37361.fb2
—Veamos… —en aquel momento, yo seguía ya la evolución de los naipes con mucho más afán que la interesada—. El Caballero Negro. Puede ser… Mmm… A ver… No, querida, no está nada claro lo del novio, porque la Rueda del Tiempo ha salido boca abajo, ¿ves?, pero esto, por otro lado, podría significar que, dentro de unos meses…
—¡Siempre me dices lo mismo, tío! —la risa que acompañó esta queja me indujo a sospechar que, en el fondo, Marisa se tomaba lo del tarot como un pasatiempo inofensivo—. Bueno, mírame la salud que de eso seguro que estoy estupendamente.
—Pues sí… —Bambi siguió adelante sin detenerse esta vez a captar las ironías de su cliente-—. Fíjate, la Luna, la Encina… Tendrás una larga vida, y hay algo más. Aquí… —señaló una carta en la que aparecía una nave de reminiscencias vagamente vikingas—. El Barco. Esto anuncia un viaje, una aventura de la que puedes esperar cualquier cosa…
En ese instante, la cara de Marisa cambió, como si la última frase de Bambi hubiera activado un interruptor oculto y secretísimo, una palanca que pusiera en marcha un mecanismo automático de paralización, porque todos los músculos de su rostro se congelaran a la vez, y mientras sus ojos se agrandaban, tensando los párpados, sus mejillas llegaron a ahuecarse, como si su cabeza entera estuviera desecándose de asombro. El fenómeno no duró más de un par de segundos, pero el adivino celebró su intensidad con una carcajada de júbilo.
—He acertado, ¿no? —preguntó, regodeándose en su propio triunfo.
—Bueno —por algún motivo que no logré descifrar, Marisa, en cambio, decidió escamotearle esa satisfacción—, no creas… Ya veremos.
En la incómoda pausa que se abrió entonces fue cuando Bambi se dirigió a mí, dando por sentado que rechazaría tajantemente sus servicios, pero él no podía saber que yo tenía un mal día, que estaba a punto de estrellarme contra mí misma, que necesitaba como fuera, al precio que fuera, otra dosis de veneno para despegarme de la realidad, un par de alas nuevas para seguir flotando, un maquillaje eficaz para cubrir mi cara marcada, y por eso no titubeé al contradecir a quien creía saberlo todo.
—No —-dije resueltamente—. Voy a probar. A ver, échame las cartas…
Mi decisión sacó bruscamente a Marisa de su alelamiento, y no asombró menos al inminente juez de mi destino, pero ambos callaron, y la ceremonia comenzó de nuevo. Bambi barajó, me dio a cortar, y levantó el primer naipe con todo el misterio del mundo en sus dedos, mientras me miraba igual que el Doctor X desde su silla de ruedas, con tanta intensidad como si pretendiera hipnotizarme, guardando silencio, para incrementar la expectación, hasta que la mesa estuvo cubierta de cartas.
—Ésta es la Dama del Lago —dijo luego, posando la yema del dedo índice sobre una figura de mujer cubierta con velos blancos que ocupaba el centro de una hilera—, que en este caso te representa a ti… Aquí aparece el Rey, una figura masculina muy sólida, muy importante. Puede señalar a tu marido.
—No —no quise añadir nada más, mientras mi corazón multiplicaba alarmantemente la frecuencia de sus latidos. Él me miró un instante, dejándome adivinar que se moría de curiosidad,
pero acabó adoptando una indiferencia muy profesional.
