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—Claro —asentí, y resignada a la uniforme laguna en la que se resumía mi cultura taurina, cambié de tema sin sospechar que un elogio tan trivial como el que escogí casi al azar para burlar al silencio, iba a abrirme las puertas de una historia que no olvidaría jamás—. Va–as muy elegante…, y llevas una corbata preciosa.
—Sí… —admitió él, bajando la cabeza como si necesitara estudiarse un instante para recordar cómo iba vestido—. El traje me lo ha regalado un colega mío de toda la vida, ¿sabes? Su viejo era utillero de la plaza de Vista Alegre, no sé si te acordarás, una que había en Carabanchel, que le echaron el cierre hace muchos años… —me interrogó con una mirada a la que respondí negando con la cabeza, y siguió hablando—. Bueno, pues, ya te digo, el caso es que le conozco desde chavalín y, buah, no veas lo que hemos pasado los dos… Lo más grande. íbamos juntos a todas partes, hasta le acompañé un montón de veces a tentar vacas, ¿sabes?, cuando tenía permiso del dueño y hasta cuando no lo tenía, porque se le metió en la mollera lo de ser torero, oyes, la verdad es que le tenía al toro una afición que no veas, y eso que ya se veía de largo que él no… Porque es que eso se nota, no sé, lo notaba hasta yo, siendo tan crío como él, que no tenía trapío, ese toque especial de los que van para figura, pero él, dale que te pego, ya te digo… Llegó a debutar, ¿sabes?, como novillero sin picadores, Chulito de Vista Alegre, se quería llamar, pero entre su padre y el mío le quitaron esa idea de la cabeza y al final lo cambió por Chicuelo, Chicuelo de Vista Alegre, que suena mucho mejor. Su primera novillada fue en San Sebastián de los Reyes, yo estuve allí y, buah, no veas, la verdad es que al pobre le tocaron dos chotas que sabían más que Lepe, yo creo que hasta las habrían soltado ya en algún encierro de esos que hacen en los pueblos de la sierra… Total, que el pobre hizo lo que pudo y… ruina total, te lo puedes figurar, pero el infeliz salió hasta contento, no he estado mal, ¿verdad?, me decía, ¿a que no he estado mal…? Tres novilladas más le salieron, antes de que le convenciéramos de que recogiera los trastos para siempre. Bueno, pues, lo que es la vida, cuando parecía que el Antoñito iba para abajo, porque al dejar de torear se quedó sin ganas de nada, oyes, pues se le ocurrió montar un videoclub, uno de los primeros, allí, en los Carabancheles, y le fue de puta madre, ya te digo, no te lo puedes ni figurar, y entonces un día se llegó a la Escuela de Tauromaquia esa que ha montado la Comunidad, habló con un par de chavales, se convirtió en su apoderado, con la guita que ganó montó un mesón en Marqués de Vadillo, le volvió a ir de puta madre y ahora…, buah, no veas, está el tío en grande, pero en grandeza máxima, oyes, tiene dinero para quemar una vaca, el tío. Total, que como le gusta ir hecho un figurín, y no tiene tiempo de ponerse toda la ropa que se compra, pues, de vez en cuando me cae un ternito. Éste lo heredé casi nuevo, porque está echando barriga, el Antonio, aunque hace unos meses se metió a socio de un gimnasio, se lió a hacer pesas y adelgazó un montón. Entonces se compró este traje, pero como se cansa enseguida de todo, que es lo que les pasa a los ricos, que acaban hartos de todo, pues, ya te digo, lo dejó, volvió a engordar, me lo pasó, y yo tan contento… Me pagó hasta el arreglo, porque la
