabo no es tan difícil, sino de vivir una sola vida desde dos naturalezas distintas, registrar cada acontecimiento en dos memorias separadas y simultáneas, duplicar una sola mirada que contempla un mundo único para interpretar después dos informaciones paralelas, aisladas entre sí, quizás contradictorias, la de los humanos que fueron, la de los mutantes que son. A veces me sentía como si algún espíritu parásito, arteramente cobijado en mi interior, hubiera decidido aflorar a la superficie para divertirse, poseyéndome sólo a ratos, o tal vez, porque ninguna pieza de aquel rompecabezas tenía sentido fuera de mí misma, como si una zona oscura y anterior de mi propia conciencia pudiera medrar a placer, y a traición, hasta convertirse en un ser completo, capaz de suplantar al que yo había creído encarnar hasta aquel instante. No encuentro otra manera de explicar lo que me ocurría, la tumultuosa coexistencia de una mujer que era, y otra que deliraba, en los concretos límites de mi propia persona, y la angustia que nos atenazaba a las dos por igual en días como aquél, cuando la que existía no tenía fuerzas para delirar y la otra había perdido ya cualquier esperanza de existir de verdad alguna vez. Por eso, porque habría sido capaz de cualquier cosa con tal de no volver sola a mi mesa a seguir asfixiándome por dentro, seguí a Marisa hasta la estafeta, pero en ningún momento pensé en llegar hasta el final, y no lo habría hecho si ella no hubiera tenido que pasar un momento por el despacho de Ramón a recoger la lista completa del pedido que acababa de llegar de California, del sitio ese al que se pasan la vida pidiendo programas.

—¿Qué tal, Rosa? —el chico más listo de la editorial, que seguía discretamente mis estados de ánimo desde que fue testigo de esa euforia que importé de Lucerna, me saludó con una sonrisa, mientras Marisa, a mi lado, subrayaba en un papel palabras incomprensibles.

—Regular —contesté, y me esforcé en sonreírle a mi vez.

—Ya —dijo, y ladeó la cabeza para dirigirme una mirada entornada, que daba miedo—. Se te nota en la cara, ¿sabes?, porque estás muy guapa, pero como con una especie de belleza… trágica.

—Me apostaría esas dos tetas que no tengo a que la Bodoni extrafina no ha llegado —Marisa, totalmente ausente hasta ese instante, me liberó de la obligación de decir algo—, y la Times completa…, habrá que ver, seguro que viene sin eñe, lo de las fuentes es un desastre. Bueno, luego vengo a contarte lo que hay, vámonos, Rosa…

Ella siguió parloteando sin parar y yo la seguí en silencio, resistiendo a duras penas la tentación de taparme la cara, esa bella tragedia, con las dos manos, y cuando Bambi, harto de no hacer nada, como casi siempre, la invitó a pasar a su despacho después de entregarle un paquete, yo fui detrás, y mientras sus dedos, con gestos calculadamente perezosos, iban colocando las cartas encima de la

mesa, pensé por primera vez en mi vida, porque en algo tenía que pensar, que tal vez hubiera algo de verdad en todo aquello.

—Ésta es la Doncella de la Cornucopia… —forzando la voz hasta lograr un sorprendente susurro ronco, como si las palabras brotaran de algún recóndito reducto de su cuerpo que los demás no poseíamos, el encargado de la estafeta y legitimista borbónico que yo conocía se había transformado, sin mayor atrezo, en un profesional del destino, como los que se anuncian en las cadenas privadas a las tres de la mañana—, que indica cambios positivos en el aspecto económico…

—¿Y un novio? —Marisa, que nos había jurado cientos de veces que Bambi acertaba un montón de cosas, estaba tan relajada como si la estuvieran pintando las uñas—. ¿Un novio no me sale?

—Mira, niña, esto, o nos lo tomamos en serio o no…