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El viernes por la mañana lo vi aparecer detrás del bar, llamándome con un gesto del dedo índice. Tengo la tarde libre, me dijo, y he pensado que podríamos ir al pueblo, tomar algo, puedo enseñártelo todo y luego llevarte a cenar pescado al bar de un amigo mío, pura cocina árabe, precisó, no esta mierda… A las siete en punto me lo encontré, muy sonriente, en una de las puertas laterales del club, acelerando en vacío el motor de una Vespa cochambrosa, con un bollo enorme encima de la rueda de atrás y mordiscos de óxido por todas partes. Una cuerda, destinada a sujetar algo que no fui capaz de identificar cruzaba en diagonal la zona delantera y el asiento de plástico estaba tan rajado como si un psicópata se hubiera hartado de darle cuchilladas, pero era su moto, me había hablado alguna vez de ella, parecía muy orgulloso de poseerla, y no tenía motivos para decepcionarle, así que sonreí yo también, todo lo que pude, antes de sentarme a su espalda y abrazarle fuerte, porque ya presentía que viajar en aquel cacharro sería lo mismo que sentarse encima de las aspas de una batidora.
Nos detuvimos en una calle corriente, ni ancha ni estrecha, ante una hilera de casas encaladas de tamaño y aspecto parecidos. Said se entretuvo en asegurar la moto a un poste con una cadena, y luego me dirigió, sus manos sobre mis hombros, hasta apoyarme en una pared, lo suficientemente cerca de la moto como para disuadir a un merodeador, pero lo suficientemente lejos como para que cualquier paseante despistado no me vinculara a la fuerza con aquella ruina. Después, a modo de explicación, se tiró de la camisa blanca con la que siempre le había visto, voy a cambiarme, dijo, espera aquí. Le vi cruzar la calle con sus andares de James Bond de bajo presupuesto y entrar en una de aquellas casas, ni mejor ni peor que las demás, y durante un cuarto de hora no pasó nada más y apenas nadie, una pandilla de niños que me miraron sin mucha curiosidad y una anciana velada que parecía ir hablando para sus adentros. Los gritos me pillaron desprevenida, tanto que ni siquiera me esforcé en averiguar de donde venían, pero se hicieron más altos, más frecuentes, más violentos, y reconocí la voz de Said un minuto antes de verle salir, peinándose con un esmero incompatible con la furia que incendiaba sus ojos.
Llevaba unos vaqueros muy nuevos, planchados con raya, y una camisa Lacoste color salmón, que fue por donde le agarró la mujer que salió de la casa detrás de él, una chica muy guapa, mucho más guapa que yo, y muy joven, más joven incluso que él, que era quien más chillaba, y lo hacía con tanto calor, con tanta rabia, con un convencimiento tan rayano en la desesperación, que al principio no llegué a ver a los dos niños pequeños que debían de haber salido con ella para buscar cobijo en la sombra de su cuerpo, abrazados los dos a las piernas de su madre hasta que ella les obligó a salir y les empujó hacia mi amante. Él respondió a aquel gesto con un último chillido, tan desmesuradamente feroz que provocó una explosión de llanto en el más pequeño, un niño de unos tres años que se tiró al suelo, se hizo un ovillo, y se quedó allí, en medio de la calle, como vencido por su propio desconsuelo. Entonces, Said cambió radicalmente de actitud. Hablando con dulzura, en un susurro rítmico, casi musical, se acercó al crío, le atrajo hacia sí, abrazándolo, y lo meció entre sus brazos hasta que calló, sin advertir siquiera que la mujer había aprovechado aquel paréntesis para meterse de nuevo en la casa cerrando violentamente la puerta. La niña, que era poco mayor que su hermano, giró entonces la cabeza, buscándome, sin dudar por un momento de que yo, o cualquier otra mujer como yo, pudiera no estar cerca de ellos en aquel momento, y cuando me encontró, se me quedó mirando fijamente con ojos indescifrables, intensos pero no expresamente hostiles, una mirada mineral, cansada de puro vieja, de puro sabia, y sin embargo curiosa, la mirada de un animal joven que acecha una presa pero está a punto de huir detrás de una mariposa. Ése fue el detalle que más me impresionó.
