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Mis días, que hasta entonces parecían incomprensiblemente felices en la estrecha horma de una pauta siempre idéntica, exacta, matemática, veinticuatro horas en total, ocho para trabajar, ocho para dormir, dos o tres para alimentarme, el resto sólo para hacerme consciente de su paso por mi vida, empezaron a escapar de mi control, a estirarse y encogerse como si fueran de goma, a escurrirse entre mis dedos —días de agua, de gas, de humo—, o a permanecer quietos, sólidos e inamovibles, durante muchas más horas de las que les correspondían —días de piedra, de tierra, de plomo—, al margen de mi voluntad y de mi capacidad para aprehender el destino que los guiaba. Y sin embargo, mi situación se prolongó sin un solo cambio verdadero durante muchos meses. En el exacto corazón del vértigo, podía percibir muy bien mi propia inmovilidad.
Mi vida sucedió a partir de entonces en dos planos diferentes, contiguos y paralelos como esas dos rayas infinitas que jamás acertaban a juntarse sobre la pizarra del colegio. El mejor de ellos era íntimo, fértil, casi perfecto, porque mi historia con Foro trabajaba por sí misma sin cesar, consolidando poco a poco triunfos menores pero definitivos, y primero dejé de comprar pasta de dientes con sabor a canela porque a él no le gustaba, y más tarde desterré definitivamente el
pimiento verde de todos mis guisos incluso cuando no iba a venir a comer conmigo, porque le sentaba mal, y después tiré a la basura un pijama de franela marrón muy abrigado, porque él decía que me convertía propiamente en una patata cruda, y ni siquiera llegué a echarlo de menos cuando regresó el frío. Pero ninguno de estos gestos logró arañar siquiera el signo de otro tiempo que era peor y también sucedía, nunca a la vez, siempre un poco antes, o un poco después, un plano público, frío y objetivo, que yo vivía como una espectadora imparcial de mi propia historia, manejando los datos que poseían los demás, utilizando sus mismos códigos, sucumbiendo a sentimientos que no por ajenos dejaban de pertenecerme, y que traían consigo la hora de jurar que ni un día más, ni una noche más, ni un solo beso más, a despecho de esa voz cruel que vigilaba siempre, esperando mi menor descuido para insultarme con el brutal acento de esas verdades que pueden ser más falsas que cualquier mentira.
La realidad se fue contagiando poco a poco de la repentina cualidad elástica que enrarecía el paso del tiempo, e interpretarla se convirtió en una tarea impredecible, muy sencilla algunos días, terriblemente complicada otros, irresoluble casi siempre. Cuando estaba con él, Foro me gustaba, me divertía su manera de hablar, de entender las cosas, las historias que contaba, y hasta su manía de interrumpir continuamente los diálogos de las películas que veíamos juntos por la televisión con chistes y opiniones que lograban que me retorciera de risa, compensándome de sobra por las frases que no conseguía escuchar. Era incapaz de tomarse una película en serio, de involucrarse en las vidas de los personajes, de arriesgar la menor emoción por cualquiera de ellos, y ni siquiera comprendía muy bien la codiciosa avidez con la que yo escrutaba la pantalla, al acecho del menor hueco que me consintiera meterme en el argumento, para reír o llorar o enamorarme o morirme de miedo en el cuerpo del actor correspondiente. A veces pensaba que precisamente ahí, en la exacta longitud del abismo que nos separaba frente a cualquier historia inventada, residía su ventaja sobre mí, su capacidad para apreciar el mundo verdadero, un territorio del que yo le había desterrado sin darme mucha cuenta desde que mi propia confusión, mis propios miedos, y esa repugnante versión de la vergüenza en la que detestaba reconocerme, construyeron para él una realidad aparte. Porque Foro existía tan indudablemente como existía yo misma, cuando Alejandra Escobar salía a la calle, pero el tiempo que pasaba junto a él no formaba parte del mundo de todos los días, el mismo mundo que yo estaba dispuesta a negarle. Allí. Foro parecía eternamente condenado a ser un hombre viejo y derrotado, borracho e inútil, gracioso a destiempo, un figurante secundario en un sainete malo y antiguo, un intocable. Y eso volvía a ser, sin matiz alguno, en cuanto se separaba de mí unas cuantas horas. El tiempo también puede desangrarse.
