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momento, y es cierto que ya no me esforcé por parecerle irresistible, que acudí a la cita con la ropa corriente de un día de trabajo y una simple raya negra en los ojos, que mientras empujaba la puerta del bar en el que habíamos quedado sentía sobre mis hombros el abrumador peso de una experiencia que aún no había empezado a padecer del todo, como si llevara toda la vida esperándole en vano, registrando sus ausencias con la ociosa caligrafía inglesa de una señorita soltera de otros tiempos, pero él estaba allí, estaba allí, y me llevaba la ventaja de una serenidad no fingida.
Cuando llegué a su lado no supe muy bien qué hacer, cómo saludarle, pero él se acercó y me besó en los labios con mucha naturalidad, ejecutando limpiamente la primera escena de un guión bien aprendido, quizás hasta rutinario, pero al hacerlo, me permitió recuperar su olor, y ese detalle fue para mí un gesto más valioso que cualquier saludo. Luego, mientras me contaba episodios de su viaje a Ecuador con el acento despreocupado, divertido de puro frívolo, que ya conocía, me dediqué a mirarle despacio, anotando los rasgos de su rostro que mejor habían esquivado a mi memoria, y apenas hablé para reírle las gracias o comentar sus afirmaciones con monosílabos, absorta en la tarea de demostrarme cuánto me gustaba, hasta qué punto justificaba cualquier dosis de inquietud, cómo merecía la pena haber esperado tanto para escuchar aquella pregunta que atenuó de golpe la iluminación del bar, y nos acercó más aunque permaneciéramos a la misma distancia que antes, y penetró en mis oídos como la promesa de un final jubiloso e inminente.
—¿Te gustaron las fotos? —preguntó primero, como un inevitable e inocente preámbulo.
—Sí —contesté, presintiendo con certeza la etapa sucesiva—. Mucho.
—¿Todas las fotos? —insistió, y yo me eché a reír como se ríen los niños pequeños, y mi cuerpo entero pareció ablandarse, encogerse, sucumbir al peso imaginario de mi risa.
—Sobre todo ésas —admití, y él debió de juzgar que ya no hacía falta esperar más, pero aún añadió algo antes de abalanzarse sobre mí con el bendito afán de devorarme.
—Cuánto me alegro… —llegué a escuchar antes de dejar de oír nada, de ver nada, de saber nada, sus manos desmenuzando mi razón, sus labios bebiéndose mi conciencia, su lengua colonizando la inmensa cavidad que era mi cuerpo, sus sentidos absorbiendo los míos hasta que no quedó nada en mí que fuera yo, excepto el impulso que había decretado esa implacable rendición masiva.
Cuando salimos de aquel bar, me aturdió la belleza de una calle vulgar. Cuando llegamos a aquel portal, me asombró la brevedad de un paseo tan largo. Cuando encendió la luz de su estudio, me admiré de la amplitud de treinta metros escasos. Cuando me condujo hasta la cama disimulada detrás de medio tabique, me deslumbró la intimidad lograda en un hueco tan pequeño. Cuando sus dedos se posaron sobre mi piel desnuda, me maravillé de que se dirigieran a mis pechos sin dudar. Cuando me penetró, me estremecí sólo porque él hubiera decidido hacerlo. Cuando me dio la vuelta, le pedí que no fuera impaciente, y él me contestó, no soy impaciente, amor mío.
Luego me recosté sobre su cuerpo y me advertí a mí misma que cada segundo de aquella noche sería el más hondo y afortunado de mi vida, y que debía fijarlo escrupulosamente en mi memoria para poder recuperarlo después. Todavía ignoraba hasta qué punto esa tarea gozosa llegaría a pesarme como la maldición que gobernaría sin piedad días y noches, semanas y meses, años enteros de mi vida perdidos en la obsesiva reconstrucción de una misma e infinita secuencia, la repetición monótona, tenaz, de cada movimiento que hicimos, cada palabra que dijimos, cada gesto, por nimio que fuera, que cada uno de nosotros pudiera haber llegado a esbozar en cada instante concreto, mi imaginación convertida en el burro ciego que mueve agónicamente la rueda de una enorme noria, encadenada por mi voluntad más propia y más ajena a la tarea de rastrear sin pausa en cualquier parte, una grieta, un signo, una palabra o un símbolo capaz de explicarme lo que pasó después. Pero cuando me despedí de Nacho estaba segura de haber llegado a alguna parte, y jamás habría sospechado que una vez llegaría a sorprenderme la luz tenue, casi mortecina, que alumbra en mi memoria aquella noche que iba a ser la única noche, aquellas horas que iban a ser las últimas horas y ahora en cambio resultan una especie de versión descolorida del radiante recuerdo de los días de Lucerna, días que resplandecen aún con el brillo de las estrellas recién nacidas cuando tengo la debilidad de evocarlos.
No lo podía saber cuando cogí aquel taxi que me llevó a casa. El conductor llevaba la radio encendida, iba escuchando uno de esos pintorescos programas de madrugada en los que la gente llama por teléfono para contar su vida, lo primero que se les pasa por la cabeza o todo lo contrario, y yo no podía pensar en otra cosa que en la historia que acababa de contarme. No lo podía saber cuando entré en casa de puntillas, y me desnudé sin hacer ruido, mirando cada objeto, cada mueble, como si fuera la última vez que lo contemplaba. No lo podía saber cuando me metí en la cama sonriendo, y oí los ronquidos de Ignacio sin escucharlos, y recordé como algo muy lejano mi propia, previa desesperación de tantas noches de insomnio en la compañía de aquel estruendo arrítmico, polifónico, más digno de La Cosa que de aquel extraño que roncaba, un hombre del que lo sabía todo, desde la marca de sus calcetines favoritos hasta el segundo apellido de sus abuelas, y al que sin embargo ya no reconocía, como si estuviera roncando a mi lado por puro azar.
No podía saber a qué horrible especie de soledad me encaminaba, porque Nacho me había llamado amor mío, y eso era lo único que yo quería saber.
Los bares de los hoteles de lujo son mis favoritos.
