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Soy una resistente nata. Igual que Madrid. La paciencia es un rasgo predominante en nuestro carácter.
Aquella mañana, al cambiar de bolso, se me había olvidado coger el monedero, y por eso, al salir del trabajo tuve que pasar un momento por mi casa. Iba con mucha prisa, el tiempo justo para llegar a la consulta de la psicoanalista unos cinco minutos después de la hora a la que me había citado pero, al pasar por la puerta del salón, mis ojos me empujaron hacia un espectáculo tan poderoso como la tentación de cualquier placer irreparable.
Los árboles de la Casa de Campo se abrochaban ya el último botón de su traje más hermoso. Las pocas hojas verdes que aún sobrevivían en las ramas más jóvenes se agitaban de desesperación, incapaces de competir con la fragilísima, aterciopelada belleza de sus mayores, destellos rojos, amarillos, anaranjados, violáceos, que brillaban con el esplendor de las estrellas que están a punto de extinguirse bajo la melancólica delicadeza del sol del atardecer en octubre. Madrid, a mis pies, sucumbía al hechizo del otoño, recuperando un color antiguo, de infancia detenida. Las tejas se bañaban en el último resplandor del día como si el horizonte fuera un rodillo que las cubriese sin pausa de purpurina, oro falso, precioso, que proyectaba una sombra imposible sobre las calles limpias, regadas de luz, tan definidas, tan nítidas como si formaran parte de un gigantesco decorado teatral. El mundo parecía un lugar pequeño, un juguete improvisado y desechable frente a la grandiosa voluntad del cielo, y las personas, a lo lejos, se movían como minúsculas hormigas atareadas que no saben que viven dentro de una caja de cristal mientras ejecutan sin pensar la rutina a la que les obliga su estricta condición de seres vivos. Pocas veces aquel paisaje tan familiar me había impuesto una belleza tan abrumadora y creo que nunca hasta entonces me había sobrecogido tanto al contemplarlo. Entonces se abrió la puerta de la calle.
—¿Fran? —la voz de Martín, que interrogaba incrédulamente al aire desde el vestíbulo, me sobresaltó como el eco de un disparo.
—Estoy en el salón —contesté, aunque hubiera preferido marcharme de puntillas, sin hacer ruido, sin que él se diera cuenta, porque era jueves, y los jueves, día de análisis, se habían convertido en un pequeño tormento semanal, una séptima parte de mi vida a la que habría renunciado de buen grado a cambio de que él no me preguntara, al volver a casa, en ese tono grosero y cortés al mismo tiempo que había empezado a cultivar expresamente para esas ocasiones, qué había pasado, de qué habíamos hablado, qué conclusiones había sacado de la última sesión.
—¿Qué haces aquí, con el abrigo puesto? —me preguntó cuando llegó a mi lado, después de besarme casi en el cuello, y me di cuenta de que mi inesperada presencia le alegraba más de lo que le sorprendía.
—Mira —le dije solamente, señalando la ventana, pero él no se dejó impresionar tan fácilmente.
—Sí, es precioso —dijo mientras tiraba la cartera en una silla, y se quitaba la corbata para arrojarla encima—. Quítate el abrigo y siéntate. Te voy a poner una copa.
—No puedo —dije casi con miedo, lamentando no haber deshecho el malentendido desde el principio—. Tengo que irme ahora mismo, voy a llegar tarde…
—Llama —se volvió cuando ya estaba a punto de traspasar la puerta que conducía al pasillo—. Llama por teléfono y di que no vas. Por un día no pasa nada, supongo. Di que tienes a alguien ingresado en un hospital, o que tienes una reunión importantísima y no vas a acabar a tiempo, o que te has pegado una hostia con el coche, yo qué sé… Tampoco es una religión, ¿no?
—No, pero es que no entiendo…
—Llama.
—¿Por qué?
—Porque sí —su tono se había endurecido tanto que hasta él se dio cuenta, y rectificó inmediatamente—. Porque te lo pido yo. Te lo pido por favor. Sólo esta vez, ¿vale?
—Bueno… —admití, quitándome el abrigo mientras sentía, casi a mi pesar, un alivio inmenso sólo de pensar que no tenía que moverme de casa aquella tarde.
—¿Qué quieres tomar?
—Pues no sé, es que no me apetece nada…
—Te va a apetecer —y me sonrió cuando menos lo esperaba—. ¿Qué quieres tomar?
—Me da igual… Lo que tú me pongas.
