37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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En casa, todos los vestidos acababan siendo de segunda mano, porque cuando se le quedaban estrechos a la abuela, mi madre o mi tía los arreglaban para ellas mismas y los usaban hasta que la tela empezaba a brillar, los dobladillos tan rozados que el tejido, más que deshilacharse, se desvanecía en minúsculas partículas, como polvo de colores. Naturalmente, cuando mi madre empezó a engordar —por suerte, la tía Piluca nunca dejó de ser el palo de una escoba—, me tocó a mí heredar su ropa, severas blusas abotonadas hasta el cuello en tonos, discretamente claros — beige, crema, rosa pálido, nunca blanco, que es tan sucio— y faldas de un corte vago y tejidos muy recios, siempre oscuras —marrón, azul marino, gris marengo y negro, que digan lo que digan, es de lo más sufrido—, que yo me ponía sin rechistar, porque estaba convencida de que éramos muy pobres, y siempre le pedía unos vaqueros a los Reyes Magos.

Aprendí a utilizar los lapiceros hasta que, de puro mínimos, era imposible afilarlos sin que se escurrieran entre las yemas de los dedos, y más de un diminuto fragmento de goma se me deshizo contra el papel mientras intentaba borrar con él, y todo para evitar el pequeño drama que se desataba en el cuarto de estar cada vez que pedía dinero para bajar a la calle a comprarme una regla, o un cuaderno, o un bolígrafo Bic de esos corrientes, los más baratos.

—¡Hay que ver lo que gastas, hija mía! Ya podían tener un poco de consideración, las monjitas…

Mucho antes de descubrir que mi familia era partidaria de gastar dinero exclusivamente en los entierros, viví atormentada por la sospecha de que en mi educación se ahorraba tanto como en la compra. Recuerdo la angustia, como una bomba de vacío capaz de suprimir el aire de mis pulmones, que me bloqueaba a primera hora de una mañana de lunes, siempre el mismo, durante cada uno de los años que pasé en el colegio, cuando la tutora recontaba en público el contenido de las huchas del Domund que nos habían entregado el viernes anterior para que pidiéramos un donativo en casa. Entonces, misteriosamente, la delegada anotaba en la pizarra, junto a mi número de lista, una cantidad considerable, apenas inferior a la media de la clase, y yo me callaba, pero estaba segura de que había un error, tenía que haber un error, porque la mera visión de aquel cilindro de plástico amarillo, coronado por una tapa azul con un precinto de alambre y sello de plomo, era ya capaz de precipitar todo un escándalo en la exacta frontera del umbral de mi casa.

—¡Sí, hombre! —gritaba mi abuela—. ¡Para caridades estoy yo!

—¡Que nos den dinero ellas —mi tía Piluca ponía los brazos en jarras para acentuar su indignación—, ellas, que ésas sí que tienen perras…!

—¡Qué barbaridad! —apostillaba mi madre—. Pues lo siento por ti, hija mía, y por los negritos, pero no te pienso dar un duro…

Yo vaciaba mi hucha, cuatro miserables monedas, y le arrancaba como mucho diez pesetas a mi padre, que no era menos mezquino, pero odiaba discutir y jamás levantaba la voz, y el domingo no podía dormir, y el lunes me iba al colegio temblando, pero nunca pasaba nada. En primavera volvía a temblar, porque al anunciar la excursión de fin de curso, la tutora de turno se dirigía, con una soberbia que jamás he vuelto a percibir en otro ser humano, a dos o tres niñas que todas conocíamos, para hacer aquel aparte odioso que conseguía ruborizarme hasta en la piel del alma —y vosotras no os preocupéis por nada, que ya sabemos que vuestros padres no pueden, pobrecitos, y ya os pagaremos nosotras el autocar…— y nunca decían, tú también, Marisa, pero yo lo esperaba siempre, a ti también, pobre Marisa, e igual que no podía creerme que mi madre llenara la hucha del Domund de noche, a escondidas, no lograba creer que, después de dejarme en clase, se hubiera acercado a secretaría para pagar la excursión, pero nunca viajé de caridad. A cambio, entonces empecé a tartajear.

