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—Esto sí que me lo habías contado… —murmuré. Habíamos hablado mucho de sexo al principio, larguísimas conversaciones de cama deshecha y risas, y él siempre empezaba igual, recordando aquel collar de falso azabache y la intensidad de su asombro, repitiendo que jamás habría podido ni soñar que yo pudiera llegar a comportarme así, a desmayarme hasta conseguir borrarme del todo, y a mí no me extrañaba su sorpresa porque, aunque él nunca quisiera acabárselo de creer, lo cierto es que la compartía. Para mí, acostarme con un hombre nunca había sido nada parecido a aquello, por eso no tenía ningún modelo previo con el que compararme, hablábamos mucho de eso, yo intentaba convencerle, desentrañar sus reacciones, interpretarlas en voz alta, y los dos nos divertíamos mucho mientras tanto—. Lo que no podía imaginarme es que fuera tan importante para ti. Siempre me has parecido segurísimo de todo lo que haces.

—¿Lo ves? —sonrió—. ¿Ves cómo tenía motivos para no contarte según qué cosas? Ahora

parece la gilipollez del siglo, ¿no?, es que no me puedo creer ya cómo pude llegar a ser tan tonto, pero la primera vez que te vi todavía era algo importante para mí, era importantísimo, hostia, aunque a la vez fuera una tontería, una simple cuestión de fetichismo elemental, de machismo residual, de personalidad dominante, un simple accesorio de la vida o ni eso, una manera de follar, tan inocente como jugar a policías y ladrones… Eso le decía yo a Teo, pero cuando me lo decía a mí mismo tampoco me lo creía. Y ahora sé que no es ninguna tontería, pero también sé que por mucho que haya contribuido a formar mi carácter, no debo sufrir por eso. Porque es que no te lo vas a creer —se reía, y sin embargo, yo no solamente le creía, sino que me alegraba de poder hacerlo—, pero antes de conocerte hubo una época en la que llegué a sufrir mucho, pero muchísimo, en serio, te lo juro, y renegaba de mí mismo todos los días, intentaba arrancarme cosas que ni siquiera yo entendía, de lo enterradas que estaban, y me sentía fatal porque no veía solución, porque nunca podría ser yo y ser feliz del todo al mismo tiempo, porque nunca podría controlar la zona oscura de mi cabeza, nunca jamás, podría aprender a dominarlo todo menos eso, y por muy enamorado que pudiera llegar a estar de una buena chica, por muy considerado que fuera follando con ella, todas las putas noches de mi vida, antes de dormirme, me acordaría de las cosas que las chicas malas se dejan hacer… A veces pensaba que más me habría valido ser homosexual, porque para comprender la homosexualidad sí que estábamos todos preparados. Y tiene gracia, pero era precisamente eso lo que me impedía romper con Lucía, con Machús, aunque luego la situación mejoró, desde luego, primero porque, quieras que no, uno se va haciendo mayor y al mismo tiempo la vida menos dramática, y luego porque las chicas malas se fueron quedando tan atrás que dejé de acordarme de ellas a todas horas. Además, descubrí que existían chicas regulares, marchosas a su pesar, que no estaban mal del todo, y seguía estando muy ocupado, que era lo que más me convenía… Y de repente, cuando ya había elegido un camino para llegar a estar conforme conmigo mismo, cuando dejé de pedirle a la vida más de lo que podía darme, cuando ya había decidido extirpar hasta la menor fantasía nociva de mi cabeza con la misma amable pero férrea disciplina que aplicaba a mis subordinados, apareciste tú, y fue como descubrir que los Reyes Magos existen de verdad a los veinticinco años. Entonces comprendí que no eras solamente la mujer perfecta sino mucho más. Eras la única mujer que existía para mí en este mundo.

Hizo una pausa que no fui capaz de rellenar con mis propias palabras, demasiado absorta en la tarea de descifrar lo que me estaba ocurriendo a mí misma mientras le escuchaba, mientras sus palabras convocaban una tumultuosa amalgama de sentimientos de muchas naturalezas distintas, y reconocí el amor, y reconocí el deseo, pero además, dentro de mí crecía el asombro, y la vanidad, la complicidad y el estupor, la comprensión, la certidumbre, y un vago reproche por los años vividos al amparo de una verdad escondida, y una seguridad en mí misma, en todo lo que yo era, que no había probado nunca hasta entonces, y mezclado con todo esto, casi oculto por emociones más urgentes, volví a distinguir los perfiles de una mujer mayor que estaba en paz, porque entre otras muchas cosas, las palabras de Martín me habían devuelto el futuro.

