37361.fb2
—Te lo prometo.
—Muy bien.
Aquellas dos palabras actuaron como el disparo del juez de una carrera, y no sé si aquel ejercicio infantil de guardar los caramelos durante horas tuvo o no algo que ver, pero la verdad es que la fase de concentración fue mínima, y el resultado brillante como un castillo de fuegos artificiales. Después volvió a anunciar que tenía que irse, y esta vez hasta llegó a ducharse. Yo no me levanté de la cama mientras seguía su rastro a través de la puerta entreabierta, el chorro de la ducha, el ruido del calentador, el silencio que precedió al eco de sus pasos sobre las baldosas. Pero tampoco esta vez logró marcharse. Cuando volvió a entrar en el dormitorio, desnudo y chorreando todavía, se metió en la cama sin decir nada. Allí estuvimos por lo menos una hora más, y me di cuenta de que no encontraría un momento mejor para intentar asegurarme un pedazo de futuro, preguntarle qué pensaba hacer conmigo, qué pasaría después de que se fuera, cuándo creía él que nos volveríamos a ver, o si, simplemente, creía que volveríamos a vernos algún día, me di cuenta de que aquél era el momento de preguntar todas esas cosas, pero tuve miedo de echarlo todo a perder, de destruir aquella concreta versión del bienestar, los besos blandos, exhaustos, que se sucedían sin palabras, aquellas pausas mudas que podían expresar cualquier cosa, y al final, a las doce y media, le dejé marchar sin preguntarle nada, como si nada hubiera ocurrido.
A las dos menos cuarto ya había agotado todas las ganas de preguntarme cómo había podido llegar a ser tan rematadamente tonta. Me sobraba hasta tal punto mi prudencia, o mi cortesía, o mi respeto, o mi miedo, como quiera que pudieran definirse aquellas raquíticas reservas, que lo único que me apetecía era llorar. Me advertí que nunca jamás le volvería a ver y que me lo tendría muy bien empleado, y las lágrimas se asomaron efectivamente hasta el borde de mis párpados, para subrayar la inminencia de mi derrota.
Pero a veces las cosas cambian.
Parece imposible, es increíble pero, a veces, pasa.
Por eso, justo en aquel instante, y sé que eran las dos menos cuarto porque me tropecé con la ventanita del despertador al ir a descolgar, sonó el teléfono.
—Hola, soy Javier.
—¿De verdad? —pregunté, como una imbécil atrapada en su propia buena suerte.
—Sí —y presentí que sonreía al otro lado del teléfono—. Estoy casi en Guadalajara, pero he pensado que, si me invitas a comer, doy la vuelta ahora mismo.
Cuando atravesé las puertas de cristal que conducían al inmenso vestíbulo que cruzaba sin ganas todos los días, me detuve un momento para dedicar un recuerdo a la miserable mujer que no era yo, aunque con el mismo cuerpo, con el mismo rostro, hubiera recorrido el camino exactamente opuesto apenas cinco días antes. Giré sobre mis talones y aún pude ver a Javier, que arrancó justo entonces, como si estuviera esperando a que me volviera para ponerse en marcha. No tenía más remedio que seguir su ejemplo pero, y ésa era otra asombrosa novedad, la idea de pasarme ocho horas mirando, anotando, clasificando, midiendo y escaneando imágenes, no me pesaba. Jamás una mañana de lunes ha sido tan magnífica. Lo comprobé mientras salvaba las escaleras con pies ligeros, adelantando por la izquierda a una legión de pobres víctimas de sueños atrasados o nunca satisfechos, mientras recorría el pasillo fijándome en detalles tan triviales como la longitud de los tramos de moqueta azul marino o el número de pasos que podía dar entre la puerta de un despacho y
la del siguiente, y sobre todo, al comprobar que el enorme estudio que compartía a mi pesar con otros dos editores gráficos y el último maquetista convencional que trabajaba en la casa —una especie de reliquia laboral al que se recurría sólo para trabajos muy urgentes o especialmente delicados— estaba casi vacío. Teresa, la editora de Texto, literalmente tapiada por un muro de sobres y carpetas, respondió a mi saludo con un gruñido. Nuestros dos compañeros, mucho más parlanchines, estaban desaparecidos, y así permanecieron durante la mayor parte de la mañana, quizás solamente porque yo no tenía ganas de hablar con nadie.