Cuando el notario terminó de leer el testamento, no supe si echarme a reír o ponerme a llorar. Ya sabía que iba a heredar la casa, por supuesto, aquel piso siempre había sido nuestro, o mejor dicho, de mi abuelo Anselmo, porque en mi familia se solía designar con una meticulosa precisión al propietario de cada bien de uso común, por minúsculo que fuera, pero no me podía imaginar que esos papeles en los que solía hacerme firmar mi padre tantos años antes, después de advertirme que no se me ocurriera hacer ninguna pregunta, me identificaran ahora como titular de media docena de depósitos a plazo fijo de los que no se había liberado ni una sola peseta desde hacía más de diez años, cuando su viuda dejó de tener fuerzas para bajar a la calle. Tampoco sabía que la tía Piluca tuviera un piso en Fuenlabrada. Cuando empecé a trabajar, ya estaba más que avisada de que mi madre aspiraba a que me hiciera cargo de la mitad de los gastos de la casa, y para eso abrimos una cuenta conjunta, pero ella me dijo que las treinta y tantas mil pesetas sin identificar que llegaban puntualmente al banco cada primero de mes eran el importe de una pensión de invalidez de su padre a la que seguía teniendo derecho, y no dudé de su palabra porque no tenía motivo alguno para dudar.

Hasta aquel momento me había sentido incluso ligeramente orgullosa de contribuir al mantenimiento de la casa, de ocuparme de mi madre, pagar una asistenta que estuviera pendiente de ella por las mañanas, y otros cuidados que, siempre según su particular versión de las cosas, no habría podido costearse si estuviera sola. A partir de aquel momento, me siento como una imbécil, y ninguna de las medidas que tomé en los meses siguientes a su muerte, todas descaradamente a mi favor, ha conseguido desterrar esa sensación, la cara de gilipollas que tengo desde aquel día. Y sin embargo, yo la quería. Y no escuchaba ruidos mientras vivía con ella.

Tal vez las paredes preferían el color ocre, se habían acostumbrado a esa discreta opacidad, tan

apropiada para esconder las manchas que echan tan pronto a perder la luminosa delicadeza del blanco. Quizás los huecos se quejan, reclaman un marrón sucio, sienten nostalgia de los viejos marcos podridos de esas puertas y ventanas que cambié por otros nuevos, de madera nueva, recién pintada y barnizada, blanca. Puede ser que los techos rechacen mis lámparas, los globos sencillos, casi clásicos, de cristal mate, que iluminan el pasillo en los mismos puntos de los que antes colgaban esos farolitos de hierro oxidado con cristales amarillentos, esmerilados, tristísimos, que mis padres recibieron como regalo de boda de un canónigo de Toledo cuyo parentesco exacto con ellos ya no soy capaz de establecer. Tiré la mesa camilla, con su antipática falda de terciopelo verde, desmochado, y los cuadritos de la Virgen con el Niño, enmarcados con un simple listoncillo de madera, que colgaban sobre el cabecero de todas las camas. Intenté regalarle los muebles de la cocina a la portera, pero no los quiso, y al final tuve que pagarle dos mil pesetas a un trapero para que se los llevara. No me importó. Respiré por primera vez en mucho tiempo al verme libre de la odiosa formica de aquel odioso color gris clarito, oscurecida por la rancia pátina de cuarenta años de grasa que no había sido capaz de eliminar con ninguno de los productos de limpieza que se venden en el mercado, y los cambié por otros nuevos, repletos de recursos sorprendentes y modernísimos, un verdulero de esquina que avanza automáticamente hacia el exterior al abrir la puerta, un módulo en el que está empotrado el cubo de la basura, un botellero vertical en una esquina que parecía muerta, una campana extractora ultrafina que se pone en marcha con sólo tirar del extremo, activando al mismo tiempo una luz focalizada sobre la placa vitrocerámica… Dediqué semanas enteras a jugar a las cocinitas, y todavía no consigo reprimir del todo una punzada de gozo al penetrar en mi propia versión de la luz y del progreso, azulejos blancos, muebles blancos, suelo de damas, negro y blanco, como las paredes del baño, como la bañera y el lavabo nuevos, todo blanco, para que se ensucie, como se ensucian las calles, como se ensucian los niños, y mi cuerpo, todo lo que está vivo. Pero tal vez mi casa es demasiado vieja, y añora sus viejos ropajes de funeral antiguo, y por eso me asusta.