En medio de todo, estaba el amor, que salva o condena, que legitima los crímenes más atroces. Yo estaba segura de no amar a Foro porque el amor habría salvado por sí solo todos los obstáculos, yo lo sabía, lo había leído en los libros, lo había visto en las películas. Pero también sabía que lo echaba de menos por las noches, justo antes de dormirme, y eso se parecía mucho a un amor distinto, pequeño, de andar por casa, demasiado corriente como para que los libros se ocupen de él. A veces me preguntaba si no existirán amores diferentes, como son diferentes las personas, las estaciones del año, los cielos de las ciudades, pero no sabía qué contestarme, porque nunca había estado enamorada de nadie que me correspondiera, no tenía muy claro cómo funcionan estas cosas. Ni siquiera estaba segura de que estar enamorada fuera imprescindible para ser feliz con alguien, me preguntaba si no sucedería más bien lo contrario, y a ratos dudaba de que enamorarse bastara para todo. Pensaba mucho en la historia de Ana con Javier Álvarez, que había empezado poco después de que Foro y yo nos encontráramos en el bar del Ritz, y trataba de calcular cómo habría reaccionado ella si el azar le hubiera asignado un amante como el que me había tocado a mí, pero tampoco llegué a resolver aquel enigma, quizás porque se apoyaba en premisas erróneas, y a las mujeres como Ana no se les pasa siquiera por la cabeza la posibilidad de enrollarse con hombres como
Foro. Por eso cuentan en voz tan alta sus amores con hombres apasionantes, a los que no se les pasa siquiera por la cabeza enrollarse con mujeres como yo. Eso creía, pero tal vez estaba
equivocada, a ratos me convencía de que Ana nunca habría llegado a caer tan bajo, y esa sospecha me dolía más que la aceptación de que existieran dos clases diferentes de destino, para dos clases diferentes de hombres y de mujeres, pobre gente, gente apasionante. No lo sabía, no sabía nada de mí, nada de nadie, con una única excepción, porque existía una sola cosa que sabía con certeza, con una apabullante seguridad de que iba a ocurrir, como sé que la noche sucede al día, que las nubes se disipan cuando cesa la lluvia, que la muerte implacable paraliza los cuerpos. Así sabía que si dejaba escapar a ese hombre me labraría un futuro de soledad completa, el horizonte que vislumbraba ya cuando la suerte tiró para mí unos dados que seguramente no me correspondían, y sacó un tres. Podría haber sacado un seis, pero la mitad de seis es mucho más que cero, y dormir sola por las noches es lo mismo que no tener nada, y sin embargo, y sabiendo todo esto, no sabía qué hacer con mi vida. Jamás me había imaginado que intentar ser feliz pudiera llegar a resultar tan difícil.
Y sin embargo, eso fue lo único que hice durante mucho tiempo, intentar ser feliz, aprovechar lo que traía de bueno ese tiempo que pasaba deprisa y parecía no pasar nunca, apreciar el calor de otro cuerpo bajo las sábanas, esmerarme en cocinar platos nuevos y difíciles para las cenas de los viernes, veranear en Madrid, con las persianas echadas y el ventilador en marcha, aguardando la tregua del atardecer para emigrar a la Casa de Campo y desplegar un botín de tortilla y filetes empanados en una buena mesa, al fresco, justo delante del lago, en la gloria, ya te digo. No eché de menos Katmandú, ni Bali, ni Hammamet, aquel verano, pero eché de menos a Foro cuando se marchó con David a la playa, a primeros de agosto, aunque fuera lo que más le da por culo en este mundo, y llegué a arrepentirme de no haber aceptado su invitación, porque me quedé en casa, sola, para pensar, esas tonterías que se dicen a veces, y no hice más que ver la televisión y aburrirme como una de esas ostras que se estarían comiendo en las Rías Bajas. Cuando volvieron, me asombré de cuánto estaba empezando a parecerse Foro a su hijo.
