37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Fijé los ojos en el mantel para evitar la mirada de gratitud de la mejor documentalista con la que he trabajado jamás, el catálogo andante de todos los archivos fotográficos del mundo, un lujo capaz de ilustrar cualquier cosa, desde un folleto publicitario de la patata gallega hasta un artículo sobre la prevención de la toxoplasmosis, y mientras detectaba cómo crecía su confianza en cada sílaba, volví a preguntarme qué me estaba pasando, por qué me estaba convirtiendo, día a día, en una persona odiosa.

—Si quieres, puedo recurrir a algunos archivos ingleses y americanos que no he tocado todavía —no necesitaba mirarla para saber que me estaba hablando a mí—. Me temo que encargar las fotos desde aquí sería bastante más barato que comprárselas a ellos, pero siempre se puede pedir precio y comparar…

Si el día de mi boda alguien me hubiera advertido que estaba corriendo el riesgo de inspirar un concepto tan pobre de mí misma a la mujer que terminaría siendo algún día, me hubiera muerto de risa. Pero entonces todavía no había empezado a perder los años. Cuando miraba hacia atrás, siempre los encontraba en su sitio, bien ordenados, exactos y limpios, dispuestos en fila india, como un ejército de soldaditos de juguete, ahí estaban todos, y antes de cumplir veintidós, tenía veintiuno, y antes veinte, y antes diecinueve años, era tan fácil como aprender a contar con los dedos. Ahora voy a cumplir treinta y siete, y procuro no volver jamás la cabeza, porque no sé muy bien adonde ha ido a parar mi última década, no comprendo en qué agujero perdí los veinticuatro años, por ejemplo, o dónde se me cayeron los veintiséis, o qué me pasó cuando cumplí veintinueve, pero lo

cierto es que no los recuerdo, no soy consciente de haberlos vivido, es como si el tiempo se devorara a sí mismo, como si cada día que pasa me robara un día pasado, como si los años se anularan entre sí. Ahora sé que el enemigo juega con cartas marcadas, y ya no puedo hacer nada por rescatarme a mí misma de todos los lugares, de todas las personas, de todas las mañanas y las noches que fueron un error, pero por lo menos no intento exprimir el mundo para forzarle a justificar mi vida cada doce horas. Ésa es la mezquina, desoladora medida, en que el destino se ha mostrado magnánimo conmigo en los dos años y medio que han pasado desde aquella cena, cuando todavía podía partirme un rayo al escuchar que nos faltaban fotos de Suiza.

—Muy bien, entonces de acuerdo —Fran se ocupó de lo que ella llamaba reconducir la cuestión, y levantó las cejas en dirección a Ana—. Lo único que no sabemos es el nombre del fotógrafo.

—Habría que decidir si conviene más encargarlo aquí, o allí, en la misma Suiza. Mañana a mediodía puedo tener preparada una lista de nombres disponibles.

—Y si no… —Marisa dominaba las sílabas a la perfección mientras se reía entre dientes,—, ¡siempre podemos recurrir a Forito!

Carpóforo Menéndez, Forito para los íntimos, era el fotógrafo de plantilla de nuestro departamento, la cruz que más pesaba sobre los hombros de Ana, y el principal protegido de todas nosotras, ella a la cabeza. Aunque seguramente era más joven, aparentaba unos cincuenta y cinco años, medía casi un metro noventa, no pesaba más de sesenta kilos, y su productividad se cifraba en unas ocho fotos técnicamente correctas —es decir, bien iluminadas, bien enfocadas, y con una definición aceptable a simple vista— por cada carrete entregado. Entre ellas, a veces podíamos publicar una, o dos, siempre que resistiéramos la tentación de mirarlas a través de un cuentahilos, pero seleccionábamos muchas más, aunque estuvieran quemadas, borrosas o veladas en los bordes, para justificar ante Contabilidad la nómina que cobraba todos los meses. Él nos lo agradecía de corazón, y no pedía otra cosa. Ni siquiera había vacilado al aceptar el puesto que Ana había inventado a su medida al comprender que iba a ser difícil mantenerlo como fotógrafo en un proyecto como el nuestro, que exigía comprar fotos en archivos de casi todos los países del mundo. Ocuparse de la recepción y clasificación de los envíos parecía tarea más propia de un meritorio que de un fotógrafo en activo, pero él no parecía echar de menos las ocasiones de promoción profesional. Ver su nombre, compuesto en versalitas de cuerpo ocho, trepando hacia arriba desde el ángulo inferior derecho de una imagen no le producía la menor emoción porque, en los buenos tiempos, se había acostumbrado a leerlo todos los días, más grande y más centrado, en periódicos y revistas ilustradas. Antes de empezar a beber —o antes de vivir lo suficiente para empezar a beber—, Forito era el fotógrafo taurino más prestigioso de Madrid, el ganador de todos los trofeos a la mejor foto de la Feria, el retratista favorito de los veinte primeros nombres del escalafón, pero cuando yo le conocí desayunaba ya coñac a palo seco, y le temblaba el pulso de tal manera que era incapaz de remover dos cucharadas de azúcar en una taza de café sin derramar mucho más que una gota.