—Mira, Fran, tú, con esa especie de afán litúrgico con el que te empeñas en analizar el mundo, estás convencida de que yo te salvé. Pero fue al revés, y te he contado todo esto precisamente ahora, que sé que estás jodida, que sé que estoy jodido, que sé que lo que nos jode es que nos estamos haciendo viejos y que, por mucho que sea una barbaridad, eso tampoco tiene arreglo, para que te enteres de una vez. Fuiste tú quien me salvó a mí, y no sólo porque me dieras la razón a destiempo, muchos años después de que yo hubiera sospechado por primera vez que eras la mujer ideal, sino porque sólo tú, y el culto que fundaste alrededor de lo que soy con la asombrosa facilidad que tú tienes para esas cosas, le dio sentido a mi impostura.

—Tú no eres un impostor, Martín —acerté a decir, y dos lágrimas encontraron el camino de mis ojos aunque nadie las hubiera invitado.

—Sí que lo soy. O mejor dicho, lo era hasta que tú me liberaste de la obligación de seguir sobreactuando, de seguir trabajando para no pensar, de seguir afirmando que creía seis veces en cosas en las que me costaba trabajo creer todavía… Porque cuando me contaste que te habías

enamorado de mí porque te recordaba al cuadro de Lenin que había en tu casa y al que le rezabas de pequeña, me di cuenta de que todo aquello había servido para algo, y me dejó de pesar el recuerdo de Lucía, y dejó de avergonzarme el recuerdo de Machús, dejé de sentir la lucha política como una condena perpetua y merecida, dejé de juzgarme a mí mismo como un gusano ruin y miserable, y no me perdoné del todo, pero me enamoré de ti, y volví a tener algo entre las manos. Todo lo demás también estuvo muy bien, descubrir que el pobre Teo tenía más razón de lo que pensaba, y hasta qué punto eres capaz de transfigurarte cuando estás conmigo desnuda en una cama, cómo llega a embellecerte esa capacidad para agotarte de placer que has debido heredar de tu madre por mucho que te joda, y conocerte, y encontrarte, tan acojonantemente complicada como eres, más que yo, que ya es decir, debajo de aquel sencillo disfraz de activista radical que nunca logró engañarme del todo, y desentrañar tu propia impostura, aprender que no eres una mujer dura, ni insensible, ni autosuficiente, porque nadie que merezca la pena lo es, y descubrir que si eres así de religiosa, fue porque te criaron en el culto incondicional a la personalidad de tu padre y a la belleza de tu madre, y coger de la mano a la patita fea que no llegó a convertirse en cisne para convencerla de que a mí me gusta así… A veces pienso que enamorarme de ti es lo único elevado que he hecho en toda mi vida, y es desde luego la única verdad que tengo para justificar todo lo demás, mi propia actitud, mi propio pasado, mi ambición y mis dudas, porque si no hubiera abandonado a Lucía no habría podido casarme contigo, porque si no me hubiera enrollado con Machús, nunca te habría reconocido en los comentarios de Teo, porque si no hubiera hablado tanto con Teo, quizás nunca habría llegado a descubrirte, porque si no me hubiera comportado como un cabrón, nunca me habría convertido en un líder auténtico, porque si no me hubiera convertido en lo que tú querías ver en mí, jamás me habrías querido como me quieres, porque si tú no me quisieras como me quieres, yo sería un hombre mucho menos feliz, e infinitamente peor de lo que soy.

Hizo una pausa para mirarme, y concluyó.

—Eso es lo que no va a decirte ningún psicoanalista. Y ahora, cuando por fin he conseguido recuperarme de un ataque de vértigo tan ridículo, tan lamentable como habría sido que me tiñera las canas o me hubiera dado por comprarme vaqueros ceñidos, puedo añadir que últimamente he tenido muchas ocasiones de comprobar que sigues siendo la única mujer de este mundo con la que puedo vivir. Y estoy seguro porque me he acostado con muchas otras. Demasiadas. Ya lo sabes.

