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—¿Y qué vas a ha–acer ahora?
La había comprendido perfectamente, pero no quise admitirlo tan deprisa.
—No te entiendo —musité.
—Pues sí, es muy sencillo —hablaba alto y claro—. ¿Qué vas a ha–acer? ¿Vas a buscarle, vas a pasar de él, vas a esperar a que él te llame, va–as a llamarle tú?
—Te lo vas a encontrar aunque no quieras —intervino Rosa—, dentro de diez días… En la fiesta de la editorial, ¿no te acuerdas? Todos los autores están invitados. Él también, seguro. Y Nacho. Espero que venga…
Ella cruzó los dedos mientras yo sentía que las alas de un ángel misericordioso me elevaban sin esfuerzo hasta el techo del comedor, y estuve a punto de besarla sólo por tener tan buena memoria mientras recuperaba en un instante la información que nunca tendría que haber olvidado, un rito anual, la fiesta de la editorial, en la azotea del edificio, un par de semanas antes de que empezara la Feria del Libro, barra libre y música bailable, era muy divertida y siempre venía todo el mundo, todos los autores venían, siempre…
—Te lo digo porque es lo único que importa de verdad en este mundo —Marisa insistió, su frente súbitamente sombría—. Y yo lo sé, porque todo lo demás lo tengo. Tengo una casa, tengo trabajo, gano dinero, me sobra el tiempo libre, estoy conectada a la red, voy mucho al cine, ya te digo… Pero duermo sola por la–as noches. Y eso es lo mismo que no tener n–nada.
Sus dos últimas frases se quedaron prendidas en el aire, para planear sobre nuestras cabezas como una extraña suerte de amenaza.
Pero, a veces, las cosas cambian.
Ya sé que parece imposible, que es increíble pero, a veces, pasa.
Dormir sola por las noches es lo mismo que no tener nada.
Ahora la frase me suena bien. Parece inteligente, concisa y verdadera, casi impropia de mí, porque cuando pienso no tartamudeo, pero un instante después de pronunciarla a bocajarro, sin haberme parado a meditar el sentido de cada palabra, me di cuenta de que nunca, nunca, ni siquiera en las largas conversaciones que sostengo conmigo misma, me había atrevido a definir así la esencia de la vida, y me molestó más aquel extravagante acceso de brillantez que no haber sido jamás brillante antes. Por aquel entonces, ya había asumido la crueldad de la paradoja a la que estaba abocada desde que el cielo decidiera concederme de golpe, abruptamente, en una sola dosis, la única gracia que me había atrevido a pedir durante años. Las cosas habían cambiado por fin, desde luego, eso era indiscutible, pero ni siquiera me quedaba el consuelo de reprochárselo vagamente al azar, porque yo había sujetado sus riendas con firmeza entre mis manos. Fui yo quien aplastó a Forito contra la fachada del hotel Ritz. Yo le besé.
Aquélla fue la primera noche que no pasé sola en mucho, muchísimo tiempo, pero también fue la primera noche que pasé casi en blanco desde una fecha incluso anterior a la víspera de aquel lejano viaje de regreso desde Túnez. Soy una máquina de dormir, y sin embargo el sueño me esquivó un minuto tras otro para tejer horas cada vez más largas con una paciencia ruin y exasperante. Soy una mujer sin intuición, y sin embargo aquella indeseable vigilia desplegó ante mis ojos, abiertos en la oscuridad, súbitamente sagaces, el mapa detallado y minucioso del conflicto imposible y vulgar al mismo tiempo en el que se han consumido ya muchos días que han vuelto a ser iguales otra vez, porque ninguno de ellos me ha consentido hallar una salida.