Supongo que cada una de nosotras le tenía cariño por un motivo distinto, y me temo que a él, por más cuidado que pusiera en repartir equitativamente los estruendosos piropos de su repertorio, le pasaba más o menos lo mismo, aunque Marisa, desde luego, era su favorita. Cuando a mí me caía algo del estilo de ¡cómo vienes hoy, madre mía, que me voy a tener que poner las gafas de sol para mirarte, que es que deslumbras!, ya sabía que, antes o después, Forito se las arreglaría para perderse dentro de la pecera, y de rodillas ante la mesa de Marisa, con los brazos en cruz, y los pies a punto de arruinar el precarísimo encaje que los cables de interconexión dibujaban sobre las losetas de corcho sintético, cantarle una copla de Miguel de Molina. Hasta Fran, tan estrictamente seria y apresurada siempre, se ablandaba sin remedio cuando Forito, desde la otra punta del pasillo, emitía su grito de guerra, ¡guapa, guapa, guapa, que mira que eres guapa, cooooño!, a modo de saludo. A mí me conmovía más otras veces.

No debía de llevar ni un mes trabajando con la colección, porque aún invertía la mayor parte de la mañana en recibir a redactores, traductores, correctores, ilustradores o cartógrafos, y no era la

primera vez que un aspirante faltaba a la cita, pero nunca se me había ocurrido salir a la calle a tomar un café en el hueco de la entrevista fallida. No tuve que esforzarme mucho para escoger un local. La flamante sede del grupo al que pertenecía la editorial que acababa de contratarme estaba situada en un polígono industrial de lujo que no dejaba de parecer exactamente eso, por muy lujosos que fueran los edificios que ocupaban cada parcela rigurosamente cuadrada, delimitada con tiralíneas, y por más que cada calle ostentara con arrogancia el nombre del respectivo coloso del columnismo periodístico nacional en lugar de una letra mayúscula o de un simple número sin adorno alguno. A nuestra izquierda, la autovía de Barcelona zumbaba a todas horas como una jaula de grillos mecánicos, pero entre la valla que delimitaba nuestras posesiones y la que señalaba los dominios de la autopista, se habían quedado atrapadas algunas casitas bajas que el Ministerio de Obras Públicas, por alguna desconocida razón, había renunciado a expropiar en su momento. Pequeñas, chatas, encaladas, con sus arbolillos raquíticos y sus rosales infectados por el perpetuo azote del humo que derrochan los tubos de escape en la articulada pero infinita elipse que dibuja el tráfico entre Madrid y el aeropuerto, parecían ya un vestigio arqueológico catalogado y protegido, una reliquia intencionada, cuidadosamente preservada para enseñar a las generaciones futuras cómo se vivía en este país cuando la distancia entre la pobreza y la opulencia, una resta tan exigua que una sola generación ha llegado a conocerlas casi a la vez, ya no pueda producirles vértigo, A mí me gustaban aquellas casas, me gustaba verlas desde cualquier gigantesco ventanal de nuestro edificio inteligente, me gustaba saber que estaban ahí, resistiendo imperturbables a la especulación y a la síntesis de tantos materiales inefables, contribuyendo con su heroica modestia a la gran paradoja del siglo que viene, cuando esta ciudad malquerida, maltratada, maltrecha, se convertirá sin duda, gracias a tanto descuido, a tanto desamor, a tantos crímenes de la razón y a la insospechada fortaleza de su carácter, en el más exhaustivo y monumental catálogo de la arquitectura urbana del siglo pasado, el nuestro, porque casi nada de lo que se haya podido destruir para construir encima, ha dejado casi nunca de destruirse aquí, y la piel de las ciudades envejece también, como la de sus hijos, pero el tiempo posa sobra sus poros de piedra, de cristal, de cemento, una pátina brillante y bella, dorada, tensa, tan inexorable su poder como el que ahonda los surcos que el mismo tiempo abre sin piedad en las esquinas de nuestros labios, de nuestros ojos, de nuestra frente.