Nadie sospecha de una mujer sola que se toma tranquilamente una copa en una mesa discreta del bar de un hotel muy caro. En los hoteles baratos, no sé por qué, el efecto es diferente, como si las ejecutivas en viaje de negocios, las parientes lejanas que acuden a una boda, las funcionarías de provincias que se presentan a una oposición en la capital, o cualquier otra categoría de huésped contemporánea en la que me hayan clasificado por error alguna vez, solamente se animaran a aventurarse más allá del vestíbulo al sentir sobre su cabeza el relampagueante destello de la luz que viaja sin pausa entre las lujosas lágrimas de una araña de cristal, y una alfombra de tres dedos de grueso bajo sus tacones. En el bar de un hotel barato, una mujer sola, no sé por qué. inspira incluso en quienes la contemplan una ambigua punzada de compasión, como si su soledad nunca fuera accidental, ni escogida, ni transitoria, y desvelara a cambio, aun sin proponérselo, la huella de una tragedia reciente. En los hoteles baratos, todas las mujeres solas parecen viudas de un viajante, o huérfanas de un sargento, o amantes clandestinas y abnegadas de un hombre sin corazón.
Los bares de copas son menos solidarios y tal vez, y justo por eso, mucho más amables, aunque no estoy muy segura de que las bebedoras sin pareja lleguen a apreciar de corazón sus intenciones, porque el contacto con el aire azulado de humo y desteñido de sudor amontonado de cualquier local de moda, convierte instantáneamente a la más desvalida de las viajeras solitarias en lo que mi abuela, mi tía y mi madre solían definir con inapelable concisión en una sola palabra, buscona. Ahora ya nadie se atreve a utilizar esa etiqueta rancia y maloliente, un hechizo capaz de destejer el tiempo para evocar con instantánea precisión los días perdidos en un país sucio, tristísimo, que existió de verdad y sólo por eso sigue dando miedo, pero, a pesar de que ya no se reúnan aquellos espontáneos tribunales de matronas veladas que sentenciaban la desventura del prójimo en los pórticos de las iglesias, su espíritu aún no ha llegado a disolverse del todo. Aunque parezca mentira, los bares de copas son uno de sus últimos reductos. La información se procesa desde un punto de vista diferente, casi opuesto, eso es verdad, pero los resultados poseen un inquietante aire de familia con la mirada que las busconas recibían cuando aún conservaban ese nombre, y sin embargo, a veces pienso que quizás entonces mereciera la pena arriesgarse, porque la imagen de una mujer sola, bebiendo una copa detrás de otra en cualquier barra del Madrid de los años cuarenta, de los cincuenta, de los sesenta, evoca una clase de arrogancia que yo nunca me he podido permitir. Al margen de cualquier desafío, de cualquier consolador escándalo, los bares de copas de los años noventa tienen la dudosa virtud de desnudarme de cualquier disfraz para transparentar exactamente lo que soy, una mujer sola, que sale sola por no quedarse en casa, es decir, un habitante marginal del mundo que no inspira ya la condena de los protagonistas del reparto pero conserva íntegramente su bondadosa lástima y, lo que es peor, una especie de autómata obligado a desarrollar, aun al margen de su voluntad, el odioso don de convertir a cualquiera con quien se tropiece en un prototipo de ser superior. Más allá de todo esto se sitúa mi reputación, una inmaculada urna de la que, desde hace ya muchos años, lo único que me preocupa es su desoladora limpieza. En el otro extremo se alinean factores más sutiles. Los clientes de un bar de copas jamás piensan que una mujer sola pueda estar de paso en la ciudad, y así, sin una mínima dosis de misterio, sin la garantía de un anonimato que vaya más lejos de un nombre propio y dos apellidos, no sé divertirme, porque me cuesta demasiado trabajo encajar en el personaje que me haya inventado antes de salir de casa. Y luego están los hombres, esa masa inconcreta de desconocidos de la que siempre acaba destacándose un pesado dispuesto a conquistar a cualquier precio a la chica que está sola en una mesa, por muy horrorosa que pueda llegar a ser. Ya sé que nadie en el mundo estaría dispuesto a creerlo, pero ligar no es exactamente lo que me propongo.
Por eso me gustan los bares de los hoteles muy caros. Allí, los hombres que están solos suelen parecer cansados, pero nunca desesperados. Me gusta verlos circular entre las mesas, rastrear las huellas de un día agotador por las arrugas de una americana que apenas conserva en la tiesura de sus solapas el impecable apresto de las ocho de la mañana, anotar la pátina sudorosa y grasienta que demasiadas horas de lectura aplazada han acabado por imprimir en las esquinas de un periódico descompuesto ya, de tantas veces abierto y cerrado tan sólo en un instante, o medir el grado exacto de sinceridad de las sonrisas que cruzan con hombres tan parecidos a sí mismos que a veces tengo que pararme un momento a pensar a cuál de ellos estaba siguiendo yo con la mirada desde el principio. Sus colegas femeninas se cuidan más, pero de todas formas resulta fácil distinguirlas de las emperifolladas acompañantes de los trabajadores con corbata, que se suelen reunir con sus amantes o maridos —a menudo, la duda es un requisito puramente metódico— a la caída de la tarde, con el rostro a un tiempo radiante y relajado de quien acaba de rematar una siesta de cuatro horas con una sesión de compras en un centro comercial de lujo. Mi propia experiencia laboral me hace absolutamente implacable al menos en este punto: las detesto. En cambio, me conmueve registrar los esfuerzos de quienes, después de haber pasado diez horas trotando por la ciudad —de taxi en taxi, de reunión en reunión, de problema en problema—, se proponen acudir a la cita de la cena como unas señoras, más o menos lo que sus madres hubieran querido que fuesen a todas horas. Las ojeras y las bolsas se insinúan bajo el maquillaje en polvo por muy carísimo y de última generación que sea, los labios conservan intacta la tensión de la jornada a despecho de las mejores intenciones del rojo más fresco y más frutal, y la falta de sueño descuelga párpados y mejillas cuando toda la cara no presenta la uniforme hinchazón que delata los efectos de un éclat, esas ampollas de emergencia que prometen una tersura instantánea y consiguen casi siempre provocar en cualquier rostro una repentina inflamación que parece más bien síntoma de un colapso circulatorio. Y sin embargo, ninguno de estos indicios puede competir en eficacia con la señal que, como una indeleble marca de fábrica, identifica a una mujer trabajadora allí donde se encuentre, vinculándola en secreto con todos los restantes individuos de su especie repartidos por el mundo. El trabajo emancipa, esclaviza, eleva o degrada, pero siempre, e inexorablemente, dilata los tobillos de quien lo realiza. Los bares de los hoteles de lujo están repletos de mujeres que intentan descalzarse con disimulo, que colocan los pies de lado o los apoyan apenas sobre las plantas de los dedos para librarse del taladro de los tacones mientras están sentadas, que aprovechan el travesaño de las sillas para encajar sus zapatos en ellos, y que se atreven incluso, cuando ya no pueden más, a elevar las piernas para apoyar los talones en el canto de una columna, de un arcón, de cualquier mueble lateral y discreto. Yo las miro con cariño, pero se me parecen demasiado para convertirse en mis favoritas. Porque a pesar de que, en estos tiempos, los ejecutivos de cualquier género y categoría, con eventuales aportes de políticos y periodistas —cada vez más similares a los anteriores y más idénticos entre sí—, integren el capítulo principal de la clientela de los hoteles de lujo, los auténticos amos del mundo, los de verdad, los de toda la vida, todavía se dejan ver de vez en cuando.
