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El último de sus desastres amorosos daba en realidad tan poco de sí que antes de que se acabara

el vodka ya estábamos hablando de su familia y de la mía, de la vida, del destino y de la Historia, tal y como la entendíamos entonces. Cuando me serví la última copa, instalada en el recuento de los primeros años de la carrera y borracha ya sin remedio, le conté que no había podido olvidarme de Martín, y esa confesión por fin la arrebató, haciéndola saltar en la cama de pura indignación.

—No le conoces —me dijo—. Pero yo sí, yo tengo la desgracia de conocerle de sobra. Y será guapo, no te digo que no, pero además es un estalinista, un machista y un pedazo de gilipollas. Entérate bien porque eso es lo que hay.

Media hora más tarde, mientras inflaba la colchoneta de goma en la que me disponía a dormir, al lado de su cama, casi me alegré de haber tenido que escuchar estas cosas y otras peores, porque al menos, el odio que sentía por Martín parecía haberle ayudado a superar la crisis del aborto. A la mañana siguiente, en cambio, despertó mustia, y tan triste otra vez, que llamé al trabajo para avisar de que no me encontraba bien, lo cual era muy cierto, y me quedé con ella. Era viernes, y no nos separamos en todo el fin de semana. El lunes por la tarde, cuando volví a acompañarla a Canillejas para que le hicieran una revisión, ya habíamos alcanzado un grado de intimidad superior al que yo había tenido nunca con nadie. Y sin embargo, la perdí otra vez.

—Estoy pensando en irme a mi pueblo, ¿sabes?, a pasar unos días con mi familia. A lo mejor, empalmo con las vacaciones y me quedo hasta septiembre…

Eso fue lo único que me dijo, y yo la animé tanto como pude, porque me pareció una idea estupenda. Quedamos en vernos a su vuelta, pero ya no fui capaz de encontrarla. Cuando su teléfono enmudeció del todo, me acerqué hasta su casa y el portero me contó que había dejado la buhardilla a primeros de octubre. Lo único que sabía de Marita es que ahora vivía en Cuenca, pero en la guía de aquella provincia no encontré ningún número a su nombre. En el colegio de abogados tampoco supieron darme ninguna pista, y me resigné a echarla definitivamente de menos.

Fue durante aquel otoño, en noviembre del 77, cuando me encontré con Martín en Bolonia. Me acordé mucho de ella, y hasta pensé en invitarla a mi boda, pero entonces, un año y medio después de verla por última vez, ya ni siquiera intenté localizarla, porque su recuerdo había empezado a habitar en ese desván de la memoria donde se amontonan los náufragos que han perdido toda esperanza de rescate. Una tarde cualquiera del verano de 1982, mientras esperaba a mi marido, que contra todo pronóstico había logrado aficionarme al fútbol, para ver el correspondiente partido del Mundial, no fui capaz de presentirla tras la sonrisa cómplice que iluminaba su rostro de estalinista escéptico.

—¿A que no sabes a quién me he encontrado en la comisaría de Aluche?

Cuando la vi, en el marco de la puerta del salón, chillé de sorpresa y de alegría.

Entonces recuperé a una Marita básicamente feliz, más gorda pero igual de mona y, por supuesto, tan eficaz como siempre. Se había casado seis meses después que yo, en octubre de 1979, embarazada —ya ves, el destino, dijo sonriendo—, con un chico de su pueblo, Paco, que era médico y militaba en el PSOE. Al principio se instalaron en Cuenca capital, donde nació su hija mayor, Teresa, que no lleva el nombre de la santa del día, me aclaró su madre, y allí estuvieron hasta que él consiguió un traslado que les permitió volver a Madrid.

—Yo estoy encantada, desde luego —proclamó en voz alta cuando Martín, que se había ofrecido para poner copas, volvió de la cocina, ausencia que había aprovechado para darme dos o tres risueños codazos de felicitación por haber logrado salirme con la mía, hay que ver, la mosquita muerta, dijo exactamente, cuando me lo contaron no me lo podía creer—, pero te advierto que el trabajo está bastante peor que allí… Durante un par de años he sido prácticamente la única mujer matrimonialista de izquierdas de Cuenca y no daba abasto, la verdad, pero aquí es distinto, y encima, nada más llegar, me quedé embarazada otra vez… Mi hijo pequeño tiene ocho meses. Se llama Paco, igual que su padre, que se puso de lo más cerril con lo del nombrecito, no veas, pero yo le llamo Fran, que me gusta mucho más…

