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—Menos mal, porque tengo encima de la mesa un montón de fotos tuyas, y no hay nada que me
moleste tanto como trabajar en vano.
—¡Qué bien! —dije para ganar tiempo, pero enseguida se me ocurrió por dónde seguir—. ¿Y son fotos mías porque aparezco yo en ellas, o son mías porque las has hecho para mí?
—Son tuyas por las dos cosas, aunque modestamente debo advertirte que yo también salgo en alguna.
—Mejor… —la risita satisfecha con la que celebró mi apostilla rne animó a ir un poco más allá— . Así podré recordar más aspectos del viaje.
—Bueno, si eso te interesa, las fotos son lo de menos…
—No sé si me estoy imaginando bien lo que me quieres decir.
—Seguro que sí.
—¿No me das más datos'7
—Todos —me eché a reír ante semejante rotundidad, y mi risa pareció gustarle—. Estoy dispuesto a darte todos los datos del mundo, pero antes tendrás que venir a recoger las fotos, de todas formas.
—¿Aunque sean lo de menos9
—Precisamente porque son lo de menos… —hizo una pausa e imprimió a su voz un acento más convencionalmente seductor—. Me gusta hacer las cosas en orden. Soy un hombre muy metódico, ya sabes…
—Muy bien —reí de nuevo—. Pues tú dirás…
—Llámame el jueves por la mañana —estábamos a martes, no podré olvidarlo nunca—. y te invitaré formalmente a tomar una copa por la tarde. El teléfono de mi estudio ya lo tienes, ¿verdad?
—Sabes perfectamente que no.
—¡Uy, no caigas en la tentación de sobrevalorarme! —protestó—. Yo casi nunca sé nada de nada.
Entonces me dio el número, y nos despedimos como lo harían dos viejos amantes, sin palabras de más, ni de menos, en un tono cálido, risueño, nada solemne, que parecía descartar por sí mismo cualquier contratiempo, pero no pude apreciar entonces ninguno de estos matices porque, antes de que me diera tiempo a colgar, Ana estaba ya en la puerta exigiendo novedades.
—Ya está —resumí, con una sonrisa que no me cabía en la boca—. Hemos quedado pasado mañana.
—¿Sí? ¡Qué envidia, tía!
—¡Anda ya!
—Que sí, de verdad… —suspiró—. Un rollo primaveral en pleno invierno siempre es una cosa estupenda —entonces se detuvo un instante para mirarme de reojo—, si lo aguantas, claro está.
—¿A qué te refieres con lo de aguantar?
—No lo sé, Rosa, pero antes, cuando te has ido, me he quedado pensando y, la verdad… — parecía repentinamente preocupada por algo, pero yo no alcanzaba a imaginar la razón—. A lo mejor me he pasado, ¿no? Al fin y al cabo, tú estás casada, tienes dos hijos, yo qué sé… Debe ser que llevo tantos años viviendo sola que me cuesta trabajo ver las cosas de otra manera, pero no me gustaría que pensaras que disfruto metiendo en líos a los demás, porque no es eso, yo solo…
—¡Ana, por favor! —la miré a los ojos para subrayar el encendido asombro de mi protesta—. ¿Cómo puedes pensar así de mí? No necesito que me des ninguna explicación. Ya soy mayorcita, ¿sabes? Si no me apeteciera volver a ver a Nacho no te hubiese dejado llamarle por teléfono, y todo lo demás es asunto mío. Él está separado, así que…
—¿Separado? —ahora era ella la sorprendida—. ¿En serio? No me había enterado.
Hasta aquel momento aún no había juzgado necesario pararme a pensar en serio sobre el papel que mejor le sentaría a Nacho Huertas en el reparto de mi vida, y sin embargo, las palabras de Ana actuaron como un disolvente capaz de abrir un agujero en el suelo, justo debajo de mis pies.
—Bueno —continué, apretando firmemente los tacones contra la moqueta—, por lo menos, eso fue lo que me dijo él.
—Ya —dijo solamente—, puede ser…
No quiso añadir nada más y yo me atreví a terminar la frase por ella.
—Pero tú no te lo crees, ¿verdad?
