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—Bueno, pues… —y como tenía que decir algo, dije lo primero que me pasó por la cabeza—. ¿Qué os parece todo esto?
Durante cinco minutos sostuve una conversación intranscendente sobre la editorial, el edificio y mi propio trabajo, un tema que apenas parecía interesar a la pobre —esta vez sí— Adelaida, que intentaba quedar bien haciendo preguntas, digiriendo mis respuestas en voz alta y comentándolas lo mejor que sabía, y fue ella también quien halló involuntariamente una salida para todos nosotros, al preguntarme dónde había un cuarto de baño.
—¡Oh! —dije, repentinamente aturdida por la cuestión más simple—. Pues… Yo creo que el más cercano está al lado de la puerta por la que habéis entrado, en el pasillo de la izquierda… Si quieres, te acompaño…
—No —Felipe se me adelantó, cogiéndola del brazo—. Yo voy contigo. Me he quedado sin tabaco pero tengo otro paquete en el abrigo… El guardarropa me pilla de camino…
Me quedé a solas con Javier cuando ya había perdido toda esperanza de lograrlo, y me sentí como si me hubieran partido por la mitad, dividida entre impulsos muy intensos y antagónicos, que parecían anularse entre sí para paralizarme por completo, porque durante un instante permanecí tan congelada como si viviera dentro de una fotografía de mí misma. Me moría de ganas de tocarle, de rozar siquiera la chaqueta que llevaba con la punta de los dedos, y a la vez me dolía interminablemente de que nunca, nadie, me hubiera humillado tanto, y sabía que eso no era verdad, que muchas veces, mucha gente me había tratado peor, pero yo jamás había sentido un zarpazo semejante, o no recordaba haberlo sentido, y aparentemente no había pasado nada, y yo lo sabía, pero eso también me daba lo mismo, porque habría pagado cualquier cosa por ahorrarme la escena que acababa de vivir, pero la había vivido, y me moría de ganas de tocarle aunque no le pudiera perdonar una herida semejante, y así estuve, estrictamente disociada entre el deseo y la indignación, hasta que él, en un gesto limpio y sigiloso, me cogió una mano con la suya, y apretó un instante sus dedos contra los míos, mientras me miraba como si mi cara fuera el único paisaje que jamás podría llegar a saciar sus ojos.
—Tenía muchas ganas de volver a verte… —me dijo, recurriendo otra vez a esa voz prodigiosa que yo ya no podría escuchar nunca más sin un escalofrío, esa voz que tenía escondida en algún remoto bolsillo de su cuerpo como si fuera una carta marcada, para arruinarme cuando mis manos estaban más vacías, esa voz que había sido mía, que yo había creído poseer una vez y para siempre, y que ahora en cambio venía de muy lejos, porque no me había atrevido a rozar siquiera con la punta de los dedos la chaqueta que llevaba cuando había empezado a someterme al riguroso despotismo de su voluntad, y fue esa voz, la sospecha de que yo nunca podría hallar un arma capaz de combatirla, la conciencia de mi infinita indefensión frente al afilado terciopelo de las palabras que pronunciaba, lo que acabó de decidirme.
—Eres un cabrón, Javier —le dije, y lo que tenía que pasar, pasó enseguida.
Primero se quedó quieto, absolutamente inmóvil, casi rígido, y apenas reaccionaron sus ojos, que se abrieron como si un cuchillo invisible los hubiera desnudado para siempre del consuelo de los párpados. Después, la sangre abandonó sus mejillas, y desde aquella repentina palidez, se movieron por fin sus labios blancos.
—¿Por qué me dices eso?
Mis palabras parecían haberle sumido en un desaliento tan profundo, y su rostro parecía tan capaz de expresarlo que, de repente, mi seguridad se perdió, como un huérfano sordo y ciego, entre los descomunales pliegues de una confusión inmensa, y aún no había encontrado nada bueno que añadir cuando Fran, tan discreta siempre excepto precisamente aquella tarde, como si el duende de la inoportunidad hubiera invertido toda su paciencia en esperar aquel exacto momento para tomar por fin, y por una sola vez, las riendas de sus actos, nos vio juntos y callados, e interpretó que nos
vendría bien un poco de conversación. Su maniobra de aproximación fue tan evidente que inspiró en Javier la dosis de atención precisa para comprender que tenía que soltarme la mano, pero yo logré anticiparme a ese gesto en una milésima de segundo y apreté sus dedos con los míos cuando ya se me escapaban. Entonces me miró, y aquella vez debió de ser él quien leyó en mis ojos que estaba completamente entregada, porque se rehízo a tiempo para hablar con Fran a solas durante más de cinco minutos, un diálogo al que yo asistí en un silencio tan riguroso como el que observaría después, cuando la pobre Adelaida regresó con Felipe del baño para inaugurar una nueva fase de insustancialísima charla polifónica sobre la editorial, el edificio, y el trabajo de todos nosotros, que parecía no tener otro fin que averiarme definitivamente los nervios. No sabía de dónde sacar una buena excusa para marcharme de una vez cuando Rosa, que pasó a mi lado por una aparente casualidad, acertó a interpretar mi mirada de auxilio. Y creía que no iba a pasar nada más, pero cuando ya me había alejado lo bastante como para volver a sentirme segura, Javier pronunció mi nombre en voz alta, y yo me volví como si pudiera darme cuerda a distancia, obedeciendo a–su voz sin pararme a pensarlo siquiera.
