37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 39

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—Pues sí. ¿Te parece poco? Era una combinación irresistible, demasiado para el pobre Teo, desde luego, ésa es la primera cosa que no entiendes… Cuando le dejaste se quedó jodido, no creas, aunque disimulara. Me lo encontré una mañana en el bar y me lo dijo, ya sabía yo que con esa tía no iba a ninguna parte, y yo le di la razón, es una pija, Teo, eso le dije, por mucho rollo que se tire no es más que una niña bien que juega a dar disgustos en su casa, no te conviene, hazme caso.

—¡Uy! —exclamé, tan sorprendida como una niña pequeña que acaba de descubrir el doble fondo de la chistera de un mago—. ¡Eso tampoco me ]o habías contado nunca!

—No, claro que no… Pero de todas formas no puedes reprochármelo porque no hice nada malo. Tú querías quitártelo de encima y yo te ayudé, él estaba hecho polvo y le di argumentos para que se recuperara.

—¿Y tú?

—Yo pensaba en ti de vez en cuando. No todo el tiempo, la verdad, porque estabas en otra facultad, te conocía sólo de vista, y después de romper con el gordo ni eso, pero de vez en cuando me acordaba de ti, porque durante una época, mientras fuisteis novios, llegué casi a engancharme de las cosas que Teo me contaba, y luego también, no creas, la verdad es que no le dejaba en paz. pobre hombre, tú te habías convertido en mi pasatiempo favorito, hasta el punto que él llegó a mosquearse, y aunque le pedí muchas veces que nos presentara, no por nada, sólo por verte de cerca, él nunca quiso porque tenía celos de mí, en serio… Debió ser la única vez que acertó en su vida. Por eso nos conocimos tan tarde, tú y yo. Eso tampoco podía contártelo, por lo menos al principio, porque cuando te conocí, yo jugaba con mucha ventaja, sabía muchas cosas de ti, y no quería que pensaras que las había puesto en práctica, que desde luego, fue lo que hice…

—¡Pero si eso me habría encantado! Y tú lo sabes. Tienes que saberlo.

—Pues no te creas, no estaba tan seguro… Tú parecías admirarme tanto, estar tan dispuesta a adorarme, a convertirme en Dios, y a mí me gustaba tanto todo eso que, no sé… Los dioses hacen trampas pero nadie llega a enterarse jamás de que las hacen, ¿no? Además, al principio la tentación de resultar el hombre irresistible era demasiado fuerte, y luego, bueno, tú parecías bastante más progre de lo que eras en realidad, querida, así que igual me salías con que no había sido lo suficientemente sincero contigo, vete a saber… La verdad es que estaba un poco en lo mismo de antes, porque no te podía contar una parte de la historia sin contártela entera, aunque de esto sí que temí que acabaras enterándote de todos modos. No he vuelto a ver a Teo desde que acabamos la carrera, pero sé, por otra gente, que cuando se enteró de lo nuestro le contó a todo el mundo que yo era el mayor hijo de puta de la historia, ya ves… Mientras tanto, mi rollo con Lucía iba de mal en peor, y sin embargo, todas las tías que había a mi alrededor se quedaban en nada cuando las comparaba con ella. Y eso fue lo que me llevó definitivamente a la ruina porque, en cambio, las amigas de mi hermana Amparo me gustaban más de lo que estaba dispuesto a reconocer, por mucho que supiera que eran tan intocables como si tuvieran la lepra… El lumpen caía muy lejos de mi casa pero podía pasar, hasta estaba bien, era correcto, ya sabes, pero la pijería desaforada de aquellas niñatas que soñaban con casarse con un notario, por muy buenas que estuvieran, las convertía en el enemigo, y a los veinte años uno no puede acostarse con el enemigo impunemente… Lo sé bien porque conseguí enrollarme con una, yo creo que hasta les hacía gracia, mi hermana les avisaba, no le hagáis caso a éste, que es del Partido Comunista, y ellas me preguntaban, muy serias, si era verdad, y cuando les contestaba que sí, se me quedaban mirando con unos ojos muy grandes y muy asustados, como si acabara de convertirme en el demonio, y yo jugaba a darles la razón, no tengáis miedo, les decía, que cuando llegue el momento y os monten en un camión para llevaros a fusilar, ya llegaré yo a tiempo para salvaros, y chillaban, y me insultaban, pero a alguna le gustaba aquel juego, ¿sabes?, le gustaba la idea de tenerme miedo, y a mí me gustaba que me lo tuvieran, así de claro, se me ponía dura sólo de verlas merodear a mi alrededor como ratoncitos provocando al gato, y se llevaron algún zarpazo, nada grave, hasta que una, que era mi favorita y lo sabía, decidió tomarse el juego en serio… Se llamaba María Jesús, pero todos la llamaban Machús…

—¡No me lo puedo creer! —se me escapó una carcajada entre aquellas palabras, y él se rió conmigo.