—Pues… Sinceramente, Rosa —me miró de tal forma que a partir de entonces podría haberse ahorrado el cuidado con el que escogía cada palabra—, me imagino que ya te habrás dado cuenta de qué tipo de hombre es Nacho. Muy listo, muy guapo, muy divertido, muy mujeriego… Para tener una aventura tonta, así, sin consecuencias, pues… no hay un tío mejor, eso desde luego. Y en un momento dado supongo que sería capaz de decirte cualquier cosa, pero no creo que te convenga tomártelo muy en serio…
Aunque en teoría yo misma estaba de acuerdo en aquella inconveniencia, la verdad es que la última observación de Ana no me sentó demasiado bien, pero ni su previsible escepticismo ni mi sorprendente reacción llegaron a interesarme más allá de un par de minutos, porque cuarenta y ocho horas son muy pocas cuando se pretende rozar la perfección, y yo, después de haber fantaseado durante tanto tiempo con el perfil ideal de un amante imaginario, no estaba dispuesta ahora a conformarme con menos. Pero la vida, o el azar, o el destino, perpetuos recursos contra la arbitraria incertidumbre de cada día entre los que algunos se empeñan en incluir a Dios, se resisten a jugar limpio, y a veces urden trampas más complejas, pegajosos encajes de hilos invisibles, abismos camuflados en los huecos de los ascensores, esperanzas que se desvanecen al simple contacto con el aire contaminado de las ciudades modernas, y así, ni el martes, mientras me encerraba en mi dormitorio para escoger la ropa que mejor me sentaba, ni el miércoles, mientras iba a la peluquería y me pintaba las uñas a la francesa, ni el jueves, mientras saltaba de la cama media hora antes para arreglarme, por si no me daba tiempo a volver a casa después del trabajo, quise distraer un solo minuto para meditar sobre las consecuencias de lo que estaba a punto de ocurrir, y sin embargo, la voz de Nacho Huertas en el contestador automático, a las once de la mañana del día acordado, inauguró precisamente el tiempo de pensar.
Cuando colgué el teléfono, después de haber dejado un mensaje tan largo, tan torpe e inconexo como me consintió el propio aparato antes de pitar, me dije a mí misma que no había ningún motivo para alarmarse. Habrá salido un momento a la calle, me expliqué, echando mano de toda la capacidad de convicción que pude reunir, a comprar el periódico, o a lo mejor todavía no ha llegado, porque tenía que ir antes a otro sitio, o… Acepté de buena fe mis propias explicaciones y me propuse esperar una hora entera antes de intentarlo de nuevo, algo así como esconder una carta en la manga mientras se hace un solitario, porque en realidad no buscaba serenarme, sino concederle un margen más que suficiente para que devolviera mi llamada. A las doce, sin embargo, ni me había llamado él, ni me había llamado nadie, un insólito prodigio que me animó a sospechar que nuestra sofisticada centralita automática se habría estropeado o que las líneas estarían sobrecargadas, pero no tuve suerte, porque conecté a la primera con el mostrador de recepción, y allí fui implacablemente informada de que los teléfonos funcionaban tan bien como siempre. Cinco minutos, decidí entonces, cinco minutos más, y vuelvo a llamar. Todavía no había expirado el tercero cuando el eco del primer timbrazo comunicó de golpe todos los compartimentos de mi corazón, que amenazaba seriamente con reventar mientras yo contaba tres pitidos por pura superstición. El fenómeno cesó tan repentinamente como había nacido, porque al otro lado me tropecé con Néstor Paniagua, buenísima persona pero pesadísimo corrector de pruebas que no había encontrado mejor momento para consultarme una lista de, por lo menos, tres docenas de dudas. Me lo quité de encima como pude y, sin llegar a colgar del todo, marqué de nuevo un número que ya me sabía de memoria, diciéndome que, al fin y al cabo, mucha gente no escucha los mensajes del contestador inmediatamente, y que a mí misma, por ejemplo, me da mucha pereza. El segundo mensaje fue más breve que el primero, aunque agoté igualmente el fragmento de cinta que tenía asignado, esperando en silencio ya no sabía muy bien qué. Eran las doce y veinticinco y aún resistía, aunque los voluntariosos argumentos que oponía a la realidad para justificar a Nacho ante mí misma alternaban ya, peligrosamente, con ciertos indicios de lo que podría desembocar en un