Una semana después todavía acudí a mi cita de todos los jueves, pero después de disculparme copiosamente por el plantón del día anterior, no le conté nada de todo esto a mi silenciosa interlocutora, que me miraba como si mi aspecto, mi rostro, el tono de mi voz o las palabras que pronunciaba, hubieran logrado desconcertarla de verdad y por primera vez en casi dos años de encuentros sistemáticos y programados. Me fui antes de tiempo, anunciando que tenía una cena de trabajo importantísima en la que no podía presentarme vestida de cualquier manera, y me despedí con la fórmula habitual, aunque creo que ella se dio cuenta de que era para siempre.

Entonces ya había terminado de comprender todo lo que había escuchado una semana antes, las palabras que Martín quiso pronunciar y las que prefirió callarse, la historia que me había contado y las que ya no me contaría nunca, un pasado remoto para taponar los huecos del pasado reciente, un silencio más elocuente que su voz, una raya en el suelo, la clase de cosas que nosotros sí solíamos hacer. Pero no acepté su oferta sólo por eso.

La idea me daba vueltas por la cabeza desde antes de empezar con el psicoanálisis, y tal vez, si me había embarcado sin ganas en aquella peripecia tan pintoresca, fue solamente para ganar tiempo, para aplazar, quizás indefinidamente, la decisión de embarcarme en una aventura más extravagante, y que sin embargo, a ratos, me parecía hasta mucho más fundamental que apetecible, cualidades muy raras, y peligrosas, si lo que adornan es una rendición. Lo había afirmado tan tajantemente, tantas veces, que me flaqueaban las piernas incluso cuando no me lo tomaba en serio, y ni siquiera necesitaba pensarlo, sólo recordar mis propias palabras, las despiadadas sentencias de otras veces,

quizás mi única colección de verdades inmutables que no había cambiado en nada durante décadas. No se pueden hacer así las cosas, escuchaba sin esfuerzo a mi memoria, no se puede tomar una iniciativa como ésta para superar un momento de crisis, no puede concebirse un error semejante, no es justo, ni bueno para nadie… Pero el silencio de Martín me sugirió que la vida es quizás la única realidad razonable, el único impulso al que merece la pena obedecer.

La noche que yo elegí para hablar, él pagó mis palabras con palabras, y esta vez fueron ellas las que acabaron de convencerme. Parecía absolutamente entusiasmado, y aún más, descabelladamente optimista hasta donde yo era más pesimista, segurísimo como nunca de que todo iría bien y acabaría mejor, y feliz, tanto como para desbaratar mis últimas dudas razonables con la definitiva certeza de que él mismo me habría empujado en aquella dirección mucho antes si en algún momento yo hubiera llegado a ofrecerle el menor punto de apoyo. Se acabó, Fran, dijo solamente, se acabó. La utopía no era ni eso, el mundo mejor se ha ido a la mierda para siempre, ya lo sabes, así que no hace falta que sigas siendo perfecta, coherente, impecable… Deja de nadar contra la corriente y relájate. Esto está bien, tiene que estar bien, ya lo verás…

Él también sabía qué edad tendríamos los dos después de que pasaran veinte años, pero eso fue lo único que no quiso decir en voz alta. Sin embargo, acertó misteriosamente en el resto de sus cálculos. A despecho de la edad de mis hormonas, me quedé embarazada en noviembre de 1994, unos meses antes de cumplir cuarenta años. Con un poco de suerte, por mucho que cambiaran las leyes laborales, cuando mi hijo cumpliera los veinte, yo no habría alcanzado aún la edad de jubilarme.

