37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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—Y lo habrías preferido… —musité, con un registro ignorado de mi voz, una débil hebra sonora que parecía nacer de la hondura de mi propio miedo.

—No —contestó, con una rotundidad sospechosa de puro automática—. Desde luego que no.

Y sin embargo mentía. Estaba segura de que me estaba mintiendo. a pesar del aplomo con el que me sonreía ahora, como si la verdad acabase de quitarle un insoportable peso de encima, mentía, y yo no supe qué decir después, cómo excusar una inocencia que se había convertido de golpe en el más brutal de los delitos.

—No podéis pasaros toda la vida jugando al amor puro y eterno —me había dicho Marita una vez, muchos años antes, cuando el mundo entero parecía apenas un pequeño jardín que ella cultivaba en sus ratos libres—. Eso no funciona nunca. Hazme caso o acabaréis mal…

Si no le hubiera gustado tanto follar, habría sido la perfecta reencarnación de la virgen roja. Se llamaba María Tadea, santa del día, y cuando la conocí, poco tiempo después de desembarcar en la universidad, exhibía su nombre completo como una herida de guerra, una condecoración del destino, una especie de contraseña del origen rural y proletario que la destinaba inevitablemente a los puestos de mando, a la cabeza de las voluntariosas huestes revolucionarias que se nutrían sobre todo de los cachorros de una burguesía urbana más que complaciente con la dictadura, los auténticos beneficiarios del desarrollismo franquista, hijos de familias más o menos bien que no entendían ya por qué el pan está bendito, y reían entre dientes al escuchar la enésima versión del ancestral discurso que empezaba con cualquiera de aquellas frases memorables, yo he comido muchas berzas para que tú te hartes de filetes todos los días, o a tu edad yo ya llevaba muchos años trabajando y me compré mi primer coche a fuerza de matarme a horas extras, o mi padre me dio a mí diez pesetas a los veinte años para que me fuera de excursión a la Boca del Asno, y tú ya has estado en media Europa y todavía te quejas.

—En fin, éstos son los bueyes que tenemos para arar… —solía murmurar, fidelísima siempre a su prestigiosa estirpe agraria y cabeceando de desaliento, cada vez que pasaba revista a sus tropas. Pero, a pesar de la intensidad de su perpetua, fingida decepción, mandar le gustaba todavía más que follar. Por eso, luego levantaba la voz para soltar unos discursos aterradores, tan ardientes que las palabras parecían quemarle el paladar, con tal vehemencia escapaban de su boca, y tan feroces que más de un cortejador de la revolución pendiente agachó la cabeza antes de abandonar discretamente aquellas reuniones por la puerta de atrás, andando como los cangrejos, y se perdió para siempre en el confortable limbo de la socialdemocracia, donde nadie se atrevía a mencionar conceptos como el sacrificio, el combate, el dolor, el polvo, el sudor, o las lágrimas de esas madres heroicas que entregan sin vacilar a sus propios hijos a una muerte digna por una causa justa, que era el golpe de efecto preferido por Marita para concluir sus sanguinarias y melodramáticas arengas.

Ella fue la primera persona que me habló de Martín, casi un año antes de que le conociera, y desde luego, no pudo hablarme peor. Mi futuro marido, que la detestaba y era correspondido por

ella con creces, porque ocupaba el escalón inmediatamente superior en el complejo organigrama del partido de entonces, fue quien empezó a llamarla María Tarada, un mote que tuvo tanto éxito que algunos despistados llegaron a tomarlo por su nombre de pila. Él fue también quien, muchos años después, me reveló que Marita coleccionaba fotos, grabaciones y hasta películas de Pasionaria, y las estudiaba con ahínco para reproducir escrupulosamente los gestos, las poses, el tono y hasta el acento norteño de Dolores, en sus intervenciones. Copiaba frases enteras de los discursos emitidos por la radio durante la guerra —de ahí su insistencia en el sacrificio de las madres, en una época donde esa expresión remitía más bien al régimen de los hidratos de carbono, que se había puesto de moda—, pero, en mi opinión, lo hacía muy bien. Aunque ella estudiaba Derecho y yo Filosofía, nos veíamos casi todas las semanas en las reuniones del Comité Universitario de Solidaridad con Latinoamérica donde las dos representábamos a nuestras respectivas organizaciones, un invento que funcionaba en realidad como banderín de enganche para el Partido Comunista, porque ninguno de sus restantes miembros podíamos competir, ni de lejos, con la arrolladora capacidad de persuasión que Marita era capaz de desplegar ante cualquier indefinido aspirante a la tarea revolucionaria, incluso al precio de aterrarlo para el resto de su vida. Yo la admiraba por esa facilidad con la que acometía cualquier propósito que se hubiera empeñado en alcanzar, por descabellado que pareciera a primera vista, y me llevaba estupendamente con ella, aunque no me atrevo a decir que fuéramos amigas porque, en aquella época, Marita interpretaba seguramente la amistad como una debilidad urbana y pequeñoburguesa.