derrumbamiento completo. Entonces, el teléfono resucitó de repente, y atendí tres llamadas seguidas, la primera del encargado de una fotomecánica a la que no había llegado todavía el mensajero que les había enviado a las nueve de la mañana, la segunda de un redactor que quería saber qué criterio utilizábamos para traducir los nombres comunes asociados a los propios de los accidentes geográficos—valle del Roncal, por ejemplo, me dijo, ¿cómo escribís la palabra «valle», con mayúscula o con minúscula?— y la tercera de Fran, convocándome a su despacho para discutir la previsión del cuarto tomo, en el que empezábamos a acumular un retraso ligeramente preocupante. Permanecí un par de minutos sentada en la silla, sin mover un músculo, conjurando aquel silencio que estaba volviéndome loca, y aunque triunfé sobre mí misma al levantarme sin tocar siquiera el auricular, no logré pasar al lado de Adela —la secretaria que comparto con Ana—, sin rogarle que contestara a mi teléfono, para explicarle después, con muchos más detalles de los imprescindibles, que estaba esperando una llamada muy importante de un fotógrafo llamado Nacho Huertas, y que debería pasarme inmediatamente esa llamada, pero sólo ésa. al despacho de Fran. Allí, sin embargo, no llegó a interrumpirnos ruido alguno. Mi jefa me preguntó un par de veces si me ocurría algo, y cuando, después de negar por segunda vez, me vi obligada a indagar en los motivos de su curiosidad, me dijo que desde hacía un rato tenía la impresión de estar hablando sola. Salí del paso contándole que no había dormido muy bien la noche anterior, lo cual era rigurosamente cierto, y entonces miró el reloj, me anunció que eran ya las dos y media, y decidió que lo que más nos convenía era irnos a comer para seguir por la tarde. Agradecí la interrupción, porque mi cabeza parecía ya una olla exprés a punto de reventar, y me fui corriendo a mi despacho con el pretexto de coger un tíquet con el que pagarme la comida, aunque ella me había ofrecido uno de los suyos. Adela no me dijo más que lo que ya sabía, no me había llamado nadie pero, esta vez sin pensarlo siquiera, llamé al estudio de Nacho por tercera vez, y por tercera vez me estrellé con el silencio mecánico de su contestador, al que opuse esta vez un tono despreocupado y amable, como si antes no hubiera marcado nunca aquel número. Esta especie de improvisada, alegre confianza, duró lo mismo que la comida, en la que hablé por los codos y celebré cada chiste durante un par de segundos más de lo que su calidad merecía, mientras me reprochaba por dentro mi ridícula impaciencia, advirtiéndome que Nacho había quedado conmigo por la tarde, por la tarde y no por la mañana, y que por tanto, no había pasado nada todavía. Cuando volví a mi despacho, después de la reunión con Fran, Adela se me adelantó para informarme de que no había llamado ningún fotógrafo. A las cuatro y media dejé un mensaje seco, y no ocurrió nada. A las cinco y media volví a llamar, pero no llegué a despegar los labios. A las seis termina mi horario laboral. Permanecí inmóvil, como soldada a la silla, todavía media hora más, antes de advertirme que aquella llamada sena la última, y sin embargo, al llegar a casa, a las siete y cuarto, aún lo intenté otra vez, a la desesperada. Luego me desmoroné sobre el respaldo del sillón y cerré los ojos.
Intentaba sentir lo que siente una piedra, o un alga marina, o una diminuta oruga ciega con muchas patas, no aspiraba a más que eso porque sabía que cualquier otra cosa sería peor, y sin embargo, la tarde se me complicó tanto como se le pueda complicar a un ser humano.