Marisa, que se había pegado a mí antes de entrar en el edificio, segura de dónde estaba la diversión y dispuesta a no perderse detalle —una amiga discreta nunca viene mal, argumentó mientras me cogía del brazo, tú protesta todo lo que quieras pero la compañía disimula mucho—, me dijo que le parecía haberle visto un instante antes de que Rosa, apostada como un tótem indígena al lado de la puerta para controlar una hipotética aparición de Nacho Huertas, viniera corriendo para confirmar que efectivamente acababa de entrar y que se había parado un momento a hablar con Fran, pero la azotea estaba tan abarrotada que no logré descubrirlo ni poniéndome de puntillas. Entonces casi agradecí la presencia de tanta espectadora, porque no me quedaba más remedio que empezar a circular si quería tropezármelo pronto y no hay nada menos airoso que circular a solas en una fiesta llena de gente. Sin embargo, no había tenido tiempo aún para ponerme en marcha cuando, en uno de esos claros que las multitudes en movimiento abren de vez en cuando, tan caprichosamente como si fueran bosques animados, las tres vimos a Fran, y Fran nos vio a nosotras.

—Javier Álvarez me ha preguntado por ti hace un momento, Ana —dijo justo después de saludar—, me ha dicho que quería comentarte no sequé…

—¡Ah! —exclamé, controlando muy satisfactoriamente aún mis emociones—. ¿Y por dónde está?

—Pues… vete a saber, porque con la cantidad de gente que ha venido… ¡Qué barbaridad! Esto cada año es un poco peor, yo no sé de dónde sale tanto invitado… Pero es fácil localizarle, ¿sabes?, porque su mujer parece un semáforo. Se ha puesto como para ir a una boda, lleva un vestido largo, naranja, muy chillón, con un chal a juego, yo no sé qué se habrá creído que es esto…

Marisa me puso una mano en la espalda, como si con ese gesto pudiera conjurar el temor de que yo fuera a desplomarme de un momento a otro, y Rosa, más práctica, se quitó a Fran de encima diciendo que le había parecido ver que la estaba llamando su padre. Cuando nos quedamos las tres solas, me di la vuelta, no sé por qué, cerré los ojos, y esto tampoco sé por qué lo hice, y me doblé hacia delante, como si quisiera tocarme la punta de los pies con los dedos de las manos. Luego, erguida de nuevo, volví a girar sobre mis talones, abrí los ojos, y ya ni siquiera intenté comprender cómo me sentía.

—¡Qué hijo de puta! —murmuré, porque necesitaba insultarle, aunque ni yo misma acabara de creer en la justicia de aquel insulto—. ¡Qué hijo de puta!

—No, Ana… Por lo menos, está aquí—Rosa, que reaccionó mucho antes que yo, me ofreció el sobrehumano caudal de esperanza que sobrevivía milagrosamente a su exhaustiva experiencia de la decepción—. No te vengas abajo antes de tiempo. A lo mejor, simplemente, no ha podido dejarla en casa…

—¡Seguro! —Marisa la interrumpió en un tono tan expresivo que no fue necesaria ni una sola palabra más para dejar claro que se inclinaba apasionadamente por mi versión.

—¿Y por qué no, a ver? —Rosa volvió a la carga—. Hay mucha gente a la que le encanta ir a fiestas, y si ella es así, quizás no estaba dispuesta a perderse ésta por nada del mundo. Ya ves lo que ha dicho Fran, que viene vestida como para ir a una boda.

—Pues anda que yo…

Antes de salir de casa me había mirado en un espejo y casi me había dolido arrancar mis ojos de la esplendorosa imagen que contemplaban. Llevaba un vestido nuevo, largo, negro, de un tejido suave y brillante, estampado con ramas y flores en terciopelo del mismo color. No me lo había comprado por casualidad, había invertido tres tardes enteras en buscarlo entre las perchas y los maniquíes de la mitad de las tiendas de Madrid hasta que lo encontré en un escaparate, un traje muy

