37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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—Ya, pero es que, aunque le tuviera tanta afición al lujo, aunque se pirrara por vivir muy bien, ella se había criado en Mesón de Paredes, ya te digo, y no podía remediar que le gustaran también otras cosas, las que había mamado desde pequeña… Era muy castiza, Fernanda, muy recia, le gustaban hasta los bocatas de gallinejas, que a mí me dan un asco que…, buah, no veas, y eso que he nacido en Carabanchel. Total, que muchas noches nos íbamos derechos a Lavapiés, y yo me tomaba un agua de cebada, que eso sí que me gusta, mientras ella se ponía ciega de guarrerías de ésas… La volvía loca toda la comida que se vende por la calle, pero en aquella época, ella todavía se preocupaba por mí, le gustaba que yo estuviera a gusto, y por eso, las más de las veces, yo me salía con la mía, una tortillita, unos filetitos, y gloria bendita… Hasta que, de repente, cuando mejor estábamos, empezó a hacer frío por las noches, ya te digo, y se nos echó encima septiembre sin avisar. Entonces le pedí que se casara conmigo, porque algo tenía que hacer, para que durara más

aquel verano…

—Y ella te dijo que sí.

—Pues, no, no creas que fue tan fácil. Lo primero que me preguntó fue si me había vuelto loco, ya te digo, y luego, buah, no veas… ¿Es que no me conoces?, me soltó, ¿es que todavía no sabes quién soy yo? Eso me dijo, pero yo le contesté que la quería, y que todo me daba igual, lo que pensaran los demás, lo que fuera a decir la gente, todo eso me la sudaba, así de claro, oyes, y ella se quedó pensando y no quise insistir más… Yo, a ver si me entiendes, yo sabía que no estaba enamorada de mí, pero con eso y más, yo la adoraba, estaba tan enamorado que habría hecho cualquier cosa por vivir con ella hasta los restos, incluso a sabiendas de que ella seguía conmigo porque no había encontrado a otro mejor que la aguantara, hasta con eso habría tragado, así que, ya te digo… ¿Qué podía hacer yo? Pues intentar que se casara conmigo, que me fuera cogiendo cada vez más cariño, que tuviéramos un crío o dos, total, el cuento de la lechera… Estuvo pensándoselo cerca de un mes. Luego, a principios de octubre, me dijo que sí en Torremolinos, en un hotel de cinco estrellas donde pasamos quince días que me costaron un huevo y parte del otro, pero hasta eso se me olvidó, oyes, cuando me dijo que sí, que nos casábamos, porque me puse como loco, buah, no veas… Nos casamos al año siguiente, en abril, porque ella quería llevar un traje de novia de los más aparatosos, con mucho escote y una cola de diez metros, ya te digo, y tuvimos que esperar a que volviera el buen tiempo, pero aquel invierno pasó rápido, con los preparativos. Vendí el piso que acababa de comprarme en una bocacalle de la Avenida de los Toreros y compré otro, mucho más caro, en la Fuente del Berro, porque Fernanda no quería vivir al lado de Las Ventas, y luego hubo que amueblarlo, y poner la cocina nueva, y elegir el restaurante para el banquete, y hacerse los trajes de la boda, y buah, no veas… Firmé más letras que un tonto, pero tan a gusto, oyes, lo que es la vida. Y nos casamos, ya te digo, a lo grande, y todo se fue a la mierda antes de que mi mujer hubiera aprendido a usar los electrodomésticos…

Me miró, como pidiéndome una opinión sobre lo que acababa de oír, y me atreví a ir un poco más allá.

—¿Tú crees que lo hizo aposta?

—¿El qué?

—Pues… eso —de repente, tuve miedo de estar pasándome de lista, pero no encontré la marcha atrás—. Ca–asarse contigo primero, quiero decir, y mandarlo todo a la mierda después…

