37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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—Eso que te perdiste —sonrió.

—Ya —y le devolví la sonrisa—, ya me estoy dando cuenta…

—Bueno, lo que fuera… El caso es que él estaba todo el rato muy atareado, dejándose besar la mano y haciéndose el imprescindible, porque una cosa es que siga pensando que era un buen tío y otra sería no reconocer el atracón de vanidad que se daba en aquellas expediciones, y nosotros íbamos a nuestro aire, ocupándonos mejor o peor de lo que nos había encargado. Estos chicos son mi infantería, solía decir, y la infantería, pues ya se sabe… A medida que me convencía de que la revolución y la Santa Madre Iglesia tenían muy poco que ver, fui descubriendo cómo funcionan las cosas en este mundo. Una chica que se llamaba Mari, me cogió una vez la mano y me la puso encima de una de sus tetas mientras me preguntaba por qué no traíamos nunca ningún bolso, porque ella ya tenía faldas y blusas y lo que le hacía ilusión de verdad era un bolso, que nunca había tenido ninguno. A la semana siguiente, le di un bolso que le robé por las buenas a mi hermana Rocío, me llevó a un descampado y me dejó que la metiera mano todo el tiempo que quise. Cuando me corrí, con los pantalones puestos, frotándome contra ella, me dijo que tampoco tenía medias… Te lo podría contar de otra manera, pero fue así, y sin embargo, aquella noche me fui a casa tan contento, y casi convencido de haber hecho una buena acción, porque no puedes figurarte cómo le gustó el bolso, no te puedes ni imaginar qué cara de felicidad tenía, cómo me abrazó, cómo me dijo, qué bueno eres conmigo… El curso siguiente yo mismo empecé a ir a la universidad, pero seguí formando parte del grupo del padre Ercilla hasta febrero o marzo, no me acuerdo exactamente, cuando entré en las Juventudes. Entonces ya estaba liado con Lucía. Era amiga de Mari, la chica del bolso, y no le di la oportunidad de acercarse a mí, fui yo directamente a por ella. Total, ya había perdido la fe…

Él no dejaba de atender a la expresión de mis ojos mientras hablaba, intentando anticipar la naturaleza de mis reacciones, pero no quise interrumpir su historia con el impreciso relato de una emoción difusa, que crecía, y retrocedía, y se multiplicaba, y se enredaba en sí misma a medida que se sucedían sus palabras, aunque habría podido resumirla en un simple par de frases, contándole cuánto me habría gustado conocerle entonces, qué feliz habría llegado a ser si él hubiera podido invitarme a merendar un batido de chocolate y un curasán. Nunca me había contado gran cosa de aquella época. Aunque le gustaba hablar del padre Ercilla y de sus clases, sólo había aludido alguna vez, y de pasada, a sus visitas a aquel barrio de la periferia que aun no quería concretar, como si le diera miedo volver a pronunciar su nombre, pero yo podía imaginarle muy bien en aquel papel, porque conocía a sus padres, a sus hermanos, y la casa en la que vivía entonces, tan distinta de la mía que al principio me provocaba menos respeto que temor, miedo de meter la pata, de decir algo inconveniente, de no haber aprendido nunca las fechas, las canciones, las historias que todos sus habitantes recordaban en voz alta. Cuando le vi por primera vez, todavía estaba en cuarto, había pasado muy poco tiempo desde que desistió de su amor a Cristo, su aspecto no podía haber cambiado mucho en sólo tres años, y tampoco su espíritu, su carácter, ese irresistible carisma de líder auténtico que ahora cabía en el pequeño hueco de un bolso robado sin perder ni una pizca de su brillo, y no me detuve en consideraciones morales, obedecí simplemente a su voz, aceptando que lo repugnante era repugnante, y lo inevitable era inevitable, y lo comprensible era comprensible, aunque no llegara todavía a comprender muy bien por qué me sentía tan cerca de él al escuchar aquel relato de unos años que no habíamos vivido juntos.