La principal extravagancia decorativa que me concedí cuando todos los obreros se habían marchado ya es del mismo color que las demás, y sin embargo, tiene un origen muy distinto. No conocía a los habitantes de aquella casa, un piso de estudiantes caótico, superpoblado y recubierto por una uniforme costra de mugre reciente, donde aquel sofisticado y singular objeto representaba un misterio completo o la clave de otro, más profundo, que no pude descifrar. Por eso no lo olvidé jamás, aunque nunca tampoco volví a pisar aquella casa. Era un ventilador ajado y ruidoso, extraño, abrumadoramente pasado de moda en aquel momento, hace casi veinte años ya. Sus palas de madera oscura y metal dorado chirriaban rítmicamente para esparcir sobre el techo un manojo de sombras agudas, alargadas, que cortaban la luz en tiras, el globo blanco fijado a su eje encendido e inmóvil, como indiferente al movimiento. Debajo de su panza de cristal había una cama deshecha, y en esa cama estábamos un chico que se llamaba Pepe, del que sabía poco más que del desconocido que le había prestado las llaves de aquella casa, y yo, muy jóvenes, como él seguirá siendo para siempre en mi memoria, porque no volví a verle jamás después de aquel verano, y como a mí me parece ya increíble haber sido alguna vez. No fue un gran trofeo, pero tampoco he logrado colgar tantos en las paredes de mi vida, y el ventilador era delicioso, tan absurdo, así que compré uno, con una lámpara debajo, igual que aquél, y lo colgué del techo, encima de mi cama, y me tumbé a mirarlo, una noche, y otra, y otra, era tan romántico, no me costaba trabajo imaginarme a su amparo, rodando entre las sábanas con un amante imprevisto, duro y tierno al mismo tiempo, desconocido aún, yo sudaría mucho, como en las películas, y él sudaría también, la humedad condensándose en diminutas gotas que trazarían un mapa de emoción y de placer a lo largo de su espalda, marcas poderosas que no se secarían nunca mientras las aspas de madera blanca giraran lentamente sobre nuestros cuerpos felices y culpables, la piel saciada, y esa gloriosa incertidumbre de no conocer, de no hallarse, de haberse perdido de repente entre las familiares esquinas del paisaje de todos los días.

Me cansé pronto del verdulero, y de la campana extractora ultrafina con foco incorporado, pero no conseguí aborrecer el ventilador, y me mecí en sus alas, noche tras noche, durante semanas, meses, demasiado tiempo para mirarlo desde una cama vacía. Ahí empezó la cuesta abajo, y a mi casa le dio por respirar. Cuando dejé de distinguir el final de la pendiente —¿y quién me va a enterrar a mí?—, el vértigo atenazó mis brazos, y paralizó mis piernas, y se cerró sobre mis pulmones como los dedos de aquella vieja angustia que no me consentía respirar, y me dije que había llegado el momento de tomar una decisión importante.

Al día siguiente, apunté la dirección de tres o cuatro agencias de viajes, las más grandes y conocidas del centro, para pedir información a la salida del trabajo, pero a media mañana, mi jefe —o, mejor dicho, mi inmediato superior en aquella gigantesca pirámide de equipos, departamentos, subdirecciones y empresas, como el más torpe de los ministerios— me convocó a una reunión de urgencia para explicarme la complicadísima maqueta de una colección nueva de los de Grandes Obras, la Historia General del Arte en unos tomitos rojos de 128 páginas, muy monos, destinados a la venta en quioscos, y no sé muy bien por qué, el mínimo segmento de mi vida que tenía la oportunidad de cambiar, cambió en una dirección muy distinta de la que yo había previsto.