verdad es que se estira, eso desde luego, cada vez que quedo con él, cuando traen la cuenta…, buah, no veas, me aparta con la mano y siempre dice, quita de ahí, que yo me hago empresa, eso dice, y luego lo paga todo, las cosas como son. Y yo me alegro de que le vaya tan bien, oyes, me alegro mucho por él, porque es el único chaval del barrio que ha levantado la cabeza de verdad, ya te digo, lo que se dice salir por la puerta grande… El peluco —y estiró el brazo para mostrarme un reloj dorado muy aparatoso— también me lo dio él. Parece de oro, pero no es, a tanto no llega, claro… La corbata no es suya, sin embargo. Ésta me la regaló mi chico. Bueno, ésta y las demás, porque casi todos los años me viene con un paquetito del Simago, el pobre. Regalo del Día del Padre, te lo puedes figurar…
—N–no tenía n–ni idea de que tuvieras un hijo —intervine, con asombro genuino y una punta de la curiosidad que iría creciendo minuto a minuto durante toda la noche, hasta convertirse en una irrefrenable necesidad de llegar hasta el final—. Yo creía que eras un soltero empedernido, igua–al que yo…
—Ojalá —me contestó, sin disimular la amargura que fermentaba en las vocales de aquella palabra—, ojalá me hubiera quedado soltero, como tú…
Hizo una pausa, se miró los zapatos, unos mocasines marrones viejísimos, descoloridos y a punto de reventar por las costuras, en los que tampoco yo había reparado hasta entonces, levantó la cabeza, me sonrió sin ganas y, cabeceando como si nada en el mundo tuviera remedio, prosiguió en un voluntarioso tono de normalidad.
—Pero no, chica, no. Nada de eso. Yo estuve casado, casadísimo, no te puedes figurar cuánto… Es que, ya te digo, no tengo remedio. Soy todo lo contrario del Antonio, pero todo lo contrario, oyes… A mí nadie me mandaba meterme en aquella ruina, pero nadie, porque yo tuve mucha suerte al principio, a mí me iban muy bien las cosas. Mi padre era fotógrafo taurino, ¿sabes?, igual que yo. Él me enseñó el oficio, y puso mucho cuidado en que no metiera la pata en los mismos hoyos donde él se había hundido. Yo siempre trabajé por mi cuenta. Vendía fotos sueltas y reportajes completos a agencias del mundo entero, nunca quise estar fijo en un periódico, como mi viejo, y enseguida pude contratarle, no te digo más. Puse estudio, y retraté a todas las figuras del escalafón, buah, no veas, pues no era nadie, yo, en aquella época… Luego me asocié con un primo mío y empezamos a hacer películas. Aquello empezó a parecer una empresa, pero grande, ya te digo, yo entraba a las Ventas cada tarde con seis o siete empleados, el operador, un par de chavales que le ayudaban, mis propios ayudantes, mi viejo, que iba con otra cámara, total… Lo del cine acabó de arreglarme el cuerpo, porque te hablo del principio de los setenta…, o por ahí, yo debía tener poco más de 20 años, y todavía no habían quitado el No–Do, así que les colocábamos la mayoría de las películas que hacíamos, como cambiaban todas las semanas, pues, buah, no veas, durante la temporada nos lo llevábamos manso, pero manso, ya te digo, sacábamos guita de sobra para pasar el invierno, no te digo más… Fíjate que durante un par de años, el 74 y el 75, creo, porque Franco se murió por entonces, hasta fuimos a América, Méjico, Colombia, Venezuela, y no compensaba, así de claro, yo se lo dije a mi viejo, oyes, para lo que nos llevamos de aquí, mejor nos quedamos en casa. Luego se acabó el chollo del No–Do, pero yo seguí estando en grande, porque le vendía muchas películas a la televisión y empecé a tener muchos clientes entre los aficionados, esos tíos forrados de pasta que van con sus señoras a la barrera, siguiendo a un torero de plaza en plaza… Les cogí el tranquillo enseguida, ¿sabes?, y siempre, antes de que empezara la faena, les filmaba un momento, ellos gordos y con un puro en la mano, ellas cargadas de joyas y con un clavel en la solapa, y cuando salían las mulillas, un poco más de lo mismo y, buah, no veas, es que se volvían locos, me compraban lo que les quisiera vender. Y mientras tanto seguía con las fotos, claro, que era lo mío, así que, ya te digo, me iba de puta madre… Pregúntale a Ana y verás.