—Pues sí. ¿Qué quieres? Eran niñas de las Irlandesas, todas de buenísima familia, algunas con muchísimo dinero, y hasta las que no tenían tanto, como mi hermana, con peinado de peluquería, ropa de marca y pinturas de calidad, no como las de mi pobre novia, que se le corría el rímel a la media hora de ponérselo… Además, Machús tendría un nombre ridículo, pero estaba muy buena, era igual que una manzanita, los ojos muy redondos, los labios muy gordos, monísima de cara, y bajita, pero con tetas y muy buen cuerpo. ¿Y tú también vas a quemar iglesias?, me preguntó un día, sí, le

contesté, pero contigo dentro. Entonces me miró como si lo estuviera deseando, y la cogí de la cintura, y la apreté contra mí, y la empecé a sobar, y ella se dejó, y la besé, y ella me besó… Este sábado voy a dar un guateque en mi casa, me dijo luego, ¿por qué no vienes? Amparo no puede, porque se va a esquiar, y mis padres estarán en Baqueira, esquiando también… Sé que no te lo vas a creer, pero te juro que estuve a punto de no ir sólo por miedo a que me viera alguien, a que alguien se enterara de con qué clase de tías me juntaba, lo pasé fatal, en serio, me tiré la noche en blanco, pero al final me armé de valor y fui, y allí estaba ella, esperándome, y no tuve que convencerla, ¿sabes?, no tuve que soltarle un rollo para ablandarla, ni bailar antes, ni emborracharla, seguramente cualquiera de los tíos que había en aquella fiesta lo habría tenido mucho más difícil, pero yo era el demonio, y al demonio no tiene sentido hacerle esperar, y no importa lo que piense de las buenas chicas, ni va a casarse jamás con ninguna, ni conoce a la gente que puede hacerlas daño… Vamos, le dije, con la primera copa por la mitad, y como ella estaba esperando que le dijera exactamente eso, me llevó de la mano hasta un dormitorio, cerró la puerta, y se quedó de pie. muy quieta, enfrente de mí, sin atreverse a hacer absolutamente nada, pero tan excitada, tan nerviosa, que empezó a respirar por la boca y yo creo que no se dio ni cuenta… Entonces empecé a desabrocharle la blusa despacio, mirándola a los ojos, llevaba un sujetador de encaje muy blanco, muy nuevo, muy bonito y muy escotado, yo adoro esa clase de sujetadores, ya lo sabes, y unas bragas a juego, y me gustó tanto verla así, como empaquetada para regalo, que la tumbé en la cama sin desnudarla del todo, y me tiré un buen rato acariciándola y mordiéndola por encima de la ropa…

—No sigas. Martín —le miré y él me sonrió, para hacerme entender que había descifrado perfectamente el sentido de mis palabras.

—Te estás poniendo fatal, ¿no? —asentí con la cabeza y él celebró mi confesión con una carcajada—. Conociéndote como te conozco, no me extraña nada, pero vas a tener que esperar bastante, y escucharme con atención, aunque no quieras, porque todo esto es más importante de lo que parece, y tiene mucho más que ver contigo de lo que tú te crees… Bien. Pues Machús resultó todo un hallazgo, para lo bueno y para lo malo. Lo bueno fue que me lo pasé de puta madre con ella, pero de puta madre, en serio, casi tan bien como las primeras veces que follé con Lucía, hasta el punto de que lo único que me pidió fue que no se la metiera porque quería seguir siendo virgen, y ésta sí que decía la verdad, y aunque me di cuenta de que perdía el control por momentos, de que si forzaba la situación sólo un poquito más, acabaría consiguiendo que me lo pidiera por favor, no me costó ningún trabajo respetarla, como ella decía, porque me compensó de todas las maneras que conocía, e incluso de alguna que ni siquiera se imaginaba antes de empezar. Y hasta eso fue lo de menos. Porque incluso si se hubiera portado como una chica medio decente, ya me habría dado cosas que no conseguía de ninguna de las tías de la facultad con las que me acostaba–de vez en cuando, todas esas de las que sí que te lo he contado todo desde el principio. Y esas cosas me volvían loco aunque no pudiera soportar siquiera la idea de que fuera así. Yo sí que habría necesitado un buen psicoanalista, en aquella época. Porque Lucía me había colocado en el centro de un callejón sin salida, y ahora ya tenía dos donde elegir, una encrucijada de la hostia para mí solo, un niño bien comunista que había echado a perder a una chica pobre a la que la ponía cachonda acostarse con un niño bien, para enconarse luego con una niña bien a la que la ponía cachonda acostarse con un comunista. Era la hostia, desde luego. Y las dos tenían ciertas cosas en común, precisamente esas que me enloquecían, y que eran precisamente las que jamás podría encontrar entre las chicas que me convenían. Una iba vestida de puta por fuera y la otra iba vestida de puta por dentro. Las dos estaban igual de dispuestas a hacer mi santa voluntad, una para salvarse y la otra para condenarse. Las dos olían muy bien, y cada vez que se acostaban conmigo se comportaban como si aquello fuera algo muy importante. Y conseguían que yo me lo creyera, por más que el precio fuera sentirme horriblemente culpable después. Y saber que con ninguna de las dos tenía ningún futuro. Y haz el favor de dejar de tocarte los pezones porque me estás poniendo nervioso.