—No sé, chica, yo también lo he pensado muchas veces, pero es demasiado fuerte, ¿no?, demasiado horrible… Yo creo que lo que pasó es que, de repente, se creyó que por estar casada conmigo tenía derecho a todo, ya te digo, que todo era suyo y que la única que mandaba allí era ella, y… ruina, claro, ruina total, porque cada día quería más de todo, más ropa, más dinero, más joyas, más cosas, más, más y más, igual que con el Antonio. Se le antojaba todo lo que veía en la televisión, cualquier cosa que apareciera en un anuncio, pero todo, oyes, y buah, no veas… Y eso que yo entonces vivía bien, pero bien, y hasta me podía permitir algunos lujos, pero todo lo que ella quería, pues no, claro. Y un buen día tuvimos una bronca, y dos días después, otra, y así siempre, que si yo era un tacaño, que si yo era un desgraciado, que si era poco hombre para ella, ya te digo, te lo puedes figurar… Luego me salió con que no la volviera a llamar Fernanda, porque ella se llamaba Fanny, y eso sabiendo de sobra que ese nombre es el que más me da por culo del mundo, y empezó a quedar con sus amigas a todas horas, bueno, a mí me decía que quedaba con sus amigas, quiero decir, hasta que una noche volvió a casa con una cadena de oro que yo no conocía, que me dijo que se la había comprado ella con su dinero, o sea, con el mío que yo la daba, y no me lo creí, y tuvimos una pero gorda… Entonces me fui de casa, me emborraché, y cuando ya no me cabía ni una gota más, me quedé sobado en un banco de la calle Goya, buah, no veas, fue el principio del fin… Me encontró un coche de la madera y me llevó a casa a las seis de la mañana, ya te digo. Fernanda, que estaba muy asustada, me pidió perdón y me prometió que todo iba a volver a ser como antes, y durante una temporada, por lo menos, guardó las apariencias, pero no era buena, ésa es la verdad, y que además no pensaba, y no tuvimos ni seis meses de tranquilidad, y volvieron las broncas. Ella

me decía que yo era un celoso, que si me creía que la había comprado, que no tenía derecho a meterme en su vida, y que a ver si no iba ella a poder entrar y salir a su antojo, con treinta años que iba a cumplir. Y no tenía razón, no la tenía, pero yo lo veía todo tan mal, tan a punto de irse a la mierda para siempre, y tenía tantas ganas de que saliera bien, que al final hasta me convenció, oyes, y llegué a sentirme culpable, que… buah, no veas, es que es el colmo, si seré gilipollas, yo, pues llegué a creerme lo que me decía, fíjate si estaría loco por ella. Pero todo fue a peor, ya te digo, y llegó un momento en que no habría engañado ni a un niño de teta. Y lo que más rabia me da, lo que me pone malo todavía, es que no fuera por amor. Porque si se hubiera enamorado de otro, pues bueno, qué le íbamos a hacer, oyes, pero putear así, a lo tonto…, uf. Entonces empecé a beber, pero bien, porque mi vida era una mierda, y no quería dejarla, todavía no, ésa es la verdad, que no podía dejarla, cómo iba a marcharme de casa si la adoraba, si no podía vivir sin ella… En éstas, viene y me dice que se ha quedado preñada, igual que hizo con el Antonio, pero esta vez de verdad. Y ahí sí que me mató, te lo juro, porque no sabía qué hacer, no lo sabía… Por un lado, por mucho que jurara, ni siquiera estaba seguro de que el crío fuera mío, pero por otro… No sé, llevábamos dos años casados, no era tanto tiempo, y yo pensé, a lo mejor, con el niño…, pues no sé, oyes, sienta la cabeza y deja de hacer tonterías, así que… ya te digo. Me liré todo el embarazo rezando para que se pusiera como una foca, pero no, estaba cada día más guapa, la hija de puta, aunque no le quedaba más remedio que quedarse en casa, claro, y parecía que el niño le hacía ilusión, y a mí también me la hacía, mucha, la verdad, así que pasamos una buena racha. Cuando nació el David, me dije que una criatura tan pequeña, tan débil y tan importante al mismo tiempo, a la fuerza iba a cambiar las cosas, pero no… Qué va. Se negó a darle de mamar para no estropearse las tetas, y no tendría mi hijo ni tres meses cuando empezó a dejarle conmigo para irse por ahí. Y a mí no me importaba, ya te digo, porque me encantaba estar con el crío, que además salió bueno, pero bueno, oyes, que ni una mala noche me dio, el pobrecito, y se tomaba los biberones en diez minutos, que así se puso, hecho una fiera, que daba gusto enseñarlo por la calle… Eso es lo que más rabia me da, que cuando me dejó se llevara al niño, y que el hijo de puta del juez no me escuchara, que cuando salió la sentencia me entró…, buah, no veas, no sé lo que me entró, pero es que le hubiera matado, y a ella, porque no la he vuelto a tener delante a solas, que si no, la mato también, ya te digo…

—A–así que fuiste a juicio… —resumí, más para mí misma que para él, porque lo que acababa de escuchar me parecía sencillamente asombroso, aunque hacía ya rato que habría jurado que mi capacidad de asombro se había disuelto por saturación.