Madrid es una resistente nata. Yo también. La paciencia es el rasgo predominante de nuestro carácter, y por eso elegí sin dudar el Mesón de Antoñita, el bar–restaurante especializado en chuletas a la brasa y conejo al ajillo, como todos los de la zona, que estaba más cerca de la editorial, a despecho de las plastificadas ofertas de los locales del centro comercial, al que habría llegado andando en menos de diez minutos. No me arrepentí, porque al atravesar por primera vez el umbral sentí que acababa de penetrar en una película española de los años cincuenta. El bar era oscuro y fresco, y el mobiliario parecía una réplica poco sofisticada del diseñado para la familia Picapiedra, una versión atávica del estilo castellano elaborada a base de troncos de madera apenas desbastados, remachados con clavos de cabeza negra y diámetro semejante al de una cuchara sopera. A cambio, la decoración era rabiosamente andaluza. Rejas, farolillos de papel blancos y verdes, muñecas vestidas de flamencas alternando con botellas de whisky de importación sobre una balda corrida detrás de la barra y la radio sintonizada en una emisora de coplas 24 horas. No sé si me gustó, pero me hizo mucha gracia. Entonces no sabía que el Mesón de Antoñita acabaría convirtiéndose en una especie de sucursal de la propia editorial, un recurso irresistible cuando el menú del comedor de la empresa nos diera arcadas a media mañana, una contraseña de todos esos pequeños triunfos laborales que era inevitable celebrar con una comida especial, un reducto de privacidad imprescindible para lanzarse a las confidencias que nunca querrían haberse confesado en voz alta. Aquella mañana, al contrario, el local parecía pertenecer a la categoría de esos negocios malditos que no llegan a llenarse jamas, y el único cliente, que ocupaba un taburete frente a la barra, no volvió la cabeza cuando empujé la puerta. Forito se recorría con una mano, muy lentamente, la parte delantera del cráneo, un gesto incierto que no se parecía del todo a una costumbre, a cualquier pequeño rito cotidiano de esos en los que buscarnos cada día un poco de consuelo. Cuando le

saludé, giró la cabeza en mi dirección y levantó las cejas. La copa de balón que tenía delante estaba prácticamente vacía, menos de un dedo de un líquido espeso del color del té, pero me senté a su lado de todas formas.

—¿Qué quieres tomar? —me preguntó—. Yo invito.

Aunque suponía que el coñac era más caro, renuncié con cierto pesar al croissant a la plancha cuyo hipotético aroma había guiado mis pasos hasta allí, y me conformé con un café con leche. Él pidió que le rellenaran la copa y no dijo nada más. Su mano no terminaba de peinar los escasos pelos que podían contarse más allá de su frente, no terminaba de abrillantar esa piel casi calva, ni eliminaba un sudor improbable en aquel local, donde el aire acondicionado, único pero feroz testimonio de la auténtica cronología de aquella escena, desmentía la calurosa realidad de una mañana de julio. No conseguí adivinar cuál era el sentido del rítmico, calculado viaje de esos dedos que no se detenían jamás, pero cuando me dio vergüenza seguir mirándolo, levanté la cabeza y eché un vistazo a mi alrededor. Más que decoradas, las paredes parecían infestadas de fotos en blanco y negro, algunos retratos y muchos pases al natural, muchas chicuelinas, muchos desplantes y vueltas triunfales, y la misma firma en casi todas ellas, un grueso trazo negro que dibujaba una ce mayúscula cuya base se prolongaba en un par de ondas ilegibles, un garabato que yo conocía muy bien.