Bajé la vista hacia mis manos y las encontré exactamente donde él me había advertido.

—Lo siento —dije, escondiéndolas debajo de mis muslos—, no me había dado cuenta —

sonreí—. Sigue, por favor.

Todavía no podía intuir adonde quería ir a parar, me faltaban todavía demasiados datos, pero por debajo de un deseo que empezaba a amenazarme con reventar de pura necesidad, tan imprescindible me parecía ya que él se decidiera a levantarse del sofá de una vez y empezara a desabrocharme la blusa muy despacio, mirándome a los ojos para obligarme a mantenerlos abiertos, fijos en los suyos, ausentes de sus manos, crecía ya una urgencia de saber que no era menos necesaria, una curiosidad parecida al hambre y a la sed. a la solución de esos misterios por los que la gente llega a dar la vida, y fue ese presentimiento, la inquietante sospecha de que yo había apostado mi vida en aquel juego sin enterarme, lo único que me consintió quedarme sentada, quieta, atenta a sus palabras, imponiéndome a una excitación tan consciente de su ferocidad que no cedió ni un milímetro de terreno mientras la gobernaba con una autoridad que desconocía en mí misma, aunque siguiera allí, oculta, agazapada, latiendo sordamente durante toda la noche, combatiendo incluso con un sorprendente coraje algunas emociones mucho más fuertes que aquélla. Pero eso tampoco lo sabía aún cuando Martín siguió hablando.

—Con Machús nunca llegué a estar liado de verdad. La veía de vez en cuando y sólo con una cama por medio. Ella, naturalmente, no estaba interesada en un tipo como yo para marido, y a mí me interesaba todavía menos una tía como ella para novia, porque a ésta sí que me habría dado vergüenza enseñarla por ahí. Pero a pesar de que todo parecía muy claro, muy limpio, muy inofensivo, mi conciencia se resintió casi más de mi rollo con Machús que de mi historia con Lucía, y no sólo porque ella fuera el enemigo, que lo era, sino porque además, Lucía y yo éramos novios, teníamos una relación de verdad, lo nuestro era un noviazgo auténtico, aunque se estuviera viniendo abajo, aunque yo no le dijera toda la verdad, aunque me estuviera aprovechando de ella. Al principio había sido al revés, y yo la quería, la había querido mucho y seguía teniéndole mucho cariño, era todo distinto… Pero mi rollo con Machús era frío, calculado, definitivamente burgués en el peor sentido que tenía esta palabra entonces. Me sentía fatal, despreciable, traidor, igual que si alguien me estuviera arrastrando por el barro de los pelos… Y ella era tremenda, pero tremenda, no te lo puedes ni imaginar. Infinitamente sucia, demasiado hasta para mí. Porque yo no la conocía apenas, no me interesaba conocerla, no teníamos nada en común, pero me daba cuenta de que no sufría, a ella le parecía todo estupendo, no echaba nada de menos, y seguía esperando a que apareciera un chico que la conviniera para casarse, y seguía pidiéndome que la respetara, y para no perderse nada, me sugirió que la diera por el culo y yo acepté, claro, y lo aguantó todo sin quejarse, estaba encantada de seguir siendo virgen y follar a la vez, hacía bromas sobre su futuro marido, pobrecito, decía, y planeaba nuestro futuro de adúlteros eternos, y yo me sentía como una mierda, te lo juro, parece una tontería, pero era así, qué quieres que te diga, y sabía que el noventa por ciento de los hombres de cualquier edad habrían dado cualquier cosa por un rollo como éste, que estaba en una situación teóricamente privilegiada, pero una cosa es la teoría y otra la práctica, y si es difícil llevar una doble vida, imagínate lo que significa llevar una vida triple, y yo tenía veinte años, y era un hipócrita y un hijo de puta y un impostor, pero tenía una ideología, y un concepto del mundo, y de la gente, que eran verdad, que tenían que ser verdad porque eran lo único que podía salvarme… Por eso, Machús acentuó el proceso en el que Lucía me había metido, y en tercero me volqué en la política con todas mis fuerzas, empecé a tener ambiciones concretas, a escalar puestos en el partido, porque eso era lo único que me hacía sentir bien, era lo único que podía hacer por mí mismo y por los demás al mismo tiempo, y cuarto fue mi gran año, trabajaba muchísimo, me tiraba horas y horas reunido, me apuntaba a los mítines más tirados, esos sitios adonde nadie quería ir, pueblos perdidos de la sierra pobre, fábricas donde ni siquiera existía una mínima organización sindical, allí iba yo, y la gente se admiraba de mi valor, de mi audacia y de mi fe, que era la fe de los desesperados, y por eso aquello se me daba tan bien, lograba conversiones en masa, igual que san Pablo, y empecé a tener partidarios acérrimos, estudiantes de primero y de segundo que me escuchaban como si fuera Dios, con el mismo fervor, con la misma disposición incondicional, con el mismo amor…