Ellos, si son europeos, suelen hacer ostentación de una calculadísima sobriedad que se define nítidamente en la línea de sus trajes hechos a medida. Ellas adoran las perlas. Huyen de los peinados aparatosos como de la peste y, si son españolas, suelen recogerse el pelo, apenas cardado en la zona delantera, en un moño bajo, muy sencillo, desdeñando la melenita con mechas rubias de las burguesas con pretensiones. En general, llevan pocas joyas, pero siempre, en alguno de sus dedos, reluce un brillante ofensivo, de puro enorme, y aunque se resisten a hacer publicidad gratuita, contemplan ciertas proverbiales excepciones. Con las panteras de Cartier que pueblan sus inmaculadas solapas, sin ir más lejos, podría formarse una manada de tamaño regular. Por lo demás, cultivan de tal modo la elegancia en todos sus gestos que llegan a resultar aburridos. Los millonarios americanos, en cambio, saben dar espectáculo. Ellos, con toda la estridente vulgaridad que sugiere, aunque seguramente casi nunca sea cierto, que encontraron petróleo antesdeayer en el patio trasero de su casa, son las estrellas indiscutibles de esas noches de las que jamás hablo con
nadie. Y sin embargo, tampoco salgo de casa para mirarlos.
No me gusta lo que soy. No me gusta mi cara, ni mi cuerpo, ni mi historia, ni mi vida. Una vez, hace ya muchos años, la inexplicable deserción de Alejandra Escobar —una mujer de la que nunca he llegado a saber nada salvo su nombre, que había pagado por adelantado un viaje a Túnez, y que no se presentó en el correspondiente mostrador de Barajas a la hora acordada, pese a haber volado esa misma mañana de Sevilla a Madrid— me dio la oportunidad de irme de vacaciones con otro nombre, porque la guía del grupo, una belga medio tonta, se negó a comprender que alguien hubiera podido subirse a un avión en Sevilla, y luego, por más que en el apartado «destino» de su billete se leyera claramente «Túnez», hubiera decidido quedarse en Madrid. Se lo expliqué una vez y, quizás para disimular que su dominio del castellano distaba mucho del que prometían los folletos, asintió vigorosamente con la cabeza como si me hubiera entendido pero, aunque pasé el control de pasaportes con mi propio nombre, ella siguió llamándome Alejandra porque había tachado ya al pasajero María Luisa Robles Díaz de su lista, y no hubo manera de hacerla rectificar. Al llegar a Hammamet, casi lamentaba ya que aquel malentendido tuviera que deshacerse, porque en el autobús, mientras miraba de reojo a mis compañeros de trayecto para intentar hacerme una idea de la clase de amistades a la que podría aspirar en los siguientes quince días, se me había ocurrido que tal vez a Alejandra Escobar le fueran las cosas mejor que a mí, y que no estaría mal usar su nombre como amuleto. Cuando me di cuenta de que en aquella especie de campamento de lujo para adultos no me iban a pedir la documentación, porque dentro del recinto no había otra ley que la lista de nuestra guía belga, recogí, junto con las llaves de mi bungalow, una nueva identidad que asumí sin el menor resquicio de inquietud.
Alejandra Escobar me dio suerte, y por eso no me he atrevido a abandonarla todavía. Su nombre reposa en una esquina de mi memoria como un abrigo de pieles suave y lujoso, enfundado con mimo en los primeros días de mayo y colgado en el rincón más fresco del armario a la espera del regreso del invierno. Y cuando cualquier invierno acecha, igual que haría con ese abrigo que no he tenido nunca, lo rescato de la oscuridad, le quito el polvo con mucho cuidado, me lo pongo, y noto enseguida el bienestar de su compañía, una oleada de aire cálido y seco que me devuelve a un verano de días mejores. Entonces, Alejandra Escobar vuelve a salir de mi casa una noche sintiéndose tan segura de sí misma como María Luisa Robles Díaz no se ha sentido jamás, y escoge uno de los grandes hoteles del centro con la naturalidad de quien no ha llegado a conocer un mundo diferente, y taconea con aplomo, casi con gracia, al pasar junto al portero uniformado en dirección al imponente vestíbulo, y cuando la música de cámara se esponja ya dulcemente en sus oídos, se detiene un instante para mirar a su alrededor y, sin equivocarse nunca, elige la mejor mesa, discreta y con buenas vistas. Alejandra Escobar bebe whisky escocés con hielo y un poco de agua, y fuma de vez en cuando un cigarrillo rubio sin tragarse el humo, porque descubrió enseguida que dejar pasar el tiempo resulta más fácil con las manos ocupadas.