—Lucía iba un paso por delante de todas las demás chicas que conocí allí. En todo. Me di cuenta enseguida, porque la primera vez que intenté pagarle una Coca–Cola casi se rió de mí, y me dijo que me guardara mi dinero, que con ella no valían esa clase de trucos. Me sacaba sólo un año y medio, pero parecía una mujer hecha y derecha, y yo, que acababa de cumplir los dieciocho, me asusté un poco, la verdad, y decidí no volver a intentarlo. Pero ella tenía sólo diecinueve años, por más que

disimulara, y además, desde aquel día, ya no me perdió de vista. Aparecía cuando menos me lo esperaba, en las clases de alfabetización por ejemplo, aunque supiera leer y escribir, en las reuniones que convocábamos en el bar, o en la puerta de su casa, simplemente, justo cuando yo pasaba por la calle. Llegó a venir incluso a misa, a pesar de que su padre le había prometido una paliza si llegaba a enterarse de que se mezclaba con el cura. Y la verdad es que no se mezclaba, porque nunca intervenía, nunca decía nada, sólo se dejaba ver, y me miraba, con una sonrisa burlona que me sacaba de quicio, en serio, es que me ponía frenético sólo de verla, apoyada en la pared, descargando todo su peso sobre una pierna para balancear las caderas, bailando sola, y jugando con un collar de cuentas rojas que llevaba siempre colgado del cuello como si nada de lo que ocurría fuera con ella, como si estuviera empeñada en convencerme de que si no me la follaba pronto, me iba a morir, como si yo ya no lo supiera… Hasta que una noche, después de una de sus exhibiciones, convencí a Mari para que se viniera conmigo al descampado al que fuimos la primera vez, y ella, todavía no sé cómo, se dio cuenta, y nos cortó el paso en plena calle. Ahuyentó a su amiga diciéndole que su madre la andaba buscando y que ya se podía ir a casa si se quería salvar de una buena, y luego se encaró directamente conmigo. ¿Y a ti qué te pasa?, me preguntó, y yo le contesté que nada, que creía que era ella la que no quería saber nada de mí. Como ésa no, murmuró, señalando a lo lejos, y luego, más o menos, me expuso sus condiciones. Odio este barrio, me dijo, odio estas calles, odio estas casas, odio toda esta mierda… Quedamos al día siguiente, en la boca de metro de Quevedo, y la invité a merendar en una cafetería que se llamaba Madison y estaba en la calle Arapiles, no sé si te acuerdas, un sitio muy grande, con lámparas de las que colgaban una especie de estalactitas de cristal y mucho lujo del de entonces, mucho terciopelo y cristales ahumados… Le encantó.

—A mí también me encantaban esos sitios, de pequeña —reconocí—. Pero yo iba con mi madre sobre todo a los Californias de la calle Goya, y siempre pedía tortitas con nata, era estupendo,

—Ella también tomó tortitas, todavía me acuerdo, y un chocolate, y después, cuando ya llevábamos un rato hablando, me preguntó si me quedaba dinero y cuando le dije que sí, me pidió que le invitara a un cubata.

—Y la invitaste.

—Y luego te dejó que la metieras mano…

—No. Lucía era más lista que las demás, ya te lo he dicho, iba un paso por delante. Aquella tarde me besó en la boca cuando volví a acompañarla al metro, y ahí se acabó todo. Ella no quería un bolso, ni unas medias, ni un chico rico que enseñarle a sus amigas. Lucía quería cazarme, pero yo era más listo que ella, y cuando me di cuenta, la historia cambió como si alguien ¡a hubiera puesto boca abajo. Y ahí fue donde empecé a portarme como un cabrón.

—Tampoco —protesté, defendiéndole aun en contra de su voluntad—. Al fin y al cabo, ella se lo había buscado.

—No, no era tan fácil, ¿sabes…? Al principio lo parecía, porque era muy caprichosa y se portaba fatal conmigo, y un buen día me bajaba la cremallera en el cine para cogerme la polla y al día siguiente no me dejaba ni que la besara siquiera. Se pasaba la vida inventándose ofensas inexistentes y, de vez en cuando, coqueteaba descaradamente con otros tíos, y no sólo en su barrio, con conocidos suyos, sino hasta cuando salíamos por el centro y le devolvía la sonrisa a alguien que no conocía de nada para que yo me retorciera de celos. Y yo me retorcía, por supuesto. Quería tenerme en un puño y durante algún tiempo lo consiguió. Estuve muy enamorado de ella, con ese amor absurdo de los adolescentes que se quedan colgados de una manera de sonreír, o de mirar, o de moverse, aunque quien sonría, quien mire, o quien se mueva, no tenga absolutamente nada que ver con ellos, aunque cualquiera, excepto ellos mismos, pueda descubrir de un simple vistazo que su amor es un amor equivocado… Pero a pesar de todo estuve muy enamorado de ella, ciego, enfermo, atontado de amor, hasta que entré en el Partido, dejé el grupo del padre Ercilla, y mi vida cambió, claro, tenía más cosas que hacer, conocí a mucha gente nueva, muchas chicas, ninguna como Lucía desde luego, pero chicas, al fin y al cabo, y me di cuenta de que, aunque todavía era incapaz de

resistirme, empezaba a estar hasta los cojones de ser la marioneta de aquella tía… —desvió la vista hacia sus uñas, que estudió con mucho interés, y añadió una frase emboscada en una sonrisa cómplice, como de niño gamberro—. Prefiero ser yo el que decide las reglas del juego, como sabes…