—Tú y yo somos interlocutoras —dijo una vez, definiendo nuestra relación con la rotundidad que caracterizaba su idea de todas las cosas, y era cierto. Durante toda la carrera, incluso después de que mi encontronazo dialéctico con Martín anulara el horizonte de mis ambiciones políticas concretas, y hasta cuando autodisolvimos el comité, seguíamos quedando casi todas las semanas para intercambiar puntos de vista, como decíamos entonces, aunque en realidad hablábamos un poco de todo, de la carrera, de la infinita nómina de sus novios de una noche, de música, de libros, de cine. Me gusta recordarla como era entonces, bajita y regordeta, con mucho pecho y las piernas ligeramente cortas, pero muy mona de cara, a pesar de las gafas redondas con montura de concha, deudoras del gusto de León Trotski y paradójicamente seleccionadas por la Seguridad Social franquista entre las monturas que se suministraban gratuitamente, que escogían todos los progres de la época.

Luego, la perdí de vista. Creí que sería para siempre, pero casi un año después de verla por última vez, cuando ya ni siquiera merodeaba por la facultad de Derecho porque había terminado la carrera y trabajaba en la editorial, me la encontré por sorpresa al otro lado del teléfono.

—¿Fran? —preguntó, con un acento tan resuelto como si sólo hubieran pasado un par de días desde que nos tomamos la última copa juntas, y después se identificó con la misma naturalidad—. Marita. ¿Qué tal? ¿No estarás ya de vacaciones?

—No… —murmuré, mientras sujetaba el teléfono con la barbilla para terminar de abrocharme la blusa. Eran las siete y media de la mañana, pero ese detalle no sería ni remotamente el dato más excéntrico de nuestra conversación.

—Pero por lo menos tendrás jornada intensiva, ¿no?

—Pues sí —contesté—. Por eso estoy levantada a estas horas…

—Ya —se excusó—, ya sé que no son horas para llamar a nadie, pero temía no encontrarte, y no duermo nada últimamente, verás… —en ese momento, a pesar del sueño insatisfecho que aún embotaba mis reflejos, comprendí que estaba nerviosa y algo peor, preocupada, asustada, o muy angustiada y empeñada a la vez en ocultarme los motivos de su angustia—. ¿Tienes algo superimportante que hacer mañana por la tarde?

Lo primero que me pasó por la cabeza fue que se había metido en un grupo terrorista, cualquiera de esas rebuscadas siglas de extrema izquierda que había aprendido a descifrar sobre los muros de la facultad aun sin llegar a conocer jamás a ninguno de sus miembros pero, aunque lo último que me apetecía era dar cobijo a un fusil humeante o a su tembloroso propietario, le debía cierta lealtad

de camarada, y fui sincera.

—No.

—Estupendo —parecía muy aliviada—. Entonces podemos quedar. Es que…, bueno, voy a abortar, y he pensado que es mejor ir acompañada, porque me han dicho que seguramente tendré que esperar un buen rato, y después…

—Claro, claro… —no necesitaba más aclaraciones—. Desde luego.

Me citó a las cuatro en punto en una salida de la estación de metro de Canillejas —así te dará tiempo a comer algo, precisó, con una serenidad que me devolvió a la Manta que siempre había conocido— y se despidió con la misma rotunda eficacia con la que me había saludado. No tuve mucho tiempo para pensar, pero salí a la mañana de julio, tan calurosa como pueda haber sido la peor mañana de julio de la historia, calculando que si había recurrido a mí, una simple interlocutora, era porque no tenía a nadie más a quien acudir, y esa idea conmovió tan profundamente a la niña sin amigas que yo también había sido que llegué a contemplar la cita del día siguiente desde una perspectiva mucho más amable de la que me depararía la realidad.