Said se acercó a mí por fin, llevando todavía al niño en brazos. Son mis hijos, dijo solamente, tengo que quedarme con ellos esta tarde, y yo no le dije nada, no le pregunté nada. Él sólo me había contado que tenía veintiocho años y ahora vivía en la antigua casa de sus padres, la casa donde él se había criado, pero cuando nos instalamos en una terraza para turistas, al lado del castillo, se sintió en la obligación de inventar sobre ¡a marcha una historia vulgar, previsible, patética, él no quería a
su mujer, nunca la había querido, sus padres le habían casado siendo todavía un niño, nunca había podido elegir, me explicaba todo esto en francés, apretándome disimuladamente la mano por debajo de la mesa, y yo apenas le escuchaba, yo sólo quería que se callara, que dejara de decir estupideces, que se limitara a sonreír para no echar a perder aquella noche, y la noche siguiente, que sería la última. El niño se cansó enseguida de oírnos hablar en francés y se fue a corretear por la playa, pero la niña se negó a levantarse de la silla, desafiando la cólera de su padre con una calma infinita. De rodillas sobre el asiento, con los codos apoyados en la mesa, me miraba sin parpadear, la misma mirada extraña, insólita, que nacía de una proporcionada mezcla de interés, de cansancio y de desconfianza. Me caía muy bien, aquella niña, la sentía muy cerca de mí. Supuse que su madre le había encargado que me vigilara y lo entendí, entendí también a aquella mujer furiosa que ahora debía de estar deseándome la muerte. Por eso, cuando Said levantó la mano para llamar al camarero, y volvió a negarle a su hija el helado que le había pedido, que le había exigido ya varias veces, con la voz alta, firme, que hablaba en un idioma que yo no podía entender, me ofrecí a invitarla, pedí una carta, se la enseñé, le dije por señas que escogiera el helado que quisiera, pero ella ni siquiera se dignó a dirigir la vista hacia el cartón que yo sujetaba en vano. No estaba dispuesta a consentir que la invitara a nada, y después de comprenderlo, me di cuenta de que me caía incluso mejor que antes.
Aquella noche me acosté con Said en el cobertizo de las herramientas como si nada hubiera pasado, y sin embargo, nunca he olvidado a aquella niña, y nunca he olvidado a su padre, a pesar de la trivialidad de aquella historia, a pesar de la amargura de aquel helado imposible, nunca, y no sé por qué, la verdad es que no lo entiendo, pero todavía, alguna vez, cuando menos me lo espero, me encuentro pensando en la hija de Said, pensando en su padre.
Los ojos de Said, rasgados y negrísimos, risueños, me miraban también aquella mañana hasta que decidí ahuyentarlos abriendo mis propios ojos. Forito, tendido sobre el costado derecho, dormía aún, la sábana cubriéndolo casi por completo, consintiéndome apenas ver su nuca, el pelo blanquecino que raleaba sobre su cráneo, una cabeza de anciano, me dije, antes de reprocharme con dureza el imperdonable arrebato que me había empujado hacia sus brazos sólo unas horas antes. Decidida a reconquistar lo antes posible el fabuloso territorio que Alejandra Escobar había cedido a la realidad en una sola noche, me levanté deprisa, posando los dos pies en el suelo al mismo tiempo como una íntima promesa de determinación, pero cuando rodeé la cama para abrir las cortinas, confiando a la luz del sol el esfuerzo de inaugurar un día nuevo y distinto, ajeno a la memoria de la noche anterior, vi los zapatos que Forito había colocado con mucho cuidado al pie de la cama antes de acostarse, uno al lado del otro y ambos perfectamente alineados, con su correspondiente calcetín dentro, como los zapatos de un niño que se ha dormido esperando la llegada de los Reyes Magos, y sucumbí sin condiciones a la ternura de aquel objeto, un par de zapatos marrones medio muertos ya de puro viejos, a punto de reventar por las costuras. Él abrió los ojos justo en aquel momento, y le sonreí sin llegar a ser muy consciente de querer hacerlo. Sin embargo, su sonrisa me devolvió lo mejor de la noche pasada, un amante atento, cariñoso y confiado, casi lo mejor a lo que he podido aspirar nunca.