La final de aquel Mundial la vimos todos juntos en su casa, un piso moderno y bastante grande, situado en una bocacalle del Paseo de Extremadura, que parecía un modelo de cualquier revista de

decoración para familias de clase media, tan exhaustivamente explotado estaba cada rincón, tan limpio y bien resuelto y armonizado todo. Encontré a Marita muy identificada con su papel de madre de familia, pendiente de la menor necesidad de los niños, severa y dulce al mismo tiempo, y también me gustó su marido, aunque era aproximadamente el último hombre que habría podido imaginar jamás a su lado. Paco era mayor que nosotros, y aparentaba serlo todavía más. Al borde de los cuarenta años —Martín acababa de cumplir veintinueve, Marita y yo teníamos todavía veintisiete—, estaba casi completamente calvo, y su perfil proyectaba hacia delante una barriga, indiscutible estigma de la edad, con la que aún no habíamos tenido tiempo de familiarizarnos. Se había enamorado de Marita cuando era casi una niña, y seguía viviendo para ella. Era un hombre muy apacible, silencioso, cariñoso y paciente, pero carecía de cualquier veleidad intelectual, y a veces daba incluso la sensación de que le molestaba un poco la brillantez de su mujer, que seguía compitiendo tenaz, aunque ahora risueñamente, con Martín por convertirse en el motor de todas las conversaciones. En política era muchísimo más moderado que nosotros tres, aunque en aquella época, cuando su partido estrenaba gobierno, aquel detalle, que al cabo de unos años terminaría provocando discusiones atroces, no tenía tanta importancia.

A pesar de todo, le cogí cariño enseguida y creo le querré siempre, como Martín, que antes de que terminara aquel partido ya le había catalogado como un tío estupendo. Desde el primer momento, advertí también el empeño con el que se había propuesto hacer feliz a Marita, y tuve muchas ocasiones para comprobar hasta qué punto lo conseguía, aunque llegué a conocer tan bien a mi amiga que ni siquiera me sorprendió descubrir en ella, en la misma medida en la que pasaba el tiempo, una cierta envidia impregnada de viejas nostalgias. Marita, que siempre había aspirado a la perfección en todo, me miraba como si mi vida le gustara más que la suya, como si ella hubiera planificado siempre vivir como yo, en lugar de esperar la vida que le había tocado vivir. Durante años, Martín y yo cultivamos cuidadosamente el papel de adolescentes perpetuos. Viajábamos mucho, gastábamos todo lo que ganábamos sin preocuparnos por saber en qué se esfumaba el dinero, nos hacíamos regalos constantemente, y nos permitíamos otro tipo de lujos, como meternos mano en público o intercambiar despreocupadamente alusiones sexuales, que estaban absolutamente fuera de su alcance, porque ellos habían traspasado la línea que convierte a una pareja en una familia, una frontera que yo me proponía no atravesar jamás.

—Lo que os pasa es que, por mucho que lo neguéis, sólo sois dos niños ricos —me regañaba ella—, que siempre habéis tenido las espaldas cubiertas por la familia y nunca os habéis tomado la vida en seno…

Seguramente tenía razón, pero la razón jamás ha bastado para cambiar nada en este mundo. Por eso nunca le hice mucho caso cuando me advertía que no podíamos jugar siempre a ser novios eternos, que si no evolucionábamos en alguna dirección, nuestra historia acabaría muy mal. Estaba empeñada en que tuviéramos hijos, pero yo le contestaba siempre lo mismo, ya los has tenido tú, yo puedo malcriarlos, regalarles muchos juguetes y jugar con ellos. Mi versión de las cosas era muy distinta, porque Martín era exactamente el hombre del que había querido enamorarme siempre, con él me bastaba, y él me protegía del hastío que atenazaba periódicamente a Marita, con su vida llena de hijos, de proyectos de futuro, y de episódicos, pero fulminantes, deseos de escapar, que justificaba con afán cuando yo los enfrentaba con la soleada placidez de mi vida.

—Pero es que, no lo entiendes, los problemas también son necesarios… Forman parte de la realidad. Ayudan a valorar lo que es importante de verdad. No es sensato rehuirlos eternamente.