Sé que no debería hacerlo. Sé que es una estupidez, y a veces pienso que hasta algo peor, un vicio dañino, un juego peligroso. Pero no me gusta lo que soy, no me gusta mi cara, ni mi cuerpo, ni mi historia, ni mi vida, y Alejandra es como un hada madrina, mi único recurso, la única salida por donde escapar, aunque sea durante un par de horas, de la rutina tediosa y exasperantemente lenta de los días de plomo, que tardan una eternidad en reunirse con los que se fundieron antes en el mar plano de metal que es mi memoria. Y mientras estoy sentada ante una mesa discreta del bar de un hotel de lujo, contemplando a toda esa gente que parece vivir una vida de verdad, mientras registro sus gestos, sus hábitos, esos pequeños ritos sin importancia que por un instante llegan a envolverme a mí también, contagiándome de su propia velocidad, de su propio y frenético ritmo, ya no soy una mujer sola que sale sola por no quedarse en casa, sin más propósito aparente que la confección de un exhaustivo catálogo de la clientela de los bares de Madrid, sino una criatura muy distinta, Alejandra Escobar, una mujer de mundo que mira el reloj cada pocos minutos porque ha quedado con alguien que incomprensiblemente no va a aparecer, o apoya durante un instante las yemas del pulgar y el índice de su mano derecha sobre las comisuras de sus párpados cerrados, para informar a
quien la esté mirando de que es una ejecutiva con muchas responsabilidades que disfruta de una copa a solas para relajarse tras un día de trabajo agotador.
Aunque rara vez tenga ocasión de contársela a alguien, Alejandra siempre arrastra una intensa historia personal. Algunas noches está soltera y otras casada, pero también ha estado separada, e incluso viuda, y tiene un hijo único, o un par de hijas, o ha renunciado a la descendencia en pos de una brillantísima trayectoria profesional. Los detalles están siempre en función de mi humor, de la racha que esté atravesando cuando decido resucitarla, porque no siempre me salva del hastío o de la tristeza. A veces recurro a ella por puro aburrimiento, cuando ya ni siquiera me apetece conectarme a Internet. Es tan inagotable, tan poderosa, que ha sobrevivido a todos mis cambios de fortuna. La arrolladora irrupción de la informática en mi vida, sin ir más lejos, la consagró definitivamente.
Por supuesto, cuando Ramón me tendió por sorpresa aquel billete de avión, nunca jamás había asistido a ninguna convención de la empresa. Las teclistas de fotocomposición apenas teníamos una vaga noción de aquellas multitudinarias reuniones, concebidas en teoría para poner en contacto a los editores, que allí mostraban los proyectos en los que habían trabajado durante el último año, con los distribuidores, que tendrían que promocionar y vender esos mismos productos durante el año siguiente, y que, en la práctica, se habían convertido en una complejísima representación de la propia vida de todos ellos, como una especie de termómetro simbólico, pero infalible, que medía sin compasión el grado de éxito y de fracaso de cada aspirante a un presupuesto propio. En los primeros días de septiembre, los pasillos se poblaban de rostros cenicientos, cejas demasiado rotundas, que parecían pintadas con carboncillo, sobre ojos alarmantemente hundidos, y mejillas tan demacradas como si estuvieran condenadas a devorarse a sí mismas, un espejo de la desolación que, de tanto en tanto, se oscurecía por completo al cruzarse ante cualquier despacho con algún despiadado portador de la luz más cegadora, el rostro sonrosado y terso, las mejillas ruborosas, y una sonrisa espontánea, maravillada de sí misma, todo el improvisado candor de una infancia recuperada de golpe, por obra y gracia del consejo de administración. Ambas categorías de notables, los príncipes depuestos y los por deponer, tan íntimamente imbricados como la voz y su eco, se alternaban durante algún tiempo sin conciencia alguna de estar representando un espectáculo fascinante para los trabajadores corrientes, los que no aspirábamos a la menor migaja de poder pero, a cambio, durante un par de semanas al año, teníamos el privilegio de divertirnos en el trabajo más que en el cine, A resguardo de cualquier tormenta, tan por encima de los ejecutivos convocados en la campaña anterior pero con los que no se contaba en el año en curso, como de quienes, habiendo estado ausentes doce meses antes, habían sido invitados a participar esta vez, estaban los imprescindibles, participantes de todas las convenciones pasadas y futuras, como Fran y sus hermanos. El irresistible progreso de la autoedición obró el milagro de situarnos a Ramón y a mí misma en este último grupo durante algún tiempo, mientras los jefes supremos aprendían a superar un miedo innato, reverencial, por cualquier máquina que no fuera una fotocopiadora a pesar de parecerlo, y que hizo de nosotros algo parecido a los hechiceros de una tribu primitiva antes de devolvernos, al extinguirse, a nuestra previa y confortable condición de técnicos que no toman decisiones sobre la línea editorial.