—Como te escuché yo, aquella vez…

—Como me escuchaste tú. Y yo me dejaba querer por ellos, porque no tenía motivos para quererme a mí mismo, y les daba mi bendición en la barra de cualquier bar, al despedirme, justo antes de irme a follar con un arquetipo del proletariado prostituido por la burguesía, que era yo mismo, o directamente con el enemigo, lo cual era incluso peor… Me sentía muy mal, pero no podía resistirme a la tentación, y ellas tampoco me dejaban, y sin embargo, por lo menos un millón de veces me miré los pies y me dije que hasta aquí, ni un paso más, y decidí terminar con todo, acabar de una vez, empezar desde el principio, borrón y cuenta nueva, pero ya te puedes imaginar lo que tenía delante… Un montón de tías ideológicamente admirables que esperaban encontrar un compañero para lo bueno y para lo malo, para la lucha y la intimidad, para avanzar codo con codo hacia un mundo mejor… Y yo lo intentaba, te lo juro, lo intenté por lo menos un millón de veces, en serio, igual que había intentado amar a Cristo, me soltaba un discurso a mí mismo todas las mañanas, abominaba de mis debilidades burguesas, de mi mentalidad reaccionaria, de mi sexualidad deformada, lo intentaba, y me juraba que cada día sería el último, pero no había manera. A lo mejor no tuve suerte con el lote, que también puede ser, pero aquellas chicas parecían todas iguales, fabricadas con el mismo molde… Naturalmente a ellas no las podía desnudar, no se dejaban. Se quedaban en pelotas en un momento, con la misma naturalidad que si estuvieran solas y a punto de meterse en la ducha, y todas eran jóvenes, y muchas guapas, y algunas muy guapas, pero no solían llevar sujetador, y cuando lo llevaban era liso y de color carne, y usaban bragas de niña pequeña, con muchos pelos a los lados, y tampoco solían depilarse las piernas, y si se las depilaban no usaban medias, sino leotardos de lana o calcetines largos hasta la rodilla, y no llevaban zapatos de tacón ni para ir a una boda, y todas se afeitaban las axilas con una maquinilla y se ponían encima desodorante Williams, que era el mismo que usaba yo… Y yo me las follaba, y me gustaba, no te digo que no, pero hacían exactamente lo contrario que Machús, es decir, se la dejaban meter y punto, y cuando intentaba cualquier otra cosa me preguntaban que si me había vuelto loco y que qué cono me había creído, y se asustaban, pero su miedo era de una clase que no me gustaba nada, en cambio… Y sin embargo, ellas eran mi futuro. Porque antes de acabar cuarto tuve que dejar a Lucía porque no quena casarme con ella, y al principio de las vacaciones, Machús, a pesar de lo planificado que tenía el adulterio, me notificó que ya no podía seguir acostándose conmigo porque se había echado un novio para casarse, y yo no podía dar ni un solo paso atrás, tenía que avanzar como fuera, y me resigné a renunciar a mis pocos placeres oscuros y verdaderos, porque tú, que eras mi última esperanza, desapareciste también, sin haber llegado antes a aparecer del todo. En el último curso de la carrera te vi sólo una vez, en el vestíbulo de la facultad. Estabas de pie, como esperando a alguien, y yo ya estaba saliendo por la puerta cuando me di cuenta, y luego no me atreví a volver a entrar para darte conversación. A aquellas alturas, Teo ya no quería ni oír hablar de ti, y yo echaba mucho de menos sus confidencias, la verdad, porque antes, cuando me mantenía al corriente de su vida sexual, llegué a pensar que, a lo mejor, no todo estaba perdido, porque me enteré de cosas que no pegaban nada con lo que tú decías, con lo que tú hacías, con lo que tú aparentabas.