Y así, en polémicas tan irresolubles como una amistad que se hacía hasta demasiado estrecha para caber cómodamente en ese nombre, fue pasando el tiempo. Los niños crecieron y los mayores engordamos, pero nada cambió, y el tiempo siguió pasando, no había dejado de pasar mientras Marita depuraba sus tres o cuatro convicciones básicas, entre ellas que los seres humanos debemos de ser mucho más duros de lo que los médicos dicen, porque &u marido era médico y no hacía nada de lo que sus colegas nos recomiendan hacer a los demás, no dejó de pasar el día que me pidió que la acompañara al hospital, otra vez, después de tantos años, porque le habían encontrado un bulto en

el útero que seguramente sería una tontería, y siguió pasando cuando una biopsia confirmó que el tumor era maligno. Ni siquiera se detuvo el 13 de julio de 1992, cuando perdí a Marita otra vez, pero ahora para siempre, víctima de la mala suerte y del mal Dios que permite que muera a los treinta y siete años una persona necesaria para tanta gente. El tiempo no deja nunca de pasar. No conoce la piedad. Y cada segundo seguía perdiéndose sin remedio en el vacío cuando Martín, que estaba convencido de que yo tenía un amante, y había provocado en nuestras vidas una especie de primavera tardía que no era de ninguna forma el final de una mala racha, le dio la razón a Marita por fin, después de tantos años.

—A lo mejor nos hemos equivocado. A lo mejor no se puede vivir siempre igual, como si el tiempo no pudiera hacernos daño, como si la vida no cambiara por sí sola, como si el mundo no se nos fuera a venir encima de un momento a otro.

—Lo que dijo mi marido no es ninguna tontería, no crea. Es verdad que nosotros no hacemos esta clase de cosas. No hacemos las cosas que suelen hacer los demás. A lo mejor, lo único que pasa es eso, no sé… Le he hablado ya de Marita, ¿verdad?, mi mejor amiga, que murió hace un año y medio, de cáncer de útero. Yo la quería mucho, muchísimo, y todavía no me he acostumbrado a la idea de que se haya muerto, porque entró y salió de mi vida varias veces, pero siempre acababa sucediendo algo que me la devolvía, ¿sabe?, siempre volvíamos a encontrarnos. Ahora, sin embargo, nadie me la devolverá. Me cuesta mucho trabajo aceptarlo. La muerte siempre es una salvajada, desde luego, sobre todo cuando no se espera, y nadie podía esperar una muerte como la suya, una mujer tan joven, con hijos pequeños, casada con un médico, con todas las papeletas para morirse de vieja… Estos finales destrozan cualquier guión. La muerte siempre es una salvajada, pero hay muertes más terribles que otras, y la de Marita ha sido brutal para mí, para nosotros.

Y no sólo porque cuando alguien cercano se muere a destiempo, siendo aún tan joven, tan fuerte, el dolor te obliga a tomar conciencia de la precariedad de tu propia vida, le obliga a preguntarte por qué no habrás muerto tú, en lugar de ella, y a asumir de golpe que esto no va a durar siempre, que esto puede acabarse sin avisar, cualquier día, sino porque, además, cuando Marita murió, empecé a comprender que se estaban muriendo muchas cosas, que mi propia vida, el mismo mundo, había enfermado de gravedad sin que yo lo hubiera advertido siquiera…

Hubo una última cena. Sin pretexto, sin fútbol, sin nada que celebrar, una cena más, los cuatro solos, un sábado cualquiera, treinta y seis horas antes de que volviera a sentarme con Marita en una sala de espera bajo la advocación de un cartel del Sindicato de Sanidad de Comisiones Obreras, el mismo logotipo, los mismos colores, un peso infinitamente más liviano del que tuvo una vez un cartel tan parecido. España se preparaba para vivir su gran momento, quinientos años de gloria, Barcelona, Sevilla, alta velocidad. En los ojos de Paco brillaba una fiebre insana, la última y más astuta pincelada del esmalte que había barnizado ya un país entero, millones de corazones y de conciencias complacidas en el espesor de esa frágil capa de pintura nueva que asfixiaba los poros de la historia, quinientos años de penuria, de miseria, y de sueños soñados con la dignidad de los perdedores. Recuerdo su exasperación, sus gritos, las gotas de sudor que se remansaban un instante en sus cejas, en sus pestañas, antes de trazar su propio camino sobre las mejillas, y la rabiosa amargura de aquellas preguntas que parecían quedar suspendidas un instante en el aire antes de estrellarse contra el muro que levantaban mis respuestas, las respuestas de Martín. ¿Quiénes sois?, nos preguntaba, ¿qué queréis?, ¿a qué aspiráis? Mi marido parecía muy tranquilo, pero los pulgares de sus manos se disparaban hacia arriba, y el color huía a toda prisa de sus mejillas, secretos signos de su cólera, el primero, y de una prematura resignación a la soledad, el segundo, que no había manifestado nunca hasta entonces. Soy el mismo que hace veinte años, respondía, articulando concienzudamente cada sílaba, quiero lo mismo que hace veinte años, aspiro a lo mismo a lo que aspiraba hace veinte años… Entonces, mientras le escuchaba, intuí que mi amor por Martín, un patrimonio tan ajeno hasta aquel momento a todo lo que no fuera su propio objeto, desbordaría