La primera convención a la que asistí se celebró en Barcelona, ciudad que estará asociada para siempre en mi memoria con cierta clase de revelaciones que tienen menos que ver con el asombro que puedan llegar a provocar que con el escepticismo que siembran en quien las padece. Representante escasamente original de la primera generación de españoles abocada por fin a viajar con naturalidad por el extranjero —una condición muy incentivada por mis circunstancias de soltera con sueldo propio y carga familiar agobiante, mi madre, de la que escapaba apenas dos semanas al año en las que intentaba llegar lo más lejos posible—, apenas conocía la ciudad, en la que había estado de paso en tres ocasiones, dos de las cuales no me llevaron más allá de la zona de tránsito del aeropuerto. A los treinta y seis años, por tanto, después de haber llegado hasta Bali, y cuando ya conocía Londres tan bien que podía recorrerlo en metro sin consultar ningún plano, descubrí que Barcelona es, en primer lugar, una ciudad bastante pequeña, y además muy bonita, preciosa, pero con cierto aire de joyero de dama noble venida a menos, una conciencia de sí misma tan
exageradamente alerta de! menor daño que pueda traer consigo el paso del tiempo, que barniza el ajetreo de la vida cotidiana con un afán de solemnidad más cercano a la precariedad de cualquier recinto monumental de provincias que a la soberbia de las grandes ciudades de verdad, complicadas maquetas a escala del propio mundo donde el futuro tiene tanta prisa que nunca sobra tiempo para mirarse el ombligo, y es tan cierto que no tiene ningún sentido intentar amarrarlo con el garfio de las obras públicas. Hija del caos organizado y magnífico de un laberinto que encierra docenas de ciudades posibles, me sometí con instinto de turista al pintoresco narcisismo de mis anfitriones, y dejé escapar todas las exclamaciones admirativas de rigor mientras detectaba con creciente asombro cómo el histórico complejo de inferioridad de una madrileña de Chamberí, puede transformarse en una inesperada conciencia de distancia, un sentimiento muy semejante a la superioridad, en el inocente trayecto de un recorrido panorámico. Decidí guardar para mí las consecuencias de este descubrimiento, pero algún cabo suelto debió de aflorar a la superficie porque, ante la fachada de una vieja estación, yo, que jamás, en ningún otro momento de mi vida, me habría atrevido a desatar una polémica tan previsible, no pude reprimir los ecos de mi memoria, y recordé una vehemente y caducada sentencia, aquel apasionado juicio que nunca llegué a escuchar de los labios de mi abuelo Anselmo, aunque la mujer a la que abandonó muchos años antes de dejarla viuda solía citarlo, sin saltarse una coma, siempre que le interesaba probar que su marido no era más que un ateo, un bárbaro y un desgraciado. Antes de empezar a sospechar que nunca debió de merecerse esos adjetivos, yo había descubierto ya que tenía razón, pero nunca me atreví a discutirlo en voz alta con mi abuela Pilar. Sin embargo, aquella mañana, tan lejos de casa, afirmé con una convicción más profunda que la indecisión de mi lengua tartamuda que si yo hubiera sido el general Rojo también habría decretado sin dudar la muerte de Durruti, porque la defensa de Madrid era un prodigio, un puro encaje estratégico, tan sutil, tan milagrosamente equilibrado, que lo último que necesitábamos era un héroe solitario y enamorado de sí mismo, un gilipollas dispuesto a romper, él sólito y desde dentro, el cerco con el que no habían podido los nacionales en un asedio tan largo y tan intenso como el sacrificio de la población civil, y los fascistas quieren entrar en Madrid, pero Madrid será la tumba del fascismo, y no pasarán, amén. Aunque Ramón aplaudió mi discurso sin reservas, el distribuidor de la Costa Brava, que precisamente había introducido a Durruti en la conversación, me dirigió una mirada asesina de tal calibre que bastó para restaurar en un instante la innata flaqueza de mi espíritu y ya no volví a abrir la boca, ni para enderezar el rumbo de la verdad histórica ni para decir ninguna otra cosa, hasta que el autobús se detuvo en la puerta del hotel.
Entre las adustas paredes de aquel modernísimo edificio, donde el lujo se expresaba con una frialdad extrema, casi conventual, la realidad me asestaría un nuevo golpe aquella misma noche. Tras la aburrida sesión de la tarde, dedicada a exponer nuevas perspectivas comerciales, y la correspondiente cena, que esta vez se celebró en un restaurante del puerto, descarté la última etapa del programa oficial, copa en una macrodiscoteca muy de moda, para unirme a un pequeño grupo que decidió regresar al hotel caminando. Cuando llegamos, no era todavía la una de la mañana, y yo no tenía sueño, pero no logré convencer a Ramón, que bostezaba aparatosamente mientras la recepcionista iba a buscar su llave, ni a ningún otro de mis ocasionales acompañantes —un par de vendedoras de Zaragoza, muy simpáticas, el distribuidor de Málaga, que había venido con su mujer, y otra pareja más, a cuyos miembros no llegué a identificar— de que me acompañaran al bar del hotel Como sabía que me iban a mirar raro si anunciaba mis intenciones de tomarme una copa yo sola, me despedí diciendo que quería mirar unas plumas que había visto por la mañana de pasada, en el escaparate de una de las tiendas de la planta baja, y me dirigí, con pasos lentos y firmes, a un bar escondido en una especie de semisótano, al que se accedía por unas escaleras situadas en un extremo del vestíbulo.
Por primera vez en mi vida, yo misma suplanté a Alejandra Escobar, y los resultados no pudieron ser más desastrosos. Es cierto que ni ella ni yo habríamos escogido nunca aquel escenario gélido, desabrido, que evocaba la tristeza antiséptica de un hospital recién estrenado, el suelo desnudo de mármol blanco, ¡os pilares revestidos de acero pulido, la fría amenaza del metal
serpenteando entre las mesas, las sillas, las lámparas, mucho cristal opaco y mucho laminado con tacto de plástico y engañosa vocación de madera noble, un espejo helado capaz de empequeñecer y desarbolar la imagen de cualquiera que tenga el valor preciso para enfrentarse a su inmaculado rigor. Mientras me daba cuenta de que ninguna mesa resultaba más discreta que las demás en aquel recinto dispuesto como un escenario, recordé las espléndidas fachadas de algunos viejos hoteles de lujo que había contemplado en el paseo de Gracia, y lamenté el dudoso criterio de quienes hubiesen descartado cualquiera de ellos en favor del templo polar donde nos habían alojado por un precio seguramente no muy inferior al que decretan prestigio y tradición. Sin haberme decidido todavía a sentarme, eché un vistazo a la clientela y sentí una punzada de nostalgia por mi habitación de la tercera planta, la cama inmensa, tan bien hecha, el televisor manso y complaciente, incapaz de discutir mi voluntad, y una novela de seiscientas páginas sobre la mesilla, todo un proyecto de bienestar en comparación con la pobre oferta de aquel local medio vacío, tres mesas ocupadas por grupitos de individuos bien trajeados, incluyendo a alguna mujer con el preceptivo traje de chaqueta de corte clásico —muy parecido al que yo misma llevaba en aquel momento— que se ha convertido en una especie de sinónimo femenino de la corbata, y dos turistas varones de aspecto nórdico y unos cincuenta años, ataviados como para asistir a una póstuma edición del festival de Woodstock, que lucían sus piernas canosas desde los altos taburetes enfrentados a la barra gracias a unos bermudas modelo aventurero de un color indescifrable ya, de tan lavados. Cuando estaba a punto de volver sobre mis pasos-, me dije que yo no me llamaba Alejandra Escobar ni necesitaba pretexto alguno para tomarme una copa en aquel lugar, así que, imponiéndome a un certero desaliento, me senté en la silla que estaba más a mano, llamé al camarero con un gesto mudo, y pedí un whisky con hielo y un poco de agua, porque Alejandra y yo siempre bebemos lo mismo. Tres cuartos de hora después, cuando me levanté para marcharme, mi vaso aún contenía dos dedos de un líquido vagamente amarillento. Ése era el único detalle revelador de que se hubiera producido cierto progreso desde el momento en que entré en aquel bar.