—Bueno, en cualquier caso se trata de algo clave para ti, y tal vez no sea una persona, sino un objetivo, un propósito, un deseo muy fuerte… Si es un ser humano, es masculino, eso desde luego —hizo una pausa por si yo me animaba a aclarar algo, pero no dio resultado, y prosiguió en un tono cada vez más confidencial—. Está muy cerca, ¿ves?, en buena posición. Tú sabrás lo que significa eso, yo sólo puedo decirte que ese hombre, o esa meta, se cruza en tu destino, que de alguna forma va a intervenir en tu vida, y que, desde luego, está bien dispuesto, aunque para decírtelo todo, aquí… Mira —y señaló otra figura femenina situada exactamente al lado del Rey y vestida de un rojo llameante—, ésta es la Doncella de Fuego. Este naipe representa un obstáculo, y muy serio, para ti, en relación con lo que te decía antes, ese hombre o esa meta que tú persigues. Y con ella pasa lo mismo que con la otra carta. Si se trata de un ser humano, es una mujer. Si no, puede significar una dificultad de otro tipo, no sé…
En ese punto interrumpí su discurso con una vehemencia que no habría querido demostrar, pero mi estómago se retorcía ya, presa de una tensión insoportable, y amenazaba con trepar hasta mi garganta mientras cada fibra de cada uno de mis nervios se hacía notar dolorosamente y a la vez, y mi cerebro estaba bloqueado, mi razón había dejado de existir, a la fuerza tenía que haberse esfumado sin despedirse siquiera, porque no se me ocurrió pensar que todo lo que me había dicho y nada eran la misma cosa, que en la vida de cualquier persona hay algún hombre importante, y alguna mujer hostil, que todos acariciamos en sueños alguna meta improbable, desdeñando obstáculos que la vigilia revela como montañas coronadas de nubes ante los ojos de un niño descalzo, nada de esto pensé, tan indefensa me había quedado frente a mi propio deseo que estaba creyendo ya en el poder de media docena de cartones extravagantemente impresos y ni siquiera alcanzaba a sentir compasión por mí misma.
—¿Puedo vencerla? —fue exactamente lo que pregunté.
—¿Qué? —Bambi dio un respingo, pero su sorpresa tenía más que ver con la novedad de que me hubiera decidido a consultarle que con el sentido concreto de mi pregunta.
—Que si puedo derrotar a ese enemigo, si las cartas dicen quién ganará al final.
—Para contestarte, tengo que hacer una nueva consulta… —recogió todas las cartas de la mesa y barajó de nuevo, exagerando aún más la cadencia de sus movimientos, como si actuara para la adepta más ferviente, pensé para mí, sin reparar en que eso era exactamente lo que sucedía—. Veamos con qué armas podemos contar… Mmm… ¡Bravo! La Espada aparece a tu derecha, ¿lo ves?, y ésa es una gran ventaja. Pero tienes el Castillo enfrente, mala cosa… Sin embargo, la Fortuna está de tu parte, mírala. Yo diría que, desde luego, tienes más posibilidades de vencer que de salir derrotada…
Luego estuve a punto de preguntarle si estaba seguro de su diagnóstico, pero conseguí frenar rni lengua un segundo antes de que traicionara prácticamente todo lo que yo había sido hasta aquel momento. No logré, sin embargo, reprimir una sonrisa tan amplia que Marisa, en el umbral de su pecera, se sintió obligada a defenderme de mis propias ilusiones.
—Rosa —me llamó cuando yo ya le había dado la espalda para marcharme a mi despacho, y sólo cuando giré sobre mis talones, quiso seguir, mirándome a los ojos—. Ha–azme caso, por favor, n–no te tomes esto muy en serio…
Ana me hizo una advertencia parecida, pero eso fue muy al principio, cuando el olor de Nacho aún estaba fresco en mi memoria y el futuro todavía era futuro, una incógnita más a despejar, un escenario vacío donde ningún personaje fijo tenía un lugar asignado.
—¡ Ay! —no había entrado del todo en el despacho de Fran cuando, al descubrirme allí, se llevó las dos manos a la cabeza y, mirándome, se quejó de esta manera.
—¿Pasa algo, Ana? —Fran, asustada por su irrupción, ya debía de estar calculando de qué país del mundo nos habíamos quedado sin fotos otra vez.
—Sí, pero no… Bueno… —y entonces me miró—. quiero decir que no pasa nada con la colección. Es que me acabo de acordar de que tengo una noticia para Rosa.
En aquel momento no podía prever que llegaría el día en que cualquier mínimo indicio de novedad me ahogara de impaciencia, y la verdad es que conservé la calma incluso cuando Ana, al salir de aquel despacho, me cogió del brazo para formular un pronóstico aún más alarmante.
—Me vas a matar…
—Pero ¿qué pasa? —pregunté, con una curiosidad aún pura, incontaminada de cualquier afán.