Me esforcé por ser puntual pero, naturalmente, ella ya me estaba esperando. La encontré exactamente igual que la última vez. Llevaba unos vaqueros y una camiseta amarilla metida por dentro, y procuré no mirar su cintura ni siquiera de reojo, pero ella prefirió desbaratar cualquier tentativa de delicadeza de una vez por todas.

—Estoy de siete semanas —me dijo, con la misma sonrisa con la que me habría recibido si acabáramos de quedar para ir al cine—. No debe de medir ni diez milímetros. Como comprenderás, no es un niño.

Inicié una conversación trivial, el consabido repaso al estado sentimental, laboral y militante de nuestros conocidos comunes, mientras la seguía por un par de bocacalles hasta un edificio corriente, una casa de pisos de aspecto vulgarísimo, sin ningún tipo de placa en el portal. Subimos andando hasta el segundo, y llamamos al timbre que quedaba a la derecha de la escalera. En el tiempo que tardaron en abrirnos, percibí el eco de un par de transistores sintonizados en distintos programas musicales, el llanto de un bebé, gritos de niños que jugaban y hasta un lejano olor a pisto manchego que debía de provenir del patio interior. Sin embargo, más allá de aquella puerta corriente, tras la que parecía vivir una familia igual que todas las demás del mismo bloque, la realidad perdió de golpe todo el color. En el vestíbulo, muy amplio y recién pintado de blanco, apenas había media docena de objetos, una mesa de oficina con sus correspondientes accesorios —teléfono, interfono, un par de bandejas llenas de papeles, un bote con bolígrafos—, una silla desierta, previsiblemente destinada a una recepcionista ausente, un banco de madera en el que tampoco se sentaba nadie, y dos pósters tan impersonales y previsibles, vista nocturna de Manhattan, playa tropical con palmeras, que lo mismo podríamos haber entrado en el despacho de un agente de bolsa que en la consulta de un dentista.

Seguimos a la mujer que nos había abierto la puerta —una chica muy delgada, morena, el pelo corto y un indefinible aire masculino en cada gesto, tal vez incentivado por el pecho casi completamente plano bajo una camiseta grandísima de algodón blanco, que asomaba, como los vaqueros, bajo la bata que la identificaba como sanitaria de un rango aún desconocido para nosotras, porque no se presentó—, por un pasillo largo y muy limpio, el suelo de linóleo recién fregado acusando las huellas de sus zuecos, hasta un despacho lleno de ficheros, con otro póster, vista diurna y luminosa de Notre–Dame esta vez, y otra mesa de oficina, tras la que tomó asiento. Entonces, invitándonos a imitarla, se dirigió a Marita en un tono sorprendentemente suave.

—El otro día no te abrimos una ficha, ¿verdad? —y esperó la respuesta con una gran sonrisa.

—No —contestó Marita, y me sonrió a mí, como si yo necesitara algún consuelo, antes de empezar a responder a una exhaustiva serie de preguntas con el aplomo que esperaba.

—Dime cómo te llamas.

—María Tadea. Ya sabe, la santa del día…

En ese instante, no sé por qué, se me hizo un nudo en la garganta que no cedió ante cuestiones