Mientras me interpelaba de esta manera, yo todavía estaba haciendo números para mis adentros. Cuando nos conocimos, en una de las reuniones preparatorias del Atlas, yo debía de tener treinta y siete años recién cumplidos y, sin pensármelo mucho, le situé más cerca de los sesenta que de los cincuenta, y allí se había quedado hasta apenas un par de minutos antes. La insinuación de su
verdadera edad, que le hacía sólo cinco o seis años mayor que yo, me había dejado atónita, porque ni siquiera el alcohol podía ser el único responsable de semejante desgaste, la cabeza monda, atravesada al azar por unas pocas hebras de un blanco purísimo, el cuello descolgado, la piel cayendo hacia abajo en temblorosos pliegues asimétricos, las manos salpicadas de flores de cementerio, esas manchas oscuras que anuncian el final, y canas en el pecho, que la camisa, abierta un botón por debajo del límite que marca la elegancia, la corbata floja, me permitía entrever furtivamente. Me preguntaba qué otras catástrofes estarían asociadas a la perenne copa de coñac que habitaba en el hueco de su mano derecha, cuando la alusión a Ana me obligó a intervenir, excitando al mismo tiempo mi ya avarienta curiosidad en una dirección distinta.
—¿A–ana y tú os conocéis desde hace tanto tiempo?
—Bueno, poco más o menos… Yo la conocí cuando acababa de volverse a Madrid, justo después de dejar a su marido, sería el año 83, o el 84, ya te digo, porque mi chico era muy crío todavía… Me acuerdo porque una vez lo llevé al archivo y ella me dijo que tenía una hija de la misma edad. Entonces quedamos para ir con ellos al parque de atracciones, y buah, no veas cómo se lo pasaron, de puta madre para arriba, así que quedamos otras veces, siempre los fines de semana, con los niños, claro está, a ver si te vas a pensar cosas raras, oyes, y no, para nada, pero yo estaba solo y, ya te digo, no sabía qué hacer con el David los fines de semana, y Ana, que trabajaba como una burra, andaba medio peleada con la familia, porque su madre quería que dejara el archivo y se fuera a vivir con ella, o algo por el estilo, así que, buah, no veas, los sábados nos juntábamos y llevábamos a los chavales al cine, o a comer a la Dehesa de la Villa, o a merendar chocolate con churros a la Plaza Mayor, cosas de esas que entretienen a los críos… Ellos se cansaban mucho, porque estaban todo el tiempo a la greña, peleándose cada dos por tres, y luego se tiraban media hora llorando porque no querían separarse, ya te digo, y bueno, al llegar a casa no había más que acostarlos y a la mañana siguiente estaban como una malva, oyes… Claro que yo ya no era el de antes, ésa es la verdad, que yo ya iba para abajo, pero todavía tenía muchísimo material colocado en todos los archivos y vendía muchas fotos. Podía vivir de las rentas, no muy bien, pero sacaba para ir tirando… hasta que se fue todo al carajo. Primero el negocio, porque el mundo del toro cambia muy deprisa, y los toreros a los que yo había seguido se fueron retirando, y salieron otros muy jóvenes, que yo ya no conocía, y los retrataban otros chavales jóvenes también, total, una ruina… Luego acabé de irme al carajo yo solo, la verdad, que si hubiera seguido trabajando como entonces ahora estaría en grandeza máxima yo también, pero… Así es la vida, oyes. Cuando Ana me llamó para lo del Atlas, estaba canino, pero canino de verdad, buah, no veas, a punto de dejar el apartamento y meterme por la patilla en casa de mi hermana, ya te digo…
Bajando de nuevo la vista hacia sus zapatos, hizo una pausa que no supe interpretar. No quería ofenderle con cualquier fórmula de compasión convencional, pero tampoco encontraba una manera digna de acercarme a él, ningún hilo del que tirar para animarle a seguir hablando, ahora que ya comprendía la naturaleza del vínculo indestructible que obligaba a Ana a jugarse su puesto todos los días, ese intrincado misterio que seguramente nadie, en toda la editorial, había llegado a desentrañar antes que yo. Todavía buscaba ese cabo suelto que no terminaba de asomar por ninguna parte, cuando él dio por concluido el exhaustivo examen de su calzado y, mirándome, remató con una media verónica más que previsible.
