37361.fb2
—No tengo prisa. Mi mujer se ha ido esta tarde con los niños y el perro a pasar el puente en casa de una amiga suya que me cae especialmente gorda, una especie de apóstol del amor canino que tiene una casa muy grande, en Santander, con doce o catorce perros babosos y malolientes. Se van a divertir muchísimo…
—¿Y tú? —pregunté como de pasada, como si no me hubiera dado cuenta de que él acababa de aprovechar la primera coyuntura mínimamente favorable para informarme de que estaba solo en Madrid, como si a mí no me hubiera saltado el corazón dentro del pecho al enterarme, y aún más, como si mi imaginación, atrapada ya entre las cadenas de la alucinación más deliciosa, no hubiera comenzado instantáneamente a conspirar para sugerirme que él había planificado esta situación al milímetro cuando me citó precisamente aquella tarde, y cuando eligió hacerlo precisamente en mi casa.
—A mí me ha salvado, otra vez, el bendito karst —contestó, con tanta tranquilidad como si no hubiera advertido la velocidad a la que yo procesaba su información—. Estoy escribiendo un libro sobre mis montes favoritos y tengo que ir a Los Monegros este fin de semana a medir un montón de cosas, así que puedo estar escuchándote hasta mañana —hizo una pausa estratégica—, o hasta pasado mañana, si hace falta…
Acusé el golpe con un nuevo acceso de risa floja que no me impidió calcular deprisa la clase de riesgos a los que me había expuesto yo sola.
—No, en serio, es que… —opté por la posición más conservadora—. No me apetece.
—¿Por qué?
Él, que me hablaba ya en un tono premonitorio, casi propio de un amante, no parecía dispuesto a rendirse. A mí tampoco me apetecía quedar como una tonta, por eso fui sincera.
—Es que no vas a pensar bien de mí, después de escucharlo.
—¿Qué pasa? —y en su mirada, la sagacidad se mezcló con ciertas notas de una excitación precoz—. ¿Que empezaste tú?
—¿Por qué dices eso? —protesté, y miré al suelo sólo por no mirarle a la cara, aunque tuvo margen de sobra para comprobar que me acababa de poner roja como un tomate.
—¡Eh! —me llamó, poniéndome una mano sobre la rodilla, como una forma de reclamar mi atención—. Yo también soy profesor. En la universidad es peligroso, en un instituto, y en aquella época, tuvo que ser directamente suicida. Así que tuviste que empezar tú. Y la tentación debió de ser formidable, desde luego, irresistible. Como para arriesgarse a ir a la cárcel…
—Pues no creas… —protesté de nuevo—. No fue tan sencillo, en realidad no empezó nadie, yo… Yo era muy pequeña y no entendía bien… Además, lo que tenemos que hacer es mirar los mapas.
—No —sonrió.
—¿Cómo que no? Claro que sí.
—No. Tú pones los que tú quieras y a mí me parece todo muy bien. Cuéntamelo, anda.
—Eso no es muy riguroso, precisamente…
—Claro que es riguroso —y empezó a mover la mano, que no había abandonado mi rodilla, para trazar una caricia lenta y circular—. No lo sabes tú bien…
—¡Javier, por favor! —supliqué entre risas—. Pero ¿por qué quieres que te lo cuente?
—Porque estoy muerto de envidia —admitió, con una sinceridad que me desconcertó—. Porque me habría encantado que fueras alumna mía a los diecisiete años. Y porque no habría perdido el tiempo en hacerte retratos espantosos, por cierto.
A partir de ahí, caí en picado. Mis últimos forcejeos fueron meramente simbólicos y él lo sabía.
—Pues te advierto que la historia no te va a gustar.
—Claro que sí. Me va a encantar.
—Es que no vas a pensar bien de mí, después de escucharla.
—Mejor. Voy a pensar muchísimo mejor.
—No creas, porque me jode mucho reconocerlo, pero la verdad es que me porté como una calientapollas…
—Estupendo. Seguro que él no se merecía otra cosa
—¿Y tu solidaridad?