Forito, tan impecable como el más insignificante de los actores secundarios cuyo oculto talento hubiera escogido el destino para depositar entre sus manos el único papel capaz de consagrarlo definitivamente, dormía a mi lado con el silencioso, profundo abandono de un niño dormido. Pero ni siquiera los ronquidos y los carraspeos que aceché en vano mientras intentaba mecerme en el ritmo exacto de su respiración, habrían hecho las cosas más fáciles, porque todos mis demás cálculos habían fallado estrepitosamente. Los repasé despacio, uno por uno, mientras desplegaba una ironía aún amable, tibiamente complaciente con mis propios errores. La verdad es que, durante el breve tiempo en que pude pensar, pensé solamente que estaba equivocando todos mis pasos, que cada beso, cada abrazo, cada gesto más o menos brusco, más o menos estudiado para expresar un deseo aún inconcreto, que crecía solamente hacia dentro, era apenas un tramo sucesivo del largo callejón sin salida donde se acaban estrellando las pobres ilusas que aspiran a seducir a un alcohólico. Y cuando descubrí al fin que el único axioma bueno es el axioma cojo, ya no podía pensar, porque todos los alcohólicos serán impotentes, pero Forito, que después de todo no debía de ser tan alcohólico, me estaba enseñando ya que Fernanda Mendoza, buah, no veas, por poco que le quisiera, ya te digo, no le había querido sólo por su cuenta corriente.
Yo nunca he tenido éxito con los hombres, ésa es la verdad. Pero también es verdad, y de eso estoy segura, que aquella vez tuve éxito, porque muy pocos hombres son capaces de hablar, de acariciar, de querer a alguien, como Forito me quiso a mí mientras me convertía en la suprema emperatriz del universo, una protagonista de novela, una estrella de película, un personaje soñado en tantos fines de semana consumidos a solas, a base de novelas y de películas. Y a lo mejor, si hubiera sido un hombre apasionante, guapo, inteligente, prestigioso, capaz de follar tres veces en cuatro horas, esa sabia manera de llamarme chata, cielo, corazón, su tembloroso culto de una ternura antigua, una ejecución tan virtuosa de la desfasada partitura del caballero español, quizás habrían estado de más, pero yo nunca me he acostado con hombres apasionantes, y a estas alturas de la vida, sé ya que nunca lo haré. El problema es que me sobran razones para sospechar que no
volveré a encontrar un hombre como Forito. Y que a pesar de todo, por mucho que abomine de mí misma cada vez que lo pienso, por muy miserable que me sienta, por mucha vergüenza que me dé reconocerlo, Forito sigue siendo un problema para mí.
Eso fue lo que me quitó el sueño. Eso y pensarme a mí misma, pensarlo a él, recorriendo los pasillos de la editorial, a la mañana siguiente, el borracho simpático e inútil, la tartamuda esa de los ordenadores, siempre hay un roto para un descosido, diría algún gracioso, tal para cual, y recordé las palabras de Ramón, nosotros somos pobre gente, Marisa, a nosotros nunca nos toca la lotería, ninguna lotería, y sin embargo, si Ramón hubiera querido acostarse conmigo, me habría sentido halagada, pero no quiso, y había querido éste, que había apagado la luz un instante después de sentarse en el borde de la cama para desnudarse a oscuras, que me había dado la oportunidad de imitarle en el otro extremo del colchón, y por nada del mundo habría querido yo que me viera desnuda, mi torso de niña avejentada, mis caderas de matrona ficticia, este culo injusto, inmenso, y mi piel fea, blanca pero no de porcelana, por nada del mundo habría querido yo enseñarle mis heridas y sin embargo eso es lo que más me cuesta perdonarle, que me incluyera en su propia compasión con aquel gesto inocente, que asumiera de antemano mi miseria fundiéndola a partes iguales con la suya, que le confesara al interruptor de la luz, cuando todo estaba aún por comenzar, cuando todavía no era necesario, que él y yo no éramos más que pobre gente. Tal vez, si hubiera llegado a contemplar su cuerpo, el sucinto andamiaje de piel y de huesos que no me atreví a hurtarle a traición, mientras dormía, mi memoria albergara un recuerdo más agrio de aquella noche en la que apenas conocí sus manos, descarnadas y largas, cálidas, y su boca de coñac, dulce y constante, y su sexo imprevisto, confiado, paciente, pero ahora, cuando ya conozco ese cuerpo tan bien que puedo verlo sólo con cerrar los ojos, sigo echando de menos la mínima audacia que tal vez no habría hecho más que empeorar las cosas.