Me miró como si ya hubiera pasado lo peor, con una pacífica expresión de alivio capaz de invertir la dirección de su sonrisa, una invitación a entrar por fin en escena a la que no quise resistirme.

—Por ejemplo…

—Por ejemplo, que te gustaba mucho follar, pero sólo con hombres machistas.

—¡Eso no es verdad!

Aquel ataque, que cambió de golpe el eje de la conversación, convirtiendo al comprensivo juez que yo había encarnado hasta entonces en un acusado repentino e ignorante de su culpa, me despejó con la misma eficacia que una ducha de agua fría, pero en menos de un segundo, el mínimo plazo que invertí en reaccionar con toda la firmeza de la que era capaz, recuperé también el recuerdo de aquella larga cadena de fracasos, el sexo sano, igualitario y festivo que practiqué con aquel imbécil que se comportaba como si follar fuera una cosa sin importancia, un entretenimiento trivial para los

ratos muertos en los que no hay nada mejor que hacer, una tontería, y me recordé a mí misma, tan religiosa como Martín dice que soy, poniéndolo todo, lo que tenía y lo que sospechaba que algún día podría llegar a tener, en aquellas ceremonias vanas que se resolvían en el enésimo chiste que mi novio no era capaz de callarse, cuando se corría con un breve bufido que significaba que no, que otra vez más no había sucedido nada de lo que tenía que suceder, que no había visto la muerte, que no me había desprendido de mi cuerpo, que el cielo no se había abierto sobre mi cabeza ni se había desvelado para mí secreto alguno mientras mi cuerpo, eso sí, sudaba desaforadamente con aquel pedazo de gordo encima.

—¡Por el amor de Dios, Fran, estamos hablando de Teo! Cualquiera diría que no sabes cómo era… Si lo que buscabas eran sutilezas, no tendrías que haberte liado con él —se reía como si no se hubiera divertido tanto en muchos años, y seguramente era verdad, pero además tuve la impresión de que la risa le hacía mucho bien, después de pronunciar palabras más oscuras, y por eso me dejé arrastrar por él, y reímos juntos—. Le tenías hecho polvo, al pobre, completamente desorientado… No para de darme órdenes, me decía, y luego me suelta que a ella no le gusta tomar la iniciativa. ¡Joder! No me deja hablar, no me deja reírme, no me deja chuparla porque dice que la babeo, si le llega a gustar tomar la iniciativa, no sé qué…

En ese punto la risa le impidió seguir hablando, y aproveché su ruidoso silencio para intentar imponer mi versión.

—Es que me babeaba —Martín me miró como si estuviera a punto de decir algo pero volvió a echarse a reír—. Eso ya te lo he contado, y es verdad. Te lo juro. No sé por qué, pero me daba un beso en el cuello, por ejemplo, y me lo dejaba empapado. Debía ser por la barba, que se le quedaba la saliva dentro, a lo mejor… —yo misma tuve que imponerme a una breve carcajada para poder continuar—. Y no paraba de hablar, todo el rato, como una cotorra, hacía chistes, le ponía nombres a mis tetas y cosas así, yo no podía concentrarme y, claro, no me corría, y entonces él, en vez de dejarme en paz, se angustiaba mucho por eso y me decía, vamos a hablarlo, y entonces era cuando yo le daba órdenes, pero porque él me preguntaba, que conste… Yo intentaba que comprendiera cómo me gustaría que me tratase, pero tampoco me atrevía a decírselo muy claro, para no ofenderle…

—¡Oh! Pues él se ofendía, no creas… ¿Qué espera de mí?, me decía, ¿que la trate como un chulo repugnante, como los actores de las películas yanquis, como si no fuéramos compañeros? Y me confesó cosas incluso peores. Por ejemplo que cuando terminabais de follar le preguntabas si lo único que sabía hacer era metértela, y que sin embargo, nada más empezar, le exigías que te la metiera inmediatamente.

—Yo sólo buscaba un poco de emoción.