pronto sus propios límites para convertirse en una especie de garantía de supervivencia en la derrota secreta, la más amarga, el voluntario destierro privado de quien persevera en una verdad que nadie quiere entender, que nadie quiere escuchar, que a nadie le interesa ya. Y mientras me estremecía por dentro de un orgullo salvaje y tal vez insensato, mientras me armaba de valor para los días más negros, Marita cambió de bando, y se lanzó a entonar el popular estribillo del progreso palpable, más vale pájaro en mano que cien utopías volando.

—Lo que pasa es que no tenéis hijos —remató, para que yo enrojeciera hasta el último pelo de la vergüenza que ella parecía haber perdido—. No os preocupa el futu…

—¡Vete a la mierda, Marita! —la corté, ignorando cuánto llegaría a lamentar aquellas palabras, y no sólo porque desde el día siguiente su cáncer se sentaría siempre a la mesa con nosotros, para presidir tácita o expresamente todas las conversaciones, sino porque mi exclamación endureció su discurso, forzando quizás a Martín a encontrar un argumento que me heló la sangre en las venas.

—Pues mira, sí, me alegro de no tener hijos —dijo, sin rastro alguno ya de pasión, un cansancio tremendo en la voz—, porque si los tuviera, estaría moralmente obligado a defender un mundo en el que vivirían mucho peor que en el que les espera, en el que van a vivir tus hijos, consumistas españoles postindustriales que se lo van a pasar de puta madre sin enterarse siquiera del precio que otros pagan por su diversión.

Ahí se acabaron la cena, los argumentos y la conversación. Nos despedimos deprisa, y volvimos a casa en coche, sin hablar, él seguramente arrepentido de haber cedido a la tentación de revelar la última verdad desagradable, yo masticando despacio las consecuencias de aquella profecía, y sin hablar entramos en casa, nos desnudamos y nos metimos en la cama. Me acerqué a él y le abracé, como todas las noches, y sus dedos se cerraron sobre mis brazos para darme la bienvenida, pero el silencio permaneció intacto, como un desconocido indeseable que se hubiera colado en nuestra casa sin que nadie lo invitara y no mostrara la menor intención de dejarnos solos. Sólo por ahuyentarle, quise decir algo más que buenas noches.

—Me alegro de que no hayas querido tener hijos… —murmuré.

—Yo nunca he dicho exactamente eso —me contestó, y entonces cobré conciencia de los estrechos límites de mi pobreza.

Tal vez, en ese preciso instante empecé a resbalar. Al final de la cuesta, la psicoanalista me miraba con curiosidad, esperando detalles concretos de esa agonía del mundo que ella no parecía percibir en ningún grado.

—La muerte de Marita —proseguí, escogiendo con precaución cada palabra— ha resultado una metáfora de mi propia crisis, una especie de frontera entre la vida de la persona que he sido hasta ahora, y la persona, distinta, que seré en el futuro. El problema es que siempre he creído saber quién era y no estoy muy segura, en cambio, de saber quién voy a ser. A veces tengo la impresión de haber vivido todos estos años en un sueño. Y no es eso lo que me preocupa, no crea, los sueños son casi siempre mejores que la realidad. El problema es que, un buen día, los sueños se mueren, y no es posible recuperarlos, revivirlos, zambullirse voluntariosamente en ellos. Estamos condenados a la vigilia perpetua, a llamar a las cosas par su nombre, a plegarnos bajo el peso de los hechos, a aceptar la realidad exactamente como lo que es, un paisaje tan inalterable como la sucesión de los días y las noches, y no como un inevitable punto de partida hacia una realidad mejor, que a lo mejor nunca ha existido, y que nunca existirá ya, eso seguro… —la miré y recogí en su mirada una expresión de tal perplejidad que por un momento pensé que hasta se estaba divirtiendo—. No entiende nada, ¿verdad?