—Pedimos otra copa, ¿no?
Asentí con la cabeza y le seguí, con más gestos que palabras, en una especie de conversación de entreacto —¡Qué bien está este sitio, ¿verdad?! Éste y el Palace serán siempre los mejores hoteles de Madrid, ya te digo, por mucho que inauguren otros de esos modernos, tan horteras…—, hasta que, de un solo trago, dejó su copa por la mitad, pero más vacía que llena. Luego se restregó la frente con la mano derecha y una sorprendente violencia, y siguió hablando en la dirección que más me interesaba, como si fuera capaz de leer en mi pensamiento.
—Pues, aquí donde me ves, la culpa de todo la tengo yo sólito por haberme casado con quien no debía, ya te digo… Y que las mujeres sois muy malas.
—A–algunas —protesté.
—Casi todas.
—Si tú lo dices…
—Desde luego que sí, no te digo lo que hay… Claro, que yo me llevé el premio gordo, oyes. La peor, la más perra. Y eso que nadie me engañó, todo lo contrario. Mira que me lo dijeron mis amigos, el Antonio me lo dijo un montón de veces, pero… ya te digo, se me metió en la mollera lo de casarme y me casé, y buah, no veas… Es que yo siempre he sido un romántico, aquí donde me ves, y un tontaina, un gilipollas, eso es lo que soy, y cuando la vi allí, en aquella carpa tan sucia, que olía a meados de caballo, y ella medio desnuda, con los tacones tan altos encima del serrín, y aquel frío que hacía, madre mía, que yo me estaba quedando helado, oyes, que no llegué a quitarme el abrigo mientras la veía bailar, y oía las voces que daba la gente, cuatro hijos de puta, porque casi todas las sillas estaban vacías, pero había un grupito que chillaba sin parar, guarra, tía buena, lo típico, ¿a qué hora sales?, ya te digo, pues me puse malo, pero malo, te lo juro, me entró… Buah, no sé lo que me entró, y me volví y les dije que se callaran, un respeto para la artista, chillé, y fíjate en qué tono lo diría que me hicieron caso, a mí, que no soy más que un tirillas, no veas, pero se callaron, y entonces fue casi peor, porque en el silencio aquel la música sonaba como si los altavoces estuvieran metidos dentro de una lata vieja, y la canción, que era como de estriptis, se volvió de repente tan triste que me di cuenta de que las lentejuelas de su vestido no relucían ya, de puro viejas, y de que tenía un roto en una malla, le brillaban los ojos como si estuviera a punto de llorar de rabia, y todo aquello me daba tanta pena… Es lo malo del toro, ya te digo, que cuando lo mamas desde pequeño acabas siendo torero de una manera o de otra, porque eso es lo que toca, así de claro, y ella era mal ganado, y yo lo sabía, pero lo último que me esperaba cuando aquella mañana salí de Madrid a cubrir la novillada de uno de los chavales que llevaba Antonio en aquella época, era encontrármela precisamente allí, oyes, en El Tiemblo, un pueblo perdido de la provincia de Ávila… o de Salamanca, vete a saber, que ya ni me acuerdo. Estaban en fiestas, claro, por eso había toros, y debí pasar por delante de aquellos carteles un montón de veces, porque todas las tapias estaban empapeladas con ellos, pero ni me fijé, eran como pasquines de papel muy fino, ya te digo, impresos en tinta azul, y al final los miré por puro aburrimiento mientras hacía tiempo para que abrieran las puertas de la plaza. Ella ni siquiera aparecía como la vede–te principal, que estaba en el centro, sino justo debajo, como segunda vedete… Primero leí su nombre, Fanny Mendoza, y tuve que forzar la vista para reconocerla en aquella foto tan pequeña y tan mala. Actuaba todas las noches en una especie de teatro chino de tercera, medio circo y medio cabaré ambulante, buah, no veas, una ruina, y ni siquiera sé por qué se me ocurrió ir a verla… Bueno, sí que lo sé, lo sé de sobra, yo… Total, que uno acaba enamorándose siempre de quien menos le conviene.
