37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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—Lo que tú quieras, ya te lo he dicho.

—Tienes que contármelo. Todo. Lo a–antes posible.

—Desde luego —ya contaba con esa especie de ineludible peaje—. ¿A la hora de comer te parece bien?

—Estupendo. Y una cosa más, para ir a–abriendo boca… ¿Le conozco?

—¿A él?

—No, a–a mi padre…

—Sí que le conoces.

—¿Y quién es?

Mi primera respuesta fue un ataque de risa nerviosa. Después, todavía intenté ganar un poco de tiempo.

—Es que no te lo vas a creer.

—¡Pero qué dices, tía! A esta–as alturas yo ya me creo lo que me cuen…

Muy bien, tú te lo has buscado, dije para mis adentros antes de interrumpirla sin más preámbulos.

—Javier Álvarez.

— ¡¿Qué?!

Si le hubiera confesado que me acababa de acostar con Dios, sus ojos habrían reflejado el mismo purísimo estupor, pero ni una gota más del que pude contemplar en aquel instante. Luego se frotó la cara con las dos manos, como preparándose para lo que le faltaba por conocer, y recordé en voz alta mi advertencia para sugerirle que, a pesar de todo, podía entender muy bien su asombro.

—Ya te dije que no te lo ibas a creer…

—¿Pero lo estás diciendo en serio?

—No he dicho nada más en serio en toda mi vida.

—Ja–avier Álvarez… El único que yo conozco, o sea, el riguroso autor…

—Ese mismo.

—¡Joder…! —y me miró como si las dos nos hubiéramos vuelto locas—. Mándame a la tonta esa, anda, que al final hasta voy a a–acabar haciendo un buen negocio…

—Muchas gracias, Marisa —le di dos besos para cerrar el trato.

—Na–ada de gracias —me advirtió—. A la hora de comer te espero.

Mari Pili hizo como que lo entendía todo y aceptó el cambio de planes sin protestar. La acompañé hasta la puerta con una profunda sensación de alivio, aunque su irrupción hubiera desbaratado irremediablemente ya el milagro de aquella mañana, porque el simple hecho de haber tenido que contarle a Marisa lo que había ocurrido, por muy escueta que hubiera sido nuestra conversación, había trazado una línea nítida, implacable, en mi confusa percepción del tiempo, y mi historia con Javier, que había seguido sucediendo en presente hasta el instante en que la cuñada de Fran empujó la puerta, ya era eso, una historia, algo sucedido en el pasado y tal vez completo, circular, acabado, un puro recuerdo prematuro. Sólo de pensarlo, sentí que me quedaba sin aire.

Cuando regresó, el jueves a la hora de comer, ya había desechado de golpe todas mis preocupaciones previas acerca del futuro, clasificándolas como las indeseables consecuencias de

una neurosis típicamente femenina y precisamente por eso impropia de mí. El lunes por la mañana, la llegada del avión procedente de Santander que desembarcaría en Barajas a una mujer borrosa, acompañada de dos niños igual de inconcretos, y un perro al que conocía mucho mejor, gracias al riguroso parecido físico entre todos los individuos de su misma raza, me parecía un destino lejanísimo, una fecha tan astronómicamente distante que bien podría no llegar a cumplirse nunca. Esa sensación se prolongó durante todo el viernes, y alcanzó también al sábado, mientras apuraba cada momento como un regalo y el lunes se perfilaba como una meta distinta, un lugar al que llegar, y no en el que separarse. El domingo, en cambio, contagiada quizás de la intrínseca tristeza de ese día de despedidas, sí fui capaz de comprender lo que se me venía encima, y hasta me atreví a lanzar una pregunta oblicua sobre sus planes más inmediatos que él comprendió perfectamente, aunque prefiriera contestarla sólo a medias.

—Y por cierto… —le interrumpí, mientras se quejaba entre risas de no haber dedicado ni un solo minuto del puente a empezar a leer una tesis doctoral de cuatro tomos sobre la evolución morfológica de la meseta meridional, un proyecto muy interesante, según él, cuyo tribunal estaba convocado para el siguiente jueves— ¿qué vas a hacer con Los Monegros?