No recuerdo siquiera cuándo fue la última vez que dispuse de razones tan poderosas para comprenderme a mí misma, y sin embargo sé que nunca me he comprendido menos que ahora, porque nunca la conciencia de lo que soy ha llegado a alcanzar un precio tan alto, nunca un tajo tan profundo me ha partido por la mitad tan limpiamente. Porque es injusto, y es mezquino, y es terrible, pero me cuesta mucho trabajo aceptar que el hombre de mi vida vaya a llamarse al final Carpóforo Menéndez, un nombre tan ridículo, y sin embargo sé que no voy a encontrar nada mejor, y que dormir sola por las noches es lo mismo que no tener nada, y lo que más me duele, lo que me avergüenza hasta en la esquina más oscura de la piel del alma, es que sólo por pensar lo que pienso, sólo por sentir lo que siento, sé que soy indigna de él, y sin embargo no puedo hacer nada por evitarlo.
Abomino de Alejandra Escobar, mujer de mundo, criadora de pájaros en cabeza ajena, pero sé también que Alejandra Escobar nunca ha existido.
Rescaté aquel folleto de la montaña de correspondencia atrasada que se había ido amontonando en la mesita del recibidor desde el día en que murió mi madre. Un par de semanas después del entierro, cuando me impuse la obligación de poner orden en sus papeles, me sorprendió aquella foto de playa con palmeras que habría jurado no haber visto nunca antes, y el nombre impreso en la etiqueta adhesiva, que no era el mío, sino el de otra María Luisa que ha vivido siempre en el piso de arriba y a la que nunca hubiera supuesto yo tan cosmopolita. Por eso lo hojeé, y porque me intrigaba el escueto rótulo que flotaba como una isla postiza en el horizonte azul de un mar maravillosamente falso, tan intenso que parecía pintado con guache. Club Mediterranée, leí. Pero entonces yo no estaba para lujos.
Unos meses después, sin embargo, cuando varias visitas al notario y una mutación de varios ceros en el estado de mi cuenta corriente me convencieron por fin de que era moderadamente rica, fue precisamente la promesa de un lujo que parecía de pronto tan razonable lo que me decidió a conseguir mi propio ejemplar. Me enfrentaba a las primeras vacaciones auténticas que disfrutaría en
mi vida, un mes entero para mí sola, sin responsabilidades, sin remordimientos, sin la tenazmente cultivada necesidad de llamar todos los días a Madrid temiéndome lo peor, para encontrarme en efecto casi lo peor al otro lado del teléfono, los suspiros de mi madre, sus quejas apagadas, ¿cuándo vas a volver?, esta enfermera me tiene manía, no tardes tanto, por favor, me voy a morir cualquier día de éstos… La verdad es que hasta entonces siempre me había tentado la distancia, irme lo más lejos posible por la menor cantidad de dinero posible, pero ya estaba harta de viajar de mochilera, en programas de agencias de viajes exóticos a precios sorprendentes que al final nunca resultaban serlo tanto, arriesgadas expediciones que no se podían afrontar sin toallas, insecticida y alcohol para desinfectar las bañeras, y en las que cada año mi edad me descolgaba un poco más del espíritu del grupo, porque nunca lograba convencer a nadie para que me acompañara, y mis accidentales compañeros de viaje eran apenas universitarios, cada año más jóvenes, más pandilleros, más proclives a tratarme con el cariño que se reserva a una madura tía soltera. Por eso pensé que tal vez me merecía un discreto barniz de glamur, una playa con palmeras, un bungalow individual, cócteles en corteza de pina, animación nocturna, esquí acuático, sol, cigalas, y un par de pareos nuevos. En la oficina del club —porque esto es mucho más que una agencia de viajes, me explicaron nada más entrar—, me informaron de otros detalles que acabaron de convencerme. Daba igual que viajara sola porque era muy fácil hacer amistades. Para las comidas, se distribuía a los residentes en mesas de ocho comensales, y casi todas las noches se celebraban bailes, concursos, barbacoas y diversiones de todas clases. Nuestros clientes, me dijo la azafata, tienen un nivel económico medioalto, muchos son profesionales libres, ejecutivos, funcionarios de alto rango, gente culta en general, distinguida, y el descanso está asegurado. Las posibilidades, entre hacer turismo y tumbarse a leer al sol, son infinitas, me aseguró, y dependen solamente de las necesidades de cada cual.