—Buenos días —me saludó con su voz rota, invitándome con la mano a sentarme en el borde de la cama, y deseé que metiera la pata, que dijera cualquier cosa inconveniente, que decidiera por mí, que se expulsara a pulso de mi vida, pero cogió una de mis manos entre las suyas, la acarició con dedos ligeros, y volvió a sonreír, tímidamente—. ¿Qué tal estás?
—Bien —dije, bajando la cabeza para no afrontar el brillo de sus ojos—. Pero voy a–a hacer el desayuno o llegaremos ta–arde a trabajar…
Cuando le vi entrar por la puerta de la cocina, tan elegante como lo había encontrado en el bar del Ritz, el traje de lino crudo, la camisa rosa, la corbata amarilla con dibujos menudos, me asombré de cuánto puede mejorar cualquiera, si no con la felicidad, sí al menos con la buena suerte, y
mientras servía el café, sin captar el carácter específicamente íntimo de aquella acción hasta después de haberla emprendido, pensé que tal vez se habían terminado las Navidades para mí sola, las vacaciones para mí sola, los cumpleaños para mí sola, y registré una sensación nueva, rarísima, como si dentro de mi pecho creciera una esponja que se expandiera sin cesar, mi cuerpo relleno de otro cuerpo de algodón ingrávido, un parásito placentero que lo devoraba todo generando a cambio una extraña serenidad. Sin embargo, no cambié ni una coma del discurso que había preparado a solas, mi atención aparentemente dividida entre la cafetera y el tostador.
—M–mira, Foro… —empecé, amontonando las migas con el dedo índice en una esquina de la mesa, sin atreverme a mirarle pero decidida a no volver a llamarle Forito nunca más—, he pensado que es mejor que no cuentes na–ada de esto en la editorial, ¿sa–abes?, porque la gente…, bueno, ya sa–abes cómo es, y no tendría ninguna gracia que empezaran a–a hacernos chistes, en fin, eso es lo que yo…
—Como tú quieras —dijo, y le miré por fin, y vi que me sonreía, y eso terminó de ponerme nerviosa.
—Bueno, quiero decir a–ahora, hoy, ma–añana… Porque al fin y al cabo tampoco ha pasado na–ada… todavía, quiero decir, no sé, n–no me gustaría que pensaras que yo… En fin, que no sé qué opinas tú, pero yo creo que es mejor que no se entere nadie… De m–momento por lo menos… Me pa–arece…
—Que sí, que lo que tú quieras —insistió, tan sonriente como antes, y me di cuenta de que mi mala conciencia había empezado a jugarme malas pasadas.
Nos separamos en el portal, porque él tenía que pasar por su casa a recoger unas fotos, y me subí en el autobús hecha un lío. Cuando bajé, media hora después, no tenía las cosas ni una pizca más claras, y los ordenadores se negaron a echarme una mano. Habría dado cualquier cosa por una buena avería, una catástrofe de las que me sacaban de quicio cualquier otro día, un monstruoso rompecabezas informático capaz de sorberme el seso como si alguien estuviera aspirándolo con una pa–jita, pero no pasó nada, todas las máquinas estaban a punto, todos los sistemas funcionando, todos los periféricos, sumisos como nunca, se mantenían dócilmente a la expectativa del menor de mis caprichos, y el trabajo pendiente, la maquetación de las columnas de apoyo del sexto tomo, era mecánico y aburrido como pocos, así que no me quedó más remedio que cargar con mi propia cabeza, contar con paciencia las bur–bujitas que predecían su inminente estado de ebullición, y esperar.