Acerqué mi mesa a la ventana, me empapé de la luz poderosa, purísima, radical, de aquella mañana hecha para personas felices, y cerré los ojos. Aún podía respirar su olor, presentir sus manos, escuchar el exacto acento de su voz, aún podía regresar a él, al tiempo ganado en él, sólo con cerrar los ojos. Cuando los abrí, sentí que el aire se había espesado, que se había vuelto denso y sonrosado, sólido, igual que el aire que recordaba, y me sostenía sin esfuerzo, repentinamente ingrávida, leve, como fabricada con plumas de pájaro, en una especie de cámara de espuma tibia que era el mundo y tenía la misma temperatura que mi cuerpo. Aquella insólita sensación de conformidad, la prodigiosa armonía que se desprendía de mí misma y alcanzaba a todas las cosas, se prolongó durante más de dos horas, mientras trabajaba a una velocidad inaudita en una mañana de lunes, limpiando mi mesa de encargos atrasados sin ningún esfuerzo ni atención alguna hacia aquel trabajo, mi imaginación, mi voluntad y mi razón felizmente secuestradas en la línea de sus cejas, en el perfil de su rostro dormido, en su manera de sonreír o de pedir las cosas por favor. Nunca la realidad me ha sido tan ajena. Por eso fue tan cruel el despertar.
—Oye, por favor…
Una voz tan chillona que parecía casi una caricatura sonora hirió mis oídos en el preciso momento en que mi hombro registraba una impertinente sucesión de golpecitos. La ausencia desde la que me obligaron a regresar era tan profunda que mis hombros se contrajeron en un espasmo violento, y mi respiración se aceleró como si acabaran de amenazarme de muerte.
—Perdóname —escuché justo detrás de mi nuca—. No pretendía asustarte.
—No, perdóname tú… —y me di la vuelta para comprobar que había identificado correctamente a la propietaria de esa voz de papagayo bien entrenado—. Estaba distraída.
María Pilar Nosequé de Antúnez, que había decidido aprender a trabajar justo después de cumplir los cuarenta, porque acababa de darse cuenta de que se aburría mucho haciendo pesas en casa, me sonrió aliviada. La estudié en silencio durante un par de segundos, reparando en la novedad de su pelo, recién teñido en algún recio color leñoso, nogal quizás, o caoba, y cuidadosamente recortado para enmarcar su frente con un flequillo recto, como de voluntariosa colegiala tardía, un estilo que cultivaba con afán desde hacía demasiados años en todos los demás aspectos posibles, desde las sutilísimas cadenitas de oro que descargaban toda una colección de joyas minúsculas —un corazón, una letra, otra letra, un brillante, un perrito, una manzanita— sobre su clavícula, hasta las medias gordas de licra oscura que se dejaban ver desde el vuelo de la minifalda de cheviot hasta el borde de unas botas de diseño convencionalmente infantil, con un indudable punto ortopédico. Siempre que la veía, recordaba a su marido desnudo, embistiéndome con furia en el suelo del salón, pero aquella vez, por gratitud a Javier, no me asombré de que un hombre como Miguel pudiera vivir con una mujer como aquélla, sino de la buena idea que había tenido yo al no liarme con él.
—¿Te gusta? —me preguntó, tocándose el pelo—. Se lo vi en una portada a Linda Evangelista.
—Te queda fenomenal —respondí, calculando ya una fórmula para quitármela de encima—. Y te hace jovencísima.
—Sí… —convino con modestia, arreglándose las lacias puntas del pañuelo de seda estampada, de función estrictamente inútil, que se había colocado alrededor del cuello, sobre un jersey de cuello alto que habría podido llevar mi hija al colegio cuando tenía doce años—. Bueno, pues aquí estoy. Tú me dirás lo que tengo que hacer…
—Verás… —dije, levantándome al fin, una radiante sonrisa en mis labios—, me temo que ha
habido un cambio en tu programa. Espérame aquí un momento, ¿quieres? Voy a enterarme bien de cómo ha quedado todo. Puedes ir mirando esas fotos —añadí, ya casi en la puerta, señalando vagamente en dirección a mi mesa—, y así te vas haciendo una idea…
Apenas puse un pie en el pasillo, me di cuenta de que se parecía demasiado al sombrío corredor de todos los días, pero la pecera estaba cerca, y mis pies avanzaban muy deprisa mientras rezaba por dentro para pillar a Marisa en un buen momento. En los últimos tiempos, por algún misterioso motivo que nadie había descubierto aún, estaba muy nerviosa y como ensimismada, incluso ausente a ratos, un estado insólito en alguien que sólo hablaba de sí misma para quejarse de la monótona transparencia de su vida, el hastío de los días iguales marcados apenas por la salida y la puesta del sol. Aquélla no era la mejor época para pedirle esa clase de favor, pero no tenía otra posibilidad. Rosa, atascada en su propia pasión sin salidas, seguramente no llegaría a sentir grandes simpatías por mi causa. Y con Fran nadie se ha atrevido todavía a hablar nunca de un asunto privado.