Ramón siempre me había parecido, sobre todo, un genio, pero de los de verdad, de los auténticos. Cuando le conocí, yo era una simple teclista del departamento de Fotocomposición, y él venía del Área de Informática, donde se dedicaba básicamente a hacer chapuzas —diseñar modelos de facturas y papel de correspondencia, programar para Contabilidad, ajustar diversas bases de datos a las necesidades de cada cargo intermedio—, un trabajo tan sórdido y deprimente que no se lo pensó dos veces cuando le sugirieron que montara un departamento de Autoedición dentro de la casa. Yo tampoco dudé al enterarme de que andaba seleccionando personal. Al terminar la prueba, sólo me hizo dos preguntas.

—¿Te dan miedo los ordenadores?

—No —contesté—. A–al contrario, me gustan.

—Ya, pero supongo que nunca has jugado en una máquina de videojuegos de un bar.

—¡Cla–aro que sí! —protesté con vehemencia, una fracción de segundo antes de sospechar que estaba metiendo la pata—. Bueno, a veces… A–al Tetris y al Comecocos, sobre todo,

Entonces me contrató, y desde el primer momento me di cuenta de que lo tenía todo en contra, y precisamente por eso —y porque era muy moreno, muy miope, muy rechoncho, muy torpe con las manos y absolutamente encantador, y sobre todo eso, un genio— decidí viajar en la cubierta de su mismo barco, exponiéndome de cuerpo entero a los tomates y a los huevos podridos. Toda la casa esperaba que Ramón fracasara. Mis antiguos jefes de Fotocomposición —que no querían depender de nadie—, los responsables de producción —que se llevaban comisión de las fotomecánicas y las imprentas—, los editores de libro de texto —que no tenían ni idea de las nuevas tecnologías ni ganas de tenerla—, los maquetistas y diseñadores —que no estaban dispuestos a reciclarse—, los editores gráficos —que se negaban a manipular las ilustraciones desde un teclado—, y hasta los de Administración —porque para montar la primera pecera nos habíamos comido la mitad de su espacio—, es decir, aproximadamente todos los trabajadores del grupo, dedicaban la mayor parte de sus horas muertas a conspirar junto a las máquinas de café, haciendo quinielas sobre la fecha aproximada de nuestra ruina, calculándola, invocándola, paladeándola por adelantado.

Pero cuando los dos ya habíamos pasado por encima de toda clase de averías extravagantes, y habíamos comprobado la inutilidad esencial de todos los diccionarios informáticos del mercado, y habíamos aprendido que las fuentes que hacían falta nunca se comercializaban en España y había que pedirlas con dos meses de antelación al Valle de Adobe —California, USA—, y habíamos invertido fines de semana enteros en descifrar manuales ininteligibles para traducirlos de verdad al español, y nos habíamos roto la cabeza varias veces para inventarnos boliches, flechas diagonales, manitas con el dedo estirado, estrellas de siete puntas —no valían las de cinco, mira por dónde, ni valían las de seis, ni valían las de ocho— y cualquier otro tipo de putada gráfica que nos hubieran

encargado desde cualquier departamento esa pandilla de cabrones que así se consolaban de no haber podido desnucarnos a pedradas, en resumen, cuando tuvimos claro que íbamos a triunfar, Ramón consiguió que me subieran de categoría, y en el primer momento de paz, empezó a hablarme en un tono en el que nadie se había dirigido a mí jamás.

—Tú sabes de sobra que esto es el futuro. Marisa, nosotros no hemos hecho más que empezar.

Solía arrancar así, hablando lentamente con un acento neutro, informativo, casi profesoral, como una bandera blanca entre las manos de un soldado desarmado.