—Claro que sí, no te digo… Pa chasco. Tú nunca has tenido hijos, ¿no? —negué con la cabeza— . A lo mejor por eso no lo entiendes, pero sí, claro que fui ajuicio, a varios juicios, porque recurrí la sentencia hasta quedarme sin un puto duro, y para nada, oyes, que no hubo manera… Yo quería que mi hijo viviera conmigo. Estaba dispuesto a meter en casa a mi madre, a contratar a una muchacha interna para que lo cuidara, lo que fuera, pero conmigo. Alegué que ella había abandonado el hogar conyugal, que se había llevado al niño sin avisar, que la vida que hacía no le permitía cuidarlo, buah, no veas, hasta me metí en un grupo de alcohólicos anónimos y estuve año y medio sin probar una gota, porque ella alegó que yo bebía, ya te digo… Pero no, el niño con la madre y yo, dos fines de semana alternos y dos tardes entre semana, lo típico… Así hemos estado hasta ahora, porque no le perdono ni un minuto del tiempo que me toca, pero ni un minuto, oyes, y aunque me muera de ganas de tomarme una copa, cuando estoy con él, sólo bebo vino con la comida, y nada más, te lo juro, es que ni olerlo… No quiero que me vea borracho nunca, nunca. Es lo único que tengo, pero es bastante, y además, me adora, ésa es la verdad, que me quiere un montón, el David, y yo a él… Fíjate que estoy ahorrando, con lo que me cuesta ahorrar a mí y con la mierda que gano ahora, para que se haga alguien… importante, no sé, ingeniero o arquitecto, o algo así, y él, en cambio, dice que quiere ser fotógrafo, como su padre, buah, no veas… Se me hace un nudo en la garganta cada vez que lo oigo. El año pasado se vino a mi casa el diez de mayo y estuvo conmigo toda la feria porque le dio la gana, ya te digo, y su madre no pudo hacer nada para impedirlo, porque él le dijo, si denuncias a papá, voy yo a hablar con el juez y se lo explico, eso le dijo, mi chico, con catorce años

y un par de cojones, oyes, y ella se achantó, y no pasó nada. Todas las tardes, nos íbamos a los toros por la patilla, porque yo tengo muchos amigos en Las Ventas, y me dejan pasar gratis, y estaba todo el rato preguntándome, qué va a pasar ahora, por qué hacen esto o lo otro, se ponía de un pesado… Yo se lo explicaba todo, y él me decía, es que tengo que aprender, papá, para cuando venga a trabajar aquí, dentro de unos años… Por eso he venido hoy, para enterarme de los carteles porque, dentro de nada, lo tengo en casa otra vez, ya hemos hablado de eso y él, dale que te pego, que quiere ser fotógrafo, igual que yo… No se le quita de la cabeza, ya te digo, y entonces pienso que, a lo mejor, todo lo que he pasado ha estado bien empleado, que al final he tenido suerte y todo… Y ya sé lo que estás pensando, lo sé, aunque me digas que no, porque es lo que piensa todo el mundo, yo mismo lo pensaría, si alguien me contara una ruina como ésta, pero el niño es mío, oyes, mío, pero mío, estoy seguro, y no porque su madre me lo haya jurado, que esa tía ni tiene palabra, ni seso, ni nada dentro, sino porque yo soy su padre, he sido su padre desde que nació y seré su padre hasta que me muera, y punto. Y encima, es clavado a mí, fíjate…

Se sacó del bolsillo una cartera que parecía de cartón, tan desgastada estaba la piel que el uso había mordido las esquinas hasta hacerlas desaparecer, convirtiendo el rectángulo original en un objeto oblongo, delicado de puro precario, y extrajo con mucho cuidado una foto embutida en una funda de plástico que me tendió con la punta de los dedos. La miré, y no pude contener una sonrisa. Lo que tenía delante era todo un premio para la minuciosa labor de reconstrucción en la que mis ojos se habían empeñado con un tesón creciente, casi amoroso, a lo largo de toda la noche. Por eso, porque aquella imagen tenía algo de triunfo, me felicité íntimamente mientras contemplaba una fotocopia del rostro que una vez había poseído el hombre que ahora me miraba en vilo, aguardando con impaciencia un veredicto. Allí estaban sus ojos verdes, de mirada limpia, incontaminada de cualquier veneno, la nariz romana, recta y severa, y el ángulo de una barbilla nítida, equidistante entre dos pómulos salientes y afilados.