sencillo, directamente inspirado en la ropa que llevan las mujeres chinas en los decorados de Hollywood, abotonado por la izquierda desde el cuello hasta la mitad del muslo, ceñido y sin mangas. También había ido a la peluquería, pretextando ante mí misma que me vendría muy bien cortarme las puntas. Había rescatado unas sandalias con mucho tacón, que no me ponía desde los tiempos de París, del fondo del último armario y había tardado casi una hora en pintarme con la paciencia precisa para que se notara lo menos posible que me había pintado. Pero, por muy cuidadosamente que hubiera escogido cada detalle entre los únicos que me favorecían, quien estaba segura de terminar resultando irresistible mientras se vestía, mientras se peinaba, mientras se pintaba, era una mujer afortunada que se había enamorado a contratiempo, cuando ya no lo esperaba, cuando ni siquiera lo buscaba, cuando sólo se atrevía a imaginarlo para conjurar al demonio de las pesadillas en ciertas noches de insomnio, una mujer que lo esperaba todo de un hombre que la esperaba solamente a ella, y que era yo justo antes de descubrir que me había dejado engatusar por un penoso acceso de entusiasmo, un tardío rebrote de mi adolescencia maldita, una trampa de la edad que no tenía, de la fe que los años compasivos me habían arrebatado justamente, de la experiencia que no había querido recordarme a tiempo que los sueños, como todos los objetos frágiles, están abocados a caerse al suelo y romperse en mil pedazos, y de mi repentino amor, esa pasión egoísta, súbita e inconveniente que se había instalado sin permiso a vivir en mi garganta. Por eso, antes de salir de casa me había costado trabajo dejar de mirarme, pero un par de horas después me sentía tan ridicula como la figurante peor pagada en una película de Fumanchú.

—Tú estás estupenda, no digas tonterías… —Rosa intentó tirar de mí hacia delante, pero mis pies no se movieron—. Bueno, ¿qué quieres que hagamos? ¿Vamos a estar toda la noche en esta esquina, o podemos tomarnos una copa, por lo menos?

Me dejé llevar a la barra sin protestar y hasta me apoyé en un tramo libre con un pasable aire de indolencia antes de empezar a beber. Entonces le vi. Estaba relativamente cerca de mí, charlando en un corro integrado por su mujer, un amigo suyo, también geógrafo, que nos estaba haciendo los gráficos del Atlas, y dos personas más, un hombre y una mujer, a quienes no conocía. La víscera alojada en la zona izquierda de mi pecho y denominada corazón, se comportó entonces de una forma muy extraña, latiendo primero desbocadamente, como si pretendiera imprimir su vaivén en relieve contra la superficie de mi paladar, y quedándose luego repentinamente quieta, como si los dos, mi corazón y yo, nos hubiéramos muerto sin llegar a enterarnos siquiera. Indiferentes a nuestra agitación, mis ojos le miraron como si ningún otro objeto de este mundo pudiera jamás llegar a saciarlos. Mientras tanto, mis oídos recogían por puro oficio los amables comentarios de mis amigas.

—Pues n–no va–ale un pimiento, no me digas… —en otras circunstancias el desdén de Marisa, tan implacable siempre con la belleza ajena, me habría divertido, pero en aquel momento no estaba para hacer chistes—. Como m–mucho del montón…

—Eso con el wonderbra puesto —apostilló Rosa—, y debe de tener unas piernas horribles, porque sus tobillos abultan lo mismo que mis rodillas…

—No habléis así —intervine por fin—. No está tan mal.

—Bueno, pero lo del wonderbra me lo reconocerás, porque es que es escandaloso, vamos…

Asentí con la cabeza para demostrar que estaba de acuerdo en eso, y no mentí. Llevaba un rato intentando estudiarla con una objetividad que no acabé de ser capaz de reunir, por más que estuviera segura de que no hallaría una barricada más eficaz para protegerme pero, en cualquier caso, no me pareció que la pobre Adelaida reuniera méritos bastantes para justificar el adjetivo con el que su marido suavizaba sistemáticamente el sonido de su nombre. Aparte de que las tetas se le iban a salir por el escote en cuanto la dieran un codazo, cultivaba una imagen de sofisticación prefabricada que habría requerido un cuerpo mucho mejor que el suyo para no resultar hasta levemente bochornosa. Ni muy alta ni muy baja, delgada en general, pero con las piernas gordas y más tripa de la que había previsto quien diseñó el vestido que llevaba —demasiado elegante para la ocasión, pero elegantísimo de todos modos—, me dio la impresión de haberla conocido antes,

porque se parecía bastante a todos esos angelitos de Ferrándiz con los que hice el bachiller. Me atreví a suponer que había sido una niña de anuncio de Nestlé, una adolescente monísima, una universitaria muy mona, una madre joven bastante mona, y finalmente, una mujer de treinta y muchos que, en lugar de resignarse a que su belleza no hubiera querido crecer con ella, decidió afrontar todas las consecuencias de una transformación radical de Lolita en vampiresa. No le había sentado bien pero, a despecho de las prestaciones de su sujetador y tal vez a su pesar, seguía siendo una chica mona.