—Desde luego —admití—, y me alegro.

—Bueno, no adelantemos acontecimientos —se echó a reír y me arrastró a su risa. Yo me estaba divirtiendo de verdad, por más que no fuera capaz de adivinar aún ni remotamente la naturaleza de sus intenciones—. Bien… ¿por dónde iba? ¡Ah, sí…! Lucía se dio cuenta de que me tenía hasta demasiado enconado, de que la tuerca no admitía muchas vueltas más, y cambió de estrategia para convertirse en mi novia con todas las consecuencias. Entonces fue ella la que empezó a fingir celos, ella la que se interesaba mucho por mí, y me cuidaba, y me mimaba, y me preguntaba a todas horas por mi familia, a qué se dedicaba mi padre, de dónde era mi madre, cómo me llevaba con ellos, con mis hermanos, quiénes eran esos amigos nuevos que me tenían ahora tan ocupado… Cuando ya estaba maduro, absolutamente emocionado, conmovido hasta los huesos por su repentino amor, me dijo que me avergonzaba de ella, que por eso no la llevaba a mis reuniones, que ponía mucho cuidado en que nadie nos viera juntos fuera de su barrio. Le dije que no fuera imbécil, que eso era mentira, y desde entonces fui con ella a todas partes… ¡Pobre Lucía! Si yo era un señorito revolucionario, eso es lo que era, Marita tenía razón, un señorito, igual que casi todos. ¡Cómo iba a importarme a mí enseñársela a los demás, con lo que molaba tener una novia del lumpen, y con lo buena que estaba, además, que a los de la célula se les salían los ojos de las órbitas cada vez que la veían…! Y ella, que era muy lista, ya te lo he dicho, empezó a vestirse de otra manera para acompañarme a según qué sitios, y cuando quedábamos con mis compañeros de la facultad aparecía con vaqueros y se pintaba muy poco, porque las tías se habían quedado de piedra cuando la vieron por primera vez, con aquellos taconazos y una falda tan corta, y nos habían puesto a parir a los dos, sin discriminar, y ella sospechaba que eso no la convenía, aunque sabía de sobra que a mí me gustaba más cuando iba de…, digamos mujer fatal, y también sabía que esa clase de comentarios me tocaban mucho los cojones… De todas formas, por muy enamorado que estuviera, en aquella época yo ya me había puesto en guardia. Lucía me seguía pareciendo la tía más buena del mundo, pero cuando salíamos solos, si no podíamos enrollarnos, me aburría mucho con ella. Ya no tenía sentido coquetear a todas horas, jugar a los celos, a las broncas y a las reconciliaciones, ya estábamos de vuelta de todo eso, y la verdad es que no teníamos nada de qué hablar, nos tirábamos horas enteras callados, haciendo manitas y morreando por hacer algo… Y ahí fue donde se equivocó del todo, donde metió la pata hasta el fondo, porque un día me dijo, con otras palabras, claro, palabras más rebuscadas, más románticas, más torpes también, que nos aburríamos porque aquella situación no daba más de sí, y que lo que teníamos que hacer era buscar una casa, irnos a vivir juntos, casarnos incluso…

—Y tú te acojonaste.

—¡Te diré…! —sonreí al comprobar que seguía poniendo cara de miedo al recordarlo—. Naturalmente. Pero le di largas todo el tiempo que pude, para poder seguir follando con ella.

—Porque follabas con ella…

—¡Hombre, claro! Si no, de qué…

—Muy bien, pero eso no lo has dicho antes.