La transformación de aquel rostro, de aquel cuerpo, las manos que no temblaban, la carne que reconquistaba un espacio perdido entre la piel y los huesos, la voz firme, el café con leche, con bollo y todo, que reemplazaba a la vieja copa de coñac de las viejas mañanas, era ya tan evidente que, en la editorial, septiembre fue el mes de Foro, y las conjeturas sobre la identidad oculta de la desesperada que había cargado con aquella ruina bajaron repentinamente de volumen, cediendo a la presión de hipótesis de otra naturaleza, comentarios menos cargados de asombro que de admiración por una metamorfosis que parecía aspirar a lo absoluto y en la que todo el mundo daba por sentado que había una mujer de por medio. Yo seguía a distancia aquel proceso, sintiéndome orgullosa de él, de ese cambio del que me consideraba responsable, y cedía incluso a la modesta audacia de sacar el tema a la menor oportunidad, buscando tal vez fuerzas en la unanimidad de los otros, un empujón que me animara a dejarme caer por fin del lado correcto, cualquiera que éste fuese, y jamás pensé que pudiera existir más de uno hasta que un día, después de que la casualidad nos reuniera alrededor de la máquina de café, a media mañana, Ana me abrió los ojos sólo para que Ramón consiguiera meterme después los dedos dentro.
—No me quiere decir quién es —nunca una de mis mínimas insinuaciones cosecharía a cambio un discurso tan largo—. Ayer se lo volví a preguntar, y nada. Y mira que yo se lo cuento todo, y se lo dije, no es justo, Foro, yo te cuento cómo me van las cosas y tú… Yo también te lo cuento, me dijo, todo, menos el nombre. Y yo le dije que creía que éramos amigos, y él me dijo que no fuera tramposa, y así… Yo creo que ella debe de ser un poco tonta, ¿no?, porque prohibirle decir quién es, a estas alturas… Ni que fuéramos al colegio todavía, joder. Y seguro que trabaja aquí, él dice que no, pero yo estoy segura de que sí, y debe de estar ahora mismo en este edificio, porque a ver si no, para qué tanto secretito. Lo único que le he sacado es que es una mujer muy solitaria, de treinta y muchos años, que nunca ha estado casada, y que tiene un carácter débil… Bueno, eso lo digo yo, porque él está empeñado en protegerla, en justificarla siempre… Da la impresión de que la cuida tanto como si fuera una niña pequeña, que no se entere de esto, que no vaya a pensar lo otro, que no crea lo de más allá. ¡Coño! Si yo lo único que quiero es que me la presente, y no por mí, que a mí me da lo mismo, sino por él, porque si se lo mete en la cama de noche, a ver por qué no puede ni
saludarla de día. ¿Pero quién se habrá creído esa tía que es? ¡Note jode!
—Una hija de puta —asintió Ramón, dándose a sí mismo la razón con la cabeza—, de eso estoy seguro, desde luego.
—Pues mira que se lo digo —prosiguió Ana, sus mejillas más acaloradas de repente, como agradeciendo la llegada de los refuerzos—, pero él nada, tío, él la defiende siempre. Tú no lo entiendes, me dijo el otro día, pero es mi última oportunidad. Y una mierda, Foro, le contesté yo, ¿y me dices eso ahora, precisamente ahora que has dejado de beber y que vas hecho un pincel? Y él dale que te pego, que no, Ana, que tú no lo entiendes, y yo que sí, que sí, que cómo no lo voy a entender…
Cualquiera entendería que una mujer se volviera loca por un hombre capaz de hacer algo así por ella, ¿tío?, y en cambio ésta, ya veis, \e tiene muerto de miedo, con los labios cosidos, pero es que tendríais que verlo, en serio. Yo creo que la quiere mucho, pero me temo que ella no se lo merece, la verdad… Ahora, que aunque sea una gilipollas, la verdad es que me alegro por él. porque no hay más que verle…
En ese momento susurré que necesitaba ir al baño y eché a andar por el pasillo. Sin pensar siquiera adonde se dirigían, seguí a mis pies hasta la pecera, me senté en mi silla, y miré la pantalla de mi ordenador, donde una pelota de tenis botaba sin parar, animando en cada movimiento una estela amarillenta que probaba el rumbo errático, puramente casual, de su trayectoria. Con los ojos clavados en cada una de las cadenas de luz que se anulaban eternamente entre sí, encontré una asombrosa semejanza entre la vida de cualquiera de aquellas ilusiones esféricas y mi propia vida, que tampoco sabía en qué dirección iba a botar la próxima vez.