—Porque ya la conocías… —sugerí, dispuesta a hurgar en la herida hasta el fondo por mucho que doliese, aunque siempre podré alegar en mi defensa que nadie habría presentido dolor en un rostro tan radiante, porque la expresión de su cara había cambiado como si de repente se hubiera hecho de día en su interior. El hombre hastiado y tembloroso que yo conocía recordaba aquel episodio con la ilusión de un niño que cuenta sus canicas una y otra vez, sin cansarse nunca de mirarlas, de acariciarlas, de sostenerlas sobre la palma de sus manos para apreciar su peso o de acercarlas a la luz para maravillarse de su transparencia. Aquélla había sido su gran historia, esa historia que marca una vida para siempre pero no siempre llega a marcar todas las vidas, una historia como la que yo no había vivido jamás, y que ahora envidiaba hasta el punto de necesitar vivirla por mi cuenta en las pausas que dejaban sus palabras.
—Claro que la conocía, ya te digo… O, mejor dicho, conocía a otra mujer, una tía imponente, guapísima, buenísima, uf, tendrías que haberla visto entonces, pues no era nadie, Fernanda, si ni siquiera parecía de verdad, si parecía un póster de esos del Playboy, buah, no veas… Fue querida del Antonio durante una buena temporada. La había sacado de un coro de revista y se colgó con ella… pero bien, oyes, yo nunca le había visto así. Entonces, cuando la empezó a pasear por Madrid, iba siempre como una reina, llevaba un traje distinto cada día, y unas joyas para caerse de espaldas, él
le compraba todo lo que se le antojaba, perfumes, visones, ropa, y hasta un coche, nuevo y todo. Le comía en la mano, oyes, y podría haber seguido así, viviendo de puta madre, durante un montón de años, pero ella era mal ganado, ya te digo, no era buena, y siempre quería más, más, más, y de tanto ir el cántaro a la fuente… Un buen día, le fue al Antonio con el cuento de que estaba embarazada y quiso colgarle el mochuelo, y el otro… Buah, no veas, pues sí, bueno es Antoñito, encoñado y todo, y a su señora ni tocarla… ¿No ves que está rico? Le dio boleto en menos que se tarda en decir amén. Entonces se perdió de vista. Debió venderlo todo, poco a poco, hasta que no le quedó más remedio que volver a trabajar, y entonces, ya te digo, como tres años después…, más o menos, fue cuando me la encontré yo en aquel pueblo. A mí me gustaba mucho, muchísimo, y ella lo sabía, no lo iba a saber, total, que se pasaba las noches enteras coqueteando conmigo, de coña, claro, que si Forito por aquí, que si Forito por allí, que si hay que ver, Forito, cómo te las gastas, ese tipo de cosas… A Antonio no le importaba, porque sabía que yo no era competencia y además, Fernanda nunca llegó a tomarme en serio, pero yo estaba loco por ella, oyes, loco de verdad, porque sólo a un loco se le habría ocurrido hacer lo que yo hice. Aquella noche, en el teatro chino, vino a verme en cuanto terminó su actuación. Se sentó a mi lado y, buah, no veas cómo cambia el tiempo, si no parecía la misma con la cara lavada y aquella ropa, una faldita tableada de las que llevaban entonces las estudiantas y un minipul desgastado en las coderas, ya te digo, una ruina… Empezó a contarme cómo vivía, en una ruló cochambrosa, todo el tiempo viajando de pueblo en pueblo, aguantando al baboso del empresario, ganando lo justo para comer… Como esto siga así, dijo al final, me meto en una barra americana, eso dijo, y nunca sabré si lo hizo aposta, pero a mí me dio… Mira, no sé qué me dio. Mucha pena, y mucha rabia, y unas ganas muy grandes de matar a alguien. Haz la maleta, le dije, que te vienes conmigo a Madrid esta misma noche. Eso le dije, y no chistó, oyes, y luego, cuando ya estábamos en el coche, se me echó a llorar, Fernanda, y empezó a decirme que yo era su padre, que era el único hombre bueno que había conocido, que nunca me podría pagar lo que estaba haciendo por ella… Eso por lo menos fue verdad, que nunca me lo pagó, ya te digo…