Quizás a Alejandra no le hubieran ido las cosas mejor que a mí en esta ocasión. Es difícil saberlo porque ella, que aprendió muy pronto que no se debe esperar gran cosa de los hoteles de lujo recién estrenados e inmediatamente ocupados por una insulsa horda empresarial de medio pelo, jamás habría escogido un escaparate semejante. De todas formas, cuando entré en mi habitación muerta de sueño, sin ganas de tiranizar al televisor, sin ánimo para hacer avanzar la señal a lo largo de las cuatrocientas y pico páginas de la novela que me faltaban por leer y, lo que es más grave, sin fuerzas para embadurnarme la cara sucesivamente con leche limpiadora, tónico y crema nutritiva, tal y como me había propuesto hacer sin falta cada noche desde el día en que me di cuenta de que iba a cumplir cuarenta años mucho antes de lo que me imaginaba, estaba ya segura de que la clave de aquel fracaso tenía que ver sobre todo con mi propia identidad, porque es muy difícil ser feliz cuando una sabe que lleva un vestido feo, incómodo y pasado de moda, y Cenicienta nunca habría llegado a ser princesa con sus viejos harapos manchados de hollín.
El poder de Alejandra Escobar reside también en su propia identidad, el hueco maleable y acogedor donde cabemos cientos de historias diferentes y yo misma, feliz por estrenar un vestido nuevo cada noche, capaz de quererme un poco mientras me apropio de un personaje que no es el mío. Ése es el único propósito de mis noches secretas, esas noches de las que no puedo hablar con nadie y en las que no busco nada que no esté ya dentro de mí misma, de la mujer ajena que soy yo, y que es a la vez mucho mejor que yo. Alejandra jamás fracasa, y si alguna vez nadie se apercibe de su presencia, no falla ella, que es siempre una criatura apasionante, que arrastra una historia intensa y tiene un larguísimo futuro por delante, falla el mundo, incapaz de reconocer a la mejor de sus hijas. Por eso, no importa que no ligue, que llegue a aburrirse, que no hable con nadie. Su único sentido es existir, y con eso basta.
Después de aquella noche de Barcelona, no volví a suplantar a Alejandra nunca más, y sin embargo, casi tres años después de aquel viaje y en unas circunstancias muy distintas, ella se disipó de nuevo para cederme un puesto que yo no contaba con ocupar. Sucedió en el bar del vestíbulo del
hotel Ritz, uno de nuestros refugios tradicionales, el salón de aire casi íntimo que se trocó de repente en un páramo hostil, escenario de una muda pero feroz batalla que llegué a creer perdida para siempre. Sin embargo, había empezado aquella pequeña aventura con buen pie. Al volver del trabajo recogí del tinte el vestido rojo que había comprado para consolarme del penoso malentendido que hizo de Ramón el más efímero de mis amantes, y descubrí con satisfacción que no quedaba ni rastro de la mancha de vino que me hizo temer por él la última vez que me lo quité. Aunque sabía que estaba desafiando a la suerte, porque hacía más de un año que Alejandra lo escogía casi invariablemente entre todos los trajes de mi armario, no resistí la tentación de ponérmelo una vez más, porque nada me sentaba mejor que aquel cuerpo ceñido de manga larga, con un considerable escote entre las hombreras, que se cortaba al llegar a la cintura para dar paso a una falda con pinzas estratégicamente colocadas, que se iba estrechando con sabiduría hasta rozar la frontera de mis rodillas. Me mostré más prudente en la elección del lugar, porque aunque tenía más bien cuerpo de Santo Mauro, hacía más de tres meses que no pisaba el Ritz, y siempre he procurado no resultar excesivamente familiar para los camareros, un propósito al que me ayudan ciertas crisis de amarga lucidez que culminan con el abandono de Alejandra durante un periodo de tiempo siempre imprevisible. La compra de aquel vestido de punto rojo, cuyas frecuentes visitas al tinte se empezaban a leer en la liviandad del tejido que recubría los codos, había puesto fin a la última de aquellas separaciones, así que las precauciones estaban más que indicadas, y sin embargo, no habría podido tomar medida alguna para evitar lo que pasó. La que parecía más joven de las dos aparentaba unos veinticinco años. La mayor andaba más cerca de los treinta pero era más guapa que la primera, aunque la verdad es que ambas, hasta sin parecerse a Ava Gardner, reclamarían instantáneamente la atención del espectador más displicente, incapaz de afrontar la belleza ajena con más generosidad que yo misma. Altas, delgadas, una morena y la otra sabiamente teñida de rubio, lucían un bronceado envidiable a mediados de abril, y la certeza de que lo hubieran obtenido por medios artificiales consolaba tan poco como calcular el número de horas semanales que debían de enterrar en un gimnasio para lograr un cuerpo tan espectacularmente fronterizo con la perfección. De todas formas, al principio no les presté más atención que la precisa para anotar estos datos y algún detalle más, como el acento gangoso, afectadísimo, que hirió mis oídos en el breve fragmento de conversación que capté por azar, al pasar a su lado, o ciertos aspavientos de las manos que me permitieron relegarlas en un instante al archisabido y caricaturesco limbo de las pijas rematadas. Sin embargo, su esplendor debió de arrugar alguna fibra secreta del formidable ánimo de Alejandra Escobar porque, al mismo tiempo que completaba una secuencia de gestos neutros, inevitables —desabrocharme la chaqueta, dejar el bolso sobre la mesa, sacar un paquete de tabaco y un mechero, sentarme, cruzar las piernas, volver a coger el bolso para enganchar la correa en el respaldo de la silla, abrir el paquete de tabaco, sacar un cigarrillo, encenderlo, llevármelo a la boca, dejar escapar una gran bocanada de humo, levantar la mano para llamar la atención del camarero, esperar su llegada, pedirle una copa y, por fin, echar una ojeada a mi alrededor—, me di cuenta de que estaba cargando aparatosamente las tintas en cada etapa del proceso, y estiraba los dedos que sostenían el cigarro un poco más de lo imprescindible, me apartaba el pelo de la cara con una frecuencia inaudita, fruncía los labios en un premeditado alarde de hosquedad que carecía de cualquier motivo, improvisaba una mirada de desprecio por el mundo que me extrañaba hasta a mí misma, y todo esto sucedía al margen de mi voluntad, sin que yo conociera la causa, sin que pudiera por tanto evitarlo.