Anular la cita fue tan fácil como hablar por teléfono dos minutos con una recepcionista educadísima que ni siquiera me pidió detalles acerca de los motivos que me retendrían en la editorial hasta la noche. Luego me senté en un sillón, aprecié mucho más de lo que habría creído el primer sorbo del gin–tonic que mi marido había dejado encima de la mesa—he pensado que nos conviene empezar con algo ligerito, dijo solamente para justificar su elección—, y acabé sonriendo yo también, como un niño que está a punto de implicarse por su propia voluntad en una travesura muy gorda. Por eso me costó tanto trabajo reaccionar, tan helada me quedé cuando él empezó a hablar de aquella manera.
—Me llamo Martín —dijo, medio tumbado en el sofá, el brazo derecho doblado y apoyado en el respaldo, dirigiéndose a mí como si no me conociera de nada—. No es un nombre familiar. Mi padre, militar de carrera por vocación, escogió los nombres castellanos que le parecieron más recios, más viriles, más marciales, para sus hijos, con la excepción de mi hermano mayor, Pedro, que se llama igual que él. Antes de que yo naciera, su segundo hijo se llamó Nuño, y el cuarto, que es sólo un año mayor que yo, Guzmán. Mi hermano pequeño, el séptimo, se llama Rodrigo. Las niñas, que son sólo dos, escaparon a esta regla y llevan nombres de vírgenes, Rocío la tercera y Amparo la sexta, porque la familia de mi madre era de Valencia, aunque su apellido sea italiano…
—Ya está bien, Martín —conseguí decir por fin—. Ya vale.
—Pero, ¿por qué? Si no he hecho más que empezar.
—Sé de sobra cómo se llaman tu padre, tu madre, y todos tus hermanos y hermanas.
—Bueno, pero si quiero contarte mi vida, tengo que empezar por el principio.
—No hace falta que me cuentes tu vida —protesté, con un acento furioso y amargo al mismo tiempo, que traducía fielmente cómo me sentía—. Me la sé de memoria.
—¡Pues no! —él chilló por fin, inclinándose hacia delante, extendiendo las manos hacia mí como si por un momento estuviera decidido a estrangularme— ¡Da la casualidad de que no te la sabes de memoria…! ¡A lo mejor no tienes ni puta idea!
Aquella explosión logró asustarme de verdad. Me encogí en el sillón sin darme cuenta y no encontré argumento alguno que oponer a sus gritos. Él se recompuso lentamente. Recuperó con trabajo la convencional postura de conversador despreocupado del principio, y me pidió perdón.
—Lo siento mucho —me dijo—. De verdad. Puedes irte si quieres, pero me gustaría seguir hablando.
—Bueno, pues vamos a hablar, pero sin numeritos, por favor… Esto parece una película de esas de crisis conyugales de las que nos reíamos tanto antes.
—Eso es, antes.
—Porque ahora ya no hacen películas así —me defendí.
—No. Porque ahora ya no nos reímos. Y tampoco hablamos. Sin el numerito nunca habríamos empezado.
—¿No?
—No. Y lo sabes de sobra. ¿Quieres otra copa?
Le enseñé mi vaso, lleno aún hasta la mitad, y 61 rellenó el suyo con mucha parsimonia.
—Si lo prefieres, puedo empezar por el final —dijo luego, y me miró a los ojos, que yo le negué enseguida, valorando a ciegas aquella oferta tan apacible en apariencia que parecía entrañar sin embargo alguna misteriosa clase de amenaza, y me hubiera gustado tener valor para aceptarla, aunque sólo fuera por acabar antes, por liquidar aquella escena que seguía sin gustarme nada, pero mi cabeza dijo que no, y cuando abrí los ojos de nuevo tuve la impresión de que él me agradecía la
negativa—. Bueno, pues estudié en los Escolapios, como sabes, saqué buenas notas, fui más o menos un buen hijo, más o menos un buen hermano, me enamoré platónicamente de Claudia Cardinale, como la mitad del mundo, empecé a hacerme pajas a los doce años y a los quince estrené un abrigo loden de color verde que acabó de convertirme en el pijo perfecto, de los pies, donde solía llevar unos mocasines de piel color vino, como decíamos entonces, a la cabeza, que me peinaba con medio tubo de brillantina, pese a lo cual, como también sabes, soy milagrosamente el único de mis hermanos que no se está quedando calvo. A lo mejor, la política, aparte de cambiarme la vida, me salvó la cabellera, porque a mitad de COU abandoné todos los fastos de este mundo, loden incluido, por amor a Cristo.
