37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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—¿Y cómo es mi ex marido?

—Gilipollas.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque lo sé.

—¿Y por qué lo sabes?

—Porque es tu ex marido.

—¿Te molesta la idea?

—¿De que tengas un ex marido? —asentí con la cabeza—. Claro que sí. Muchísimo.

—No me lo creo.

—¿Por qué? —rió—. ¿Te molesta que me moleste?

—No, claro que no —hice una pausa para anticipar que iba a ser sincera—. Me gusta… Aunque tú tienes una mujer.

—Sí, pero a mí me gustaría que te molestara.

—Me molesta.

Celebró mis palabras con una sonrisa peculiar, la expresión de un niño indeciso entre una travesura y una gamberrada.

—A mí también.

—¡Anda ya!

—En serio… ¿Sabes una cosa, Ana?

—¿Sabes una cosa tú?

—¿Qué?

—Que tienes mucho morro.

—Sí, eso es verdad. Pero también tienes que reconocer que soy encantador.

—Eres encantador.

—Te voy a echar otro polvo. Ahora mismo.

—¿Qué?

—Ésa es la cosa que quería decirte antes. Bueno, si no te parece mal.

—No, no me parece mal —admití—. Incluso me parece muy bien.

No sé si la segunda vez fue mejor que la primera. Sé que todo fue más lento, aunque no exactamente más tranquilo, sé que sus ojos no cambiaron, aunque en el preciso hueco del asombro brotara una luz distinta, la risueña complacencia con la que su mirada convirtió mi cuerpo en un

paisaje conocido, y sé que su avidez no disminuyó, sé que incluso creció, aunque mudó de signo y de ambición para hacerse mucho más profunda, más global, y sin embargo sí ocurrió algo nuevo e importante dentro de mí, porque en algún momento empecé a escuchar un sonido pequeño y rítmico, el eco del cabecero de la cama, que celebraba jubilosamente cada embestida de mi amarte a pesar de los tornillos que lo mantenían unido a la pared, un repique discreto, incesante. como un código íntimo, una canción extraña que antes se me había escapado y ahora colonizaba sin esfuerzo mis oídos para advertirme qué estaba pasando exactamente, para obligarme a comprender que por encima de la sorpresa, de la emoción, y hasta de ese inconcreto bienestar gaseoso que sólo necesitaba reposar unas cuantas horas para convertirse en un auténtico enamoramiento, yo estaba follando con aquel hombre, y su cuerpo estaba dentro del mío, y se movía, y nunca aquel gesto me había parecido tan brutal porque nunca lo había sentido como un destino tan necesario, y entonces el sexo se impuso sobre todo lo que había ocurrido antes, y ya no me hice más preguntas, el futuro dejó de esperarme al cabo de unas pocas horas, su vida y la mía dejaron de existir más allá de la frontera de las sábanas, y en lugar de esperarlo blandamente, como un don, como una gracia, como un regalo inmerecido, me concentré en perseguir mi propio placer sin calcular ninguna consecuencia, ni siquiera la dosis de generosidad que encierra esa clase de egoísmo, y nunca mi imaginación había sido tan sucia, y nunca me había costado menos comportarme como una chica bien educada, y nunca, jamás, ni remotamente, me había atrevido a sospechar que pudiera llegar a convertirme en una mujer con la imaginación tan sucia y tan bien educada al mismo tiempo, y estoy segura de que eso me unió a él más que ninguna otra cosa de las que habían sucedido, de las que habíamos dicho, de las que habíamos hecho aquella noche.

Después me dormí. Sabía que lo que estaba pasando iba a ser muy importante para mí, y me propuse incluso quedarme despierta un rato para fijar cada detalle en mi memoria, para encontrar una clave que me permitiera luego reconstruir toda la historia sin esfuerzo, para saborear aquel imprevisto estado de gracia, pero Javier se movió un par de veces hasta encontrar la mejor postura, y me acoplé sin dificultad a su cuerpo, recibí un último beso que me hizo saber que aún estaba despierto, y temo que hasta me quedé dormida antes que él. La mañana siguiente me encontró en el mismo maravilloso país donde me había despedido del mundo, pero después de los besos, y los abrazos, y las risas tontas que certificaron que todo lo que recordaba había sucedido en realidad, el horizonte se desplomó repentinamente sobre el suelo.

—Bueno, pues me voy a tener que ir…

—¿Ya? —pregunté, y para disfrazar la alarma que parpadeaba en mis ojos como un semáforo en rojo, recurrí a la infalible sensatez del ama de casa—. ¿No quieres desayunar?

Él respondió a mi pregunta con una sonrisa.

—Claro —dijo luego—. Voy a tener que irme después del desayuno.

Pero no lo hizo. Se vistió, se reunió conmigo en la cocina, se tomó despacio una taza de café con leche y cuatro o cinco madalenas, encendió un cigarrillo y me miró. Yo le sonreí. No lograba recordar cuánto tiempo había pasado desde que me sentí igual de bien por última vez, si es que la primera había llegado a existir y, paradójicamente, la certeza de que aquello se acababa no era suficiente para arañar siquiera la invulnerable coraza con la que sus efectos me habían protegido. Él pareció darse cuenta de todo. Como si mi sonrisa envolviera una invitación tácita, miró el reloj, y fingió no haber sabido antes que era tan pronto.

—Son sólo las ocho y media… —anunció—. No se puede salir de viaje a estas horas, Seguro que me quedo dormido encima del volante y muero en el acto.