—Te llamo y hablamos de eso —me dijo, y sin embargo aquella noche tendría un epílogo tan catastrófico que acabé olvidando esta advertencia.
Rosa, humana al cabo bajo la formidable armadura de acero que la consentía andar por encima de la realidad como si fuera un artero lecho de hojas secas que ocultara un suelo firme cuya existencia sólo ella conocía, se derrumbó, tardía pero estruendosamente, al comprobar que, una vez más, Nacho Huertas había optado por esquivarla aun en contra de sus propios intereses laborales. Marisa debía de haberse ido a casa, o tal vez se había sumado a un grupo decidido a seguir la juerga por su cuenta, porque no la vi por ninguna parte mientras sostenía con dificultad el discurso que nuestra amiga común improvisaba entre copa y copa, enhebrando conceptos progresivamente deshilvanados con un acento progresivamente pastoso, un monólogo cada vez más melodramático, más autocompasivo y más idiota, del que no fui capaz de rescatarla porque si me hubiera invitado a intervenir, que no lo hizo, apenas habría alcanzado a rebajar el tono de sus lamentos hasta el nivel del patetismo más ridículo. Así que me limité a beber, y en eso sí que logré ponerme rápidamente a su altura, aunque no llegué a darme cuenta del significado de aquella carrera hasta que me hice un lío con el contenido de mi monedero cuando intentaba pagar al taxista que me llevó a casa, una operación complejísima pero sólo levemente más dificultosa que la tarea de meter la llave en la cerradura del portal.
Mientras entraba en el ascensor, por fin a salvo, me felicité por vivir en un edificio lo suficientemente antiguo como para que en aquella cabina de madera y cristal no hubiera ningún espejo. No tenía ningún deseo de contemplar mi propio rostro pero, a cambio, y ésa era la contrapartida inevitable, el motor que me conducía a casa funcionaba tan despacio que me sobró tiempo para sentarme en el banco tapizado de terciopelo y recordar a la radiante mujer que había permanecido de pie al recorrer exactamente la misma distancia en sentido inverso, esperándolo todo de una noche que había resultado tan decepcionantemente rácana. Porque volvía sola a casa y me sentía igual que si se hubiera hundido el mundo, y en aquel momento me daba lo mismo que Javier hubiera acabado reaccionando a mi favor, aunque aún no podía imaginar siquiera cuan desesperadamente me aferraría a esos pocos indicios de un futuro todavía posible sólo un par de minutos después.
—¡Hola!
No había llegado a poner aún los dos pies en el recibidor cuando aquella voz descargó sobre mis maltrechos hombros la bienvenida más indeseable.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, repentinamente sobria y hastiada de mi suerte, sin atreverme a entrar en mi propia casa.
—¿Por qué has quitado el retrato de esa pared? —preguntó él a su vez, asomándose por la puerta del salón—. Quedaba de puta madre…
—¿Qué haces aquí, Félix? —insistí—. ¿Cómo has entrado?
—Con las llaves de Amanda —y se las sacó del bolsillo de los vaqueros para enseñármelas—. Oye… ¡qué guapa y qué elegante estás! ¿De dónde vienes?
—¿Amanda ha venido contigo?
—No.
—Pues ya te estás largando.
Colgué el abrigo en el perchero, enganché la correa del bolso encima y, con unos reflejos admirables en mi estado, atravesé la puerta del salón sin rozarle siquiera.
—¡ Joder! Vaya manera de recibir a los invitados…
Giré sobre mis talones en el centro de la alfombra y me volví para mirarle. Seguía apoyado en el quicio de la puerta, pero ahora hacia dentro, con una expresión burlona que me advirtió de que no tenía ninguna intención de tomarme en serio.
—Tú no eres ningún invitado, Félix —le dije, hablando muy despacio, como si pudiera imponerme a mí misma una calma que no tenía—. Yo no te he pedido que vinieras, ni siquiera sabía que estuvieras en Madrid. No tengo ganas de verte, no tengo ganas de hablar contigo, ni con nadie… He tenido un mal día y quiero estar sola. Así que lárgate.
—¿A estas horas? —preguntó, con una risita.