—No —admitió.

—Muy bien, intentaré explicárselo de otra manera… El día que se murió Marita comprendí que la vida que yo estaba viviendo desde que la conocí agonizaba mucho más despacio, pero tan inexorablemente como ella. Una de sus frases favoritas, en aquellas asambleas universitarias de hace veinte años, era que iodos los seres humanos estamos condicionados por la historia, que todos somos hijos de una época determinada, y nos movemos en ella como los actores de teatro se

desenvuelven en un decorado, y la pobre se ha muerto sin llegar a saber hasta qué punto tenía razón. Marita y yo nos conocimos en un año concreto, en unas condiciones concretas, y nos hicimos amigas porque en aquel momento todo nos empujaba mutuamente, todo, nuestra edad, nuestra ideología, nuestros gustos, nuestra manera de entenderlas cosas, todo conspiraba para que acabáramos siendo amigas. Mi amor por Martín es un ejemplo todavía más claro de lo que le estoy diciendo. Yo, que me había criado sin dioses, me enamoré de un hombre al que mi fe logró elevar a la categoría de dios, ¿eso lo entiende? —asintió con la cabeza, y yo proseguí, muy lentamente, porque necesitaba ordenar cada idea antes de expresarla—. Y, por supuesto, cuando me encontré con Martín en Italia, cuando me casé con él, empecé a vivir una vida que tenía mucho que ver con todo esto, con la época en la que vivíamos, con las ideas que teníamos, con el mundo que perseguíamos, en fin… Luego, Marita volvió a Madrid, volvimos a encontrarnos, durante diez años fuimos inseparables, y tal vez, ella contribuyó sin querer a mantener vivo el espejismo, tal vez su propia presencia me impidió comprender que todo estaba cambiando sin que yo me diera cuenta, y que si Martín y yo nos quedábamos cada vez más solos en todas las discusiones, no era porque fuéramos los más coherentes, los más sólidos, o los más listos, sino porque el decorado del teatro había cambiado, y los demás actores ya se sabían su papel cuando a nosotros no se nos había ocurrido ni pedirlo siquiera… O a lo mejor sería más exacto que hablara en primera persona, porque tengo la impresión de que Martín percibió todo esto antes que yo, aunque se haya negado a aceptarlo. A eso me refería cuando le dije que los sueños también se morían. Mi sueño ha muerto, el sueño de la izquierda española se ha muerto en su cama, de viejo, sin hacer ruido. Y ha dejado pocos huérfanos, pero nuestra orfandad es absoluta. A veces pienso que, en el fondo, somos mucho más desgraciados que nuestros padres, que nuestros abuelos, porque no hemos conocido la guerra, ni la cárcel, ni la clandestinidad, ni el exilio, pero nuestro bienestar, nuestra libertad, nuestra paz, no nos sirven para nada, porque ni siquiera podemos soñar, no podemos afirmar ninguna cosa con certeza, no tenemos futuro alguno en el que creer, estamos solos, en el centro del mundo, encadenados a un discurso que nadie quiere escuchar, a una fe que nos falta a nosotros mismos… Y no hay salida.

—Yo no creo que la situación sea tan terrible —matizó ella, con cierta preocupación en los ojos, preludio de una expresión que yo conocía muy bien.