—Gracias por el café, Forito —me despedí como si no me hubiera dado cuenta de nada—. Voy a ver si vuelvo a trabajar un rato…

—De nada, mujer —me sonrió—. Ahora voy yo para allá.

Mientras respondía al respetuoso saludo del portero, y al saludo de la respetuosa recepcionista, y pasaba de largo por los ascensores para subir dos pisos de escaleras muy despacio, y recorría el pasillo, y abría la puerta de mi despacho, y ganaba mi mesa, y me sentaba tras ella, me iba preguntando si la vida me concedería, algún día, alguna dosis de la dignidad que acababa de contemplar en el exiguo cuerpo de un hombre arruinado y calvo, que se emborrachaba con coñac a las once y media de la mañana muchos años después de haberse atrevido a abandonar. Mientras escuchaba el monótono discurso de la enésima ilustradora de cuentos de hadas que intentaba pasarse a la ilustración para adultos porque el mercado infantil estaba saturado, me preguntaba qué pasaría si yo también cediera a la eterna tentación de escapar de puntillas, sin grandes gestos, sin hacer ruido, quedarme en la cama simplemente, una mañana, en vez de levantarme para ir a trabajar, y después decidir que aquel día no iba a hacer la comida, y marcharme al cine yo sola, por la tarde, y dormir otra vez, dormir mucho tiempo. Entonces dejaría de perder los años, porque ya no habría futuro para mí, ninguna expectativa de la que descontar las horas consumidas, ninguna meta que alcanzar en horas sucesivas, nada que esperar… Tardé un buen rato en sacudirme aquella confortable borrachera seca, pero todavía no he superado los efectos de la resaca, y jamás río los chistes sobre Forito, porque el silencio que eligió para comentar conmigo sus viejas foto; triunfales le revestirá siempre, en mi memoria, de la elegancia de los náufragos que saben hundirse de pie.

Yo, en cambio, boqueaba desesperadamente, con los pulmones llenos de agua hasta la mitad, cuando Fran me propuso coordinar aquellos fascículos, Atlas de Geografía Universal, una tabla sobre la que monté a horcajadas mientras guiñaba los ojos para convencerme de su poderoso perfil de transatlántico. Necesitaba el espejismo más incluso que el dinero, porque la escasez de encargos interesantes me había obligado a recurrir, meses atrás, a las traducciones juradas, el más ingrato, monótono y descorazonador de los trece o catorce trabajos con los que me gano irregularmente la vida. Inclinada sobre un documento de 200 folios impresos a un espacio en el que se describían, aplicación por aplicación, todas las especificaciones técnicas de un flamante microchip japonés destinado a revolucionar el campo de los programadores de lavadoras, lavavajillas, aspiradores, secadoras, aparatos de aire acondicionado, controladores de riego a distancia, y unas cincuenta o sesenta máquinas más, no sólo me sentía obligada a preguntarme a cada momento qué clase de cretino estaría sufriendo al imaginarme al borde de la más sucia traición —mis labios susurrando en el oído de un desconocido que el IJ150e garantiza al ama de casa un ahorro de energía de + 2% en

relación al rendimiento del IJ145e o cualquier dispositivo equivalente de la competencia—, sino que me pasaba las mañanas deseando que cualquier cuadrilla de gánsteres de cualquier edad, de cualquier tamaño y de cualquier nacionalidad, asaltaran mi casa una buena mañana, le pegaran una patada a la puerta de mi estudio, y nos secuestraran, a mí y a doscientos folios de especificaciones técnicas, en nombre de los sagrados intereses de cualquier multinacional, eso me daba lo mismo, aunque preferiría que nuestro escondite estuviera en Sudamérica, que parecía lo más emocionante. Y eso no era lo más grave. Lo peor era que, como los gánsteres no llegaban nunca, ya estaba empezando a fijarme en el vecino del segundo.