Elegí Hammamet. un club mediterráneo situado en la costa de Túnez, por el clima, por la playa, y por la belleza del lugar que aparecía en las fotos, y ninguna de estas cosas me defraudó. Me gustó el pueblo, que era precioso, y el recinto, mi bungalow, que parecía una casita de muñecas, la playa, espléndida, los cócteles servidos en recipientes previsiblemente exóticos, y hasta el despiste de nuestra guía belga, que me regaló el nombre y la memoria de Alejandra Escobar. La compañía, en cambio, no elevó mucho el nivel de los jóvenes mochileros, que al fin y al cabo eran muy simpáticos y me invitaban todo el rato a fumar canutos, detalle que contribuía a mejorar considerablemente mi humor durante la segunda mitad de aquellos descabellados viajes, que apuraba muerta de risa y comiendo galletas sin parar. Las drogas que estimulaban a mis nuevos vecinos eran muy diferentes. A mi izquierda, en la mesa, se sentaba una pareja de españoles tan insoportables que el primer día llegué a celebrar que ninguno de los restantes comensales hablara nuestro idioma, para no tener que pasar más vergüenza de la imprescindible. Él, que se engominaba el pelo hasta para ir a la playa, tenía ademanes de rey del mundo, y era empresario teatral en una capital de provincia bastante opaca, la verdad, aunque se comportara como si Broadway se le hubiera quedado pequeño. Su mujer juraba haber sido actriz en su juventud, y se asombraba mucho de que yo no recordara ni su nombre ni su cara, sobre todo siendo las dos de la misma edad, mentía candorosamente al final. Ahora le había dado por la astrología, detalle que fomentó su amistad con el elemento femenino de una pareja de franceses, tan insoportables como ellos, que se sentaban justo enfrente. Aquella fulminante alianza hispano–francesa partió felizmente la mesa por la mitad, dejándome a solas con dos italianos que bordeaban los treinta años, y un galés que estaba ya cerca de los sesenta.
Guido y Cario eran muy guapos y muy parecidos entre sí. De la misma altura, un metro ochenta más o menos, con el mismo corte de pelo, un rapado radical, casi militar, el mismo cuerpo lujoso, trabajado con mimo en un gimnasio hasta el sabio límite más allá del cual no se puede esconder este detalle, y el mismo buen gusto para vestirse, ambos trabajaban en la filial italiana de la misma multinacional de software, una empresa que yo conocía muy bien. Pero si esa circunstancia no hubiera animado una pintoresca conversación en dos idiomas desde el primer día, habría acabado
charlando con ellos de cualquier cosa, porque eran muy simpáticos, corteses y divertidos, a pesar de que no habían ido hasta allí precisamente para hacer amistades. Se tenían el uno al otro y les sobraba todo lo demás, hasta el punto de que no llegué a verles nunca fuera de las comidas, o mejor dicho, de las cenas. Por las mañanas, se iban a una playa nudista que estaba bastante lejos, a unos cuarenta minutos andando por las dunas, y no volvían hasta el atardecer. Por las noches, justo después del postre, se encerraban en su bungalow y nadie les veía el pelo hasta el desayuno de la mañana siguiente. Para bailes y diversiones, desde luego, los suyos, porque nadie se divertía tanto como ellos.
Jonah, en cambio, era una compañía bastante fúnebre, aunque fue lo más parecido a un amigo que llegué a hacer allí. Típico ejemplo de hombre hecho a sí mismo, había sido minero durante su juventud y, siendo siempre el mejor, me explicaba en un español incierto, había llegado a la cima. Sin embargo, cuando por fin le nombraron gerente de la mina y empezó a ganar dinero de verdad, a su mujer le diagnosticaron una cirrosis bastante avanzada. Se había quedado viudo cinco años antes y desde entonces el gran drama de su vida era el tiempo libre. Sus hijos le habían obligado literalmente a venir a Túnez, pero no podía pasárselo bien porque cada cosa que hacía, cada bocado que probaba, cada gota que bebía, le hacían pensar en su pobre Meg. A Meg le habría encantado esto, era su frase favorita incluso cuando me convencía de que jugara con él al dominó. Yo le escuchaba con ojos de luto mientras pensaba solamente en dos cosas, lo mucho que me habría gustado divisar los monasterios tibetanos tras una espesa niebla de humo de hachís, y que el día menos pensado iba a seguir clandestinamente a los italianos hasta su playa nudista para espiarles, y morirme de envidia, y divertirme un poco yo también, aunque fuera de lejos. Y si Said no hubiera aparecido, creo que habría acabado arriesgándome a hacerlo.