—Desde luego, es hijo tuyo —sentencié, al devolvérsela.

—Claro que sí —exclamó con disimulada euforia, mientras la guardaba de nuevo—. si lo dice hasta el Antonio, y eso que no puede ver a la madre… Cuando era pequeño, que no se notaba tanto, pensé que, si no era mío, por lo menos podía agradecerle al destino que se me pareciera, pero desde que pegó el estirón… buah, no veas, si no hay duda, oyes, si es que es escupido, pero escupido a mí, ya lo ves… Y además, que igual que te digo que con lo de la boda no sé qué pensar, con lo del crío siempre lo he tenido claro, que Fernanda se quedó embarazada aposta para poder largarse de casa y seguir viviendo de mí, ya te digo…

—Pues la historia no termina ta–an mal… —resumí, mientras advertía que nos habíamos quedado solos en un bar de mesas vacías. Hasta los músicos —dos violines y un violoncelo— que llevaban un rato recogiendo sus bártulos, se habían marchado ya. Forito pidió la cuenta a un camarero que esperaba pacientemente, apoyado en una columna, a que nos diéramos cuenta de que eran casi las dos de la mañana, y ya no fui capaz de tender ninguna trampa eficaz para detenerle.

Le dejé pagar, porque sabía que cualquier otra solución le ofendería, y recorrimos en silencio los pocos metros que nos separaban de la calle, mientras una tremenda sensación de vacío, como un hueco húmedo y frío que avanzara sin pausa desde el centro de mi cuerpo para conquistar hasta el más insignificante residuo de calor, me anulaba un poco más a cada paso. Conocía muy bien ese fenómeno, la garra de la desolación que me esperaba, agazapada entre los magníficos muebles de la cocina de mi casa, cada domingo por la noche, cuando el reloj me obligaba a abandonar la novela que estaba leyendo para imponerme la obligación de hacer una cena mínima, la tortilla francesa que engulliría a solas, sin ganas, a veces hasta de pie, antes de acostarme por pura disciplina para afrontar una semana idéntica a la anterior, idéntica a la inmediatamente sucesiva, ese tiempo entre paréntesis que es mi vida.

Entonces, por mirar a alguna parte, miré mis propios zapatos forrados de tela roja, los elegantes zapatos de Alejandra Escobar, y comprendí de repente que aquella noche sí me pertenecería para siempre, que aquella noche había sido mi noche, aunque no hubiera tartamudeado apenas, aunque

hubiera bebido más de la cuenta, aunque apenas hubiera hecho otra cosa que escuchar, y la conciencia de mi propia identidad cambió el signo de ese fantasmagórico parásito interior, que mutó en un instante desde la negra naturaleza de la desolación hasta un dolor mucho más confortable, que nacía del simple presentimiento de la ausencia. El final de aquella noche, de aquella historia, me producía una tristeza inmensa, casi insoportable.

Fuera hacía mucho frío. Forito, que no era un personaje de novela, supuso en voz alta que querría coger un taxi. Yo, a cambio, le aplasté contra la fachada lateral del hotel Ritz, y le besé.

—Perdóneme… —me excusé en el umbral de la puerta—. No me gusta llegar tarde, pero he tenido problemas de última hora en la editorial.

Me dirigió una mirada apacible, todas sus miradas lo eran, antes de invitarme a ocupar mi sitio con un gesto de la mano derecha. Salvé la distancia que me separaba del sillón de costumbre andando muy despacio, como si la lentitud que imponía a mis piernas, a mis brazos, pegados al cuerpo, indiferentes al movimiento, pudiera disolver, o encubrir al menos, las huellas de la indignación que todavía palpitaba en mis sienes, coloreando mis mejillas con una contundencia que descartaba por sí sola cualquier posible interpretación de sonrojo o de apresuramiento. Era rabia, pura rabia. Ella frunció las cejas al descubrirlo.

—No ha tenido un buen día —comentó solamente, sin embargo.

—Desde luego que no —corroboré, con parejo laconismo.