En algún momento, entre mi hijo y mi hija, después de cumplir los treinta, me acordé de Mi Vida, aquella caja tan grande, envuelta en un papel rojo y asegurada con tantos lazos, y me pregunté de qué había resultado estar rellena. Desde entonces, lo único que me compensa por las pocas cosas que hay dentro es la certeza del amor que siento por esas pocas cosas, una docena de luces de colores —dos niños, un par de libros que me pertenecieron un poco mientras los traducía, ciertos amigos, ciertas amigas, la memoria de un amante que se convirtió en marido, el pequeño talento que hizo de mí una cocinera autodidacta, la asombrosa emoción que experimento todavía al hablar tres idiomas que no son el mío, algunos sabores, algunos olores, algunas noches memorables, algunas risas que aún no se han apagado del todo— que apenas lucen entre cuatro paredes de cartón repletas de la nada negra y compacta de mi insatisfacción.

Desde luego, no soy el tipo humano del que se espera un análisis semejante. Sonrío muy a menudo, como con apetito, disfruto de las copas y de la conversación, nunca he tenido una depresión, me gusta hablar por teléfono y tengo un orgasmo cada vez que me lo propongo, y eso significa la abrumadora mayoría de las veces. En general, no me molesta trabajar y ocuparme al mismo tiempo de los niños, y cuando llego a casa rendida, después de una tarde de cine y un McDonald's, por ejemplo, y decido que no tengo ganas de cenar, y me meto en la cama presintiendo que el sueño me noqueará sin piedad apenas pose la cabeza en la almohada, me estremece un placer difícil de describir, la conciencia de una tarde invertida en hacer cosas de verdad, la deliciosa productividad del cansancio muscular, objetivo, mensurable, el único que ahuyenta al insomnio y, con él, a todas esas preguntas intolerablemente cursis acerca del futuro, el destino al que se encamina mi vida y todo lo demás. Cada vez que escucho a una madre de familia decir que necesita más tiempo para ella, se me ponen los pelos de punta. Yo lo que necesito es menos tiempo, que me lo quiten, que me lo aplacen, que no cuente, porque si hay algo que sobra en todos los años que he perdido es precisamente eso, tiempo. Quizás, lo único que ocurre es que mi insatisfacción contradice el modelo de insatisfacción consagrado por las estadísticas para mujer española emancipada de clase media urbana universitaria de mi edad. Eso espero, porque siempre he detestado a las mujeres insatisfechas.

Por eso me asusté tanto al darme cuenta de que había empezado a tontear así, como quien no quiere la cosa, con el vecino del segundo. De todos los modelos de mujeres insatisfechas que detesto, el que más definitivamente me saca de quicio es el construido alrededor del prestigioso axioma «yo lo que necesito es tener una aventura». Es que no se puede ser más gilipollas. Porque otra cosa sería decir cómo me gustaría tener una aventura, eso sí, o cómo me apetece echarme un novio, naturalmente, y a mí también, pero esa forma de conjugar el verbo necesitar que consiste en comprarse ropa de dos tallas menos que la habitual, ir a la peluquería, pintarse como una puerta, y salir a la calle en plan loba, dispuesta a capturar con lazo al primer incauto que se presente para echar el polvo reglamentario, reglamentariamente alcohólico, y espeso, y trabajoso, a las cuatro y media de la mañana, y levantarse a las cinco menos cuarto de una cama ajena, y no encontrar un taxi, y desplomarse en la cama propia una hora y media antes de que suene el despertador, y justificar las ojeras después, en la oficina, proclamando que has visto a Dios y que te han dejado el cuerpo como un reloj, eso es que me pone de los nervios, es que da pena, en serio… Creo que no existe una manera más indigna de envejecer. Y la verdad es que el único precio del vecino del segundo era que trabajaba sólo por las tardes, en un hotel, y cuando mi instinto de supervivencia me

ordenaba abandonar al microchip y darme un paseo por la casa, o bajar un momento a comprar cervezas en la bodega de al lado, me lo encontraba a veces en el ascensor, o me saludaba desde su ventana, al otro lado del patio.

