37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

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Pero Natalia seguía mostrando el mismo interés por mí la siguiente vez que nos encontramos, y ya me costó trabajo pasar por alto su repentina afición a mi persona. Diciembre había expirado al fin, y celebrábamos el cumpleaños de mi padre, tan equidistante del Fin de Año como de la Noche de Reyes, tres de enero, una fiesta extra en nuestro agotador calendario navideño de familia numerosa. Mi hermana pequeña no hizo otra cosa que mirarme para desviar inmediatamente su mirada cuando se tropezaba con la mía, vigilándome con la misma atención que yo había volcado en el malogrado estudio de mi marido, perforándome con los ojos como si pretendiera llegar mucho más lejos de la frontera de mi ropa, de mi piel y de mis palabras, pero aunque me hice la encontradiza aposta en el vestíbulo, tardando un poco más de lo imprescindible en ponerle el abrigo a los niños mientras Ignacio iba a buscar el coche, no quiso decirme nada.

Tres días después, en casa de Carlos, a lo largo de una merienda aún más caótica, más ruidosa, más feroz, todos los niños corriendo por el pasillo, despedazando el envoltorio de los regalos, pegándose con sus espadas nuevas y tirándose los muñecos a la cabeza, la encontré un poco menos nerviosa, pero exactamente igual de rara, y la curiosidad, aquella vieja y amable tentación, renació para certificar mi lento pero imparable retorno al mundo donde vivían los demás.

—¿Qué te pasa, Natalia? —le pregunté directamente, llevándole un trozo de roscón a la esquina donde permanecía de pie, mirándolo todo con cara de cansada.

—Pues… Es que no te lo puedo contar.

—¿Pero es grave?

En ese momento, Clara se colgó de mi cinturón, llorando porque una de sus primas le había robado las pilas a su muñeca nueva que ya no hablaba, ni lloraba, ni tiraba el chupete, y tuve que restablecer el orden y la justicia recurriendo al bolso de mi madre, que todas las vísperas de Reyes compra un par de docenas de pilas de tamaño variado en previsión de este inevitable género de catástrofes. En algún momento, mi hermana pequeña se acercó a mí, sonriendo, y me hizo con la mano un gesto de «no pasa nada, en serio», que me acabó de convencer de que estaba pasando algo, aunque no me ayudó a adivinar qué era lo que pasaba exactamente.

Natalia, veinticinco años, estudiante de arquitectura, era un modelo tan perfeccionado de mí misma como yo hubiera podido resultar respecto a Angélica en los mejores y más dóciles momentos de mi infancia. Hija de padres viejos, mimada y consentida además por todos sus hermanos, tenía sin embargo un carácter apacible, conforme con el mundo, que no le impedía divertirse, aunque su concepto de la diversión no se alejaba mucho de la definición de muermazo que manejábamos en los tiempos de mi propia juventud, mucho más agitados. La diferencia básica entre nosotras era que yo nunca me había atrevido a ser una mala chica, por mucho que me tentara aquel proyecto, y ella no parecía esforzarse en absoluto para lograr ser todo lo contrario. Estudiosa

y responsable, no fumaba, no bebía apenas ni consumía drogas de ningún tipo, excepto, en mi opinión, unos cereales para el desayuno que convertían su tazón de leche en una especie de gachas destempladas cuya sola visión me daba arcadas. Era ecologista con moderación, partidaria de la vida sana y dienta de un gimnasio, y aunque desarrollaba un nivel de actividad enloquecedor, tenía tiempo para seguir saliendo con su novio de toda la vida, que le pegaba tanto como si lo hubieran fabricado expresamente para ella. Cuando me llamó por fin, un par de semanas después de mi frustrado interrogatorio, para pedirme que la invitara a comer cualquier día porque había pensado que, después de todo, sí que tenía que contarme una cosa, se me ocurrió que a lo mejor se había quedado embarazada, o que se había enamorado de otro hombre, o que había decidido colgar la carrera, o irse a vivir al extranjero, o montar una granja, o hacerse budista, todo menos que el destino, esa especie de dios esquivo que se divertía en su disfraz de liebre mecánica para que yo lo persiguiera como un galgo furioso y medio atontado ya por el esfuerzo, la hubiera escogido precisamente a ella como instrumento para transmitirme el código de instrucciones de uso de mi propia vida, una respuesta que había acechado en vano entre las cartas del tarot, la suma de los números de las matrículas de los coches, los nombres de las calles de Pozuelo de Alarcón, los cambios en el mensaje del contestador de Nacho Huertas, y la asombrosa profundidad de mis miserias.