—¡Oh! —me contestó, después de un rato—, pues dejarlos en su sitio. No me echarán de menos, ¿sabes? Eso es lo bueno de trabajar sobre el relieve, las montañas no caducan ni se pasan de moda, hacen taita dos, o tres mil años, para llegar tarde… Sin embargo, como lamentablemente yo no voy a vivir tanto, tendré que ir algún fin de semana de éstos, no me queda más remedio… Podrías venirte conmigo. Desde la ventanilla de un coche, parece un sitio muy feo, pero cuando lo conozcas te darás cuenta de que no existe un paisaje más intenso, más auténtico, más representativo de la realidad de este planeta… —parecía tan emocionado que no pude reprimir una sonrisa—. De verdad, no te rías. Todas esas montañas cambiando de forma sin parar, cediendo al agua, al hielo, asumiendo cada cambio climático… Son los testigos más fieles de la historia de la Tierra, guardan huellas precisas y ordenadas de los ciclos que se han sucedido desde mucho antes de que nosotros existiéramos, no nos las merecemos, en serio. Es algo fabuloso…

—A mí me gusta más el mar —me atreví a opinar.

—¿Qué? ¿Los pueblecitos de pescadores, las calas escondidas, las islas del Mediterráneo y demás? —asentí con la cabeza—. ¡Bah! Menuda mariconada…

Creo que ésa fue la única vez que uno de nosotros sugirió la posibilidad de un encuentro posterior, y como la iniciativa fue suya, a mí me pareció bastante. No me atreví a decirle que iría con él a Los Monegros, a una pensión de Móstoles o al fin del mundo, adonde quisiera llevarme, pbrque él eludía aquel tema con tanto cuidado como yo, aunque por razones distintas. Yo procuraba no parecer exigente, posesiva, pesada, para demostrarle que no formo parte de esa legión de mujeres que ceden su cuerpo a cambio de algo, esos fantasmagóricos derechos fundados en el sexo que acaban sugiriendo siempre que sus orgasmos son fingidos y su piel artificial, ajena, incapaz de satisfacerse en la piel del otro. Él, y de eso me di cuenta desde el principio, y desde el principio se lo agradecí, evitaba tratarme como a una querida, una amante típica, estable, canónica, y se apresuró a aprovechar la primera oportunidad que se le presentó para dejar claro que nunca había estado liado con nadie que pudiera encajar en aquel papel.

—¿Sabes lo que me apetece? —dijo el jueves, después de comer y haber alabado convenientemente la comida, y como yo no contesté, se respondió a sí mismo—. Echarme una siesta larguísima…

—¿Tú solo?

—No… —sonrió—, contigo. Bueno, si es que estás dispuesta a dormir… Si no, lo dejamos. No me gustaría quedar mal, pero no sé exactamente lo que debo hacer. Esto es nuevo para mí.

—¿Esto? —me eché a reír—. ¿Qué?

—Pues la siesta del día siguiente… Soy un amante muy voluntarioso, pero de una sola noche.

—¿Nunca has dormido dos noches seguidas con la misma mujer? —le pregunté, en el tono preciso para hacerle saber que no me creía ni una palabra.

—Sí. Con la mía.

—¡Anda ya!

—Te lo juro —yo seguía sin creérmelo, pero él se esforzaba por hablar en serio—. No te voy a decir que soy un marido fiel porque no es verdad, reconozco que soy hasta muy infiel, pero no me gustan los problemas. No necesito buscármelos yo solo para tener de sobra.

—¿Y yo soy un problema?

—Desde luego —rió—. Y gordo.

Ya había descubierto su habilidad para desconcertarme a base de golpes de sinceridad, pero de todas formas, me llevó algún tiempo reaccionar.

—¿Sabes una cosa? —dije solamente—. Tengo mucho sueño.

—Lo celebro.

Desde entonces, y hasta que me dejó el lunes en la puerta de la editorial, camino del aeropuerto, ambos nos comportamos como si nunca nos hubiera pasado nada antes de conocernos, como si él no estuviera casado, como si yo no lo supiera, como si el mundo fuera a disolverse irremediablemente después de aquel fin de semana. El viernes por la mañana, me anunció que iba a bajar a la calle a comprar el periódico, revisó sus bolsillos en busca de dinero suelto, y aunque tenía cerca de trescientas pesetas, me pidió que le prestara cuarenta duros más. Antes de ir a buscarlos, ya había comprendido que iba a llamar por teléfono, pero no se me ocurrió decirle que podía llamar desde el mío, porque sabía que preferiría que yo no estuviera delante. El sábado por la tarde, cuando llamó Amanda, un tanto preocupada por mi silencio, que duraba ya tres días, se Levantó enseguida para anunciar que iba a la cocina a por algo de beber, y no regresó hasta que colgué. Entonces me di cuenta de que me habría costado trabajo hablar con naturalidad estando él presente, aunque más trabajo me costó convencerme de que no era verdad que hubiera preferido que mi hija no me llamara.