Era un chico alto, demasiado rubio para mi gusto, y con una cara peculiar, no tanto por sus rasgos considerados de uno en uno, ni por la relación que guardaban entre sí, sino por una cierta expresión de asombro permanente que mantenía sus ojos muy abiertos y separaba sus labios, dejando ver el filo de la hilera de dientes blanquísimos y sanísimos a la que obligaba su aspecto de joven atleta. No llegué a descubrir si se lo tenía muy creído, si conservaba su inocencia intacta o si era tonto de remate, pero como me aburría tanto por las mañanas y él siempre estaba a mano, le invité a desayunar un par de veces, y no solamente aceptó, sino que la última vez hasta se preguntó en voz alta por qué bajábamos a la calle con lo bien que podríamos estar en mi casa, o en la suya. El café de los bares está mucho más bueno, contesté yo, y además, aquí hay churros. Eso sí, admitió él, después de marcar una pausa muy larga en la infructuosa búsqueda de un argumento que oponer, y no volvió a decir nada, pero su torpe retórica ya había bastado para encender todas las luces de alarma.

Por muy vacía que estuviera la caja, en Mi Vida no podía haber sitio para pasatiempos de urgencia con un tipo como el vecino del segundo, y por eso no me lo pensé dos veces antes de colgarme del universal cuello de la Geografía, que había adoptado la forma de un milagroso contrato de obra para acudir en mi ayuda. Por primera vez en mi vida tenía por delante tres años de estabilidad, un sueldo fijo que cobrar a fin de mes, y hasta una secretaria a medias con Ana. Nunca había coordinado una colección de fascículos, pero había trabajado para muchos coordinadores y editores, Fran entre ellos, haciéndome cargo de cada una de las parcelas que ahora tendría que supervisar, con la única excepción de los dibujos y los mapas. Es el momento ideal para convertir una oferta laboral en un golpe de suerte, me dije a mí misma, y volví a sentirme la alumna más brillante de la clase, pero ya no solamente no me daba igual, sino que ni siquiera me bastaba con saberlo. Ahora iba a tener que enterarse todo el mundo.

Ése fue mi principal objetivo durante los seis meses que nos habíamos dado de plazo para preparar la edición, y hasta que fallaron las fotos de Suiza, nada ni nadie se había atrevido a fallar

—¡Dejad a Forito en paz! —el acento autoritario, incluso levemente amenazador, que había aflorado espontáneamente a mi garganta en los últimos meses, disolvió sin esfuerzo los residuos de esa risa a la que no me sumaba nunca—. El fotógrafo tiene que ser español, y si vive aquí, mejor. A estas alturas, no podemos correr riesgos.

—¿Ana? —preguntó Fran, para que nadie olvidara quién mandaba allí.

—Sí, estoy de acuerdo.

Sólo a partir de ese momento la reunión empezó a ser una auténtica cena, pero aunque disfruté del jamón, delicioso, y de unos estupendos pimientos rellenos de merluza, aunque pregunté, y contesté, y di mi opinión cuando me la pidieron, no llegué a involucrarme en ninguno de los temas de conversación, una secuencia clásica, previsible, que nació en las ofertas del mes de esa cadena de tiendas de decoración tan baratas que lo importan todo de Extremo Oriente y expiró en la curva del culo de Richard Gere, estancándose a ratos en los inevitables cotilleos editoriales, quién compra, quién vende, quién sube, quién cierra. Durante una hora y cuarto lo único que hice fue mirar a Fran, observarla, estudiarla, leer en el relajamiento de sus hombros, en la descuidada precisión que guiaba su mano derecha mientras apartaba el flequillo de su cara, en su elegante manera de fumar, de comer, de sonreír, la satisfacción de un cachorro destacado de esa élite que nunca ha dejado de tenerlo todo bajo control, y por una vez, no dudé de mi capacidad para llegar a donde me proponía, pero cuando el camarero tomó nota de los postres, ya no sabía si ser la chica más lista de la clase compensaba más que vivir esperando la ocasión de echar un polvo estupendo con el vecino del segundo. A cambio, sabía exactamente qué tipo de postre necesitaba pedir.

—Yo tomaré un helado de vainilla con nueces y chocolate caliente, por favor.

—¿Grande o pequeño?

—Grande.

—¿Con nata por encima?

—Mucha.

Ignacio hijo aporreaba la puerta del baño con los dos puños y más fuerza que su hermana, pero a él no se lo pensaba consentir, él ya estaba a punto de cumplir once años.

—¡Como vuelvas a tocar la puerta, te la cargas! —chillé.

—Es Marisa, mamá —él chilló más que yo, y reprimió una risita malévola antes de seguir—, queee cu–cu–cuándo piensas saalir…

Miré el reloj. El cuarto de hora escaso había expirado hacía casi diez minutos, y yo ni siquiera me había limpiado la cara.