—No. Es que eso acabó siendo lo peor. Bueno, también fue lo mejor. Era lo mejor y lo peor a la vez. Ella se resistió, porque, claro, como lo que quería era casarse conmigo, intentó estirar de la cuerda todo lo que pudo, pero yo ya no estaba para caprichitos, y le dije que si éramos novios, follábamos, y si no, lo dejábamos y tan amigos… Entonces me dijo que era virgen, y yo me lo creí, y lo pasé fatal, porque por una parte me moría de ganas de follar con ella, pero por otra, me parecía una barbaridad desvirgarla cuando ya sabía que quería cazarme y yo no tenía claro que me quisiera dejar, que era una forma medio decente de decirme a mí mismo que no pensaba dejarme de ninguna manera. Era todo muy confuso, ¿sabes? Yo quería a Lucía, la quería pero me aburría con ella, y sin

embargo me gustaba más que cualquier cosa de este mundo, y por un lado, respetar la virginidad de una mujer sería una actitud todo lo paternalista y reaccionaria que se quiera, pero lo contrario era lo que habían hecho los señoritos de toda la vida de Dios, y yo era un señorito empeñado en dejar de serlo… Y además, qué hostia, en el mundo de Lucía la virginidad era un patrimonio auténtico, algo que tenía valor, así que no sabía qué hacer, follármela para nada sería como robarle algo, qué quieres, yo sólo tenía diecinueve años… Al final, la decisión la tomó ella. Estábamos en una fiesta, en un piso de estudiantes, en casa del Mono, tú lo conociste, ¿no?, y me llevó a la cama, y me lo dijo, quiero acostarme contigo hoy, ahora… ¡Joder! Casi se me saltan las lágrimas de la emoción.

—Pero lo hiciste.

—Nos ha jodido… —me eché a reír y esta vez fue él quien se rió conmigo—. Claro que lo hice. Con mucho cuidado, con mucha paciencia, con mucha ternura… Ya sabes, lo típico. Con mucho miedo también. Y no me arrepentí, te lo juro, no me arrepentí ni media, me gustó tanto que me habría casado con ella allí mismo. Y fíjate, a lo mejor me hubiera casado de verdad si no me hubiera llegado a enterar de hasta qué punto hice el pardillo aquella vez…

—Porque no era virgen —no sé por qué, aquel dato fue casi el único que logré intuir desde el principio, y se lo dije—. Me lo imaginaba.

—Claro que no. Yo no tenía ni idea, y no sólo porque no hubiera notado nada, que eso es una tontería y además yo sí que era virgen y bastante tenía con lo mío, sino porque no me podía imaginar que me hubiera mentido, no sé por qué, pero es que ni se me pasó por la cabeza, a lo mejor me sentía demasiado gallito como para aceptar eso. Fui bastante más tonto que tú. Pero acabé enterándome y de malísima manera, por cierto… Al principio solíamos ir a follar a casa del Mono, pero cuando sus padres se cabrearon y lo metieron en un colegio mayor, porque en segundo las cargó todas, las cosas se nos pusieron un poco más difíciles. Acabábamos encontrando sitio, sin embargo, y si no, lo hacíamos en el coche, pero pasamos una temporada jodida, ¿sabes? Yo acababa de empezar tercero, el coche que había heredado de mi hermano Nuño se había muerto de viejo, los pisos a los que podíamos ir, por una cosa o por otra, dejaron de estar disponibles, y al Mono le dijeron que como volviera a meter tías en la habitación le echaban del colegio, y se acojonó… Así que la situación volvió al punto en el que estábamos antes de follar, aunque ahora nos aburríamos todavía más, y yo empecé a espaciar mis citas con Lucía, nos veíamos sólo los fines de semana, y a veces ni eso. Entonces se equivocó por segunda vez, pobrecilla… Pensó que era más importante seguir follando conmigo que dejar de esconderme ciertas cosas y un buen día me dijo que podíamos ir a su casa. Yo me puse muy contento, porque creía que no había nadie, pero su padre estaba allí, y aunque escupió al suelo cuando me vio, no dijo nada. Luego ella me pidió un poco de dinero para comprar su silencio, y se lo dio, eso seguro, porque no quería que su madre, una pobre mujer que era la que les mantenía a todos limpiando casas, se enterara nunca de nada. Una vez me dijo que estaba dispuesta a todo antes que a acabar como su madre, y la primera vez que la vi, te juro que lo entendí… El caso es que foliamos en su cama, que estaba separada del resto de la única habitación de la casa, que ella llamaba salón, por una cortina… Horroroso, no me pidas detalles porque no podré soportarlo. A partir de aquel día, empecé a tener claras muchas cosas, y ahí fue cuando Lucía se convirtió en un problema de verdad. Porque yo no estaba dispuesto a casarme con ella, no quería, no podía, ¿lo entiendes?, nuestra historia no tenía ningún sentido, pero tampoco me atrevía a abandonarla, no me atrevía a afrontar las consecuencias de aquella decisión, ahora que sabía a lo que estaba expuesta, yo qué sé… Supongo que, por no querer hacerle daño, le hice mucho más daño del que habría querido hacerle, porque me quedé estancado, incapaz de hacer nada, ni de tomarla ni de dejarla, nada, excepto seguir follando con ella, que durante mucho tiempo iba a seguir siendo lo que más me gustaba de este mundo, y luego ya ni eso… Entonces fue cuando se me ocurrió tomarme la política en serio. Para poder estar muy ocupado de verdad, para tener excusas de sobra cuando no me apetecía quedar con ella, para borrarla de mi cabeza, para justificarme cuando le hacía alguna putada. Era lo único que tenía a mano, lo único que me interesaba, lo único en lo que podía creer ya. Cada vez que Lucía empezaba a quejarse, y me exigía que confesara que ya no Ja