Lo de menos era que, al cabo, esos espectadores imparciales que acababan de dictaminar sin duda alguna que ella era una hija de puta, estuvieran tan cerca de mí. Con eso ya contaba, y contaba también con obtener un grado de comprensión mucho mayor del que ellos mismos sospechaban si alguna vez llegaban a conocer por fin mi identidad. Pero lo que jamás se me había ocurrido era que mi historia pudiera contarse de aquella extraña manera. Estaba tan acostumbrada a pensar en Foro como en un mal menor, un remedio de urgencia, un recurso para desesperadas, que apenas podía creer que alguien afirmara en voz alta lo que yo misma me reprochaba sin mover los labios. Porque ellos no sabían lo que yo sabía, y sin embargo, estaban seguros de que Foro era mejor que la mujer con quien dormía algunas noches. Y había algo todavía más asombroso. La simple posibilidad de que, al final, aquel hombre a quien yo no me decidía a tomar, pudiera dejarme por otra mujer que le mereciera más, dibujaba ante mis ojos, con la espantosa precisión de una pesadilla, el umbral de un infierno que aún no había visitado nunca. Y todo esto ocurría cuando ya me había decidido a disfrutar indefinidamente de mi situación, cuando ya había aceptado las reglas de mi doble vida sin discutirlas conmigo misma, cuando ya creía que había pasado lo peor. Y sin embargo, nunca he pasado una noche peor que aquélla.
Cuando me levanté, a la mañana siguiente, sin haber dormido ni un minuto, sabía algunas cosas más que al acostarme la noche anterior. La primera era que me costaba infinitamente renunciar a Foro, y no sólo porque un cálculo egoísta hubiera establecido que era la única solución para mi futuro, sino porque, además, le quería. La segunda era que ni todos los parabienes del mundo lograrían convencerme de que no había ni una sola posibilidad, por mínima que fuera, de que alguno de los hombres a los que amaba Alejandra Escobar pudiera existir en realidad, y de que no mereciera la pena morir esperándolo. Esto ocurría porque no estaba enamorada de Foro. La tercera cosa que sabía con seguridad era que no me quedaba más remedio que hacer algo. La cuarta, que diciembre estaba aL caer, y no se puede imaginar siquiera una época peor para tomar decisiones. La quinta, que mi carácter es muchísimo más que débil. Lo que no llegué a sospechar ni lejanamente es que aquella aparente riqueza, el inaudito exceso de poder elegir entre dos hombres distintos, uno real, siempre igual, imperfecto, y otro perfecto, siempre distinto, irreal, pudiera llegar a transformarse con el tiempo en una fuente de angustia permanente, permanentemente intensa. Eso fue sin embargo lo que ocurrió.
La Navidad, con sus luces y sus cantos, la alegría prefabricada de los anuncios de la televisión y la sinceridad de los buenos deseos de la gente comente, trajo consigo una tregua engañosa. La dosis de auténtica felicidad que extraje de ese tipo de trabajo extraordinario del que el resto de la Humanidad abomina —decorar la casa, pensar el menú de la cena, ir al mercado con mucha más frecuencia de lo habitual, encargar el marisco y el pavo con varios días de antelación, encerrarme en la cocina la noche del veintitrés para ir adelantando trabajo, poner la mesa a las seis de la tarde del día de Nochebuena, arreglarme a toda prisa cinco minutos antes de que sonara el timbre de la puerta, y empezar otra vez a hacer lo mismo apenas puse un pie en el suelo a la mañana siguiente— no fue más que un anticipo de la que sentí al ver llegar a Foro muy arreglado y sonriente, con una botella en cada mano, como si pretendiera recordarme que, sólo un año antes, a aquellas horas yo estaba en pijama, delante de la televisión, masticando con desgana un filete con patatas. El día de Navidad, David vino a comer con nosotros, y me regaló un pañuelo de gasa estampada, muy bonito.
—Ha sido Papá Noel —dijo, sonriéndome mientras me guiñaba un ojo en dirección a su padre— , no me des a mí las gracias.
Hacía tantos años que nadie me regalaba nada por Navidad–que casi se me saltaron las lágrimas. Pero el tiempo no quiso detenerse en una alegría tan pura y tan pequeña a la vez, y el vino de Nochevieja fue más amargo.