—Dile que no me has encontrado —aullé a través de la puerta del baño, mientras me frotaba los ojos con un algodón húmedo—, que estoy bajando ya por las escaleras… Y no imites a mis amigos si quieres que los tuyos sigan viniendo a mi casa, ¿entendido?

Por supuesto, no me contestó, pero tampoco tenía tiempo para salir corriendo detrás de él, sobre todo después de decidir que iba a ir a cenar con la cara lavada.

Luego, más por supuesto todavía, decidí no tomar ninguna otra decisión. Tenía que ser aquella noche. Antes de salir, y aunque ya sabía que nunca llegaría a echarla en un buzón, cogí aquella carta y le puse uno de los sellos que llevo siempre en el monedero. Las había escrito peores, y sin embargo, aquélla me quemó en la punta de los dedos cuando la metí en el bolso.

Hace dos años volví a escuchar ruidos.

Era la primera vez que Fran nos invitaba a cenar en uno de sus restaurantes favoritos del centro, un lugar tan pequeño, elegante y escogido como había calculado de antemano, pero la verdad es que no teníamos nada que celebrar. Sobre todo yo. No llevaba más de seis meses trabajando para ella y sin embargo estaba segura de que iba a decirme que sería mejor dar el trabajo fuera, porque los ordenadores se habían puesto verracos y nos estaban creando más problemas de los previstos, por más que todo el mundo se esforzara por consolarme suponiendo en voz alta que eso debía de ser lo normal al principio. Me equivoqué, desde luego, porque resultó que lo único que pasaba era que faltaban fotos de no sé dónde y había que modificar la programación para ganar tiempo, pero el miedo no sólo es libre, también es tonto, y por eso, después de una breve tregua de un par de semanas, a mi casa le dio por resucitar. La culpa fue de Rosa, desde luego, por llegar siempre tan tarde, y luego yo, que parezco imbécil, y en vez de poner la televisión, o bajar al portal a esperarla, me quedé clavada en el salón, como al principio, con los oídos bien abiertos, hasta que se repitió una vez, y otra, y otra.

Mi casa respira. Ya sé que nadie me creería si lo contara, por eso nunca me he atrevido a hablar de esto con nadie, pero yo lo sé, porque la oigo, y aunque ni siquiera yo me lo creo, sé que la casa respira, porque toma aire primero, igual que una persona, y lo expulsa después, muy despacio. Entonces me recuerdo a mí misma que la casa es muy antigua. Todas las vigas son de madera, me digo, y los ladrillos macizos, pesados como piedras, y encima de los techos, que mis padres cubrieron con otros falsos, más bajos, antes de que yo naciera, deben de seguir estando los restos del entramado de cañas al que se fijó la escayola original, hace más o menos un siglo. La madera se hincha con el frío, o con el calor, ya no me acuerdo, y el cambio de estación la devuelve a su volumen original, eso es lo primero que me repito, y que las moles de adobe que están detrás del gotelé hasta en los tabiques medianeros pesan tanto que las paredes se hunden en el suelo día a día, se hunde el edificio entero, aunque sólo descienda una milésima de milímetro cada año. Todo esto me lo explicó mi primo Arturo, el arquitecto, y añadió que, además, sobre mi cabeza, el viejo cañizo está siempre crujiendo, resquebrajándose de puro seco, y se desploma lentamente para arrastrar en su ruina a las placas de escayola que se abomban sin cesar, de eso también me acuerdo, me dijo que las casas viejas nunca terminan de asentarse, pero cuando mamá vivía, la casa no respiraba, y ahora respira.

Ya había cumplido treinta y cinco años cuando empecé a vivir sola por primera vez en mi vida, pero no escuché ningún ruido la primera noche, ni a la mañana siguiente, y pasaron semanas, meses enteros, antes de que el silencio empezara a jugar conmigo, porque a veces pienso que no es otra cosa, demasiado silencio, y eso después de haberme pasado media vida echándolo de menos. Todavía prefiero no preguntarme si en realidad quería tanto a mi madre corno he declarado siempre en público, como sigo confesando incluso hoy, cada vez que sale el tema, pero la verdad es que ella pertenecía a esa clase de enfermos crónicos que sobreviven año tras año a la regular agonía de un dolor atroz, esos pacientes a quienes hasta e! médico de cabecera recetaría una muerte buena y rápida, y yo estaba deseando quedarme sola, aun al precio de tener que pasar de nuevo por las oficinas de la funeraria municipal.