—Mira, Rosa, en primer lugar quiero advertirte una cosa… —al final, me había decidido por el Mesón de Amonita porque, por encima del recuerdo de ciertas conversaciones de amarga memoria, había recuperado de golpe, y muy felizmente, mi antigua debilidad por las judías con perdiz de los jueves, pero Natalia, que se dedicaba a remover el contenido de su plato con la cuchara, sin acabar de atreverse a empezar por alguna parte, no parecía tener demasiado apetito—. Yo no sé si lo que voy a hacer está bien. De verdad, a lo mejor me arrepiento de haber dado este paso todos los días del resto de mi vida. Por eso quiero que sepas que lo hago porque creo que es lo mejor, y porque estoy convencida de que tienes que saber… Bueno, no sé, antes de empezar tienes que prometerme que me perdonarás si meto la pata… Prométemelo.

Fernando es médico, eso era lo único que alcanzaba a pensar mientras ella me arrancaba aquel compromiso casi infantil, que su novio era médico, y trabajaba en un hospital, y que en los hospitales hay pediatras, y oncólogos, y especialistas con otros nombres igual de horribles, y muchas camas blancas y pequeñas, como pequeñas porciones de un infierno equivocado de color.

—Tienes que prometérmelo, Rosa…

—Son los niños, ¿no? —pregunté en cambio, resignada en unos pocos segundos a que lo peor de todo fuera que me tenía más que bien empleada cualquier desgracia—. ¿Cuál? ¿Qué les pasa, Natalia? Dímelo.

—Pero ¡qué dices! —y a pesar de la extraña tensión que soportaba, se echó a reír—. A los niños no les pasa nada, ¿qué les va a pasar?

—¿Seguro?

—Pero bueno, Rosa, ¿no eres tú su madre? Si les pasara algo, la primera en enterarse serías tú, ¿o no? —no me quedó más remedio que asentir con la cabeza—. Pues entonces… Esto no tiene nada que ver.

—Entonces no puede ser grave.

—Sí que lo es.

—A ver…

—¿Te acuerdas del día de Nochebuena? —arrancó por fin—. ¿Te acuerdas de que te marchaste con los niños a casa de tus suegros el día 23 por la tarde porque había nevado y querían jugar con la nieve?

—Sí, claro que me acuerdo —desde que el padre de Ignacio se jubiló, mis suegros vivían todo el año en Cercedilla, en el chalet grande y antiguo, destartalado y delicioso a la vez, donde habían veraneado siempre. Mis hijos adoraban aquella casa, sobre todo en invierno, cuando amanecía nevada, y no había podido resistirme a sus súplicas, me acordaba muy bien de todo aquello.

—Y me llamaste, ¿no?, el 24 por la mañana, porque te diste cuenta de que se te había olvidado pasar por casa para recoger el regalo de Papá Noel de tu hijo, y me pediste que fuera a tu casa y lo dejara encima de tu cama con una nota, para que tu marido se lo llevara a Cercedilla por la tarde…