—Me lo imagino, pero lo que conseguías era volverle loco en sentido literal. Yo me ponía de su parte, ¿sabes?, fingía escandalizarme mucho, y le decía, ¡qué barbaridad!, ¿pero a qué aspira esa tía?, para poder tirarle de la lengua y enterarme de más detalles, pero él no podía dármelos porque no te comprendía, no tenía ni idea de lo que pretendías, sencillamente no daba para tanto, qué le vamos a hacer… Por eso logré que me aceptara como una especie de mezcla de consejero sentimental y asesor sexual al mismo tiempo, y me contaba vuestros polvos paso a paso, lo que hacías tú, lo que hacía él… Decía que te tirabas en la cama y te quedabas quieta, como si te hubieras muerto, y le mirabas a los ojos, y que entonces ya no sabía por dónde empezar. Si lo que todas las tías dicen es que ya no están dispuestas a seguir siendo pasivas, ésa era su letanía favorita, ¿te das cuenta?, me preguntaba, muy intelectual él, de repente, si de lo que se quejan es precisamente de eso… —en sus dientes brilló por un momento cierto deslumbrante destello de perversidad—. Te confesaré, ya que estoy por confesártelo todo, que yo le daba ideas. A lo mejor, lo que quiere es que la uses, le dije una vez, que seas tú el único que dé órdenes, que la trates como si fuera una cosa, como si te diera igual, o como si la despreciaras, a muchas tías les gusta eso…

—¿Y qué te dijo él? —pregunté sólo por escucharme, porque me imaginaba perfectamente lo que Teo le habría dicho.

—Casi me hostia, no te digo más… Yo la quiero, ¿comprendes?, me decía, la quiero, y yo traté de explicarle que eso no tenía nada que ver, que podía quererte más que a su madre y darte marcha en la cama al mismo tiempo, que era como jugar a policías y ladrones, que el que hace de malo no tiene por qué serlo de verdad, le puse un montón de ejemplos, pero a mí tampoco me entendió y no acabamos pegándonos de puto milagro… Compréndelo, Fran, eso le parecía asqueroso y contrarrevolucionario. Él presumía de ser capaz de llorar, como todos entonces, era el nuevo hombre, tierno, blando y antiautoritario.

—Pero tú no eras así, ni siquiera en aquella época.

—Yo era estalinista, te recuerdo, un vil instrumento del aparato. Eso decíais, ¿no?, y que habíamos pactado con la derecha burguesa, que habíamos vendido al pueblo, etcétera. Estaba más que justificada mi adicción a la autoridad, mi incondicional fe en la disciplina… Pero naturalmente eso no lo sabía nadie, quizás sólo Machús, Lucía no, de eso estoy seguro. Yo también presumía en voz alta de ser capaz de llorar. Y sin embargo, me gustaba mucho escuchar a Teo, me pasaba la vida pidiéndole detalles sobre ti, fantaseaba mucho contigo… Y no eran sólo fantasías sexuales, no creas, aunque a veces, cuando veía lloriquear al gordo encima de la barra, pensaba para mí que el día que te pillara, te iba a quitar las ganas de dar órdenes durante una buena temporada, de lo suavísima que–te ibas a quedar. Pero también me excitaban otras cosas, la descripción de tu casa por ejemplo, de tus padres. A mí me interesaba más él, porque le conocía de vista, de los congresos provinciales y cosas así, pero el pobre Teo hablaba muchísimo más de tu madre, que le tenía loco de admiración y yo creo que hasta un poco enamorado, fíjate. Luego, cuando te conocí, me di cuenta de que no había podido empezar con peor pie, pobre Teo…

—Pues ya sabes que a mamá no le gustaba nada —recordé por los dos—, fue lo primero que dijo cuando te vio, que menos mal que por fin me había echado un novio con buena pinta.

—Ya… Ya sé que no le gustaba, y no me extraña, la verdad… Sin embargo él la adoraba, se pasaba la vida preguntándose cómo era posible que te llevaras tan mal con ella, una mujer guapísima, me decía, pero imponente, en serio, vale cien veces más que su hija… Entonces hasta me empezaste a caer simpática, porque me pareció injustísimo que tu madre, que ya había vivido, le gustara más a tu propio novio que tú, que estabas empezando a vivir. Siempre me han impresionado mucho esa clase de cosas, y por eso tu madre me pareció una gilipollas desde el primer momento en que la vi, desde antes incluso de que descubriera que era exactamente eso lo que esperabas de mí. Pero antes descubrí otras cosas, porque Teo me lo contaba todo con pelos y señales, y un buen día me explicó la historia de tus padres, cómo se la había ligado él, cómo se había dejado ligar ella, cómo se habían hecho novios, ya sabes, la leyenda completa, después he vuelto a escucharla un montón de veces. A él se la había contado tu propio padre, naturalmente, un día que le invitaste a cenar y se liaron a tomar copas después del postre, y el pobre gordo, que al fin y al cabo era un romántico, estaba entusiasmado, le parecía una historia estupenda, la caída de tu madre le ponía cachondísimo, y a mí también me gustó, aunque me interesaba más el papel de tu padre, y se lo dije, y él me contestó, eres igual que Fran, ella también se pone siempre de su parte, a lo mejor todo lo que la pasa es que está enamorada de su padre, fíjate, y lo dijo así, como en broma, el muy imbécil, que no veía más allá de sus narices, pero yo lo vi claro en un momento, yo sólo necesitaba ese detalle para acabar de atar cabos, para poder estar seguro de qué clase de marcha te iba a ti, mi vida… —Martín sabía que esa frase me iba a sacar de quicio y la pronunció muy despacio, con el acento preciso para lograrlo, una voz honda, ligeramente ronca, que acarició mi piel por dentro, pero deshizo su propio hechizo un instante después, cambiando bruscamente de tono para advertirme que no estaba dispuesto a perder el control antes de tiempo—. También descubrí que tu padre me gustaba mucho para suegro.