—Y al padre Ercilla —apunté, dando mi primera copa por concluida para empezar inmediatamente con la segunda, que me proporcionó un precario estado de bienestar que crecería al mismo ritmo que mi capacidad para divertirme con el primer episodio de aquel monólogo de incomprensibles propósitos.
—No —sonrió—, al padre Ercilla no le amé nunca. Le admiraba, solamente, pero le admiraba muchísimo, eso sí. Era mi profesor de Religión, y daba unas clases sorprendentes, fascinantes, recitando a Brecht de vez en cuando y hablando siempre de la injusticia, de la pobreza, de la desigualdad, y hasta de las iniquidades del capitalismo. Se convirtieron en mis clases favoritas. Me tiraba horas enteras pensando en lo que nos contaba y preparando mentalmente mis intervenciones, que llegaron a ser tan numerosas que mis amigos llegaron casi a cogerme manía. Entonces me enteré de que él se reunía con un grupo de alumnos con…, digamos inquietudes, fuera del horario de clase, algo así como la Legión de María pero en versión social… —mis labios, que se habían ido curvando solos hasta dibujar una sonrisa, dejaron escapar una breve risita—, no te rías, era todo muy serio. Había reuniones teóricas y expediciones de carácter práctico, que al principio casi me gustaban menos que las otras, porque me sentía muy perdido en aquellos barrios remotos, donde la gente vivía tan mal, era todo tan pobre que acababa deprimiéndome, las mujeres de la edad de mi madre parecían mis abuelas, siempre vestidas de negro, con aquellos pañuelos atados en la barbilla, y sus maridos me daban la impresión de no haber dejado nunca de trabajar en el campo, por más que supiera que eso era imposible, porque tenían la piel muy oscura, y arrugada, y las uñas sucias, y llevaban boina… Tú nunca viste gente así, por muy comunista que fuera tu padre.
—No —admití—, eso es verdad.
—Claro que, a cambio, también eres mucho más religiosa que yo, así que no necesitabas ver para creer, pero yo sí, yo tuve que ver muchos niños descalzos en invierno, y muchas chabolas sin agua y sin luz eléctrica, y muchos hombres que vivían escondiéndose de la policía, antes de acabar de creerme lo que estaba viendo. Luego todo empezó a resultarme más fácil. Les llevábamos lo que podíamos, dinero, ropa usada, hasta comida, y el padre Ercilla hablaba con ellos, se enteraba de lo que necesitaba cada familia, intentaba organizados, resolver los problemas que surgían. Era un tío cojonudo, en serio, eso lo sigo pensando todavía, pero era cura, y por supuesto también decía misa en un altar improvisado en una casa, o en plena calle cuando hacia buen tiempo, porque aquella gente no estaba ni siquiera asignada a una parroquia, así que muchas familias no nos recibían bien, y otras ni siquiera nos abrían la puerta. Uno de nuestros enemigos más feroces era un hombre de la edad de mi padre, más o menos, que se había quedado sin trabajo porque siempre estaba borracho, o estaba siempre borracho porque se había quedado sin trabajo, vete a saber, nunca logré averiguar cuál era la causa y cuál el efecto. Se llamaba Fausto y cuando nos veía, nos insultaba y hasta nos tiraba piedras. Tenía una hija un poco mayor que yo, una chica muy guapa, muy muy guapa, que se llamaba Lucía, un nombre rarísimo en aquel barrio donde todas las niñas se llamaban Socorro, Antonia, o Juanita, cosas así, que entonces me parecían como de pueblo. Pero no me fijé en ella por su nombre, la verdad, sino porque estaba buenísima, pero buenísima, en serio, y además parecía una mujer mayor, tenía diecinueve años pero siempre iba muy arreglada, muy pintada, con las uñas rojas, y el pelo largo, y medias negras, con tacones, unos zapatos muy gastados, muy feos, pero muy limpios. Era imposible no fijarse en ella, porque tenía unas piernas de puta madre, unas tetas
enormes y un culo acojonante, era todo cuerpo, y unos ojos negros, inmensos, que brillaban mucho, siempre… —entonces se detuvo para mirarme—. Esto no te lo sabes.
—No, porque nunca me lo has contado.
—No podía —y antes de que pudiera preguntarle por qué, él mismo me lo explicó—. Me porté con ella como un cabrón. No me interesaba que lo supieras.