Sin embargo hablamos mucho, y no sólo de la niñez, que había sucedido casi simultáneamente, porque era apenas dos años mayor que yo, sino también de pasados más cercanos, cuyas ramificaciones rozaban el presente, Cuando apuró hasta el final mi historia con Félix, se decidió a contarme algunos episodios de su propia vida, cosas sin importancia y otras tan importantes que las escuché en vilo, sin atreverme casi a respirar. Se las arregló para contarme que estaba harto de vivir con su mujer sin llegar a hablar mal de ella en ningún momento, al contrario, como comprendiéndola, amparándola, envolviéndola en adjetivos piadosos que en ningún caso lograban esconder una realidad implacable. Pobre Adelaida, decía, la pobre Adelaida, la llamaba, y asumía en solitario todas las culpas, Adelaida no entiende nada, pobre, es culpa mía, no tiene ni idea, claro, que cómo va a tenerla, si hace siglos que no le cuento las cosas que me pasan, es asombroso, ¿verdad?, bueno, pues le encanta ser mi mujer, qué quieres que te diga, yo no lo entiendo pero es así, pobre Adelaida, tiene una tienda de regalos, dice que la Geografía la aburre mucho, no entiendo por qué hizo la carrera, aunque, eso sí, cuando saqué la cátedra se alegró infinitamente más que yo, y ahora se ha comprado un perro, la pobre… Por supuesto, en ningún momento cedí a la repulsiva tentación de ponerme de parte de la pobre Adelaida. Por supuesto, en ningún momento él pretendió en absoluto que lo hiciera.

Hablamos mucho, y follamos mucho, tanto que cuando volví a sentarme ante mi mesa, tras despedir a Mari Pili en la puerta del estudio, sentí aún la ambigua compañía de un millón de alfileres, huellas casi romas, apaciguadas ya, de las agujetas que me habían obligado a ser consciente de mis piernas durante las últimas horas. Hasta entonces, las había recibido siempre con una intensa punzada de satisfacción, pero entonces, forzada a contemplar la realidad desde ángulos distintos al creado por mi propio deseo, me pregunté más bien si alguna vez llegarían a significar algo en realidad, más allá de un íntimo y templado dolor.

El resto de la mañana fue un desastre. No hice absolutamente nada excepto mirar por la ventana, como si los árboles pudieran escucharme, conocer de antemano todas las respuestas, y mi ánimo se meció blandamente entre sus ramas igual que una hoja más, una diminuta porción de vida animada

por el viento que oscilaba arbitrariamente entre la euforia, la tentación de recordar desde la inocencia absoluta, y el desaliento nacido de mi propia experiencia de las cosas. Entretanto, como un martillo obsesivo, una ley sin matices, una condena perpetua, latía entre mis sienes la única pregunta, la misma trampa en la que se desollaban ya, de tanto tiempo presos, los tobillos de Rosa, enloquecida y absorta mientras me preguntaba en voz alta si sería posible que él no hubiera sentido lo mismo, el primer pronombre idéntico, el segundo distinto, de primera persona y mucho más terrible, desafiándome desde el recuerdo de mi piadosa ironía de entonces. Pensaba en lo que Javier estaría haciendo en aquel preciso instante, concentrado y distraído al mismo tiempo quizás, y sonreía, o indolentemente reintegrado al ritmo de su vida previa, y quería morirme. Al llegar a ese punto, reaccionaba, desconfiaba de mi propio pensamiento, tanta insensatez concentrada en un pliegue tan pequeño del tiempo, y me proponía quedarme en blanco, desconectar de mí misma, controlarme con dureza, pero todo volvía a empezar, y en algún momento, no recuerdo si rozando las nubes o el infierno, Marisa repiqueteó con los nudillos en la puerta para reclamar su premio.