—Sí, a estas horas. Son sólo las doce y media, aquí no es tan tarde, ya lo sabes, tú naciste en esta ciudad, ¿te acuerdas? Y tienes un montón de familia aquí. Si no te apetece ir a dormir a casa de tu madre, vete a un hotel o a un banco del Retiro, pero déjame en paz.
Entonces se puso serio, como si por fin, aun en contra de su voluntad, sus oídos hubieran logrado procesar correctamente el sentido de las palabras que yo pronunciaba. Sostuve su mirada con dureza pero, en el silencio inmóvil de aquel desafío, mis ojos no quisieron volcarse en él, como si la imagen de Javier estuviera impresa ya para siempre en el fondo de mis retinas, dispuesta a imponer su abrumadora ventaja frente a la figura de cualquier otro hombre a quien yo pudiera mirar durante el resto de mi vida. Al amparo de aquella luz firme y rotunda, lo encontré mucho más viejo de lo que recordaba, tal vez porque iba vestido igual que cuando dejamos de vivir juntos, unos vaqueros blanquecinos de puro lavados, una camisa del mismo tejido y casi igual de desgastada, y un pañuelito rojo, de algodón hindú, alrededor del cuello, del que me habría reído con ganas si hubiera tenido ganas de reírme. Aquel detalle me alertó de sus intenciones casi tanto como su imprevista aparición, porque en los últimos tiempos solía quedarse en mi casa cada vez que venía a Madrid, pero nunca antes se había atrevido a presentarse solo, sin el escudo protector de Amanda, y siempre había llamado antes para anunciar su visita. Mientras le veía avanzar con pasos cansados hasta el sillón donde se desplomó, me dije que no podía haber elegido un momento peor para intentar seducirme de nuevo, y aquella idea, el primer pensamiento optimista que lograba convocar en muchas horas, me dio fuerzas para aguantar lo que se me venía encima.
—¿Dónde está el cuadro? —me preguntó, y comprendí que había convertido la desaparición del retrato en la única clave eficaz para descifrar mi actitud.
—En tu galería —me apoyé en la pared y crucé los brazos—. Lo he dejado allí en depósito. Si no quieres llevártelo a París, puede quedarse allí una temporada, por lo visto les sobra sitio. Si prefieres venderlo, Arturo cree que encontraría un comprador.
—Pero, ¿qué pasa?
—Pasa que no me gusta, que nunca me ha gustado. Mientras Amanda era pequeña no me atreví a quitarlo porque tú eres su padre, y me parecía justo que viviera entre recuerdos tuyos. Pero ahora ella vive la mayor parte del año contigo, y ésta es mi casa, y aquí vivo yo, y vivo sola, para que te enteres. No tienes ningún derecho a aparecer cuando te apetezca.
—Bueno, también es la casa de mi hija, ¿no? —protestó—. Puedo dormir en su cuarto, supongo…
—No.
—¿Por qué? No te voy a molestar, no voy…
En ese momento sonó el teléfono. Félix tuvo la extraña intuición de callarse al escuchar el primer
timbrazo, para que los sucesivos, y el eco mecánico del contestador que se ponía en marcha, resonaran entre las paredes del salón como el estallido de una alarma.
—¿Ana? —reconocí aquella voz y cerré los ojos—. Soy Javier. Supongo que estás despierta, son sólo… la una menos veinte. Has tenido tiempo de sobra para volver a casa, porque te has marchado de la fiesta antes que yo, te he visto salir. Coge el teléfono, por favor… Necesito hablar contigo.
—¡Oh! —la exclamación de Félix me obligó a mirarle—. Ya comprendo…
—Ana… —Javier insistía en un tono que permitía suponer que estaba seguro de que yo le escuchaba aunque no quisiera contestarle—. Por favor, coge el teléfono… He tenido que sacar al perro para poder llamarte a estas horas, mi mujer no se lo podía creer, lo tengo aquí al lado, me está destrozando la mano porque quiere irse, y ya me ha meado en la pierna izquierda, si quieres te lo pongo al teléfono para que lo oigas ladrar…
Entre el primer y el segundo ladrido me di cuenta de que estaba sonriendo sin querer. Luego me tiré al teléfono con el mismo gesto que un náufrago lento de reflejos habría ensayado para agarrar un salvavidas, y en ese momento me olvidé de todo.
—¡Javier! —chillé casi, y no le di tiempo a añadir nada más.
—Espera un momento… Voy a coger el teléfono del dormitorio.
Pasé al lado de Félix sin mirarle y corrí por el pasillo hasta mi cuarto. Cerré la puerta con cerrojo, me lancé en la cama y descolgué.
—¿Javier?
—Sí.
—Es que hay gente en el salón, ¿sabes? Ha venido… —en ese momento frené en seco—. Una hermana mía, porque… —algún dios misericordioso me inspiró una buena excusa—. Ha perdido las llaves de su casa, y como yo tengo otro juego…