—¿Sí? —pregunté, burlona.

—Claro. Haz una cosa por mí, anda. Sálvame la vida…

Se levantó, rodeó la mesa para situarse detrás de mí, colocó las manos bajo mis axilas para insinuar el ademán de levantarme en vilo, y después, sin dudar en un solo movimiento, me guió de vuelta al dormitorio, me quitó la bata, se metió vestido en la cama y empezó a hablar sin previo aviso.

—Ayer te conté que era el mayor de ocho hermanos, ¿verdad? Bueno, pues me acabo de acordar de un juego que se me ocurrió cuando tenía… no sé, nueve o diez años, quizás incluso menos, una tontería, desde luego, aunque tuvo mucho éxito, porque toda la familia acabó jugando a lo mismo, bueno, todos menos mis padres, claro… Yo me lo había inventado para chinchar a mi hermano Jorge, el segundo, porque aunque le saco solamente un año, siempre nos hemos llevado muy mal, siempre, y de pequeños mucho peor. Los dos somos muy competitivos y ninguno de los dos sabe perder —hizo una pausa para mirarme y sonrió—. Pero él tiene mucha menos paciencia, y por eso no consiguió ganarme casi nunca.

—¿Y en qué consistía el juego''

—En hacer que lo bueno durara. Sólo podíamos jugar cuando nos daban algo que nos gustara mucho, yo qué sé, un caramelo, un chupa–chups, un bombón, o incluso cosas que se gastaban rápido aunque no fueran de comer, como los tarritos aquellos de jabón que servían para hacer burbujas, por ejemplo, los globos o los sobres de cromos. El juego consistía en guardarlo, en hacer lo que fuera para seguir poseyendo el tesoro intacto cuando el otro ya lo hubiera perdido. Y no había reglas, ¿sabes?, valía todo, meterse un caramelo en la boca procurando no tocarlo con la lengua y darse la vuelta enseguida para envolverlo otra vez y esconderlo en un bolsillo, romper trocitos de periódico con un sobre de cromos delante para que, al escuchar el ruido, el otro creyera que ya estaba abierto, pasear por el pasillo con el artilugio aquel de fabricar pompas y soplar, pero sin llegar a mojarlo nunca en el jabón, cosas así… Ganaba el que, vanas horas después, cuando el enemigo ya ni se acordaba del bombón que se había comido, lo sacaba despacio de su escondite, lo exhibía lo más aparatosamente posible, y se lo comía muy despacio y con mucho placer, porque el sabor del chocolate se mezclaba con el de la victoria.

—O sea, que jugabas a cultivar la envidia de tu hermano… —resumí.

—O a conocer los límites de mi propio deseo —me respondió—. También era una especie de gimnasia de la voluntad, y si lo piensas bien, un ejercicio casi ascético. Eso decía mi padre, por lo menos, que aprobaba mucho mi invento porque decía que fortalecía el carácter. A mi madre, en cambio, le daba mucha rabia, porque decía que, al vernos, cualquiera pensaría que pasábamos hambre. La verdad es que ahora mismo, al contártelo, me acabo de dar cuenta de que parece un juego de niños pobres, y nosotros no lo éramos, tampoco ricos, clase media pelada, con demasiados hijos como para permitirse algún lujo, nunca íbamos de veraneo, por ejemplo, pero pobres tampoco éramos, aunque me costó Dios y ayuda que me dejaran hacer una carrera de letras y, a cambio, mi padre me puso a trabajar por las tardes, en tercero, para ahorrarse una secretaria. Tenía una empresa de transportes, ahora la lleva mi hermano Jorge, y yo estaba en la oficina, cogía el teléfono, hacía las rutas, me ocupaba de los albaranes y las facturas, cosas así…

De todas formas, aquel juego nos obligaba a apreciar el valor de las cosas, incluso por encima del que tenían en realidad. No sé, es curioso… Se me había olvidado completamente, ¿sabes? Me acordé de todo anoche, de golpe, antes de dormirme, y pensé que, desde luego, la vida tiene gracia, porque entonces, cuando era un niño y los mayores tomaban las decisiones importantes en mi nombre, yo ganaba siempre, siempre conseguía que lo bueno durara, y ahora que soy adulto, ahora que en teoría soy el dueño de mi propia vida, las cosas buenas, que nunca pasan, cuando pasan, nunca dependen sólo de mí…

Le miré con atención y encontré una mirada limpia, ligeramente nostálgica, aunque sonriente, que no me ayudó a comprender el sentido de aquella historia, pero todavía no había decidido si lo que acababa de escuchar era una oferta, la petición de una prórroga, una despedida elegante, o un simple recuerdo recuperado por puro azar, cuando él, que me acariciaba la espalda muy despacio, se apretó contra mí y encajando la barbilla en la curva de mi cuello, dijo algo que acabó de desconcertarme por completo.

—A ti no te apetecerá…

Me revolví entre sus brazos para mirarle a la cara. Estaba muerto de risa.

—¿Qué? —pregunté, a medio camino entre el asombro y la euforia.

—Pues… —cerró los ojos y se rió, como si de repente le diera mucha vergüenza seguir—. Follar un poco…

—Hombre, si es un poco… —yo también me reía, la risa total, incrédula y ruidosa de un niño que acaba de ganar el juguete más grande en una tómbola—. Pero tendré que concentrarme —le advertí.