—Estoy dispuesto a ser absolutamente solidario contigo, ya te lo he dicho.
—Muy bien. Pero antes necesito una copa.
—Ponme a mí otra, anda…
Mientras dejaba caer los cubos de hielo entre las paredes de dos vasos de cristal con una parsimonia que traicionaba gráficamente mi in–certidumbre, intenté en vano anticipar los efectos que mi historia con Félix podría llegar a producir en el delicado y fragilísimo embrión de algo, una cosa de rango todavía indeterminado, que parecía haber brotado a lo largo de mi conversación con Javier Álvarez. Pero si al final decidí contárselo todo con pelos y señales no fue porque sospechara que era fácil que se quedara colgado de la enloquecida adolescente que fui una vez, y difícil que
pudiera ver en mí, tantos años después, una fiel prolongación de aquella caprichosa aventurera que cayó de cabeza en su propia trampa. Sí se lo conté fue porque de repente me dije que, a lo mejor, todo aquello había sucedido solamente para que yo pudiera contárselo a Javier, aquella noche.
Cuando se marchó por fin, al tercer intento, eran las doce y media de la mañana.
Yo le acompañé desnuda hasta la puerta, me escondí detrás de la hoja, y le besé en la boca. Ninguno de los dos dijo adiós, ni siquiera hasta luego. Después, cuando deduje por el ruido del motor que el ascensor había comenzado a descender, me pregunté qué podía hacer yo. Levanté los ojos hacia el Retrato de Ana como diosa de la fecundidad que tenía delante y pensé en descolgarlo en aquel mismo instante, pero no me sentía con fuerzas ni siquiera para eso. Mis párpados cayeron suavemente sobre mis ojos y sólo entonces me di cuenta de que estaba sonriendo, y mi sonrisa parecía despegarse de mis labios, dibujarse en el aire, multiplicarse entre las esquinas de aquella habitación, entre las esquinas de mi cuerpo y de mi alma, como la feroz sonrisa del gato de Chesire. Pero tú no te llamas Alicia, me advertí, e intenté ponerme seria.
—No estás enamorada, Ana —me dije en voz alta a mí misma—. No te has enamorado, no lo creas porque no es verdad, no puede ser verdad, no es posible…
Ha estado bien, seguí negociando en silencio con mi propio deseo, bueno, vale, ha estado muy bien, un tío cojonudo, unos polvos estupendos, una noche de amor… No, de amor no. Bueno, de amor, pero ¿y qué? Está casado, tiene un montón de alumnas más jóvenes que tú para ligar con ellas, y no lo vas a volver a ver, así que…
—¡Oh, Dios mío! —mis labios rompieron de nuevo el silencio cuando comprobé que toda mi inteligencia, toda mi sensatez, todo el peso de la experiencia acumulada en treinta y seis años de vida, no lograban acortar la amplitud de mi sonrisa ni en una miserable milésima—. ¡Dios mío! —y no encontré nada mejor que decir—. ¡Dios mío!
Entonces comprendí que mi estado era muy parecido a la convalecencia de una enfermedad imprevista y fulminante, y volví a la cama, me tendí en el lado en el que había dormido él, acerqué el cenicero a la esquina de la mesilla, y me fumé el pitillo más espléndido de toda mi larga trayectoria de fumadora. Me había enamorado de Javier Álvarez, y aunque me empeñara en vivir negándolo desde aquel mismo momento hasta el instante previo al de mi muerte, la verdad es que estaba muy contenta de haberme precipitado de golpe en el abismo sin fin donde se pierden los únicos seres humanos que han llegado alguna vez a estar vivos.