Nada me inducía a sospecharlo cuando llegamos a aquella fiesta. El célebre Antoñito convocaba todos los años a sus amigos para recibir el año nuevo en su local de Marqués de Vadillo, decorado para la ocasión con guirnaldas de papel de colores que serpenteaban entre los jamones colgados del techo, creando un efecto tan pasmoso como el que se obtenía de la combinación del mobiliario — mesas y sillas de madera basta, casi dignas del Mesón de Antoñita— y los atuendos de las invitadas, todas lentejuelas, terciopelos, y joyas demasiado aparatosas para ser auténticas. El conjunto, incluyendo las patillas, los habanos y el esmoquin de los acompañantes masculinos de todas aquellas duquesas postizas, era tan fascinante que mi humor, que ya era bueno a la entrada, se disparó como los tapones de las botellas de champán que saltaban sin cesar. Me encontraba muy bien, quizás porque había estrenado un vestido largo, el primero que había tenido la ocasión de comprarme en toda mi vida, un traje rojo, de tirantes, muy ceñido, tanto que apenas cené para evitar accidentes con la cremallera, y tal vez ese detalle podría explicarlo todo, porque cuando empecé a beber, una copa detrás de otra, mi estómago debió de convertirse en una inmensa piscina de alcohol donde flotaban apenas, a la deriva, tres o cuatro gambas y una docena de uvas, que había engullido, eso sí, religiosamente, una por cada campanada, convocando a la suerte con todas mis fuerzas. Me encontraba tan bien que mucho antes de llegar a estar borracha, arrastré a Foro al espacio improvisado como pista de baile en el centro del mesón, y le abracé con fuerza, y le besé muchas veces, como sólo le había besado a solas hasta entonces, desentendiéndome de la música y moviéndome sin embargo con él, arrastrándole en mi abrazo. Entonces ocurrió. Aprovechando una mínima pausa en la que liberé su boca de la mía para apurar una copa, él, que estaba mucho más sobrio, se separó ligeramente de mí, me miró, y me hizo la pregunta que nunca había podido hacerme antes.
—Dime una cosa… ¿Por qué no te importa besarme y abrazarme delante de mis amigos, y en cambio no me consientes que te hable siquiera delante de los tuyos?
—Yo no tengo amigos —contesté deprisa, mis labios indecisos entre la sonrisa que aún dibujaban y la desolación que presentían.
—Eso no es verdad —pronunció estas palabras en un tono que yo aún no había escuchado, a medio camino entre la seriedad y la dureza.
—N–n… N–no te en–ntiendo —mentí a medias—. Yo…
—Mira, ya estás tartamudeando otra vez —me interrumpió con un murmullo desalentado—, así que vamos a dejarlo.
Ahí se acabó la noche. Nos quedamos por lo menos otras tres horas en aquel lugar, juntos a ratos, a ratos yo sola y él bromeando y riendo con toda aquella gente, bebiendo los dos, yo más, mientras
pensaba que lo más triste de todo era que Foro no acabara de tener razón, porque Ramón, o Ana, o Rosa, eran mis amigos sólo porque no tenía otros, amigos como los suyos, como Antoñito, que le decía a la cara las cosas que no quería escuchar cuando estaba bien y le solucionaba la vida cuando estaba mal, yo no podía recurrir a nadie así, no le había mentido al decir que no tenía amigos, él no podía entenderlo, pero la editorial era mi mundo sólo porque no podía aspirar a otro. Aquella noche no sólo me di cuenta de que Foro ya había empezado a sufrir por mi culpa. También descubrí que, a despecho de cualquier apariencia, él era mucho menos pobre que yo.
Si no lo sospechaba ya, debió de comprobarlo poco después. Cuando el coche de aquellos primos suyos, no sé si figurados o legítimos, que se habían ofrecido a traernos al centro, se paró en la puerta de mi casa, él pidió al conductor que le esperara un momento antes de salir a la calle conmigo, y yo lo escuché, pero había bebido tanto que no me paré a pensar en lo que significaban aquellas palabras. Metí la llave en la cerradura al tercer o cuarto intento y entré en el portal manteniendo la puerta abierta, para dejarle pasar, pero él no quiso seguirme. Salí otra vez, sin entender todavía muy bien lo que pasaba, y él me empujó con suavidad para apoyarme contra la puerta, manipulándome con cuidado, como si fuera algún objeto frágil. Entonces me besó en la boca con su boca de coñac, dulce siempre, dulce todavía.
—Yo te quiero mucho, Marisa —me dijo. Después me dio la espalda y echó a andar.
—¡Foro! —le llamé cuando ya había abierto la puerta de aquel coche—. ¿No vas a subir…?
—No —contestó.
Su primo arrancó y yo me quedé quieta, apoyada en el portal, sin saber muy bien qué hacer, hasta que el frío me obligó a subir a casa.