—Porque usted cree que le estoy hablando de política, y los socialistas han vuelto a ganar las elecciones, y a su izquierda existe un grupo parlamentario independiente, pero es que la política apenas tiene algo que ver con esto… Yo le estoy hablando de mi vida, de una manera de mirar el mundo, una manera de entender la amistad, el amor, el sexo, le hablo de esa especie de eterna juventud a la que creíamos estar abonados para siempre, y que ha encogido y se ha arrugado de pronto como la piel de una ciruela pasa. Y a lo mejor, esto ha pasado siempre. A lo mejor, todas las generaciones, desde el principio del tiempo, han creído tener argumentos suficientes para creerse inmortales en vano. No lo sé. Pero le estoy contando lo que me pasa a mí, lo que siento yo, que jamás habría creído que fuera a llegar este momento, que he vivido de espaldas a todas las señales que anunciaban el fin del mundo, que me quedé colgada a conciencia de la asombrosa capacidad de gozo, de la inagotable capacidad de asombro que marcó mi juventud, cuando los adolescentes lo estrenábamos todo en una ciudad adolescente, que también estrenaba todas las cosas, y era la capital de un país adolescente, que se estrenaba todos los días a sí mismo. Hasta el desencanto del que se hablaba entonces, ¿recuerda?, tenía un tinte épico, heroico casi, de derrota flamante, intensa, al que ahora no podemos aspirar, porque la historia se ha hecho pequeña, práctica, portátil, porque en teoría no ha pasado nada. Pero antes, más allá de las decisiones de todos los días, existía un horizonte universal y, si me permite la cursilería, trascendente, que ahora ha desaparecido de golpe, dejándonos a solas con el modelo de coche nuevo que hay que comprar o con el sitio ideal para irnos de vacaciones. El mundo se ha estrechado, se ha vuelto grisáceo, uniforme. No es un buen sitio para vivir, pero no tenemos otro, y tampoco sabemos resistir, porque nunca hemos aprendido antes, nosotros no, nosotros éramos los benditos elegidos para cambiar el curso de la historia, los

que teníamos el viento a favor, y ya ve cómo estamos, deseando que la derecha llegue por fin al poder a ver si salta todo por los aires… No se puede dejar de creer de golpe en lo que se sigue creyendo todavía, Justicia, Progreso, Futuro, ya sabe, el simple intento deja huellas terribles. Porque cuando el gran sueño muere, arrastra en su agonía a todos los sueños, y quizás, ese sueño general que nos ha dejado huérfanos sostenía mi pequeño sueño de amor pasión por los siglos de los siglos. Quizás…

O no. me dije a mí misma, cuando me detuve a tomar aliento. Quizás esto no es más que una excusa, quizás no sé nada de lo que está pasando, por qué se ha muerto Manta, por qué mi marido duerme fuera de casa, por qué necesita creer que yo tengo un amante para volver a comportarse como antes, por qué se hundió al conocer la verdad de estas sesiones tan inocentes.

Podría haberle contado muchas cosas más. El acidísimo comentario que se le escapó a Martín sólo un par de semanas antes, la última vez que le hice un regalo sin otro motivo que haber notado cómo lo admiraba ante un escaparate, la tarde anterior, mientras íbamos al cine caminando. Era un jersey doble, de lana gruesa, con cuello de camisa polo y grandes cuadros oscuros, y estoy segura de que le gustaba, porque se lo puso inmediatamente, sin perder el tiempo en quitarle la etiqueta, pero luego, mientras se miraba en el espejo, dijo algo entre dientes, y seguramente no quería que yo lo escuchara, pero lo escuché, ¡qué bien!, fue lo que dijo, otro caprichito, ya sólo nos falta entender de vinos… Ella no habría sido capaz de descifrar una clave tan aparentemente tonta, la maldición oculta tras la transparencia de esa hilera de palabras corrientes, inofensivas, pero yo le habría revelado el sentido de aquel lamento que no lo parecía, le habría explicado que, entre nosotros, esa clase de insignificantes, prestigiosas sabidurías —entender de vinos, de tabernas típicas, de hoteles con encanto, de pueblos escondidos, de dulces de convento— eran una contraseña de la futilidad, un estandarte de esas vidas tan vacías que pueden llenarse con un puñado de direcciones, con un índice de sucedáneos de las emociones verdaderas. Nosotros sólo compramos lo que anuncian por televisión, solíamos afirmar antes, como una irónica provocación que jamás nadie quiso recoger.

Podría haberle contado muchas cosas más, lo que sucedió unos meses atrás, después de que Martín me anunciase que había descubierto que no estaba yendo a ningún gimnasio y yo no fuera capaz de perseveraren mi mentira ni de renunciar a ella, porque mis labios sucumbieron a una repentina parálisis que sólo me consintió callar y mirar al suelo. Entonces ya debía de pensar que yo tenía un amante, y su respuesta fue inmediata, fulminante. Al día siguiente, viernes, a inedia tarde, me avisó de que se iba a cenar a la sierra, con un par de amigos, sin inventarse siquiera cualquier celebración corno pretexto. Ya había comenzado el sábado cuando llamó de nuevo, uf, menos mal que te encuentro levantada, creo que no voy a ir a dormir a casa, ¿sabes?, porque Alfonso, que nos ha traído en coche, está muy borracho, nos hemos pasado mucho y no nos atrevemos a volver a Madrid, mejor nos quedamos a dormir por aquí… Eran las seis y media de la mañana cuando me lo encontré de pie, al borde de la cama, despeinado y sudoroso, la camisa medio abierta, el nudo de la corbata a punto de deshacerse, una manga de la chaqueta embutida en su brazo izquierdo y la otra en vilo, columpiándose a sus espaldas. Me miraba como si pudiera atravesarme, encontrar una respuesta en la cara oculta de mis ojos, no dejó de hacerlo mientras se desnudaba con torpeza, mientras recorría la corta distancia que le separaba de la cama, mientras se reunía conmigo debajo de las sábanas. Luego me abrazó, tan fuerte que me hizo daño, y de la profundidad de aquel abrazo brotó su voz, voz de borracho solo y hastiado.