—Dentro de poco, quizás hasta antes del 2000, en diez años, a lo mejor sólo en cinco, todas las editoriales de este grupo, y las de fuera, y hasta las independientes, habrán montado su propia Autoedición. Es más barato, es más rápido, es más directo, es mejor, lo mires por donde lo mires, y en informática los precios no hacen más que bajar, es de cajón, no te estoy contando nada nuevo…

Entonces empezaba a calentarse, y me miraba a los ojos como si pretendiera disolver mis pupilas con las suyas, y yo todavía le escuchaba con atención, aunque el desaliento se abría paso en mi interior a toda prisa.

—Yo no voy a dar abasto aquí, en cuanto me den Texto y Grandes Obras, y te advierto que ya se nos están viniendo encima, estaré prácticamente colapsado, no voy a poder con más cosas, y antes o después, por más que les joda, tendrán que contratar a gente nueva, para montar departamentos nuevos. Y no todos están jodidos, no creas. Fran Antúnez, la de Obras de Consulta, está a punto de caramelo, y lo comprendo, porque para hacer diccionarios esto es el Paraíso. Ése es el tema, Marisa.

Normalmente, esta última frase me advertía que el ataque había comenzado, y yo me defendía moviéndome hacia atrás, para que él compensara la distancia con naturalidad, avanzando hacia mí, muy despacio.

—Yo no voy a tener nunca una ayudante mejor que tú, pero prefiero mil veces trabajar a tu lado que verme compartiendo redes, fuentes, máquinas y sistemas con cualquier gilipollas engeminado que venga de hacer un máster de mierda en la otra punta del mundo y que no sepa un carajo, porque no saben un carajo, tía, por lo menos de momento, tú los conoces, y esto no es una carrera universitaria, esto es un misterio, y digan lo que digan los manuales, cuando un ordenador se cuelga, lo que hay que hacer es apagarlo, irse a tomar un café y encenderlo otra vez, y entonces el hijoputa anda…

Me daba miedo oírle, porque sabía que tenía razón, toda la razón, y no podía desconfiar de él, porque al pensar en mi bien, salvaguardaba a la vez sus propias intereses, y era sincero. Ramón me veía como a una proyección de sí mismo, el recadero superdotado que vuelve el mundo del revés como se vuelve un guante, para triunfar y machacar desde arriba a quienes siempre creyeron tenerlo debajo. El sí, pero yo no podría, yo estaba segura de que no podría, yo no iría a ninguna parte sin su protección, sin sus instrucciones, sin su aplomo. Por mucho que insistiera, mi éxito jamás prolongaría el suyo, porque yo, sencillamente, nunca llegaría a tener éxito.

—Tú sabes muchísimo de cosas que sabe muy poca gente, y estás desperdiciada, porque dominas la práctica pero no conoces bien la teoría, y lo que tendrías que hacer sería ponerte a estudiar, pero ya, QuarkXPress, Ventura Publisher, Photoshop, McLink… ¡No me pongas esa cara, por favor! Tampoco son tantos, y estás harta de usarlos.

Al llegar aquí, yo ya cabeceaba como una histérica, desmenuzando el último residuo de mi serenidad, como un hilo que presiente que se va a romper, como una pila que intuye que se va a quemar, como mi propia lengua condenada, al adivinar que va a enredarse entre mis dientes.

—N–n–no, no, no, Ra–amón, de verdad —acertaba a decir después de un rato—. Yo no valgo pa–ara estudiar.

—¡ Ah!, ¿no?—insistía él, una expresión casi feroz en las puntas de su boca—. Pues yo creo que sí, tía, porque tienes mucha memoria, y eres muy lista.

—Yo n–no–no soy lista —cómo podría serlo hablando así, me preguntaba a mí misma siempre que me defendía de aquella entusiasta acusación—. Y no fui a la–a universidad…

—¿Y qué? Ya me contarás de lo que me ha servido a mí acabar Económicas para acabar metido

en la autoedición.

—Pero tú… Es distinto. Yo soy muy ma–ayor.

—Precisamente por eso. Llevas diez arios trabajando con ordenadores. Las máquinas te conocen, te quieren, te obedecen.

—Graa–acias, Ramón, pero no.