No tuve suerte. Antes de llegar a la pecera, escuchaba ya sus gritos, el innovador método al que recurría últimamente para resolver sus problemas, que por otro lado eran muchos, porque Ramón y ella se habían convertido en una especie de sabios brujos con mano de santo a los que recurría cualquier empleado de cualquier departamento cuando las máquinas se volvían locas.
—¿Qué pasa? —dijo al verme, a modo de saludo, y crucé los dedos.
—Marisa, por favor, tengo que hablar un momento contigo —murmuré, mientras dirigía una temerosa mirada al ordenador destripado que yacía encima de su mesa, para consolarme inmediatamente después, al darme cuenta de que no era el suyo—. Es una emergencia…
—¿Otra? —me preguntó, con cara de susto—. ¡Qué lunes llevo, Dios mío, qué lunes…! Ha–as vuelto a meterle al PhotoShop pa–aráme–tros imposibles, ¿verdad?, como si lo viera. Y se te ha colgado el sistema, ¿no? Claro. Te tengo dicho que un escá–aner no es una cafetera, tía, hay que tratarlo con cuidado…
—No es eso, no es eso… —tiré literalmente de su brazo para arrastrarla conmigo hacia un rincón — -. A mi escáner no le ha pasado nada. Por lo menos de momento… —añadí, al pensar que Mari Pili llevaría un rato ya hurgando a sus anchas en mi mesa—. Pero a mí sí…
—¿Qué, a ver? —dijo inmediatamente, como si llevara horas esperándome.
—Pues es que… Este fin de semana me ha pasado una cosa tremenda, tremenda… —cogí aire y lo solté de golpe—. Me he enamorado.
—¿Qué? —repitió, mirándome con una expresión cercana a la que habría adoptado si acabara de confesarle que tenía un cáncer.
—Que me he enamorado.
—¿De un tío?
—No, del arte barroco… ¿Tú qué crees?
—Pero… ¿tú?—estaba absolutamente perpleja—. ¿A–así de claro?
—Así de claro.
—¡ Joder! —se quedó callada, como si necesitara masticar despacio mis palabras y de repente se echó a reír—-. ¡ Joder, joder, joder!
—Sí —añadí sin poder evitarlo, riendo yo también—, la verdad es que eso ha tenido algo que ver…
—¡Mira, n–ni me lo digas! —chilló, apoyando el dorso de su mano derecha sobre la frente para fingir que estaba al borde del desmayo—. Eso no me lo digas siquiera. ¡Serás puta, cabrona, a–asquerosa, suertuda de m–inierda…!
—Llámame lo que quieras, pero ponte en mi lugar.
—Ya–a me gustaría.
—No. en serio… Tengo a Mari Pili esperando en mi despacho y no puedo cargar con ella, Marisa, no puedo, te juro que no, hoy no, esta semana no… Cámbiamela, por favor, cámbiame esta semana por la próxima que te toque y te lo agradeceré hasta en la hora de mi muerte, seré tu esclava, haré lo que tú quieras, te lo juro, te lo juro… Hace demasiado tiempo que no me monto en
una nube, Y no me quiero bajar tan rápido, no quiero, no puedo, no sería justo.
—Pero es que estuvo conmigo la semana pa–asada. Va a pa–arecer muy raro…
—Dile a Fran que ha mejorado mucho, que está muy dotada para la informática…
—Pero si es completamente tonta —aceptó mi sugerencia igual que si acabara de contarle un chiste—. Y ella lo sabe de sobra, es su cuñada. No se lo va–a a creer.
—Bueno, pues dile que esta semana tienes muchísimo trabajo y que te viene muy bien un ayudante…
—No se lo va a creer tampoco, pero… —se quedó un momento en silencio, mirando hacia arriba sólo con los ojos, como si todavía estuviera calculando algo que yo sabía que ya estaba decidido— Vale. Ca–argaré con Mari Pili… con una condición.