—¡Joder! —protesté dócilmente, en el mismo tono jocoso que él había adoptado para pronunciar aquella última sentencia—. Pues ya podías haber hecho algo para conseguirlo. Tiempo tuviste, desde luego.

—No tanto… Dos años escasos. Cuando tú te liaste con Teo yo ya estaba en tercero, y tenía como

mínimo dos novias, te recuerdo… Y además, luego, cuando empecé quinto, me eché por fin una novia sola, única, auténtica, Carmen, a la que tú conocías de vista, ¿no?, porque también estudiaba Filosofía, aunque terminó el mismo año que yo… Estaba muy bien aunque tú la llamaras el tentetieso…

—Era todo culo —le interrumpí—. Parecía milagroso que pudiera sostenerse de pie.

—… a pesar de que el tamaño de su culo no mereciera ese mote —prosiguió, como si no me hubiera oído—, que no se dedicaba a ponerme en ridículo en las reuniones del partido, sino que me admiraba mucho y me decía a todo que sí. Era del tipo atormentado, ya sabes, le encantaba sufrir, y yo creo que por eso se enrolló conmigo, para tener una historia complicada, con un tipo complicado, que no la dejara dormir bien por las noches. Así era feliz pero, con todo y eso, a mí me gustaba, la verdad. Sin embargo, debo confesarte que ni ella, ni ninguna otra buena chica de las de entonces, ni ninguna cosa, palabra o acontecimiento que me sucedieron durante todos los años que invertí en hacerme abogado, ni Lucía, ni Machús, ni nada, llegó a impresionarme tanto como verte aparecer a ti, con el gordo, por sorpresa, en aquella reunión. En aquel momento, creí que el corazón se me iba a salir por la boca, te lo juro. Estaba tan acostumbrado a hablar de ti con Teo sin haberte tenido nunca cerca, que casi tenía la impresión de que no existías en realidad, de que eras sólo una de mis fantasías, un tema de conversación, un personaje inventado. Pero resultó que existías, que por fin te tenía delante, y que me gustabas, joder, me gustabas mucho… Siempre me has gustado, ya lo sabes, aunque también sé que no te lo crees, porque como cada vez que te miras en el espejo, lo que esperas es encontrarte la cara de tu madre, pues no hay manera, claro… Y cuando te pusiste a insultarnos de aquel modo, pronunciando tan bien la equis de marxista, fingiendo toda aquella furia que no podías sentir ni de coña, tan lista, tan apasionada, tan… capaz de arder, me di cuenta de que no me había equivocado, de que eras una tía especial, una tía perfecta para mí… Pero me metí contigo para que te dieras cuenta de todo esto y, o no lo hice bien, o no lo entendiste. Me jodió mucho que te esfumaras de la noche a la mañana, pero no podía buscarte. Marita y yo nos llevábamos como el perro y el gato, el gordo no tenía noticias tuyas, borraste todas las pistas, y tampoco podía acercarme a tu padre, así, por las buenas, y preguntarle por ti, sobre todo porque tampoco lo volví a ver. Y luego me enrollé con Carmen, seguía estando medio liado con ella cuando me fui a Italia, ya lo sabes… Al encontrarte en la recepción de aquel hotel, en Bolonia, que era el sitio donde menos lo esperaba, me puse nerviosísimo, en serio, y me dije, hoy no vamos a meter la pata, y de entrada decidí que lo mejor sería pasar de las historias de Teo, intentar comportarme como si nunca hubiera sabido nada de ti…

—Y lo conseguiste —le dije—. Y no me pareciste nada nervioso, y tampoco metiste la pata en ningún momento —sonreí—. Aunque hasta hoy mismo no he descubierto por qué encajabas tan bien en el papel de seductor.

Movió la mano en el aire como si no le hubiera gustado que se lo recordara, y pasó por alto mi comentario.