Quizás, esta especie de representación intensificada de lo que no era otra cosa que una representación atrajo sobre mí la atención que menos buscaba, esa que, más precisamente, habría deseado no provocar nunca. Alertada por un inconcreto hormigueo, un repentino sentimiento de mi propia presencia, volví bruscamente la cabeza hacia la izquierda y me topé de frente con cuatro ojos impecablemente maquillados. Ejerciendo sin inmutarse un privilegio de su divinidad, las dos estatuas bronceadas a quienes ya había decidido ignorar, mantuvieron su mirada fija en mí, cuchicheando entre sonrisas que me permitieron entrever sus perfectas, feroces dentaduras. La
simple sospecha de que estuvieran riéndose de mí bastó para derrotar en un instante a una luchadora tan curtida como Alejandra Escobar, que se disolvió en el aire sin dejar noticia de su paradero, abandonándome en los brazos de mi propio ridículo. Intenté resucitarla por todos los medios posibles, pero la repetición mecánica de sus ademanes de mujer elegante, que ahora más bien me parecían las esperpénticas muecas de una loca, no hizo más que empeorar la situación. No me atrevía a mirar al enemigo ni siquiera de reojo, pero tenía la impresión de que sus carcajadas, rotundas ya, y desbocadas, alcanzarían mis oídos de un momento a otro mientras me manoseaba el pelo como si me lo estuviera lavando y encendía un pitillo antes de que se extinguiera el humo del anterior. Entonces decidí marcharme. Nadie había conseguido echar jamás a Alejandra Escobar de ningún sitio, pero yo estaba sola, y no era ella. Miré el reloj con mucho detenimiento y un gesto de extrañeza, como si no pudiera comprender el retraso de quien jamás iba a llegar a aquella cita. Dejé pasar tres o cuatro minutos y me fijé en la esfera de nuevo, con tanta atención como si el movimiento de las agujas desvelara la clave de algún enigma vital para mi futuro. Una vez más, me dije, aguanto sólo un ratito, miro el reloj otra vez, me levanto y me voy. Pero entonces, justo cuando dirigía hacia ningún lugar en concreto esa mirada vaga y despaciosa de los que no tienen nada que hacer, excepto tiempo, lo descubrí a lo lejos, perfectamente centrado entre dos columnas, y sentí lo mismo que debe de sentir un náufrago preso en un peñón de dos metros de diámetro cuando distingue la silueta de un barco sobre la línea del horizonte.
Forito me había visto primero. Levanté los brazos como si llevara toda la vida esperándole y le vi arrancar en mi dirección con pasos indecisos.
Supongo que, si es que lo hizo alguna vez, él describiría aquella escena diciendo que entonces se echó la muleta a la izquierda y se fue para los medios, pero lo cierto es que más bien llegó hasta mí con la justa mezcla de pavor y determinación que agarrota las rodillas de esos diestros muy viejos, muy gordos, muy sabios, que se acercan al toro preguntándose si tanto miedo se puede comprar con todo el oro del mundo. Su desconcierto era tan patente que, absorta como estaba en mi papel, no pude negarle una brizna de atención, y temí que lo echara todo a perder antes de ganar el modesto objetivo de mi mesa. Cuando lo tuve delante comprendí que, a la sorpresa de encontrarme allí, sola pero arreglada como para ir a una boda, se habían sumado una vaga intuición de que yo no era exactamente yo, la mujer que él conocía, y un recelo todavía más intenso, y más turbio, nacido de la euforia que su presencia había desatado. Él, que me había visto aquella misma mañana, no podía entender que mis brazos, tendidos hacia delante con el gesto de gran señora que nunca antes había tenido la ocasión de practicar, y esa sonrisa plena que parecía celebrar un reencuentro acariciado en secreto durante años, no tuvieran otro propósito que convocarle a mi lado, y hasta cuando pronuncié su nombre en voz muy baja, porque decididamente existen pocos nombres menos glamurosos, pero con un acento de infinita satisfacción, se comportó como si creyera que todo aquello iba dirigido a un desconocido que caminara sólo un paso detrás de él.
Mientras se sentaba a mi lado, giré rápidamente la cabeza para comprobar qué cara se les había quedado a esas dos imbéciles que creían haber desentrañado mi impostura, y tuve que encajar el único chasco genuino que la suerte decidió repartir aquella tarde, porque en alguna inadvertida fracción de los últimos dos o tres minutos, ambas se habían levantado y se habían marchado sin hacer ruido ni atender, seguramente, a ningún detalle de lo que yo me prometía como un triunfo apoteósico. Mi primer impulso fue desmentir a mis propios ojos. Luego, cuando ya sospechaba que tal vez ni siquiera hubieran llegado a fijarse de verdad en mí, me pregunté por qué siempre tenían que ser así las cosas. Después, me vine abajo, tanto que me dolió reconocer la voz que se esforzaba por devolverme a la silla en la que estaba sentada.