—Yo te quiero mucho, Fran. Te quiero mucho. Yo quiero estar contigo hasta el final, quiero…

No terminó la frase. No hacía falta. Comprendí su silencio mejor que sus palabras. Me estaba pidiendo ayuda, ayuda para enfrentarse a mí, ayuda para enfrentarse a sí mismo, ayuda para seguir teniendo ganas de vivir conmigo, para seguir teniendo ganas de vivir consigo, para seguir teniendo ganas de vivir. Me pedía ayuda y yo sólo tenía amor, un amor infinito e inútil, porque tanto amor y a no era suficiente. Me pedía ayuda, y yo sólo podía abrazarle, devolverle el dolor, y su silencio.

Podría haberle contado todas estas cosas, pero sentí de repente que ya no podía más, y fue eso lo que dije.

—Estamos muy cansados.

Luego, recogí mis cosas y me fui.

Cuando llegué a casa, Martín no estaba esperándome.

Al escuchar el timbre de la puerta, eché un último vistazo a mi alrededor y me convencí de que, definitivamente, los mapas que había abierto a medias para distribuirlos después sobre la mesa con la vulgar intención de sugerir un espontáneo, trabajado desorden, parecían un mal ensayo de bodegón de una mala estudiante de decoración. Enrollé cuatro o cinco a toda prisa hasta que el timbre sonó de nuevo y fui a abrir por fin, resignada a aceptar los signos del caos que parecía cernirse sobre una cita que no tenía nada de especial, por más que yo estuviera tan nerviosa como para sentir la necesidad de repetírmelo a cada paso.

Vestirme había resultado una tarea tan ardua como disponer los mapas, o hasta peor. Nadie que me hubiera visto con unos vaqueros y una blusa amarilla de verano, sin mangas, discreta concesión al sol de mayo que todavía calentaba cuando salí de la editorial, habría podido calcular la cantidad de ropa que había llegado a amontonarse sobre la colcha de mi cama una hora antes de que me decidiera por un atuendo tan vulgar, pero la verdad es que hacía mucho tiempo que no me apetecía ponerme un vestido ceñido, una falda corta o un body escotado, y no renuncié al pequeño placer de mirarme en el espejo, lista para seducir, aun sabiendo que nada resultaría tan ridículo como reunirme a las ocho de la tarde de un día laborable con un autor vestida para una cacería, y que cuanto más arriba me dejara llevar por mi imaginación, más me dolerían los huesos después del batacazo. Como una mínima e higiénica precaución, me había propuesto adoptar todas las medidas posibles para encubrir hasta el menor indicio del estado en el que me encontraba, una especie de reliquia arqueológica que tomó por asalto mi propio organismo y, lo que fue peor, mi entumecida memoria, que no acertó a rescatar, de puro antiguas, las huellas más recientes de un hormigueo semejante. Esto va a acabar mal, me advertía a cada paso, retocando el decorado que debería convencer a mi invitado de que me había pillado trabajando, pero que muy mal, repetía mientras me pintaba, mientras me miraba en el espejo, y me limpiaba la cara, y volvía a pintarme más discretamente, y sin embargo, cuando por fin lo tuve delante, sus ojos huyeron de mi rostro a tal velocidad que me dije que podía haberme ahorrado todo el trabajo. Tardé un par de segundos en comprender que el gran cuadro colgado a mis espaldas había secuestrado instantáneamente su atención.

—¿Es un retrato tuyo? —preguntó, contemplando el violento conjunto de brochazos de colores vivos sobre el que un grueso trazo negro demarcaba la silueta de la más legítima descendiente directa de la Venus de Willendorf.