quería, y lloraba, y se desesperaba, yo me decía a mí mismo que ella no podía comprender, no podía darse cuenta de que yo tenía cosas mucho más importantes que hacer. Y al día siguiente, por la mañana, en cualquier asamblea, hablaba de la explotación de las clases oprimidas, de la plusvalía y los derechos humanos, de la amnistía y de la reconciliación nacional, a cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades, ya sabes, y tú me aplaudías, por ejemplo… Al final, la pobre ya no se atrevía a decir nada, hacía todo lo que yo quería, jamás protestaba si estábamos un par de semanas sin vernos, se agarraba a lo que podía, estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de seguir teniendo una esperanza, aunque fuera muy débil, de que su historia conmigo iba a acabar bien, pero un buen día me di cuenta de que ya ni siquiera me compensaba seguir follando con ella. Y la dejé tirada. Y no me quedó más remedio que convertirme en un líder auténtico, como tú dices, el padre Ercilla corregido y aumentado. ¿Qué te parece?

Le miré en silencio, celebrando íntimamente cada uno de sus delitos, cada uno de sus pecados, siguiendo el rastro de aquella remota crueldad nacida del vértigo de la edad y del deseo, las huellas de la culpa que le había dejado llegar hasta mí una vez, hacía ya tantos años, y me lo devolvía de nuevo, después de tantos años, más impuro quizás, pero por eso más limpio y más entero, más misteriosamente digno de amor, y no encontré una buena manera de decirle que jamás le habría perdonado que se casara con aquella mujer que no se lo merecía tanto como me lo había merecido yo, que jamás le habría perdonado que me hubiera descartado antes de conocerme siquiera, que eso era lo único que jamás habría podido perdonarle y que todo lo demás me daba igual, porque lo único que me importaba era tenerle cerca, estar cerca de él, y yo también estaba dispuesta a pagar cualquier precio por ciertos privilegios.

—Nunca te había contado esto porque, si empezaba, iba a tener que contarte un montón de cosas más, y cuando me enrollé contigo en Italia, tenía sólo veinticinco años y todavía me sentía culpable… No estaba muy seguro de que te gustara escuchar esta historia porque, por muchas vueltas que quiera darle, la verdad es que me porté con Lucía como un cabrón, y eso no tiene arreglo. Además, yo la dejé definitivamente muy poco antes de tropezarme contigo en aquella reunión donde te dedicaste a ponernos a parir, y pensé que, total, como ya no ibas a poder enterarte por otro lado… Luego supongo que me dio pereza. Suena un poco patético lo de ponerse a confesar historias antiguas y terribles que se han ido quedando en nada con el paso del tiempo, ¿no?, eso creo yo por lo menos, por eso me jodió tanto enterarme de que te estabas psicoanalizando. Pero precisamente por eso, cuando me enteré, me dije que a lo mejor te venía bien enterarte de ciertas cosas. Y no es que esté satisfecho de mí mismo, que conste no se trata de que lo haya superado todo, cuando pienso en Lucía todavía me siento como un miserable, eso es cierto, y sin embargo ahora sé que portarme bien con ella habría sido lo mismo que destrozarme la vida… Así que, ya ves, yo también tengo secretos terribles que guardar —sonrió—, pero no lo parecen tanto cuando se cuentan en voz alta…