—Y luego en la fiesta bebimos bastante, ¿te acuerdas?, y ya conseguí soltarme un poco, organizarme mejor la cabeza, yo sabía que tenía que pensar en tu padre, no en mí mismo, ni en un contrario ideal de Teo, sino en tu padre, y por eso, a las dos, cuando empezaron a cerrar las casetas, hice como que no pasaba nada, y eché a andar hacia el hotel como si fuera lo más natural del mundo, que por otro lado lo era, claro, porque como, por una vez, estábamos en el mismo sitio… Tú te colgaste de mi brazo y apretaste la cabeza contra mi hombro un momento, y aquel gesto me gustó, de eso también me acuerdo, ya te había besado, y me había fijado en que cerrabas los ojos y echabas la cabeza para atrás, como si te abandonaras completamente, me dio la impresión de que si te hubiera soltado sin avisar, te habrías caído de espaldas, y eso también me gustó, porque entonces todavía podía pensar, podía analizar tus gestos, tus palabras, calcular mis movimientos, interpretarte, y me dije que lo mejor sería no preguntarte nada, asumir tu silencio como una señal de conformidad, aunque cuando ya estaba abriendo la puerta del hotel, en el último momento, decidí cogerte de la mano y ya no me atreví a mirarte, pero me apretaste con los dedos un momento, ya no

te acordarás —sí que me acordaba—, y pensé que había tenido una buena idea, y no sólo por la aparente ingenuidad de aquel gesto, sino porque tu mano me permitiría detectar lo que sentías… Cuando pedí solamente la llave de mi habitación, sin mencionar la tuya, tus dedos no se movieron. Cuando te miré, me sonreiste. Cuando eché a andar hacia el ascensor, me seguiste. Ahí empecé a perder la cabeza, y lo último que llegué a decirme fue que no era posible, que no existían los milagros, que no podía tener tanta suerte, que ni siquiera me la merecía… Cuando el ascensor se paró en el sexto piso tú saliste primero, ¿te acuerdas?, llevabas la chaqueta abierta, yo te la había desabrochado entre el primer piso y el quinto, pero ni siquiera la cerraste con las manos, me miraste solamente, como diciendo, ¿adonde vamos? Cuando entraste en la habitación te quedaste de pie, muy quieta, al borde de la cama, mirándome, y respirando por la boca sin darte cuenta… Llevabas la chaqueta abierta, pero no te la quitaste, te la quité yo, y descubrí debajo un sujetador negro, de Christian Dior, que no olvidaré jamás, será el último recuerdo de este mundo que abandone mi memoria, un sujetador negro de tul transparente con unas rayitas negras verticales muy finas, que llegaban hasta una línea que coincidía con el pezón, y lunares pequeñitos, también negros, desde esa línea…, costura se llama, ¿no?, hasta abajo…

—Mi madre me registraba los cajones de la ropa interior —recordé en voz alta—, y me tiraba a la basura sin consultarme todo lo que estaba viejo, desteñido o gastado de muchos lavados.

—No, Fran, no me jodas… No metas a tu madre en esto. A los veinticuatro años irías sola de compras, supongo…

—Bueno —sonreí—, vale. Pero sí es verdad que me compraba el mismo tipo de cosas que llevaba ella, y en la misma tienda, porque tenía abierta una cuenta y así yo no tenía que pagar nada. Tenía a las dependientas muy bien aleccionadas, y… Bueno, vale —repetí, cuando vi que se tapaba la cara con las manos—, a mí me gustaba.

—A mí también me gustó. Mucho. Muchísimo. Infinitamente más de lo que te puedas imaginar. Me acuerdo también de las bragas, no creas, que tenían lunares por delante y rayitas por detrás, y me gustaste tanto, tanto… —levanté la mano instintivamente para pedir la palabra, pero él no me dejó intervenir—. Sí, vale, ya sé lo que me vas a decir, que te lo quité todo enseguida, pero es que tú eras una roja genuina, ¿sabes?, y no me podía arriesgar, ni falta que hacía, porque eso era lo maravilloso, que ibas vestida igual que Machús, igual que intentaba vestirse Lucía, pero eras tú, una mujer a la que podía llevar a todas partes, una compañera ideológicamente admirable, una tía con la que podía follar a gusto sin sentirme culpable después, un mirlo blanco, ¿no lo entiendes…? Y sin embargo al principio no me di cuenta de eso, no calculé nada de lo que hacía, porque estaba loco, porque me estabas volviendo loco, porque no me lo podía creer, recuerdo que me fijé en algunas cosas, que no te quitaste el collar que llevabas, que adivinabas lo que yo quería hacer contigo sólo con que te lo insinuara con la punta de un dedo, que te anticipabas a mis propios movimientos… Luego sí, aquella noche tardé mucho en dormirme y pensé en todo esto mientras te veía dormir, pensé en el pobre gordo, que decía que eras pasiva, si sería imbécil, y pensé en ti, que me habías parecido felicísima al final, y pensé en mí mismo con tranquil idad por primera vez en mucho tiempo.