Ya me había alarmado en vano un montón de veces cuando una ligera y repentina inquietud, como el presentimiento de otros ojos, me obligó a levantar la vista de la pantalla para dirigirla a las paredes de cristal de mi pecera, y allí le encontré, con la misma ropa de domingo y un nuevo control en el rostro, mirándome. Cuando obtuvo el pequeño premio de mi mirada, tosió ligeramente con la mano sobre la boca, improvisando una torpe táctica de distracción, y desapareció inmediatamente por mi derecha. En esto, como en todo lo demás, se portó siempre como un caballero, respetando las reglas que yo había impuesto con un escrúpulo que a veces parecía rayar en el temor. Por eso, porque sospechaba que la misión de no defraudarme era muy importante para él, siempre que le pillaba mirándome a hurtadillas, o le veía apartarse para dejarme sitio en un pasillo mucho antes de llegar al punto en el que íbamos a cruzarnos, o me sorprendía de la rapidez con que desviaba la mirada si nos encontrábamos en un ascensor, dejaba de pensar por un instante en mi propia confusión para preguntarme qué sentiría él en realidad, qué pensaría de mí, qué papel me habría asignado en su vida si es que él era como yo, incapaz de aceptar lo que el azar le ponía delante sin buscarse por su cuenta problemas que tal vez ni siquiera existieran. Entonces recordaba las bromas amables, inofensivas, casi tradicionales, con las que el resto del equipo celebraba los síntomas de la predilección que Foro solía mostrar hacia mí, las canciones que tarareaba cuando me veía aparecer, el gesto automático de adelantarse a pagarme el café o los imprevisibles accesos de timidez que le asaltaban sin motivo cuando me sumaba por sorpresa a la conversación más inocente. Rosa había afirmado siempre que estaba enamorado de mí, y Ramón la secundaba con tanto entusiasmo que
más de una vez, en los tiempos en los que tener razón o no tenerla me daba exactamente lo mismo, llegué incluso a pensar que tal vez supiera algo que no quería contarme, pero que entonces, tan poco me interesaban los sentimientos de Foro, ni siquiera se me ocurrió preguntar. Después de la noche del Ritz, en cambio, porque las cosas por fin habían cambiado aunque todavía no hubiera logrado precisar en qué dirección, la idea me gustaba y me aterraba a partes iguales, tan milimétricamente equilibradas como para animarme a seguir con la boca cerrada. Y sin embargo, había cosas que me daban más miedo que el amor de Forito.
Si hubiera leído mi propia historia en una novela, si la hubiera visto en una película o en una serie de televisión, sé con certeza lo que habría dictaminado sin dudar, ella es una hija de puta. Pero la ficción adorna a los personajes más insignificantes con encantos inéditos en el mundo real, yo lo sé muy bien, porque formo parte de ellos, y sé que la belleza interior ni es belleza ni nada, apenas un pretexto para que los que son bellos por fuera afirmen una calidad moral que no tienen porque no se puede tener, sencillamente. En el mundo no habitan maestritas esmirriadas con alma de poeta capaces de seducir a Gary Cooper, ni fantasmales espectros con el rostro quemado por el ácido y un espíritu tan exquisito como para rendir de amor a la novia del tenor más apuesto, todo eso es mentira. Las maestritas esmirriadas se masturban como locas después de cumplir treinta años y los espectros fantasmales se mueren de asco poco a poco decorando su guarida con los posters del Playboy, y al resto del mundo le importa una mierda la pobreza de su destino, por eso son necesarias las mentiras. Y las mentiras, como todas las drogas necesarias, son peligrosas, porque convierten a una pobre mujer confusa, una criatura tan insignificante que la vida jamás ha condescendido a ponerla a prueba en casi cuarenta años de existencia vana, en toda una hija de puta, y esa miseria ficticia puede llegar a destrozarla tanto como el crimen más cruel, más auténtico y sangriento que haya podido cometer jamás. Pero ni siquiera era eso lo que más me dolía, porque habría renunciado mucho más fácilmente al ficticio galán capaz de enamorarse de la ficticia belleza que me adorna por dentro si, al encontrarnos, Foro no hubiera formado parte ya de la reducidísima parcela de este mundo que es el mío, si lo hubiera conocido fuera de la editorial, en terreno neutral. Entonces, tal vez todo habría sido distinto, y mi silencio habría tenido otro valor.