Al día siguiente me llamó, y me pidió perdón, y yo le dije que no tenía nada que perdonarle, y vino a verme, y se quedó a dormir, y los dos fingimos que no había pasado nada, los días fingieron sucederse igual que antes, pero el tiempo cambió de piel, y se hizo pesado, amenazante, turbio, y cada hora presagiaba un indicio de final, cada minuto aplastaba con saña al anterior, cada segundo dolía. El 14 de febrero, cuando vino a verme por la noche, sin avisar, con un montón de copas encima y las manos vacías, para sentarse en la butaca del salón, cruzar los brazos y mirar fijamente sus zapatos antes de empezar a hablar, ya sabía lo que iba a decirme.
—Mira, Marisa, yo quería hacerte un regalo, ¿sabes?, llevaba un montón de tiempo pensándolo, buah, no veas, y no sabía muy bien qué te gustaría más, un bolso, unos zapatos, unos pendientes, y a te digo… Yo querría haberte comprado alguna joya, algo de oro, pero como no quería que pensaras cosas raras, pues al final decidí comprarte una caja de música, porque el otro día me dijiste que te gustaban mucho, ¿no?, y que nunca habías tenido una, y al salir del curro, me he ido derecho a la tienda esa de las muñecas de la Gran Vía que te gusta tanto, y he estado a punto de entrar, pero a punto, ya te digo, y de repente no me he atrevido. Me ha dado miedo comprarte un regalo, a ver si me entiendes, y no sólo porque tú eres mucho más fina que yo y seguro que esto de San Valentín te parece una horterada, que seguro que te lo parece, porque, buah, no veas cómo eres tú de señorita para según qué cosas, sino porque yo… Yo no sé lo que estoy haciendo aquí ahora mismo, Marisa, no sé qué pinto en tu vida, ni siquiera sé si pinto algo, ya te digo, y entonces he pensado… ¡yo qué sé! La verdad es que estoy empezando a llevar todo esto muy mal. Si somos novios, deberíamos comportarnos como novios, ¿no?, y si no… No sé. Yo ya comprendo que no soy ningún buen partido, eso lo comprendo, aunque haya dejado casi de beber y eso, ya te digo, comprendo que no te tires a mis pies, que también sería una tontería, porque, buah, no veas, con lo tarras que somos ya… Y no sé, es que no sé qué piensas de mí, qué piensas hacer conmigo, pero no me apetece seguir así y tener miedo de hacerte regalos, porque es que me siento fatal, esta tarde me he sentido fatal, pero gilipollas perdido, ya te digo. Y está claro que yo tengo más que perder que tú, y tampoco te pido que te cases conmigo, porque no es eso, pero, a ver si me entiendes, tengo que contarte lo que me pasa, y tienes que decirme algo, decirme si estoy dentro o fuera, si puedo contar contigo o no, si vamos a estar juntos mañana por la mañana o si esto se va a acabar antes, ya te digo…
Entonces levantó la vista y me miró, preguntándome con los ojos, y yo, la espalda rígida contra
el respaldo del sofá, las piernas juntas y quietas, los puños cerrados, como clavados a los cojines, no fui capaz ni de pestañear siquiera.
—Bueno… —dijo él después de un rato que pareció durar eternamente—. Si no tienes ganas de hablar, me voy.
Le vi levantarse, frotarse la cara con las dos manos, meterlas luego en los bolsillos y mover un pie, pero antes de que llegara a dar un solo paso, algo estalló dentro de mi cabeza, y sentí un eco de cristales rotos, y después una paz inmensa.
—Sí, quiero decirte algo —chillé casi mientras las lágrimas se agolpaban en la frontera de mis ojos, y no tuve tiempo para calcular cuántos años habían pasado desde que lloré por última vez—. No te vayas, Foro, por favor…
Sólo después se me ocurrió aquella estupidez, mucho después, él dormía como un niño pequeño, igual que la primera noche, y yo trataba de acostumbrarme a la idea de que siempre sería así, trataba de acostumbrarme al futuro que yo misma me acababa de asignar sin atreverme a decirlo siquiera, enunciando con cuidado todas las cosas buenas que me esperaban, sin olvidar ninguna, encerrando mis dudas en un cofre remoto cuya llave era imprescindible perder lo antes posible, entonces se me ocurrió, y me pareció una estupidez, seguramente lo era, pero todo parecía a mi favor, yo tenía por delante una semana de vacaciones y una coartada perfecta, Foro estaría trabajando en Madrid, los clubs como aquel de Hammamet funcionan todo el año, y no iba a hacer nada malo, sólo lanzar una moneda al aire, ésa era una manera como cualquier otra de decidir, de forzar al destino a elegir por mí, de devolver al azar un guante que llevaba demasiado tiempo en mi poder, y sería la última vez o sería para siempre, Alejandra Escobar me abandonaría definitivamente o yo me encarnaría para siempre en Alejandra Escobar, cara o cruz, par o impar, negro o rojo, habría otro hombre en mi vida o no habría ningún otro nunca más, sonaba bien, parecía astuto, emocionante, justo. Por la mañana, estaba decidida.