Pero Said apareció, de improviso, el viernes de la primera semana que pasé allí, una noche tonta, como las cinco que habían transcurrido antes de aquélla, barbacoa con baile y juego de las sillas, y un montón de gente mayor sin sentido alguno del ridículo, dando saltitos y emborrachándose con una sola copa. Yo estaba apartada, con Guido y Cario, que excepcionalmente habían decidido pedir un whisky antes de esfumarse, y ellos lo vieron antes, una mancha blanca al fondo, entre los matorrales que delimitaban la piscina, y al principio sólo noté que se reían, que se daban codazos y de repente se abrazaban, un abrazo auténtico, estrecho, nunca les había visto abrazados, entonces Guido, que era el más fuerte, obligó a Cario a girarse para poder mirarme desde encima de su hombro, y me dijo algo que no entendí pero me obligó a fijarme con más atención en lo que sucedía, sólo entonces le vi, un hombre joven, moreno, que se había adelantado un par de pasos para que yo lo viera y desde lejos me miraba, y sonreía, y de repente lo entendí todo aunque no hablara italiano, adiviné que ellos lo habían visto primero, y les había gustado, y habían fingido una mínima comedia de celos hasta que se dieron cuenta de que él me miraba a mí, no a ellos, y estaban esperando a que hiciera algo, pero yo no sabía qué hacer, yo me quedé quieta, como clavada en la hierba, y no tuve tiempo para planear ningún movimiento, porque Guido soltó a Cario para venir hacia mí y darme un empujón, riendo, dai, Alessandra, dijo solamente, y yo eché a andar como un muñeco al que acabaran de darle cuerda.
—Buenas noches —el desconocido me saludó en español.
—Buenas —le respondí, distinguiendo en la penumbra sus ojos negros, relucientes, sus dientes blanquísimos—. ¿Por qué me miras?
Se echó a reír, desbaratando el aire con las manos, para hacerme entender que, aparte de la convencional fórmula de su bienvenida, no hablaba español, y repetí la pregunta en francés, mientras me atrevía a mirarle con más detenimiento y una punta de descaro para descubrir que los italianos no se habían equivocado. Era un chico guapo de verdad, no muy alto, pero más alto que yo, no tan joven, pero bastante más joven que yo, la piel oscura, pero brillante como un espejo, el pelo rizado, las manos bonitas y un cuerpo de niño grande bajo la camisa blanca, ancha, casi completamente abierta, y los pantalones blancos, limpios, más estrechos que ajustados.
—Pareces aburrida —me contestó por fin, en un francés bastante mejor que el mío—, y eso no
me gusta. Nuestra misión es que no se aburra nadie.
—¿Trabajas aquí? —le pregunté, sorprendida no tanto por no haberlo visto antes como por la precaución con la que había abandonado su escondite detrás del seto, un detalle que me indujo a pensar que se había colado saltando la verja.
—Claro. Soy el responsable de todo esto… —su dedo índice, extendido, hizo un gesto circular que pretendía abarcar todo cuanto nos rodeaba, y sólo entonces me fijé en que llevaba prendida sobre el bolsillo de la camisa una placa de plástico en la que me costó trabajo descifrar la palabra Entrenen.
—¡Ah! —exclamé, más para mí misma que para él, misteriosamente aliviada por el hecho de que en efecto trabajara en aquel lugar.
—Me he fijado en ti… —me confesó, con una naturalidad pasmosa—. ¿Por qué no bailas?
—Porque nadie me invita a bailar.