Llevaba más de un año hablando para ella cada jueves, más de un año mirándola a la cara, contándole mi vida, desplegando ante sus ojos fragmentos más o menos sinceros del desnudo brutal de mi memoria, y sin embargo, todavía no era capaz de tutearla. Nunca lo haría, como nunca sería capaz de dejar de ver en ella una borrosa versión del enemigo, una especie de testigo insobornable, eterno, de todas mis miserias. Pero la bronca de aquella tarde estaba muy lejos de la frontera que separa la intimidad superficial de la más oscura, esa que no se comparte ni siquiera con uno mismo, y al fin y al cabo, por alguna parte había que empezar.

—Me he peleado con mi hermano Miguel —anuncié, encendiendo el primer cigarro de la tarde—. La verdad es que me he pasado la vida pegándome con él, en casa primero, de pequeños, y luego en el trabajo, y eso sería lo de menos si yo hubiera ganado alguna vez, pero no, porque soy tan imbécil que siempre acaba saliéndose con la suya.

—Miguel es el mediano, ¿verdad?, y es mayor que usted…

—Sí, dos años. Antonio, el primogénito, le saca quince meses, pero se llevan mucho mejor entre sí de lo que yo me llevo con cualquiera de los dos, aunque con Antonio no he discutido nunca, la verdad, porque nos ignoramos mutuamente, lo cual resulta mucho más civilizado, pero también es cierto que le tengo menos cariño, en fin, creo que ya hemos hablado de esto alguna vez… —asintió con la cabeza y seguí hablando—. Bueno, no sé si le he contado que Miguel acabó casándose con una amiga mía del colegio, María Pilar, que era buena chica, bastante cursi, eso sí, porque no consentía que nadie la llamara Pilar a secas, y un poco pava, pero simpática y muy divertida. Era muy guapa, también, una chica que llamaba la atención, como mi hermano, por otra parte, y aunque parezca mentira, los dos se cuidan tanto que ahora resultan incluso más guapos que antes, porque a los veinte años quien más y quien menos tiene buen tipo y una piel estupenda, ya sabe, pero a estas alturas es más raro destacar, y ellos destacan, desde luego… También es verdad que no hacen otra cosa. Desde que tuvo a sus hijos, y el pequeño debe de estar a punto de cumplir trece años, María Pilar se ha pasado la vida entre la peluquería y la esthéticienne, porque ella siempre lo dice así, en francés. Cada vez que alguien le comenta que está más guapa cada día, confiesa que su secreto consiste en dormir mucho, como si levantarse todos los días a las once de la mañana estuviera al alcance de cualquiera. Se ha montado un gimnasio en el sótano de su casa y se pasa la mañana haciendo pesas, luego va a nadar, y después queda con sus amigas para ir de compras, porque gastar dinero es lo único que la cura de la neurosis. Ella dice que está expuesta a la neurosis del ama de casa, y que las mujeres que trabajamos no podemos imaginarnos siquiera lo que se cansa una sin hacer nada en todo el día, y lo que se sufre sin salir de casa, bueno, ya se puede imaginar, su vida parece un chiste machista, y con fundamento, no le digo más… Una gilipollas integral, desde el último pelo de la cabeza hasta la uña meñique del pie izquierdo, y me quedo corta.

—Está claro que ya no son amigas…

—Está claro —admití, notando con alivio los efectos del rutinario catálogo de insultos que había soltado sin detenerme a respirar siquiera, y que empezaba, a desalojar un pesado estanque de agua sucia de mi interior—. Hace ya muchos años que dejamos de serlo. La novedad es que, a partir de hoy, somos más bien enemigas. O, mejor dicho, que estamos a punto de empezar a serlo, porque no la aguanto y voy a tener que cargar con ella todos los días… Por eso me he peleado con Miguel. Me ha venido esta mañana con que Mari Pili…, bueno, mi marido siempre la llama así y yo me apunté al diminutivo hace muchos años, en fin, que su mujer tiene una especie de crisis, que está triste y como desorientada, que no sabe lo que quiere ni lo que le pasa. O sea que, por una vez, ha sucumbido a la vulgaridad y está igual que todo el mundo, igual que yo, por lo menos. Lo han estado hablando, y se les ha ocurrido que lo que necesita es trabajar. ¿Se da cuenta? Trabajar, así, por las buenas, como si fuera lo mismo que pasar una temporada en un balneario. María Pilar necesita trabajar, eso me ha dicho. Y aunque él tiene un departamento entero para él solo, aunque hace doce o trece libros de texto cada año, no ha tenido una idea mejor que endosármela a mí, porque como es una mujer y yo trabajo con mujeres… —tenía el mechero en la mano, y lo encendí sin motivo, oprimiendo el pulsador con el dedo pulgar hasta que el metal empezó a quemar, pero ni siquiera así logré tranquilizarme—. Es que es la hostia, vamos, pero la hostia, no sé… Estoy harta, de verdad, harta. A veces tengo la impresión de que nadie nos toma en serio, de que somos una especie de Chicas de la Cruz Roja en versión editorial, y tiene cojones, desde luego… —volví a encender el mechero y esta vez me quemé, y lo hice aposta—. Perdóneme. No he querido hablar tan mal.