—¡Qué guapa estás, mami! —Mi hijo Ignacio me miraba con la boca abierta desde el centro del salón—. Pareces una de esas chicas que salen en la tele…
Llevaba un vestido morado de terciopelo elástico, muy corto y muy ceñido, encima de uno de esos bodys sencillamente milagrosos que comprimen las caderas sin dejar marca, un artificio modesto pero eficaz, incentivado por el diseño de unos pantis de licra modelo una–talla–menos y la considerable altura de los tacones de mis mejores zapatos de piel negra. Mi melena aún se plegaba, con milimétrica obediencia, al severísimo plan que le había sido impuesto veinticuatro horas antes por el cepillo de mi peluquera, y la hilera de perlas y amatistas que se alternaban, falsas todas ellas por igual, alrededor de mi garganta desnuda, resplandecían sobre el amplio escote de barco con la misma avidez que me había deslumbrado aquella misma mañana. Suponiendo que mi maquillaje estaba mucho menos maltrecho que mi alma, tendí los brazos hacia mi hijo sin decir nada, y él, poco propenso ya a mis ofensivas de besos y abrazos, se lo pensó un momento antes de tomar
impulso para venir a estrellarse alegremente contra mi cuerpo, pero su paciencia se agotó mucho antes de lo que yo pretendía. Zafándose con un par de gestos expertos de la no menos experta llave con la que le mantenía inmovilizado, su cabeza encajada en la curva de mi cuello, se revolvió sobre el estrecho margen de mi falda y me miró con asombro.
—Estás llorando, mamá… —dijo, en su acento la fría curiosidad que habría empleado para anunciar que la cola de la lagartija a la que acababa de partir en dos seguía moviéndose sola, y luego, como siempre, preguntó—, ¿por qué?
—Porque te quiero —contesté, con una voz húmeda y viscosa que apenas podía reconocer.
—Pero eso no es de llorar… —protestó.
—A veces sí —insistí, y él se detuvo a reflexionar antes de asentir con la cabeza.
—Vale.
Entonces se levantó y se fue.
Yo me quedé pensando si existirían palabras para explicar a un niño de nueve años que, a pesar de lo que me enseñaron cuando tenía su edad, ni todos los hombres son iguales, ni todos van siempre detrás de lo mismo, y que yo lo sabía bien porque uno de ellos me acababa de rechazar precisamente ese día en que estaba tan guapa como una de esas chicas que salen en la tele.
Quizás los humildes ingredientes de aquel tosco razonamiento de urgencia puedan explicar mejor lo que sucedió que los propios hechos. porque el golpe más duro, el matiz más difícil de aceptar en toda la caótica trayectoria que Nacho Huertas llegó a proyectar en mi vida fue precisamente ése, la naturaleza ilógica, imprevisible, de su rechazo, una clave capaz de sostenerme con idéntico vigor en la obsesión y en el desconcierto, una copa más amarga que la hiel que llegó a contener nunca, porque en su fondo todavía sedimentan los posos de todos los fracasos que lograron hundirme antes.
Y sé bien que no hay excusa que valga, pero también estoy casi segura de que nadie, en mis circunstancias—género, edad, nacionalidad, y la moraleja de los cuentos que me contaron de pequeña—, habría encontrado la manera de encajar sin daño un desprecio semejante, sobre todo porque entonces, cuando Nacho se encarnó por primera vez en su propia ausencia grabada en la cinta del contestador, yo sólo pensaba en él como en el hombre que había querido ser en Suiza, un amante ocasional, un figurante oportuno, un recurso eficaz contra el implacable proceso de solidificación de la capa de aburrimiento que barnizaba mi vida, y tal vez, si aquel jueves hubiera contestado al teléfono, todo se habría quedado en eso, y eso en nada, porque no existe riesgo más mortal para un deseo que su ejecución inmediata, un axioma tan reversible como una gabardina de buena calidad, porque no existe incentivo mayor para un deseo que su inmediata frustración, ni frustración mayor que aquella cuyos motivos no se comprenden. Si se tratara de amor, todo habría sido distinto pero, al cabo, aquello sólo era sexo, y al rechazarme, Nacho no había rechazado otra cosa que mi cuerpo o, definiendo con mayor precisión, eso que ningún hombre rechaza jamás, un polvo fácil. Paradójicamente, eso era lo peor, porque algo más que estupor, un sonrojo emparentado con la vergüenza estricta, primaria, de las adolescentes que asisten a una fiesta para permanecer durante horas sentadas en la misma silla sin que nadie las saque a bailar, se sumaba a la decepción para provocar un abatimiento completo. Y había más. Nunca me había sentido tan poca cosa, pero mi propia nimiedad palidecía ante una novedad más cruel. Supongo que a todo el mundo le pasa, antes o después, y que deben de existir miles de razones capaces de sustentar un descubrimiento tan atroz, pero yo le debo, además, a Nacho Huertas el primer indicio de mi propia vejez, porque es difícil recordar que los jóvenes también sufren por despecho cuando te rechazan al borde de los treinta y cinco aunque te gastes la mitad de tu sueldo en cremas. Y quizás esto no hable muy bien de mí, pero lo cierto es que enterré a la irresistible cantante pop que fui una vez con un dolor inmenso, una aterradora sensación de vacío. Después, me propuse despedir bruscamente cualquier duelo, y comencé a reconstruir mis pedazos con el poco amor que me quedaba hacia mí misma y toda la
paciencia que me pude imponer. Lo habría conseguido antes de lo que esperaba si una mañana cualquiera, más de tres meses después de aquel primer fracaso, cuando ya había logrado extirpar el eco de su voz de mi cabeza —esa docena escasa de palabras grabadas que resonaron como una maldición entre mis sienes durante muchas semanas—, no hubiera recibido un sobre acolchado de papel marrón, sin ningún remite, mi nombre escrito con letras de molde bajo una pegatina impresa en dos colores —FOTOGRAFÍAS ¡NO DOBLAR!—, entre la correspondencia que Adela posó sobre mi mesa con la indiferencia de todos los días.