Subrayé cada una de sus afirmaciones con un movimiento de cabeza. Mi padre, que siempre ha sentido auténtica pasión por los juguetes mecánicos, le regaló a mi hijo Ignacio un tren eléctrico cuando cumplió ocho años. El mismo cortó un tablero a la medida para clavar las vías, lo forró de césped artificial, se entretuvo en pegar arbolitos y señales de tráfico, consiguió en alguna parte balasto en miniatura para sembrarlo entre las traviesas, y compró una locomotora, un vagón de carga, otro de pasajeros y una estación. La alegría con la que mi hijo lo recibió fue tan inmensa que juró solemnemente en voz alta que nunca, en toda su vida, ninguna cosa podría gustarle como le había gustado aquel regalo. Su abuelo, entusiasmado por aquella respuesta, empezó a explicarle entonces lo que iban a hacer entre los dos para que aquel tren fuera verdaderamente especial, y decidieron que tendrían que comprar otras máquinas, y muchos vagones, y semáforos que funcionaran de verdad, y figuritas de viajeros para colocarlas en el andén, y medio millón de cosas más. Desde entonces, en cada cumpleaños de Ignacio, y en cada Navidad, mi padre escoge por mí los materiales necesarios para llevar a cabo la siguiente fase de su babilónico proyecto y mi hijo sigue agradeciendo ese regalo más que ningún otro, pero la víspera de Nochebuena, era cierto, con las prisas del viaje anticipado y la preocupación por sobrecargar el equipaje de prendas de abrigo, una típica neurosis materna a la que no soy capaz de sustraerme, se me había olvidado recoger el AVE completo que le regalé a Ignacio en aquella ocasión. Por eso, y porque sabía que quizás no lograría localizar a mi marido en toda la mañana, me asusté tanto un instante antes de recordar que Natalia, nuestra canguro habitual, tenía un juego de llaves de mi casa. Sin embargo, cuando la llamé a casa de mis padres y la encontré al otro lado del teléfono, se me olvidó completamente esa historia que ahora ella se empeñaba machaconamente en recordar en voz alta.

—Bueno, pero el tren llegó a tiempo… —recapitulé—. Y estaba entero, no sé…

—Sí —admitió ella—. Pero tuve que dejarlo encima de la mesa del salón porque no pude dejarlo encima de tu cama.

—¿Y qué más da? —pregunté, absolutamente confusa ya, a aquellas alturas.

—¡Pues sí que da! —para rematar mi perplejidad, Natalia parecía ahora hasta enfadada conmigo—. ¡Claro que da! ¿Es que no lo entiendes?

—No.

—A ver, ¿por qué…? —se quedó callada un momento, se mordió el labio inferior, y decidió corlar por lo sano—. No pude dejar el paquete encima de tu cama porque, aunque eran las diez de la mañana, en tu cama había una persona durmiendo.

—¿Ignacio? —aventuré, sin gran curiosidad.

—¡No, cono, no! —descargó los dos puños cerrados encima de la mesa, y cuando la indignación acabó de colorear su rostro, tan plácido siempre, me pareció tan graciosa que casi me eché a reír—. ¡Cómo iba a ser Ignacio, joder, si eran las diez de la mañana!

La miré sonriendo, encendí un cigarrillo, le di una calada, y me propuse tranquilizarla lo antes posible.

—Supongo que, por lo menos, sería una tía… —afirmé, mirándola a los ojos.

—Claro —me contestó, muy sorprendida—. ¿Qué iba a ser?

—Bueno, podría haber sido un tío aunque, bien mirado, no creo que me caiga esa breva…

—No te entiendo, Rosa —los ojos que habían perseguido sin pausa el menor rastro de emoción en mis propios ojos, se estrellaban ahora contra su ausencia como si fueran incapaces de creer en lo que estaban viendo.

—No me extraña, Natalia, la verdad es que no me extraña, pero hazme un favor, deja de preocuparte, en serio. Te agradezco mucho que me hayas contado esto. Ni me has dado un disgusto, ni me has destrozado la vida, ni te has metido donde no te llaman, ni nada por el estilo.