—¡Pero sí, tía, que sí! Hazme caso y piensa un poco. Ganarías mucho más, estarías mucho mejor, harías un trabajo más interesante, y te podrías ir de aquí a donde quisieras, porque dentro de un par de años vamos a estar tan cotizados como los cantantes de ópera, ya puedes estar segura, ser el primero tiene sus ventajas, ¿que no…? ¡Tiene que tenerlas, coño!

Cuando aprobé la reválida de sexto, en mi casa ya habían decidido por mí que no haría ninguna carrera universitaria. No me importó. Carecía de una vocación definida y siempre había aprobado por los pelos, así que me matriculé en una academia para sacarme un título de secretariado a secas, porque me daba vergüenza tartamudear en inglés, o en francés, con el español ya tenía bastante. Encontré trabajo en esta editorial a los veinte años, pero comprendí enseguida que nunca llegaría a secretaria de dirección, por lo del tartajeo y los idiomas, y porque soy bajita, y en fin, no muy guapa, la verdad. Por eso terminé de teclista, y hasta que empecé a trabajar con Ramón, el trabajo me gustaba. Tengo dedos rápidos y mucha memoria, eso es verdad, jamás cometo faltas de ortografía porque me he pasado la mayor parte de mi vida leyendo, y desde que vi el primero, comprendí que los ordenadores me iban a gustar.

Seguramente, cuando los inventaron, nadie pensó en la gente como yo, pero parecen hechos a nuestra medida, como los deportivos rojos para James Bond o los tejidos de licra para las tías buenas. Los que hemos nacido sin dientes para comernos el mundo, sólo podemos aspirar a dar algún mordisco desde detrás de una pantalla que no tiene ojos, que no tiene oídos, pero le pone rostro a un esclavo tan fiel como el genio de Aladino, y a él no le impresionan los currículos, no entiende más que su propio idioma, no valora la buena presencia. Es tan tonto o tan listo como su amo, y como él, útil o inútil, y aun más. Un ordenador es el poder al alcance de un tímido, de un cojo, de un gordo o de una tartamuda. Nadie que haya tenido más suerte puede figurarse el estremecimiento de placer genuino, como una bofetada de felicidad, como un orgasmo sin sexo, como un sabor delicioso explotando muy despacio contra el arco del paladar, que nos sacudía a Ramón y a mí, cuando cualquier pedazo de ejecutivo altísimo, guapísimo, bronceadísimo y repeinado, entraba humildemente en la pecera a pedirnos un favor. Porque ya no podían vivir sin nosotros, eso era verdad, y sin embargo, y aunque el único lujo auténtico que me consentí a mí misma cuando heredé —la reforma de mi casa era una auténtica necesidad— fue comprarme el mejor Macintosh, con la mejor pantalla en color, la mejor impresora y un buen paquete de periféricos, siempre que Ramón volvía sobre el tema, le decía lo mismo, no, yo no, no puedo, lo siento.

Aquel día, él no me dijo nada. Debía de haberme dejado ya por imposible, pero mientras salía de su despacho con aquel proyecto de Historia General del Arte en tomitos de 128 páginas, tan monos, me acordé de que había tomado una decisión importante, y el proyecto de recorrer tres o cuatro agencias de viajes, las más grandes y conocidas del centro, apenas saliera del trabajo, me pareció más bien, de repente, una enorme tontería.

—Oye —me volví cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, y presentí que iba a hablar de corrido, y me dije que ésa era la mejor señal—. ¿puedes pasarme tú un manual de QuarkXPress?

—Claro —me dijo, pero con los ojos clavados en la pantalla, sin prestar más atención a mi pregunta que a su respuesta—. ¿Para qué lo quieres?

—Creo que me lo voy a empollar.

Giró en un segundo sobre las ruedas de la silla, y me miró, sonriendo. A mí me dio un ataque de risa floja.

Cuatro años después de aquella escena, cuando aún faltaban cinco para llegar al 2000, Fran nos invitó a cenar para celebrar que el último fascículo del Atlas cuya edición informática había