Más tarde, cuando empecé a perseguir los esquivos favores del destino, cortejando una realidad no sólo más amable, sino también más coherente consigo misma que el intrincado laberinto que dibujaban mis días, intenté convencerme muchas veces de que aquel sobre había sido la primera señal, la advertencia más temprana, porque no tenía remite, ningún detalle especial, y sin embargo, y a pesar de que recibo envíos de fotógrafos todos los días, mi corazón pareció reconocerlo, tan desenfrenadamente rompió a latir dentro de mi pecho, y mis dedos quisieron abrirlo antes que ninguna otra carta para sostener después mi propia sonrisa congelada, una mirada tan luminosa como el recuerdo del mejor verano ante la estampa convencionalmente invernal de una hilera de casitas de cuento. Seguí adelante para encontrarme de nuevo en una plaza, y después junto al pretil de un puente, el lago al fondo, y sentada a la mesa de un café, al lado de la ventana y, por fin, con él, delante de la puerta de un teatro, apoyados en una estatua, en un parque. Recordaba a los improvisados autores de casi todas aquellas fotos, el botones del hotel, un camarero de uno de los bares de la plaza principal de la ciudad, un turista italiano que nos encontramos por casualidad, iba reconociendo cada imagen, calculando el día en que fue tomada, la hora y la intensidad del frío que había soportado en cada pose cuando, de repente, justo detrás del retrato más inocente, un soleado primer plano de mi cabeza recortándose en el fondo de un cielo inesperadamente azul, contemplé una fotografía tan asombrosa que el mazo entero se me cayó de las manos, desparramándose sobre mi falda. En una penumbra tan equilibrada como si fuera obra de una minuciosa iluminación de estudio, una mujer desnuda dormía boca abajo en una cama deshecha. Este último detalle me hizo dudar, porque yo soy incapaz de adormecerme siquiera con el vientre aL descubierto y siempre, hasta en las más irrespirables noches de agosto, me las arreglo para taparme a medias con una sábana, pero él debía de haberme despojado de ella con dedos sigilosos, porque en la segunda foto de la serie, un plano mucho más corto, reconocí mi rostro sin ninguna duda. En la tercera, la cámara estaba situada exactamente a mis espaldas, y sólo se distinguía una melena revuelta en el extremo de un cuerpo mucho más hermoso que el que yo habría jurado poseer. Tal vez por eso, o por la oscura emoción que crecía como un sabor repentino y dulcísimo dentro de mi garganta, mis labios empezaron a temblar, y una lágrima densa y redonda se detuvo un instante entre las pestañas de mi ojo derecho. Su rastro ya se había secado cuando encontré una nota autoadhesiva escrita a mano sobre la última foto del paquete, un puro anuncio de Kodak, Nacho y yo riéndonos juntos al lado de un puesto de flores donde tuvimos que comprar un ramo de dalias enanas para convencer a la florista, una mujer extrañamente sombría, muy antipática, de que pulsara el botón de la cámara. Me alegro de que hayas llegado hasta aquí, leí, tengo muchas ganas de verte, llámame, y debajo su nombre de pila sin rúbrica alguna, Nacho.