—No me digas que vosotros sois de ésos… —y volvió a ponerse colorada, pero no de ira—, de

esa gente que…, o sea, que os cambiáis de pareja o algo por el estilo…

—¡Por supuesto que no! —ahora la escandalizada era yo—. ¡Pues no faltaría más! Natalia, por Dios, pero ¿por quién me tomas…? No. Lo que pasa es que, bueno, de alguna manera, ya me lo imaginaba, y además, si quieres que te diga la verdad, no me importa, y no porque seamos una pareja abierta, sino porque no me importa, y ya está.

—¡No te importa!

—No.

—¿Pero nada nada nada, ni una pizca de nada?

—Nada.

—No es posible.

—Sí que lo es.

—Y entonces… ¿Para qué sigues viviendo con él? Apagué el pitillo, encendí otro, y me quedé mirándola. —Pues mira… Esa sí que es una buena pregunta, ¿ves?

No pude encontrar una respuesta para esa pregunta tan directa, tan fácil y sencilla en apariencia, porque la ausencia de razones para contestarla encerraba precisamente la única respuesta posible. Aquella conclusión no me entretuvo más de dos o tres segundos, pero cuando me despedí de mi hermana para volver al trabajo, a solas en mi despacho, lamenté de nuevo que Natalia no hubiera pillado a Ignacio en mi propia cama con un hombre en la víspera de la Nochebuena, detalle que me habría facilitado enormemente las cosas, y yo misma me asombré de la neutralidad con la que era capaz de pensar lo que estaba pensando como lo estaba pensando, antes de celebrar la vuelta a casa de aquella vieja y afilada ironía, una facultad radicalmente incompatible con la desesperación, que, como el hijo pródigo, llegaba cuando ya no la esperaba, para animar y dar color a mis pálidos coloquios interiores.

Sin embargo, el bendito renacimiento de mi innata capacidad para ironizar sobre mí misma no podía salvarme de la serenidad con la que mi hermana pequeña, una de las personas más responsables, más sensatas, menos irónicas que conozco, había apretado el gatillo de la pistola que anunciaba la salida de la última carrera. Porque no me había preguntado por qué, sino para qué. Porque era verdad, y una verdad absoluta, que no me importaba nada que Ignacio se acostara con otras mujeres, ni siquiera en mi propia casa, ni siquiera en mi propia cama, ni siquiera unas pocas horas antes de que el niño Jesús naciera en Belén, pero sí me importaba que, más allá de mi indiferencia, hubiera ocurrido algo que me permitiera afirmarla en voz alta y escucharme a mí misma mientras lo hacía, porque sólo en ese momento pude estar segura de que Ignacio me daba lo mismo, sólo en ese momento, aunque a mí misma me parezca mentira, me consentí advertir que Nacho Huertas, al cabo, tenía que llamarse Ignacio, igual que mi marido.

Después imaginé una puerta flamante, recién pintada, un piso antiguo, recién reformado, en el mismísimo centro de Madrid, quizás la calle Barquillo, quizás la calle Almirante, donde ya puede caer el diluvio universal que no te enteras, porque el suelo es de asfalto, y las aceras de adoquín, y las ruedas de los coches arrullan dulcemente a mis hijos dormidos, esos dos niños que, con suerte, no llegarán a saber jamás a qué huele el pecado, pero aprenderán muy pronto que las mandarinas que te regala un frutero que conoce tu nombre de pila huelen a estar en casa, a protección y a seguridad, a ese único sitio de todo el mundo al que se pertenece de verdad y para siempre. Entonces se me saltaron las lágrimas, y recordé que yo siempre había sido feliz, que tengo esa costumbre, y la ilusión, la fe, y hasta la curiosidad por un futuro que había creído enterrar en la misma tumba que mi amor perdido, bailaron otra vez ante mis ojos.

A partir de entonces, me concentré en descubrir una fórmula para garantizarme la verdadera y definitiva resistencia, un método eficaz y razonablemente indoloro, un plan de fuga distinto a todos los que había emprendido en vano, antes y después de ir a Lucerna, porque esta vez sería verdad. Jamás me había creído a mí misma capaz de abandonar a Ignacio algún día, pero tampoco había tenido nunca ganas de morirme.