—Dame un poco de tiempo, Foro —le dije cuando se despertó, antes de levantarnos—. Seguramente no me lo merezco, ya has esperado bastante, pero los próximos quince días van a ser horrorosos, tú lo sabes, estamos acabando el Atlas y tengo que rematar un montón de cosas, voy a tener que ir a trabajar hasta los sábados. Luego me gustaría aprovechar la semana de vacaciones que nos va a dar Fran para irme al pueblo de mi madre, a Jaén, a arreglar lo de las tierras esas de mi abuela que te conté, porque mis primos me han llamado ya veinte veces y no pueden hacer nada sin mi firma… A la vuelta, si tú quieres, podemos empezar a vivir juntos.
Ningún traidor ha sido pagado jamás con un beso más dulce que el que recibí yo, aquella mañana.
Descubrí de repente que la tierra mojada huele a pecado.
Mientras aspiraba el sutilísimo aroma de la culpa emboscado en el prestigio de un olor tan poético, me resigné a vincular aquel hachazo de melancolía con el hueco del sofá donde ya no me sentaba a contemplar con mis hijos las sucesivas entregas de la epopeya imitante, el enigma de confuso principio y desenlace imposible que antes me había permitido regresar a mi propia niñez para gritar y aplaudir igual que ellos. Antes ya quería decir años antes. Aquella precisión cronológica desató un escalofrío de horror a lo largo de mi espalda, y me pasé el paraguas a la mano izquierda para cruzar las solapas de mi abrigo con la derecha pero, aunque hacía un día de perros, ningún gesto podría protegerme del frío que nacía del núcleo de mis propias vértebras.
Sin perder jamás de vista aquella verja pintada de negro, ni la placa de bronce que fijaba en el muro, a la derecha de la puerta, el número 48 y ningún nombre, ni el ciprés joven, pero robusto, que asomaba apenas por encima del seto de tuya verde impecablemente recortado, en el ángulo izquierdo de aquel jardín desconocido para mí, me obligué seriamente a pensar en mis hijos, Ignacio, 10 años, varón, moreno, desobediente pero muy cariñoso, un estudiante vago con intuiciones brillantísimas que debería aprender a explotar de una vez, y Clara, 7 años, mujer, castaña clara, obediente y disciplinada, buena estudiante, responsable pero bastante gruñona y hasta hosca a ratos, que creía aún en los Reyes Magos. Últimamente me imponía esta especie de gimnasia mental con mucha frecuencia y procuraba empezar por el principio, repitiendo los datos que jamás podría olvidar para protegerme de mi propia desmemoria, porque me aterraba la posibilidad de que los niños, con esa inteligencia simple y directa que los adultos han perdido ya, fueran los primeros en descubrir que su madre les había abandonado, que la mujer que les seguía despertando por las mañanas, les hacía el desayuno, les ayudaba a vestirse y los llevaba corriendo a la parada del autobús, esa misma mujer que se ocupaba luego de ellos por las tardes —cuando estaba en casa por las tardes— y los bañaba, les daba de cenar y los metía en la cama, no era la misma de antes, sino una impostora hábil, una copia idéntica que apenas les dedicaba ya una hebra de su pensamiento. Tenía que pensar en los niños porque la Navidad se me echaba encima, pero no tenía ni idea de qué regalos les gustarían más, no tenía cabeza para sentarme con ellos delante del televisor y anotar mentalmente los anuncios de juguetes que les hacían chillar, no les prestaba atención cuando me hablaban, y sin embargo sabía que antes o después tendría que llevarlos a la Plaza Mayor a comprar serrín, y corcho, un cielo de papel y alguna figura nueva para poner el belén y, naturalmente, habría que poner también el árbol, el año pasado se fundieron la mitad de las luces, tenía que contar también con eso, y con que haría falta reponer alguna bola de cristal, de las que se cargaron jugando al fútbol, y Clara se empeñaría en pedirme una zambomba, como todos los años, y luego, como todos los años también, sería incapaz de arrancarle el menor sonido, y lloraría desconsoladamente por su torpeza, como lloraba yo por la mía cuando ella no podía verme.