A los diecinueve años me estrené como organizadora de entierros. Mi padre estaba destrozado por la muerte de su madre, y la mía demasiado ocupada en llevar toda la ropa al tinte. Soy hija única, y mi tía Piluca, única también por la rama paterna, no se ofreció a acompañarme, así que me fui sola, y encargué un ataúd de roble con herrajes de bronce dorado, más caro que barato, y tres coronas, una de claveles blancos, tu hijo no te olvida, otra de rosas rojas, tus hijas no te olvidan, y

otra multicolor, tu nieta no te olvida, con margaritas, lirios, clavellinas y mucha tuya verde, que para mi gusto era la más bonita de todas, aunque costaba menos que las otras dos y me acarreó una bronca en casa después del entierro, porque, por lo visto, la habían encontrado demasiado frívola. Parecía un ramo de novia de esos modernos, ibicencos, dijo mi madre incluso. Yo no tenía ni idea de que mamá tuviera un criterio propio sobre la moda ibicenca, pero de todas formas, cuando murió su propia madre y tuve que volver sola a la funeraria porque todos mis primos eran demasiado pequeños excepto Arturo, que estaba en Amsterdam, con una novia, y Milagritos, prima de ambos, que se había largado de casa seis meses antes, también ella con una novia al parecer, encargué, además del consabido ataúd de roble —mi padre dijo que no iba a consentir que su suegra tuviera un entierro más lujoso que el de su madre—, cuatro coronas rigurosamente iguales, tu marido, tus hijos, tus hijas, tus nietos y nietas no te olvidan, rosas rojas, rosas blancas, rosas rosas y rosas amarillas. Mi familia quedó tan satisfecha que cuando murió el padre de mi madre apenas se discutió quién se ocuparía de hacerlas gestiones, eufemismo de empleo tradicional entre nosotros para designar cualquier clase de asunto desagradable, una fórmula a la que no fue preciso recurrir tras la muerte de la tía Piluca, porque pedí directamente dinero para el taxi y nadie se molestó en darme instrucciones. Lo hice todo estupendamente. A mi padre no habría querido enterrarlo yo, en cambio, pero no me quedó otro remedio porque ya no tenía más familiares, y mi madre llevaba dos años enferma. El desenlace de esta terrorífica epidemia parecía inminente, pero tardé once años en volver a cruzar la M–30, y entonces, sin ningún complejo, ninguna angustia, ningún remordimiento, decidí ahorrarme veintidós mil pesetas en el ataúd —de pino, con dos asas de hierro solamente—. Sin embargo, en el último momento, no me atreví a elegir una corona ibicenca, y encargué las tradicionales rosas, aunque, eso sí, de colores variados.

Creo que, hasta que empecé a ir al colegio, con seis años cumplidos, no conocí a ningún otro niño o niña pequeña aparte de mis primos maternos, a los que veía como mucho tres veces al año, Navidad, Reyes, y el cumpleaños de los abuelos, que se llevaban sólo unos días y solían celebrarlo a la vez, para ahorrar. A mí no me parecía demasiado raro porque en mi familia siempre se ha ahorrado todo lo que se ha podido, ése era el único punto en el que estaban de acuerdo las tres amas de la casa. Cuando mi abuela Pilar decidía preparar la carne que había sobrado del cocido con una salsa de tomates y pimientos verdes fritos, la tía Piluca no dudaba de que era mejor aprovecharla para hacer un revuelto con media docena de huevos, y entonces mi madre opinaba que resultaría mucho más sabrosa si se rehogaba con aceite y un poco de cebolla picada. Ninguna de ellas cedía terreno en la primera media hora pero, por muchos chillidos que provocara el aspecto metodológico de la cuestión, lo que no se discutía jamás era que íbamos a comer sobras durante dos o, con un poco de suerte —como solía puntualizar alguna—, hasta tres días. Así pasó mi infancia.