Lo intuía ya cuando serví la segunda copa, mi relato avanzando muy despacio entre las continuas interrupciones que forzaban sus preguntas —¿en el muslo?, ¡no me digas!, pero ¿dónde exactamente?—, sus minuciosas puntualizaciones de alumno aplicado —un momento, un momento…, eso no lo he entendido, yo creo que a través de las medias no se puede leer nada—, sus sutiles matizaciones de profesor en ejercicio —pero tú no debías de ser nada aniñada, ¿verdad?, claro que tiene que ver, porque en un grupo de COU el aniñamiento es la norma, todo lo contrario que en la universidad—, entonces lo intuí, casi lo supe, porque no había conocido a nadie como él, y esa insólita mezcla de curiosidad y conocimiento, de serenidad y agitación, de jocosidad y reflexión, que le convertía en un hombre muy joven y muy maduro al mismo tiempo, me gustaba mucho más que cualquier otra posible combinación de aquellos ingredientes. Y no sé cuánto aprendió él de mí mientras me escuchaba con una sonrisa indescifrable, que parecía irónica a veces, y a veces incrédula, pero siempre complacida, mientras me miraba con la contenida avidez de un entomólogo que estudia minuciosamente la mariposa que dentro de un instante va a clavar sin piedad en un cartón, pero yo, que estaba al acecho de la menor de sus reacciones, descubrí también algunas de sus cartas, porque me di cuenta de que no era absolutamente nada tímido, por más que se esforzara en cultivar la apariencia de lo contrario, justo al revés de lo que hace todo el mundo, e incluso llegué a sospechar que su agudísima curiosidad, ese interés pretendidamente ingenuo con el que me pedía detalles cada vez más difíciles de confesar en voz alta, era sobre todo una estrategia
que buscaba alargar la historia, fomentar mi excitación, y también la suya, conducir la situación hasta un punto para el que sólo existía una salida posible, a Ja que llegamos, sin embargo, de una manera imprevista.
Antes me equivoqué al menos media docena de veces, porque no se abalanzó sobre mí cuando le conté de qué manera había devuelto Félix mi falda a su lugar en pleno examen de historia —grave error, opinó, yo te hubiera dejado las piernas destapadas—, ni cuando le expliqué cómo había dejado testimonio escrito de mi gratitud sobre mis muslos —¡pero eras el mismísimo demonio!, dijo solamente—, ni cuando recordé el anónimo taconeo que puso fin a nuestro primer beso en la misma aula donde dábamos clase —me habría encantado ser yo, comentó—, ni cuando le tocó el turno a la conferencia sobre el simultaneísmo —¿hace mucho calor?, me preguntó justo entonces, riendo, y yo le dije que no lo tenía, y él me replicó, no, lo decía porque estoy empezando a sudar mucho—, ni cuando le confesé con qué clase de ceremonia había decidido conmemorar la muerte del tío Arsenio —porque fuiste a su casa a follar, claro, afirmó, y yo lo negué, no exactamente, y él volvió a afirmarlo, ¡anda que no!—, y ni siquiera cuando terminé, trazando sin ganas un boceto apresurado y muy resumido de las miserias de mi vida conyugal.
—Bueno —dije entonces, todas mis expectativas intactas pese a su control, o su cautela, o su pereza, porque sus ojos quemaban, y por eso no podían mentir—. Ya está. ¿Qué, te ha gustado?
—¿No hay más? —preguntó, haciéndose el desconcertado.
—Pues… no. Quiero decir, divertido no. Si te apetece, te puedo contar mi divorcio.
—No, gracias. En mis circunstancias, un empujón podría ser peligroso —no quise acusar recibo directamente de aquel comentario para no volverme loca demasiado pronto, y él aprovechó la pausa para insistir—. Pero a ti, desde los veinticuatro años hasta ahora, te habrán pasado un montón de cosas…
—No creas —le contesté, preguntándome por dentro si sería posible que efectivamente él estuviera indagando en esa dirección para averiguar si en aquel momento concreto yo estaba sola o no, y resignándome justo después a haberme vuelto loca demasiado pronto—. Nada divertido. A veces pienso que quemé de golpe a los diecisiete años todos los cartuchos que me iban a tocar en esta vida.
—No, eso es imposible… —y me miró, una mirada tan honda que me atravesó, para clavarse en algún punto situado detrás de mi nuca—. Estoy seguro de que te quedan un montón.
—Eso espero.
—De todas formas es una lástima, porque me encanta escucharte…