—No importa.

—Ya me lo imagino, pero no me gusta.

—Porque le molesta perder el control —sugirió.

—Desde luego —a veces pensaba que si el mérito de un psicoanalista consiste en sacar ese tipo de conclusiones, tenía la vida resuelta aunque no volviera a hacer un libro en toda mi vida—. A todo el mundo le molesta, ¿no? —hice una pausa, pero ella no quiso añadir nada—. De todas formas, en este momento he formado un equipo con mujeres por puro accidente. Me costó Dios y ayuda fichar a la documentalista, Ana, que es la mejor editora gráfica de todo el grupo. Se la quité a mi hermano Antonio en el último momento. La coordinadora, Rosa, había trabajado conmigo muchas veces, como redactora, como correctora, como traductora. Hace de todo, y lo hace bien, así que no se me ocurrió nadie mejor para que controlara la edición. El tratamiento informático se lo encargué a un hombre, sin embargo, Ramón Estévez, un tío estupendo, listísimo, pero que anda siempre muy sobrecargado de trabajo y no podía hacerse cargo de un proyecto más. Por eso me recomendó a Marisa Robles, una de sus ayudantes, y la verdad es que no me hizo ninguna gracia renunciar a él, que acepté a Marisa de mala gana, eso lo reconozco, y sin embargo, todo ha funcionado estupendamente. Hasta el punto de que lo único que tengo claro es que, pase lo que pase después del Atlas que estamos haciendo ahora, voy a intentar quedarme con ella para siempre, porque tener a un buen informático a mano es un verdadero lujo. Pero igual que le digo esto, le digo que si Ramón me hubiera recomendado a un hombre, lo habría contratado sin dudar, créame. He trabajado con muchísimos hombres hasta ahora, y no he tenido más problemas con ellos que con las mujeres. Y con cualquiera, por supuesto, menos problemas de los que voy a tener con Mari Pili, eso seguro…

—¿Y por qué la ha aceptado? —parecía sinceramente sorprendida.

—Pues porque soy imbécil, así de claro… Porque Miguel me ha convencido de que meterla de buenas a primeras en su propio departamento resultaría escandaloso, porque me ha jurado que en cuanto pueda se la llevará a trabajar con él, porque sabe de sobra que vamos de culo y que nos vendría muy bien un ayudante que haga de todo, yo qué sé… He conseguido retrasar su incorporación un par de meses, hasta que empecemos un nuevo tomo, a ver si se hace defensora de las focas y se le olvida, o si nosotras, por lo menos, podemos ir haciéndonos a la idea. Al final he

pactado que mi cuñada pasará dos semanas trabajando con Rosa, dos semanas con Ana, y cuatro semanas con Marisa, porque los ordenadores son lo que más le interesa, ya ve, si lleva uñas de medio metro, qué le va a interesar a esa imbécil… Y cuando se lo he contado, se me han puesto contentas, claro, sobre todo Marisa, que se lleva la peor parte, porque la verdad es que estamos agobiadas de trabajo, y lo que nos faltaba era precisamente esto. Total, un desastre. Tendría que haber mandado a Miguel a la mierda, amenazar con colocarle a cambio a cualquiera de mis sobrinos en su libro de Lengua, negarme en redondo a cargar con Mari Pili, pero me ha pillado en un mal día, y eso es lo malo de mi hermano, que no se cansa jamás de discutir, y yo no sé estar una hora y media chillando y él sí…