—¿El inglés no? —me di cuenta de que se refería a Jonah, y me eché a reír—. Me he fijado en ti —repitió, riendo él también.
—Ya lo veo…
—¿Quieres bailar conmigo?
Me prohibí terminantemente a mí misma pensar siquiera que podría contestar que no, y le cogí de la muñeca para conducirle a la pista de baile, pero él no quiso mover los pies del suelo.
—No, ahí no… —dijo—. Es mejor aquí. Aquí no nos verá nadie.
Al echarle los brazos al cuello, un instante antes de desaparecer con él detrás del seto, pude ver aún a Guido y a Cario, abrazados y sonrientes, haciendo gestos de ánimo con los brazos en alto, y de repente me sentí muy bien, muy segura, capaz de cualquier cosa, una súbita fortaleza que probó enseguida su eficacia, porque Said me sujetó entre sus brazos como si tuviera miedo de que pudiera salir volando, y pegó su cuerpo contra el mío hasta obstaculizar cualquier posible movimiento de mis piernas, y sólo después inició un dudoso simulacro de baile moviendo despacio la cintura al ritmo de la música que llegaba de muy lejos, tanto que no llegué a identificar la canción, una típica balada lenta de los años setenta, Noches de blanco satén, quizás, no lo sé, yo apreciaba su presión y seguía vagamente el balanceo que imprimían sobre mi cuerpo sus manos abiertas, una en el centro de la espalda, la otra mucho más abajo, deslizándose con cautela hasta lograr posarse encima de mi culo con una franqueza que me desconcertó. Entonces, como si cualquier objetivo ulterior hubiera estado supeditado a esa conquista preliminar, esencial, movió la cabeza y pensé que iba a besarme, pero hizo todo lo contrario, porque separó su cara de la mía, como si necesitara mirarme y, sin soltarme el culo, alargó la otra mano hasta mi cabeza para acariciarla muy despacio.
—Tienes un pelo muy bonito —susurró—, rubio, rubio…
Después sí me besó, y lo hizo como nadie me había besado desde que tenía catorce años, con nervios, con prisa, con una torpeza inmensa, su lengua presionando contra mi paladar como el puño de un náufrago desesperado, empujando con saña a mi propia lengua hasta negarle el menor lugar donde replegarse, hasta lograr que de repente me sobrara entera, igual que me sobraban mis dientes, mis encías, mis labios tensos, inútiles, toda mi boca, que no era más que una accesoria prolongación de su boca, todo mi cuerpo, que no era más que un asombrado pretexto de su ímpetu, el afán que me obligaba a la forzosa quietud de una estatua de cera. Aquella irresistible pasividad instaló en mis ojos una mirada ajena, alumbrando un foco de luz blanquísima bajo el que me contemplé con el mismo moderado y distante interés que me habría merecido aquella escena si su protagonista hubiera sido otra mujer, quizás la turista rubia, fea y sola que me había precedido una semana antes de mi llegada, o esa otra, tan parecida, que ocuparía sin duda mi lugar una semana después de que yo partiera. Las veía tan claramente como si las hubiera conocido desde siempre, biografías discretas, físicos discretos, ambiciones discretas, y la discreta elegancia de quien no tiene que cuidar de nadie excepto de sí misma, y lleva siempre los zapatos brillantes y el bolso medio vacío. Sabía que ésas eran sus presas favoritas, las más fáciles, porque se había fijado en mí, que era fácil, y sin embargo no entendía muy bien qué obtenía a cambio un hombre como él, y a la amable hipótesis de
que las turistas guapas nunca viajan solas, sucedió una sospecha mucho más terrible, tanto, que antes de comprender que jamás podría atreverse a pedirme dinero porque esa audacia podría costarle el trabajo, sufrí un ataque de pánico que multiplicó en un instante la fuerza de mis brazos, y apenas tuve que esforzarme para apartarlo de mí.