—Qué casualidad, encontrarnos aquí, ¿no?
—Sí… —reconocí, imponiéndome una sonrisa menos tranquilizadora para él que para mí misma, mientras acababa de hacerme una idea de la ratonera en ia que me había encerrado yo sólita.
—Pues… Voy a pedir una copa, ¿no?
—Cla–aro.
Con un gesto de caballero antiguo, uno de los muchos que descubriría en él aquella misma noche, se levantó y echó a andar en dirección a la barra en lugar de esperar la aparición de un camarero. Aproveché su ausencia para trazarme un plan que me permitiera sobrellevar con dignidad los errores cometidos hasta entonces y marcharme a casa lo antes posible. En aquel momento, no sólo no me apetecía nada pasar un rato con él, sino que incluso, y a sabiendas de que ninguna otra sensación podía ser más injusta, sentía un fulminante acceso de antipatía por el inocente peón súbitamente asociado al fracaso de aquella noche, pero todavía teníamos por delante un año de trabajo en común, tal vez más, porque Ana lo llevaría consigo a donde ella fuera, y nadie sabía aún si Fran tenía la intención de disolver el equipo cuando el Atlas estuviera terminado. Aunque sólo fuera por eso, no me quedaba más remedio que comportarme de una manera coherente con mi estruendoso recibimiento, pero además, y sobre todo, a pesar de que lo único que deseaba era desaparecer, marcharme corriendo para que no me encontrara cuando volviera con una copa en la mano, sabía muy bien que él no había tenido la culpa de nada, y que me sentiría fatal a la mañana siguiente si optaba por este o por cualquier otro improvisado proyecto de fuga.
Lo cierto es que siempre me había caído bien. Me obligué a recordarlo mientras le veía cruzar el salón con una actitud muy distinta al temeroso encogimiento de antes. Ahora andaba erguido, los hombros tan firmes, tan crecidos en su firmeza que, de lejos, hasta parecía otro hombre, más alto que desgalichado, más delgado que raquítico, y con cierto aire ensimismado, esa melancólica mirada extraviada de los ojos alcohólicos, que prestaba a su nimiedad física la difícil dosis de espiritualidad que han perseguido sin resultados todos los actores que alguna vez se han atrevido a fracasar con Alonso Quijano. Estaba ya muy cerca cuando me pregunté si no estaría viendo visiones pero, por alguna razón que no acerté a explicarme aunque seguramente tenía que ver con los violentos altibajos que habían estrujado mi ánimo durante la última hora como si fuera una pelota de esparto, al fijarme en su rostro logré distinguir, con una claridad que parecía más bien clarividencia, los rasgos primitivos que aún latían, aunque muy débilmente, bajo la tosca careta tallada gota a gota por el coñac. Claro que, además, iba muy elegante. Acostumbrada a verle con sus eternos pantalones oscuros de color incierto, una mezclilla de lana opaca que, según la luz, parecía a veces gris, a veces marrón, y a veces negra, pero siempre tejida con la gelatinosa sustancia que aplica un brillo siniestro a las alas de los insectos, y una camisa de algodón crema tan usada que el tejido se había deshecho ya en el canto del cuello invariable prenda invernal que cambiaba en primavera por un par de camisas polo de marca anónima, una verde oscura, la otra burdeos, ambas finísimas y lavadas con tal saña que la piel se transparentaba casi con detalle en algunos claros repartidos tan caprichosamente como las calvas de un monte—, quizás me dejé impresionar más de la cuenta por la impecable línea de su traje de lino crudo, tan nuevo que sus arrugas estaban recién hechas, en lugar de acomodarse a los surcos abiertos por la tenacidad de las arrugas precedentes, un atuendo excesivamente veraniego para una noche de primavera, pero de tan buen gusto que hasta se le podía perdonar que no lo hubiera combinado con algo mejor que una camisa rosa, sobre la que apenas destacaba una corbata de tono amarillo pálido estampada con dibujos muy menudos, es decir, rigurosamente de moda.
En cualquier caso, cuando se sentó a mi lado, ya había descubierto que él también tenía los ojos verdes, aunque empañados por un velo acuoso, grisáceo, y una nariz que habría sido bonita antes de que la sanguinolenta hinchazón de las aletas, ahora una esponja rugosa y dilatada, los poros tan abiertos como los de una fresa, hubiera anulado el nítido perfil del tabique, digno del más severo emperador romano, un rasgo que aún destacaba, sin embargo, por ser la única arista visible en un rostro informe de puro abotargado, que se prolongaba en una papada discreta, pero muy llamativa en un hombre tan delgado como él. Predispuesta como estaba a salvarle de mi propia arbitrariedad a cualquier precio, encontré en el conjunto, pese a todo, cierto aire de nobleza, como el que distingue a las ruinas clásicas menos visitadas, esos montones de piedras sueltas, irreconocibles ya, sobre los
que se yerguen, absurdas, solas, pero auténticas, dos columnas desmochadas que desafían el desprecio de los turistas con una especie de enloquecida arrogancia.
Él, que ignoraba por fuerza el proceso que le había convertido en sujeto de tan meticulosa observación, se sentó de nuevo a mi lado, bebió un trago considerable de su copa de coñac, la depositó sobre la mesa con el pulso todavía tembloroso, y me miró, como preguntándome qué iba a pasar a continuación.
—Ha–a sido una suerte encontrarte aquí —rompí el hielo con el acento de templada cortesía que mejor se ajustaba a la bola que iba a soltarle inmediatamente después—, porque he quedado con una a–amiga, ¿sabes?, y no ha aparecido…
—Ya, yo tampoco contaba con encontrarme a nadie de la editorial, porque he venido a la presentación de los carteles de San Isidro.
—¡ Ah! —exclamé, sólo por hacer tiempo, aunque no se me ocurrió gran cosa qué decir—. Pero pa–ara eso falta mucho, ¿no?