—Mira, pues no es mala idea… —Rosa, que había encontrado un buen filón para limarse los dientes, seguía a lo suyo—. Cuando se canse de sostener la copa, se la encaja en el escote y ya está.

—Sí… —Marisa le rió la ocurrencia—, es como un ca–aracol, pero con un mostra–ador a cuestas, ya te digo.

—En un momento dado, podemos ir a pedirla que nos ponga unos panchitos…

En ese punto no me quedó más remedio que sumarme a un coro de carcajadas tan ruidoso que jamás pensé que pudiera revelarle mi presencia, y nunca sabré si él acertó a distinguir mi risa de las demás o giró la cabeza por pura casualidad, pero se volvió como si estuviera seguro de ir a encontrarme, y me encontró enseguida. Entonces sonrió, sin dejar de mirarme.

—Como se atreva a acercarse —murmuré— le pienso decir que es un cabrón.

—Que no, Ana, joder… —Rosa me regañó igual que si fuera mi madre—. Acabarás metiendo la pata. ¿No ves cómo te mira? Está entregado, cono, no hay más que verle… Te lo digo yo. Anda, Marisa, vamonos.

—¿A–a–ahora? —los ojos de la interpelada manifestaban, más gráficamente aún que los tropiezos de aquella pregunta, que no podía concebirse nada más injusto que arrancarla del espectáculo justo cuando sonaban los clarines que por fin anunciaban el comienzo del primer acto.

—No, dentro de dos horas, ¿tú qué crees? Si no nos vamos, no se va a acercar en la vida. Además, igual ha venido Nacho y todo, y yo mientras tanto, aquí, perdiendo el tiempo… —entonces se volvió hacia mí, aunque sus manos insinuaban ya el ademán de empujar a Marisa hacia delante— . Otra cosa, Ana… Yo soy de Letras, pero ten en cuenta que seguro que es estadísticamente imposible que las dos tengamos la misma mala suerte.

Se alejó como si fuera cierto que tenía mucha prisa, pero no había llegado a dar ni media docena de pasos cuando regresó casi corriendo, con el aire de haber olvidado lo más importante.

—¡ Ah! Y que, bien mirado, tu idea no estaba mal… —me miró con unos ojos de conspiradora que encajaban sorprendentemente bien con su sonrisa de niña gamberra—. Cuando se acerque, si puedes quedarte a solas con él, llámale cabrón… A ver qué pasa.

Entonces, como si hubiera acertado a escuchar los susurros de Rosa, Javier se destacó del grupo en mi dirección para procurarme un instante de pánico auténtico con el que no contaba, pero ese sentimiento se disolvió enseguida en una alarma mucho más estridente cuando comprobé que la pobre Adelaida seguía a su marido y que, tras ellos, tan dispuesto como Marisa a no perderse nada, venía el autor de los gráficos.

—Hola, Ana… —él aprovechó la mínima ventaja que llevaba sobre sus acompañantes para sacar de alguna parte una prodigiosa voz de cama que desbarató el centro de gravedad de mi alma, y no pude seguir mirándole a los ojos. Cuando reuní el valor suficiente para regresar a su rostro desde el cielo primaveral en el que había buscado refugio, ya no estaba solo—. Tú no conoces a mi mujer, ¿verdad? —en ese brevísimo intervalo, su voz había cambiado de registro para instalarse ahora en un tono de cortés desenvoltura que, a pesar de su eficacia, me permitió descubrir que él también estaba nervioso, mucho más de lo que me había parecido antes, y quizás un poco más borracho de lo que esperaba—. Adelaida… Ésta es Ana, la editora gráfica del Atlas, te he hablado de ella alguna vez…

—Sí, encantada… —Adelaida, que se adelantó para tenderme la mano, se perdió la peculiar expresión, como de dignidad aterrada, con la que su marido asistió a nuestro encuentro. A cambio, mi sonrisa no desveló en absoluto el mazazo que pulverizó mi propia dignidad precisamente en ese

instante.