Él se me quedó mirando con una expresión divertida, como preguntándome qué iba a pasar después, y yo, que no lo sabía, eché de menos su calor, la brutal complicidad de su abrazo. Entonces, una sensatez distinta, profunda y verdadera, se abrió paso de golpe desde el sótano al que destierro las cosas que no quiero saber que sé, y en silencio escuché mi propia voz, una pregunta neutra, desapasionada, sinceramente interesada en obtener una respuesta, ¿y para qué quieres tú el dinero, Marisa?, eso decía, si tienes treinta y cinco años, y estás sola en el mundo, y follar te gusta tanto como el chocolate a los niños pobres, y no te comes un colín ni por casualidad, imbécil, ¿quieres decirme en qué cono estás pensando? La dignidad, me contesté tímidamente, y yo misma me mandé a la mierda. Luego, tendí los brazos hacia él, y le besé, y le dije en español, vamos, y él me entendió, pero tampoco esta vez quiso seguirme hasta mis dominios, y tiró de mí en dirección contraria para llevarme a una especie de almacén, un edificio rectangular de paredes de cemento, lleno de maquinarias y herramientas de todas clases, que incluía, al fondo, un cuarto pequeño, con una cama de hierro que encontré extrañamente acogedora a pesar de su estricta desnudez.
Cuando todo acabó, y fue enseguida, no me arrepentí de haber escuchado mi voz más afilada, la más oscura, la que más ferozmente defendía mis verdaderos intereses. Said no era un buen amante, o al menos nunca fue un buen amante para mí, pero su belleza, su edad, el equilibrado conjunto de atributos que lo convertían en un ejemplar insólito en mi raquítica colección de conquistas, una versión juvenil y exótica de esa clase de hombres apasionantes a los que nunca me he atrevido a aspirar, compensaban misteriosamente su inconstancia, su apresuramiento, y hasta el mecánico desinterés con el que insinuaba apenas, tan rápidos eran sus labios, sus dedos, ciertas caricias aprendidas que en ningún momento lograron convencerme de que mi placer le importara en lo más mínimo, un grado de indiferencia que en Occidente habría rebasado el rango de lo imperdonable, pero que en él era tan natural, tan inocente como respirar. Lo absolví de sus pecados sin esfuerzo mientras me vestía de nuevo, y lo seguí en silencio por el camino que me devolvía a mi bungalow sintiéndome mucho más ligera, más satisfecha conmigo misma, de lo que recordaba haber estado en años. Me despidió con un beso mudo al borde de la piscina y no quise esperar a verle marchar. Recuerdo aún mi gozoso reencuentro con las sábanas limpias, la serenidad con la que renuncié al orgasmo que él no había sabido proporcionarme, y la gloriosa pesadez del sueño que me abrazó apenas posé mi cabeza en la almohada, contraseñas físicas de una gesta tan pobre, y tan importante en cambio para mí.
Mi idilio con Said se prolongó hasta el final de mi estancia en Hammamet, acumulando noche tras noche etapas siempre parecidas, casi idénticas entre sí. Los días dejaron de tener importancia hasta el punto de convertirse en un engorro, un ineludible contratiempo, el paréntesis que de repente me apetecía llenar renunciando a la playa para jugar al dominó con Jonah o fingir que leía en el porche de mi bungalow, con la vaga esperanza de distinguirlo a lo lejos, transportando un motor o recortando un seto. Al atardecer amanecía el día verdadero, el tiempo de las cosas importantes, el plazo de la vida. Un par de horas antes de cenar, me encerraba en el cuarto de baño para bañarme, lavarme la cabeza y pintarme lo mejor que sé, que no es mucho, mientras meditaba con cuidado la ropa que me pondría para ir a cenar. En la mesa, Guido y Cario, los únicos residentes que llegaron a estar en el secreto, celebraban ruidosamente mi aspecto, hacían bromas, me pedían detalles, colaboraban en mi euforia a su manera. Luego, alejándome discretamente de la animación, paseaba por los alrededores de la piscina esperando la aparición de Said. Y Said siempre apareció, siempre llegó a tiempo para llevarme con él a la cama de hierro del cobertizo de las herramientas. Aunque para mí fueran bastante, nuestros encuentros eran muy breves. Nunca dormimos juntos. Él decía que tenía que volver a su casa, en el pueblo, y yo jamás le pregunté por qué, ni siquiera se me ocurrió preguntármelo a mí misma, y llegué a lamentarlo, porque lo que ocurrió tal vez me habría