Con unos reflejos que jamás habría imaginado en alguien tan absorto en su propia memoria, levantó la mano para detener a un camarero que pasaba a nuestro lado con una botella de coñac, y pidió que le rellenara la copa con un gesto del dedo pulgar. Luego me miró, sonriendo de una forma diferente a la que yo había visto hasta entonces.
—Tú me recuerdas a ella —disparó sin anunciarse.
—¿Yo–o? —estaba tan asombrada que me encasquillé en la o, una vocal que siempre pronuncio a la primera—. Si yo no soy una tía imponente…
—Ni falta que hace, pero eres muy rubia, igual que ella, y tienes los ojos claros, y la piel blanquísima, y se te hacen dos hoyitos en las mejillas cuando te ríes.
—Pero yo soy buena —sonreí.
—De momento… —soltó una carcajada y yo reí con él—. Es broma —aclaró enseguida—. no te enfades. Lo que pasa es que ella también fue buena al principio, o mejor dicho, se comportaba como si le gustara estar conmigo, y yo creía que éramos felices, ¿sabes?, yo por lo menos fui muy feliz entonces, ya te digo… Empezamos a vivir juntos por esta época del año, más o menos, y yo no se lo conté a nadie porque me conozco a mis clásicos, y a ver a quién cono le importaba lo que hiciéramos o lo que dejáramos de hacer, pero luego empezó la feria y… ruina. Ahí me perdió la vanidad, oyes, y lo reconozco, que si la hubiera dejado en casa, quién sabe, pero ella se había aficionado a ir a Las Ventas con el Antonio y, buah, no veas, cualquiera la decía de perderse una corrida, pues no era nadie, Fernanda, cuando se cabreaba… Y además, que estaba otra vez, uf, buenísima, pero buenísima, oyes, sólo le hizo falta dormir mucho y comer bien durante un par de semanas para ponerse como siempre, de bandera, ya te digo. Yo no me cansaba de mirarla, ésa es la verdad, que a veces me tiraba la noche en vela viéndola dormir, intentando convencerme de que aquella mujer era la mía, de que estaba en mi cama de verdad, y no me lo creía, ni yo me lo creía, así que te puedes figurar cómo me puse la primera vez que hicimos juntos el paseíllo, buah, no veas… Ya en el mentidero liamos una que para qué. Nos miraba todo quisqui, pero todo, oyes, y yo
me fijaba en la cara de mis conocidos y adivinaba lo que estaban pensando, joder con el Forito, la tía que se ha llevado, ver para creer… Corté las dos orejas, ya te digo, hasta que el Antonio me amargó la tarde. Primero, porque estaba celoso, eso lo primero, por mucho que siga negándolo hasta ahora, que lo niega, y fíjate si ha llovido, pero la verdad es que estaba muerto de celos, si lo sabré yo, oyes, verde de envidia, estaba, y luego, que lo diría por mi bien, no digo y o que no, pero aquello me sentó como una patada en los cojones, así mismo me sentó… Ten cuidado, Foro, me dijo en un rincón, que ésa está muy toreada, que tiene menos formalidad que el cono de una cabra, que te lo digo yo, que la conozco… Yo no le contesté nada, no creas, yo, chitón, pero le cogí por las solapas y le solté dos hostias que si no llegan a separarnos, acabamos mal, pero mal… Años enteros estuvimos sin hablarnos, hasta que nació mi chico y vino a conocerlo al hospital, muy señor, eso sí, que lo primero que