Un coche verde pasó a mi lado, salpicándome sin querer. Sólo estuvo a mi lado un segundo, pero tuve tiempo de ver la cara del conductor, paralizado por el asombro al comprobar que el bulto oscuro parapetado tras un modesto cartel publicitario de un restaurante de las inmediaciones era una mujer empapada, abrumada por la lluvia, igual que aquella calle, aquellas casas que parecían condenadas a disolverse en el torrente implacable y vertical que estaba a punto de desarbolar la modesta armazón de mi paraguas. Mientras me sacudía en vano, con las manos mojadas, los charcos de agua que aquellas ruedas habían sembrado sobre mi abrigo, sentí un desvalimiento estrictamente físico, una triste sensación de pobreza en la piel, como la fase inicial de un estado de enmohecimiento que ya conocía, aunque hacía siglos que había desertado de la memoria de las cosas recientes. Entonces me di cuenta de que mis hijos no tenían nada que ver con el olor a pecado
de la tierra mojada.
El recuerdo era mucho más antiguo, remoto incluso, las monjas habían vendido el colegio un año antes de que yo empezara la primaria, mi hermana Angélica me llevaba tres años de ventaja y yo solía ir a buscarla con mamá a aquel caserón inmenso, un jardín oscuro, de árboles antiguos, aristocráticos bancos de piedra tapizada de musgo, como los que salían en las películas de miedo, y glorietas pasadas de moda, con sus correspondientes arcos de hierro oxidado por los que ya no trepaba ni la memoria del último rosal. Los muros exteriores, altos y espesos como los de una fortaleza, aislaban a las alumnas del bullicio de la Castellana, creando la ilusión de un mundo independiente, suspendido por su propia voluntad en el espacio y en el tiempo. Eso es al menos lo que yo recuerdo de aquel misterioso castillo encantado del que Angélica salía corriendo cada tarde como quien escapa de una cárcel, justo cuando yo pensaba que daría la mitad de mi vida por entrar. Pero yo era una niña feliz, de una familia feliz, mi madre no trabajaba, mi padre sí, y ganaba lo suficiente para que ninguno de sus cuatro hijos, cinco después, cuando Natalia nació casi a destiempo, llegara a sentir jamás necesidad de ninguna cosa importante, y les daba tanta pena mandarnos al colegio que nos tenían en casa, jugando todo el día, calientes y protegidos, hasta que cumplíamos la edad máxima que marcaba la ley de escolaridad, seis años en mi caso. Justo entonces las monjas vendieron el colegio, el jardín oscuro con sus duendes dentro, las ventanas apuntadas con vidrieras de colores tras las que dolía casi no distinguir el capirote azul celeste de una princesa medieval, las glorietas de arcos de hierro oxidado y aquellos bancos de piedra vegetal, pero a mí no me lo dijo nadie, nadie me advirtió de lo que me estaba siendo arrebatado, era el primer sueño de mi vida y se desvaneció en el aire como los pétalos resecos de aquellas rosas perdidas, se deshizo en una nube de polvo de color, y luego en nada. Cuando me monté en el coche de mi padre, aquella mañana, no sospechaba siquiera lo que iba a ocurrir, pero me extrañaba que tardáramos tanto, y pregunté muchas veces, ¿adonde vamos?, al colegio, me repetía él, Angélica lloriqueaba a mi lado, la muy imbécil, pensaba yo, sin anticipar en las suyas mis propias lágrimas de otras mañanas, y al final, cuando ya me había aburrido de esperar, el coche atravesó una verja de barrotes cuadrados, vulgar y corriente, y se detuvo ante un edificio de ladrillos rojos con ventanales grandísimos, más vulgar y más corriente aún, ante un jardín que no era tal, dos o tres manchas de césped en una desnuda extensión de tierra y un inmenso patio de cemento adosado al ala izquierda del edificio. Entonces lo pregunté por última vez, ¿pero adonde me has traído…? A tu colegio, me contestó mi padre, míralo, es nuevo, lo vas a estrenar tú, ¿a que te gusta?