Aproveché esta pausa para mirarle, para intentar imaginar su fragilidad, su desconcierto, aquel voluntarioso afán de ser otro, alguien mejor, distinto, que había funcionado como motor de una metamorfosis que yo conocía tan bien, tan minuciosamente la había escuchado mil veces de sus mismos labios, como para dudar ahora de la eficacia de mis propios oídos, y tuve ganas de echarme a reír, de interrumpirle con cualquier frase hecha, venga ya, no te tires el rollo, pero sentí una curiosidad instantánea por la historia que podía haber llegado a inspirar aquella extravagante confesión, tan abrupta, tan brutal, tan increíble, y además, no conseguí descifrar del todo la expresión del rostro de mi marido. Porque Martín me miraba también desde su cara angulosa, levemente irregular, el pelo uniformemente oscuro todavía, las cejas muy anchas, sus raros ojos pardos de color animal, ojos de gran felino, instalados en un lugar extraño, a medio camino entre la nostalgia y la ironía, entre la obligación y el placer de recordar, una inaudita secuencia de luces que no cambió ni un ápice cuando por fin se decidió a seguir hablando.
—Todas las chicas de aquel barrio zumbaban a nuestro alrededor como un enjambre de abejas furiosas, persiguiéndonos corno si estuvieran convencidas de que éramos su salvación. Eso era exactamente lo que debíamos parecerles, un montón de niños ricos, bien vestidos, con dinero y mucha mala conciencia, la universidad por delante, y por detrás, una familia capaz de financiar cualquier sueño de unas niñas que se habían criado sin nada, o mejor dicho, con el deseo desesperado de una diadema para el pelo, unos pendientes con perlas, un traje de Primera Comunión y cosas por el estilo, las más tontas de las que les sobraban a mis hermanas. Suena a panfleto barato, pero así era el mundo, y el padre Ercilla apenas tenía una idea remota del envilecimiento moral al que nos exponía con esa ambición suya de redimir a todos los pobres de Madrid. Porque era difícil resistirse, ¿sabes?, por mucho amor a Cristo que uno sintiera, por muy buena voluntad que uno pusiera, por muy consciente que uno llegara ser de la injusticia, de los males de la pobreza, de las virtudes de la caridad, es que no había manera de resistirse, o por lo menos yo no la encontré, ésa es la verdad. Al principio, ellas se conformaban con que las invitaras a merendar, un batido de chocolate y un curasán decían, y con eso se ponían como locas, porque no pasaban hambre en casa, pero nunca veían un bollo, ni bombones, ni pasteles, esa clase de lujos superfluos, y estaban hasta las tetas de comer cocido todos los días, como es natural… Por ahí empezábamos los chicos del cura, como nos llamaban, por ahí empecé yo, un batido de chocolate y un curasán, la primera chica a la que invité se llamaba Socorrito, por eso me he acordado antes de su nombre, pero era bastante fea, la pobre, no me gustaba nada, y ella debió de darse cuenta porque no quiso ir más allá… Entonces yo ya me había enterado de que algunos de mis compañeros de aventuras, no todos desde luego, porque la mayoría eran auténticos meapilas que se rifaban el privilegio de hacer de monaguillos en las misas del colegio, pero algunos, los más mayores y los más concienciados políticamente, los que ya habían empezado la carrera pero seguían en el grupo del padre Ercilla porque no habían encontrado todavía un sitio mejor donde militar, estaban medio liados con algunas de las chicas de aquel barrio. Los más beatos hacían circular historias confusas de pecados mortales, una vez habían pillado a Fulanito con la bragueta abierta besándose con la hija de la dueña del bar detrás de una tapia, otra vez habían visto a Menganito en la Gran Vía abrazando a otra de aquellas chicas, cosas así… En las reuniones teóricas que celebrábamos antes de ponernos en marcha, el padre nos soltaba unos discursos terribles, en los que afirmaba que no podía concebirse nada más vil que explotar a los necesitados, y nos prevenía contra la tentación de abusar de aquellas pobres muchachas que apenas tenían más patrimonio que su cuerpo. No sé a los demás, pero a mí, aquella última frase me ponía cachondo. Luego nos poníamos el abrigo y, ¡hala!, a hacer caridad. El pobre padre Ercilla no veía más allá de su propia santidad, y no estaba dispuesto a
perder el tiempo vigilándonos mientras se convencía de que la mies era mucha y… ¿cómo era? ¿Los brazos pocos?
—No lo sé. Yo no daba clases de religión de pequeña.