Entonces callé, y la miré a los ojos, y encontré en ellos exactamente lo que esperaba. Desde que, en el preciso comienzo de la primera sesión, le advertí que prefería que no me preguntara nada, solamente se atrevía a interrumpirme para pedirme alguna aclaración trivial, o para glosar mis propias palabras. Las preguntas importantes, sin embargo, asomaban a sus ojos con tanta claridad como si pudiera escribirlas con alguna tinta mágica en el borde de sus párpados. Nuestras sesiones se habían ido convirtiendo poco a poco en un misterioso diálogo entre una voz que hablaba y otra que callaba, pero acertaba a expresarse siempre con silencios rotundos, más eficaces que cualquier sílaba. Aquella voz me preguntaba ahora por qué había tenido un mal día, y había sido tan malo de verdad, que me sometí a su voluntad sin calcular muy bien los efectos de mi respuesta.

—Estoy muy mal —admití, como un mínimo preámbulo—. Hace dos días le conté a mi marido que me estoy psicoanalizando.

Me pareció captar un fugacísimo destello de luz en sus pupilas, un inaudito síntoma de emoción que se extinguió muy pronto, sin embargo, en el acento neutro, convencionalmente profesional, que adoptó

para formular una pregunta inevitable, a la que mi raro acceso de sinceridad le daba cierto derecho.

—¿Y cómo reaccionó él?

—Me dijo que él creía que nosotros no hacíamos esta clase de cosas.

Eso fue exactamente lo que dijo, yo creía que nosotros no hacíamos esa clase de cosas, y se desmoronó en una esquina del sofá, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, para cambiar en un instante el signo de aquella escena, mi valerosa confesión deshinchándose hasta encajar en los mediocres límites de una inconveniencia, un error de cálculo, un comentario desafortunado e irreparable ya, otro desastre. Mi mirada vagó entre las familiares esquinas del salón de mi casa como si demarcaran un paisaje jamás visitado hasta entonces y después se hundió en mí misma, en mi vientre cansado, súbitamente atormentado por la inclemencia de mis propios ojos. La desnudez se me antojó de repente un estigma de mi propia decadencia, el eco de un clarín tardío que avisa de la ruina de un edificio cuyos muros se precipitan ya hacia el suelo, cayendo sin control en un violento estrépito de asombro y polvo. Como una Eva improvisada pero consciente, apenas fui expulsada del Paraíso corrí al dormitorio en busca de cualquier cosa que sirviera para cubrirme. Cuando regresé al salón, envuelta en un albornoz que ocultaba la ropa interior en la que había buscado una dosis suplementaria de seguridad, él todavía no había abierto los ojos.

Martín el lapidario, le llamaban en la facultad, porque le gustaba hablar a golpe de sentencias, frases cortas, afiladas, crueles a veces, certeras casi siempre e inapelables como sus propias convicciones, como las dudas que me confesaba últimamente con una angustia creciente y una frecuencia insólita hasta en alguien que practica en la duda una especie de metódica gimnasia intelectual. Yo le admiraba también por eso, y por la disciplina con la que pisaba el freno cuando estaba a punto de hacer daño de verdad a quien no lo merecía. Martín cultivaba la brillantez en los huecos libres de una bondad esencial, un sentimiento mucho más ligado al concepto de la dignidad individual y de la justicia universal, que a las blandas caridades en las que se asienta el desprestigio

contemporáneo de la virtud. Tal vez por eso, cuando me vio por fin, encogida en el sillón, aferrando las solapas del albornoz con las dos manos, cruzándolas tenazmente sobre mi pecho para cubrir hasta el último centímetro de piel visible, me llamó, y logró envolver sus palabras en el amable tono de una súplica.

—Ven aquí —me ordenó y me rogó al mismo tiempo, abriendo los brazos.

Yo tardé algún tiempo en decidirme. Le miré primero, fijamente, intentando adivinar qué sentía él en realidad, qué sentía yo, indecisa entre el desaliento provisional y la derrota definitiva. Mi resistencia acabó por descolocarle, y cuando echó nuevamente la cabeza hacia atrás, chasqueando los labios como un signo de impaciencia, fui hacia él y busqué sus brazos, enredándome en su cuerpo con el mismo tozudo desvalimiento que me había empujado hasta él al principio de aquella tarde cargada de preguntas.

—Yo creía que tenías un amante —dijo luego, después de besarme muchas veces en los labios, una ordenada ráfaga de besos breves, dulces, que posaron una nota amarga en la frontera de mi paladar.