hizo fue pedirme perdón, y luego nunca se ha atrevido a decirme que él ya me lo advirtió, y yo eso se lo agradezco mucho, oyes… Alguna bronca más tuve en aquella feria, pero la verdad es que Fernanda no tenía la culpa, todavía no, porque ella llamaba mucho la atención, ya te digo, pero no podía remediarlo, y hay mucho cabrón suelto por ahí, mucho bocazas y mucho chulo de vía estrecha, y en el toro…. buah, no veas, menudo ganado hay en el toro, pero la sangre nunca llegó al río. Luego, enseguida, empezó el calor. Madrid se fue quedando vacío, que es como más me gusta, y yo le dije que, si quería, nos podíamos ir a la playa unos días, y hasta un mes entero, lo que ella quisiera, porque a mí todo me daba igual con tal de que Fernanda estuviera contenta, oyes, que si me hubiera pedido que me tirara por una ventana, me habría tirado, te lo juro, y eso que nunca había disfrutado tanto estando vivo, pero habría hecho por ella lo que fuera, lo que fuera, hasta meterme un mes a pensión completa en un hotel de Benidorm, que es lo que más me da por culo en este mundo, ya te digo… Pero no, porque ella tenía gustos de señorita, y me dijo, mejor nos vamos en septiembre, que no hay nadie, y estamos en un hotel de lujo por el precio que ahora nos cuesta uno barato, y yo pensé para mí, gloria, y le dije que sí, que lo que ella quisiera, y pasamos julio y agosto en grande, pero en grande de verdad, buah, no veas, todo el día encerrados en casa, con las persianas echadas para que no entrara el calor, ganduleando en la cama hasta la hora de comer… Luego, a la caída de la tarde, ella hacía una tortilla de patatas y unos filetes empanados y nos íbamos a la Casa de Campo a cenar y, ya te digo, allí estábamos hasta las dos o las tres de la mañana, tan ricamente…
Justo entonces, en el peor momento, porque sus ojos habían empezado a arder con la súbita necesidad de consumirse que acelera la muerte de esos carbones que parecen ya apagados cuando un golpe de viento les devuelve de pronto al temblor rojo de la vida, tres individuos que respondían con una precisión casi sospechosa, tan ajustada al modelo como un disfraz, a la imagen que las turistas nórdicas deben de tener de los toreros de paisano —tupés negros engominados, relucientes, las patillas largas, las camisas abiertas, unas medallas de El Rocío de oro puro y cinco o seis centímetros de diámetro enredadas en el vello ensortijado y brillante que trepa hasta la clavícula, pantalones muy ajustados, botines oscuros, enormes gafas de sol y anillos en los dedos que sostienen un puro habano—, se acercaron a nuestra mesa para despedirse de mi confidente, que se levantó enseguida para intercambiar palmetazos en la espalda, bromas desgastadas por el exceso de uso e inmejorables deseos para el futuro de todos. Antes, por supuesto, me los presentó, utilizándome como excusa por haberlos dejado solos en el bar, y añadiendo al nombre propio de dos de ellos un mote que tal vez sirviera de nombre artístico. El tercero se llamaba Antonio, a secas. Mientras lamentaba que mi presencia no fuera a apabullarles en absoluto, sin advertir siquiera que ese sentimiento no era otra cosa que el principio de una rampa por la que me estaba deslizando, una vez más, en una historia que me pertenecía tan poco como la vida que usurpo a los protagonistas de las novelas que leo los fines de semana, como la vida que me invento para Alejandra Escobar antes de salir de casa, me pregunté si aquel hombre no sería el mismo que flotaba en el aire desde el principio de nuestra conversación.