más técnicas —sí, creo que pasé el sarampión a los siete años, no, que yo sepa en mi familia nadie se ha muerto de nada raro, tampoco, que yo sepa, no soy alérgica a ninguna cosa— y que permaneció firme, manteniéndome a un paso de una emoción tan intensa como inexplicable, hasta que abandonamos aquel lugar para instalarnos en la sala de espera contigua. En aquella habitación, parecida a todas las salas de espera del mundo, mis sentimientos cambiaron de una forma radical. En el sofá situado exactamente enfrente del que nosotras elegimos, una mujer de unos cuarenta años, de aspecto humilde y con pinta de haber sido madre ya de varios hijos, lloraba sin esperanza, con tal desconsuelo y tanta mansedumbre al mismo tiempo, que las lágrimas resbalaban por su rostro sin hacer ruido y sin que ella hiciera nada por detenerlas, a pesar del pañuelo pequeño y arrugado que estrujaba con los dedos de la mano derecha. A su lado, otra mujer, tan parecida a ella que a la fuerza tenía que ser su hermana, lloraba también, sin dejar de murmurar frases de ánimo que no podíamos escuchar, pero adivinábamos en la caricia rítmica e incansable de sus dedos, que apartaban el pelo de la frente de la más desconsolada, y recorrían sus mejillas, y acariciaban su nuca, y trataban en vano una y otra vez de detener aquella imparable explosión de tristeza. Sobre sus cabezas, un flamante cartel del Sindicato de Sanidad de Comisiones Obreras, recién legalizado, ponía un contrapunto objetivo a la dureza de aquella escena. Sólo al mirarlo comprendí que, al margen de la humillación, del dolor y del miedo, todos nosotros, Marita y yo, las hermanas que teníamos delante, y la pareja de jovencitos silenciosos y asustados, casi dos niños, que las contemplaban desde nuestra izquierda, estábamos a punto de cometer un delito, si no habíamos empezado a cometerlo ya.

Cuando se abrió la puerta y una enfermera de aspecto apacible, una clásica madre de familia teñida de rubio, con la radiante sonrisa que uniformaba a todas las personas que trabajaban en aquel lugar, reclamó a la mujer triste por su nombre de pila —acompáñame, Socorro, tu hermana puede venir también, si quieres—, ella dejó escapar un quejido largo y puro, un ay que sonó exactamente así, ¡ay!, antes de levantarse. Entonces, sin pensar en lo que hacía, cogí a Marita de la mano, y ella estrechó la mía entre sus dedos, sin decir nada. Seguimos así, cogidas de la mano, durante casi una hora, hablando de tonterías, el verano, el viaje que más nos apetecería hacer, los libros que nos habían gustado últimamente, lo bueno y lo malo de comprarse un coche, y no sé lo que pensaría ella, pero yo estaba aterrada, creo que no he pasado más miedo en mi vida, y sólo podía pensar que todo aquello era siniestro, la blancura de las paredes, las sonrisas de aquellas mujeres de la bata blanca, la limpieza que se respiraba en cada objeto, siniestro, y temblaba sólo de pensar que algo pudiera salir mal, que Marita no se recuperara de aquella intervención tan sencilla —ni anestesia ni nada, me había dicho—, que la policía llamara al timbre cuando mi amiga estuviera a medias, tumbada sobre una camilla, absolutamente indefensa, a la pura merced del azar.

Como casi siempre ocurre, lo que sucedió a continuación fue mucho menos horrible que todo lo que había calculado previamente. Marita no perdió la calma en ningún momento. Con una fortaleza asombrosa, pagó cada sonrisa con sonrisas y no se quejó de dolor alguno, en ningún momento. Cuando la llamaron, se levantó sin vacilar e hizo sólo una pregunta.

—¿Puede pasar mi amiga conmigo?

Aquella fue la primera vez que me llamó amiga. Yo estuve a su lado, de pie, cogiéndola de la mano y hablando sin parar, mientras la miraba directamente a la cara para obligarla a devolverme la mirada y ahorrarle la tentación de estudiar el monitor situado a su izquierda. De repente, todo me pareció rápido, fácil e indoloro, demasiado técnico y complicado además corno para comprender a simple vista lo que estaba sucediendo. Entonces, la madre de familia teñida de rubio desconectó la pantalla y dijo que ya habíamos terminado. Media hora después, cuando Marita demostró que podía andar y hasta correr si hacía falta, ya estábamos en la calle.

Agradecí la bofetada de calor, ese aire reconcentrado, agotado de sí mismo, que sofoca las ciudades en las tardes de verano, como una indudable contraseña de la realidad, de esa libertad que había sentido misteriosamente perdida durante unas horas. De repente, me encontraba de tan buen humor que me habría atrevido a hacer cualquier cosa, cualquiera menos interpretar la expresión del

rostro de Marita, frío ahora, y duro, muy lejos del sereno alivio que yo, que jamás he tenido que pasar por un trago semejante, le había adjudicado sin pararme a pensarlo siquiera.