Él sabía portarse como un caballero, y no me miraba, no me hablaba, no me buscaba por los pasillos, pero después de pasearse por la editorial con aquel traje de lino que nadie había visto nunca, apareció al día siguiente con un blazer azul marino con botones dorados, audazmente combinado con unos vaqueros casi nuevos, y este cambio radical de imagen no pasó desapercibido para las observadoras más malévolas, dos secretarias de dirección solteras y cincuentonas que no tenían nada que hacer y dedicaban las mañanas a pasearse por el edificio en busca de cualquier cosa que desmenuzar durante la comida con sus colmillos de hienas menopáusicas. Y fue en la cola del comedor donde escuchamos sus comentarios, ¿has visto a Forito, cómo se ha puesto?, ¡sí, hija, qué barbaridad!, ¿y a quién habrá enganchado?, a cualquier desesperada, vete tú a saber, desde luego que sí, porque ¡para cargar con eso, ya hay que tener ganas…!, bueno, mujer, ya sabes, siempre hay un roto para un descosido…
Fue Ana la que les plantó cara, Ana la que defendió a Foro, la que se rió de ellas sin mirarlas, pero en un tono lo suficientemente público como para que no dudaran de a quién iban dirigidas sus palabras cargadas de ironía, cargadas de desprecio, cargadas de un cariño incondicional por aquel hombre que se arrojaba por mí a las garras de las arpías, fue Ana, y no yo la que arremetió contra ellas en voz alta, no hay nada más patético que escuchar a alguien que habla de lo que no sabe, ¿verdad?, y fue Fran quien contestó en el mismo tono, desde luego, a mí no hay nada que me dé tanta pena, una de ellas volvió la cabeza a tiempo para comprobar que Ana volvía a la carga, por ejemplo los hombres, dijo entonces, si una sólo los conoce en sueños… ¿no os parece que debería estar callada en lugar de meterse con los que existen de verdad?, pero es que entonces se darían demasiada lástima a sí mismas, apuntó Rosa, sí, Fran se reía, y la cosa acabaría en un suicidio colectivo, pues mira, remató Ana, mucho más económico, y todas rieron, y el honor de mi amante fue vengado por ellas, que no se habían acostado con él, por ellas, que no lo habían negado fuera de
las paredes de su casa, por ellas, que no habían oído hablar a su madre, a su tía y a su abuela igual que hablaban aquellas dos mujeres malas e infelices a la vez, y que por eso nunca se habían prometido por dentro no llegar a ser jamás igual que ellas. Y yo estuve callada, y aún más, decidí no volver a acostarme con Forito en el resto de mi vida.
Al día siguiente todavía estaba satisfecha de haber tomado aquella decisión. Veinticuatro horas más tarde, ya había empezado a dudar. El siguiente paso no lo di exactamente yo, sino esa voz feroz que albergaba sin saberlo hasta que trepó por mi garganta desde su remotísimo escondrijo para empujarme a los brazos de Said, una voz que sonó como una alarma cuando Foro se las arregló para tropezarse conmigo el viernes por la tarde y yo no le dije nada, una voz que atronó como el eco de un pelotón de fusilamiento cuando volví sola a casa y cerré la puerta por dentro, una voz que no me dejó dormir, y me atormentó el sábado entero con palabras rotundas como cañonazos, imbécil, imbécil, imbécil, me decía, mira que eres imbécil, y tristísima, y cobarde, injusta, y penosa, sobre todo penosa, porque en el fondo él te gusta, claro que te gusta, si estoy hablando yo, cómo no te va a gustar, y aquí estás, haciendo el imbécil, ¿y a qué esperas?, dime, tonta, ¿qué estás esperando exactamente?, ¿encontrar un novio que le guste a la secretaria del director?, ¡qué pena, Marisa, hija, qué pena!, mira que eres imbécil, imbécil, imbécil, bien que se dio cuenta el tunecino aquel que ahora va a resultar el amor de tu vida, porque en otra como ésta no te vuelves a ver, imbécil, de eso ya puedes estar segura… Fue aquella voz la que el domingo por la mañana levantó el auricular del teléfono, y marcó un número que debía de saberse de memoria, y saludó a Foro, y le invitó a comer paella, y me empujó luego a la calle, a comprar una barra de pan y medio kilo de pasteles, y un ramo de clavellinas preciosas, pétalos de color fucsia atravesados por unas hebras blancas que parecían dibujadas a mano, y mucho muguete, un ramo que quedó estupendamente dentro de un jarrón de cristal, en el centro de una mesa para dos.