—Anoche, cuando llegué a casa, me encontré con un mensaje de Nacho Huertas en el contestador. Quería que le diera tu teléfono… —mi vanidad generó una intensa punzada de placer que, desde el centro, se expandió hasta la última esquina de mi cuerpo—, y al final, se me olvidó llamarle, tía, ¿te lo puedes creer? Claro, que tampoco puedes ni imaginarte siquiera la noche que me dieron entre todos. Mi madre se había peleado con mi padre, mi padre quería darme su versión, todos mis hermanos se habían pronunciado ante la crisis, y luego, por si esto fuera poco, mi hija llamó para pedirme dinero, mi ex marido para anunciarme no se qué ruina con Hacienda, y los de la lavadora para decir que no habían podido arreglármela porque mi asistenta se había largado de casa sin avisar un par de horas antes de lo que debía… Total, que se me quitaron de golpe las ganas de hablar con nadie. Y luego, el cretino del autor, que Fran te habrá contado ya… ¿no?
—¿Qué? —pregunté por pura cortesía, mientras la ansiedad empezaba a dejarse sentir.
—Lo del título del Atlas, que le parece fatal que lo hayamos cambiado, y ya no sabe si va a querer firmar la obra, porque las plataformas continentales no son precisamente humanas y lo único que él pide es un poco de rigor…
—¿Eso te dijo?
—A chillidos.
—Será gilipollas…
—Perdido, hija, pero eso es lo que hay. Te juro que si lo hubiera tenido delante le hubiese metido dos guantazos —y abofeteó al aire con el gesto de ofendida dignidad de un espadachín de película antigua— que se habría enterado él de una vez por todas de lo que es rigor… El caso es que al final no hablé con Nacho. ¿Quieres que lo llamemos ahora?
—¿Ahora? —en algún momento tenía que ponerme nerviosa, y ese momento por fin había llegado—. No sé… Pero… ¿Cómo?
—¿Pues cómo va a ser? Ven conmigo, anda…
Un instante después, sentada enfrente de Ana, llegué a maravillarme de la naturalidad con la que descolgó el teléfono, marcó un número que previamente había tenido que localizar en su agenda, y empezó a hablar con un hombre al que yo había visto más veces desnudo que vestido, no sólo como si lo conociera de toda la vida —lo cual, en definitiva, era casi cierto— sino, además, como si yo no estuviera delante.
—¿Nacho? Hola, soy Ana Hernández Peña, ¿cómo estás? —y aprovechó la pausa para sonreír y guiñarme un ojo—. Ya, claro, por eso te llamo. Es que anoche llegué a casa muy tarde, y ya no eran horas… Sí, las fotos estupendas, como casi siempre, ésa es la verdad, que da gusto trabajar contigo… ¿Qué? —su sonrisa creció tanto que pareció derramarse por las esquinas de sus labios, y mientras ponía los ojos en blanco, sacudió la mano libre en el aire con fingida violencia para darme a entender que lo que estaba escuchando era muy fuerte—. Sí, bueno, ella me ha contado que coincidisteis en Lucerna, creo, y que os lo pasasteis muy bien. Le has caído estupendamente, por lo visto… No, te juro que no. ¿A qué te refieres? —tapó el auricular del teléfono con una mano para exagerar aún más lo que a aquellas alturas era ya una colección completa de muecas—. Claro que somos amigas, pero las mujeres no somos como los hombres, ¿qué te has creído…? Pues nada, sólo me ha contado lo que te he dicho, que eres muy divertido, que se rió mucho contigo… ¿Hubo algo más? —en ese instante fui yo quien colocó las manos en un gesto de oración para rogarle que parara ya porque, a pesar de la exhibición, no acababa de fiarme de sus dotes de actriz, pero ella parecía divertirse tanto que. sin atender a mis súplicas, se adentró por su propia voluntad en terrenos cada