—Ese Antonio, ¿no será…? —pregunté en voz baja apenas nos dieron la espalda, pero enseguida me di cuenta de que era demasiado joven para haber compartido la infancia de mi interlocutor.
—¿Ése? No, qué va… —Forito me había entendido, de todas formas, pero no quiso ser más explícito. Se entretuvo durante algunos segundos en impulsar su mechero con los dedos para hacerlo girar encima de la mesa y luego, después de un suspiro que parecía anunciar un cambio de tercio, se dio dos palmadas en las rodillas, y me miró—. Nosotros también nos vamos, ¿no?
—¿A–adónde? —pregunté, sin tratar de disimular mi inquietud.
—Pues… no sé —ahora, él parecía tan desconcertado como yo misma un segundo antes—. Nos vamos, ¿no?
Cuando ambos tuvimos claro que, en aquel extraño intercambio de preguntas, ninguno de los dos había pretendido proponerle al otro ningún final comprometedor, se abrió un silencio turbio y espeso como un charco de aceite, una inconcreta señal de que Forito estaba arrepentido de haber hablado demasiado. Sin embargo, yo, que había empezado a escucharle por pura cortesía, todavía no sabía lo suficiente para dejarle marchar sin más. Por eso, cuando él ya había levantado la mano para pedir la cuenta, me dije que aquella noche no me podría dormir sin conocer antes el final de la historia, y me atreví a preguntar a bocajarro.
—¿No me va–as a contar lo que pasó después?
—Es que… —y de nuevo su mirada buscó refugio en sus zapatos— no sé, no entiendo por qué me ha dado por contarte mi vida de repente. Me da hasta un poco de vergüenza, tengo la sensación de estar haciendo el ridículo… Es lo que me pasa, ya te digo, que me tomo un par de copas y se me suelta la lengua, no puedo evitarlo, oyes… Y que no sé hablar de otra cosa, hay que joderse. Pero a ti no te importa un carajo todo esto, debes estar harta de mí…
—Llevas tres copas —precisé—, y no estoy harta de ti, todo lo contrario… Mira, Foro, a mí no me pasa nunca nada, ¿sabes? Yo podría conta–arte mi vida en tres minutos. Todos los días me levanto, me voy a trabajar, vuelvo a casa, me hago la cena y me meto en la cama, poco más o menos… Por eso me encanta escuchar las historias de los demás, te lo digo en serio…
—Pero ésta… yo qué sé. Si es una historia corriente.
—No tanto —le miré—. A mí nunca me ha pasa–ado nada por el estilo.
—Mejor para ti.
—N–no. Peor, mucho peor para mí.
—¿Sí…? —me dirigió una mirada esquinada, asombrosamente sagaz, y muy sabia—. Espera a saber el final.
—Eso es lo que llevo intentando desde hace un rato —sonreí—, sa–aberel final…
Entonces se echó a reír, cabeceando, como si acabara de admitir para sus adentros que no podía conmigo.
—Pues tendremos que pedir otra copa, ¿no?
—Claro.
—¿Dónde estábamos?
—Cena–ando filetes empanados en la Casa de Campo… Que es una cosa que, dicho sea de paso, no entiendo muy bien, porque si tu mujer tenía gustos de señorita, no le pega mucho lo de lleva–arse la comida a un merendero…