—Mi abuela tuvo a mi padre sola —dijo al principio, parada en la acera con un gesto de determinación casi fiero, los pies firmes y juntos contra el suelo, los puños cerrados dentro de los bolsillos del pantalón, y al principio no la entendí, no fui capaz de descifrar el brillo de sus ojos, la tensión de sus labios, que se curvaban hacia abajo como si su lengua retuviera aún el sabor de un líquido muy amargo—. Mi abuelo era un juez de la capital. Estuvo tres o cuatro años en el pueblo, la dejó preñada y se largó, pero ella pudo con todo. Yo también habría podido. Acabo de cumplir 23 años, estoy sana, soy fuerte, soy abogada…

Acerté a tender los dos brazos hacia delante un instante antes de que se desmoronara entre ellos, y sostuve a pulso su cuerpo pequeño, desmadejado y blando, como si todos sus huesos se hubieran fundido solos, de puro pesar, hasta que recuperó el control preciso para levantar primero la cabeza, el rostro deformado por el llanto, y luego los hombros, que no recuperaron del todo su tiesura mientras se apartaba de mí con la inseguridad de un bebé desorientado que intenta calcular si será capaz de dar dos pasos seguidos sin la ayuda de nadie. Durante unos pocos, larguísimos minutos, las dos seguimos así, clavadas en la acera, absolutamente inmóviles, ella intentando en vano recobrarse a sí misma, llorando todavía, yo contemplándola y reprochándome por dentro mi incapacidad para ayudarla, para tirar de ella hacia cualquier sitio mejor que aquél, cualquier lugar donde sus lágrimas perdieran la misteriosa facultad de inmovilizar mis piernas y mi imaginación de un solo golpe. La gente empezaba ya a pararse para mirarnos, cuando Marita se atrevió a levantar la cara otra vez.

—Lo siento —me dijo, y me cogió del brazo para echar a andar—.

Lo siento mucho, Fran. Yo… no contaba con esto. Estaba muy segura de todo, no sé…

—¿Cómo estás? —pregunté, para acabar de sentirme irremediablemente imbécil.

—Fatal. Muy mal. Y no lo entiendo, la verdad es que no lo entiendo, yo había pensado mucho en todo esto, y no quería ese niño, no quería a ese niño, no lo quería…

Mientras se doblaba hacia delante, para volver a llorar con todo el cuerpo, recobré al mismo tiempo la movilidad y la cordura.

—No era un niño —sentencié, al tiempo que levantaba la mano para parar un taxi libre.

La empujé dentro del coche y le di al conductor la dirección de mi casa. Aquel dato la hizo reaccionar.

—No —me pidió—. No quiero ir a tu casa. Vamos a la mía, mejor…

—Pero si estoy sola —aclaré—. Mis padres ya están en la playa.

—De todas formas. Mejor vamos a mi casa.

En aquella época, después de muchos cursos de casas compartidas, Manta vivía sola, en una buhardilla muy pequeña pero tan asombrosamente bien organizada como era de esperar, que se asomaba al cielo de Madrid justo encima de la plaza del Conde de Barajas, cuyos límites apenas se atisbaban sacando medio cuerpo por una de las dos claraboyas abiertas en el techo. Allí, mientras una botella de vodka más bien malo menguaba al mismo ritmo que una Coca–Cola de dos litros, Marita, tirada en la cama, me fue contando los últimos episodios de su vida, que escuché sentada a su lado, en la única butaca que poseía. La convicción con la que aplicaba todo su bagaje teórico a una sórdida historia de amor accidental con un tipo siniestro, citando a Wilheim Reich cada tres frases, y enunciando los presupuestos básicos de la liberación femenina, el amor libre y la lucha de clases para explicarme que él estaba casado pero no se lo había dicho, y que ella no lo sabía pero tenía la obligación de comprenderlo, y que él se había quitado de en medio nada más conocer la noticia del embarazo y ella había asumido libremente la decisión de abortar, me conmovió tanto como la tristeza que no se disolvía bajo la mecánica eficacia de un discurso que, irónico presagio de tiempos aún insospechadamente venideros, por muy justo que fuera en sus intenciones, no servía absolutamente para nada.