vez más pantanosos, mintiendo siempre impecablemente—. Que no, en serio, dímelo tú… ¿Quién empezó7 No, mira, eso sí que no, me da igual que no te lo creas… Que no, tío, que yo no voy mirándole el culo a mis amigas por los pasillos, ¿pero por quién me tomas…? Muy bien, tiene un cuerpo estupendo, ¿y qué más…? Es mucho más seductora de lo que parece a primera vista… ¿En serio? ¡Quién lo diría…! ¿Pero tú eres tonto, Nacho? ¿Cómo voy a contárselo a ella? ¿No te das cuenta de que yo lo que quiero es estar en medio para enterarme de todo? ¡Claro que soy una cotilla, ya ves, menuda novedad…! —entonces volvió a tapar el auricular, y me habló en un susurro, parece colgadísimo, dijo, no sé cómo lo has hecho, y yo por fin aflojé la válvula que había aspirado todo el aire de mi interior, las vísceras pegadas unas con otras, encajadas a presión en el espacio de un puño, y sentí con alivio cómo se aflojaban de repente, para recuperar enseguida la humedad, y su posición de siempre—. No, te juro que no me ha contado ni la mitad de lo que te imaginas, ni siquiera estaba segura de que os hubierais enrollado, así que… Sí, supongo que le gustas, o, mejor dicho, creo que le gustas mucho… Eso no lo sé exactamente, aunque tengo la misma impresión. Espera un momento, que me están llamando por otra línea, a ver… —tú le contarías que estabas casada, ¿no?, me preguntó, con un dedo encima de la tecla que mantenía provisionalmente cortada la comunicación, pero así y todo, yo contesté que sí con la cabeza para no correr ningún riesgo, y Ana siguió suponiendo correctamente en voz alta, y le dirías que las cosas no iban muy bien, que estás un poco harta, que ya no estás enamorada de Ignacio, y todo lo demás, ¿no?, yo volví a asentir y ella levantó el dedo—. ¿Nacho? Perdóname, pero es que tengo un follón… Sí, bueno, ella se casó hace la tira de años, claro que estos temas, ya sabes… No, hombre, supongo que la puedes llamar a casa sin ningún problema, su marido es un tío encantador, por cierto, nada caníbal, pero, de todas formas, ahora mismo Rosa está en la editorial, si quieres te la paso y le pides a ella el teléfono… ¿No? Bueno, pues yo te lo doy, apunta… Cinco, cuatro, tres, cinco, tres, dos, cuatro… Sí, claro que puedo pasarte con ella o, mejor dicho, puedo intentarlo hasta que dé con la tecla correcta, porque te juro que estos aparatos modernos me están volviendo loca…
Cuando a Ana se le ocurrió decir que podía pasarle conmigo para que me pidiera el teléfono directamente, me puse de pie con tanta rapidez como si acabara de darme cuenta de que llevaba un buen rato sentada sobre un círculo de brasas al rojo vivo, pero esa repentina agilidad me abandonó enseguida, dando paso a la no menos instantánea parálisis que mantenía mis pies clavados en el suelo y mi mente encadenada a la repetición de una sola pregunta sin respuesta, qué voy a hacer ahora, qué voy a hacer ahora, qué voy a hacer ahora…
—¿Qué pasa, que no quieres hablar con él? —la voz de Ana rompió el hechizo.
—Claro que quiero… —contesté, pero ni siquiera entonces me moví.
—¡Pues vete a tu despacho, joder, que se debe estar pensando que me he vuelto subnormal!
No puedo correr, decidí, así que iré andando, lo más deprisa que pueda pero andando, eso haré, me dije para darme ánimos mientras por fin lograba ponerme en marcha, y mientras avanzaba por el pasillo, aún llegué a oír la penúltima excusa.
—¿Nacho? Soy Ana otra vez. Espera un momento, que es que me había hecho un lío pero ahora creo que ya sé cómo se hace…
El teléfono atronaba desde el otro lado de la puerta, pero todavía me concedí tres timbrazos. Cuando descolgué, ya estaba sentada en mi silla y contemplaba un familiar paisaje de facturas, bandejas de diapositivas, galeradas corregidas y por corregir, juegos de fotolitos, y otros plácidos ingredientes de mi vida cotidiana, una especie de bodegón editorial que me tranquilizó lo suficiente como para imprimir a mi voz un desapasionado tono profesional.
—Rosa —afirmó él, reconociéndome sin dudar.
—Sí… —afirmé yo a mi vez, y decidí que no iba a estar a su altura—. ¿Quién eres?
—Soy Nacho Huertas… —entonó con cierta ironía—, no sé si te acordarás de mí, estuvimos juntos en Suiza hace quince…, no, unos veinte días.