La paella la hice yo, y salió buenísima. Fui yo también quien escogió sentarse muy cerca de Foro, en el sofá, después del café, y quien pagó una amarga confidencia —estoy muy contento de que me hayas llamado, dijo, con esa peculiar elegancia natural que le permitía bordear cualquier precipicio por el sendero más precario, sin desprender jamás ni una sola china con el tacón de sus viejos zapatos marrones, ya pensaba que no nos volveríamos a ver— con un beso sincero, asombrosamente sincero, como lo fue mi dedo índice al encender la luz del dormitorio un instante después de que él la hubiera apagado, acertando a activar al mismo tiempo el ventilador del techo, que ya no quiso chirriar con su viejo acento de niño desamparado. Fui también yo, un yo tan puro, tan desprovisto de argucias íntimas que casi lo desconocía, quien desterró de mi conciencia esa confusa amalgama de mentiras innatas y verdades adquiridas que perdió lastre como un globo que se eleva a toda prisa, la noción de que mi cuerpo era feo, mi carne triste. Yo decreté su alegría, pero después, cuando el silencio dejó de ser un sonido armonioso para convertirse en un ruido que no podíamos escuchar mientras fabricaba aplicadamente un obstáculo invisible sobre la almohada, donde nuestras cabezas permanecían inmóviles, y tan juntas como si estuvieran condenadas a compartir un solo aliento a los dos lados de un muro de aire durante toda la eternidad, fue Foro el único que se atrevió a hablar.
—Es… Es una suerte eso de que se haya pasado de moda lo de comentar los polvos después de echarlos, ¿verdad?, porque era un coñazo, buah, no veas, aunque, en fin, también tenía su lado bueno, ya te digo… —entonces soltó una risita, y me miró—. Porque, bien mirado, la verdad es que uno se quedaba más tranquilo.
—Si es por eso —sonreí— puedes quedarte tranquilo. Has estado muy bien.
Hizo una pausa que no conseguí interpretar, cabeceando aparatosamente, como si se felicitara de poder darse la razón a sí mismo.
—Hay una cosa tuya que me hace mucha gracia —dijo después—. ¿Tú te has dado cuenta alguna vez de que después de follar no tartamudeas?
—No… —me quedé más muda que callada, mi lengua paralizada por el asombro.
—Pues es verdad. Me di cuenta la otra noche y ahora te he dicho la tontería esa de hablar de los
polvos sólo para comprobarlo, ya te digo. Y me has contestado de un tirón.
—¿En serio? —asintió con la cabeza y me resigné a que llevara razón—. Bueno, puede ser… Tampoco tartamudeo siempre. Digo bien la mayoría de las letras, normalmente me engancho en las aes, en las enes, y a veces, si estoy muy nerviosa, en las emes también —Alejandra nunca tartamudea, pensé entonces, lo sé desde el principio, desde que la escuché hablar en Túnez, su francés tan pobre como el mío—. ¿He tartamudeado ahora?
—No.
—¿Seguro? —volvió a asentir y yo le creí—. Desde luego, parece mentira… Avísame la próxima vez que lo haga.
—Vale —se rió—. Pero lo que yo estaba pensando es que… A ver si me entiendes, si tartamudeas más cuanto más nerviosa estás, entonces es que follar te tranquiliza.
—Claro, como a todo el mundo.
—O sea, que si te echaras un novio que te gustara, y vivieras con él, y follaras un día sí y otro no, por decir algo, y él estuviera bien, ya te digo… Pues dejarías de tartamudear.
—N–no… n–no lo sé.
—Has tartamudeado.
—Ya–a me he da–ado cuenta.
—Lo siento.
—N–no, déjalo tumbado.
Rió conmigo aquel chiste malísimo y no quiso añadir nada más, porque no hacía falta. Fui yo quien decidió ir un poco más allá cuando se agotaron los besos, y los abrazos, y otros temas de conversación mucho menos peligrosos —su memoria infantil de Carabanchel era como la chistera de un mago, un lugar del que podía salir cualquier cosa—, y lo hice sin pensar. Estaba a punto de ofrecerme a preparar algo para cenar, porque se había hecho de noche en la ventana, y en el reloj de mi mesilla, sin que nos diéramos cuenta, cuando aquellas palabras, prodigiosamente enteras, brotaron de mi boca sin permiso.
—¿Sabes una cosa? Me lo he pasado muy bien esta tarde, Foro.
—Ahora no has tartamudeado.
—Porque no quiero ta–artamudear. A lo mejor eres tú lo que me tranquiliza.
—Pues ya sabes.
—¿Qué?
—No tienes más que llamarme.