Mientras le escuchaba, recuperé una remotísima sensación de seguridad, la confortable certeza de estar a salvo, esa especie de agradable insensibilidad que se extendía por todo mi cuerpo cuando, de pequeña, la tata me curaba una rodilla herida con un río de mercromina y un vendaje mucho más aparatoso de lo imprescindible. Todavía no había empezado a sacar conclusiones, no pensaba, no deducía, no relacionaba los datos entre sí, pero me gustaba escucharle, siempre me había gustado, sobre todo en el tono preciso que empleó aquella noche, una voz misteriosamente pura que nacía de la pacífica coexistencia de emociones contrarias, una voz serena que llegaba hasta el mismo límite de la agitación, una voz irónica y sincera, clara y enturbiada por cierta mínima dosis de indispensable oscuridad, brutal y sutil al mismo tiempo, palabras como dedos perfumados y frescos, como manos suaves y expertas, implacables en la desagradable misión de curar heridas dolorosas, que no eran capaces aún de deshacer mi propia confusión, pero me hacían tanto bien que casi habría querido aplazar para otro día ese misterioso montón de cosas a las que llevaban ineludiblemente éstas que acababa de conocer.

Pero aquella noche Martín tenía ganas de hablar, y no pidió mi opinión antes de seguir.

—Yo también me fijé en ti antes de conocerte. Eso tampoco lo sabes pero de entrada no tiene por qué significar nada, era inevitable, en aquella época todos los rojos de la Complutense nos conocíamos, aunque fuera de vista, ¿no? —asentí brevemente y él siguió hablando—. Ya sabes que era muy amigo de tu novio, Teo…

—No me lo recuerdes, por favor —rogué, tapándome la cara con las manos para fingir un cómico acceso de desesperación.

—¿Por qué? —él se rió—. Si de él sí que hemos hablado un montón de veces…

Teófilo Parera, estudiante de Derecho, compañero de curso de Martín, mi primer novio, era una especie de versión izquierdista del ogro de los cuentos infantiles. Alto y robusto, bastante gordo, llevaba el pelo muy largo, una melena crespa, castaña y perpetuamente sucia, cuyos mechones delanteros se enredaban a ambos lados de la cara, en las faldas de una barba tan abundante y descuidada como una zarza en invierno, que trepaba hacia arriba para fundirse con un bigote igual de espeso, y se expandía hacia abajo, salvando el breve desierto de la garganta, para sembrar de pelo el resto de su cuerpo. Siempre iba vestido igual, con unos vaqueros más que usados, una camisa gorda, de lana, estampada con cuadros escoceses, y unas botas de montañero tan aparatosas que daban miedo. Su manera de entender la vida no desentonaba con el monótono rigor de aquel vestuario. Todavía no sé muy bien por qué me enrollé con él, supongo que porque él quería enrollarse conmigo, y porque era el jefe de mi grupo y allí nadie parecía atreverse a discutir sus menores deseos.

—¡Qué bruto era! ¿Te acuerdas? —Martín paladeaba con placer la memoria de mis errores—. No he vuelto a conocer a nadie como él. ¡Qué animal! El caso es que a mí me caía bien, ya lo sabes, me hacía mucha gracia, hablábamos mucho, yo intentaba convencerle de que la lucha armada era un error estratégico y él me decía que yo era un maricón, y no había forma de sacarle de ahí… No te pegaba nada.

—¡Claro que me pegaba! —protesté, sonriendo—. Yo también defendía el horizonte de la lucha armada.

—No… Tú eras una señorita. Igual que yo. Por eso me fijé en ti.

—¿Cuándo?

—Cuando me enteré de que eras la novia de Teo.

—Imposible… —murmuré—. Yo me enrollé con Teo en primero.

—Sí —asintió tranquilamente.

—Y lo dejé cuando estaba en segundo…

—Antes de Navidad —precisó.

—Sí… —asentí yo esta vez—. Pero la primera vez que yo te vi a ti en mi vida fue aquel mismo curso, después de Semana Santa…

—Bueno —sonrió—. Pero yo te había visto a ti antes. Bastantes veces. Que tú no te fijaras en mí no quiere decir que yo no me fijara en ti. Ya sabes que frecuentábamos los mismos bares.

—No me lo creo…

—Pero es verdad. Yo sí te conocía. Y enseguida me enteré de quién eras, claro.

—Una joven heredera insatisfecha —le recordé, resignada a aceptar una versión inédita de mi propia historia.