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No podía decirle la verdad, no podía decirle que me había comprado un vestido nuevo, y había ido a la peluquería, y me había pintado con mucho cuidado, para encontrármelo, y llevármelo a un rincón, y besarle, y traerle luego a casa, y meterme en la cama con él, y follármelo con una ansiedad que no había conocido nunca antes de conocerle, y que él, a cambio, me había traicionado, me había decepcionado, me había hundido. No podía decirle eso, pero él insistía en escuchar algo de todas formas.
—Ya está bien, Ana —añadió después de un rato, y mientras tanto, su tono, que ya era duro, se endureció un poco más—, si me has llamado cabrón, me imagino que te lo habré parecido, y me gustaría saber por qué.
—Es que… Bueno, yo… Yo creía que ibas a venir a la fiesta solo.
— ¿Y…?
—Pues eso, que cuando he visto que no… Si llego a saber que ibas a venir con tu mujer, me hubiera quedado en casa, ¿entiendes?
—No, no lo entiendo.
—Bueno, pues, aunque no lo entiendas… Eso es lo que me ha pasado. Yo… Como no hablamos después de aquel fin de semana… Yo no sabía si tenías ganas de volver a verme, no podía saberlo y había pensado que… Si te hubiera apetecido, habrías venido solo…
Entonces fue él quien se calló, y durante un rato sólo escuché el eco de las monedas que iba introduciendo por la ranura, y algún ladrido.
—Podrías haberme llamado —añadí, cuando empecé a ser yo la que no soportaba más el silencio—, para avisarme…
—¿De que iba a ir a la fiesta con Adelaida? —preguntó, de una manera casi risueña, y entonces sospeché que mis explicaciones no sólo le habían parecido verosímiles, sino que además le habían gustado, y crucé los dedos para tener razón—. ¿Pero cómo iba a hacer yo una cosa así? ¿No lo entiendes? Es ridículo. Llamarte a ti, que trabajas allí, para decirte que no fueras a la fiesta de tu
propia editorial porque yo, que os estoy haciendo un libro por casualidad, tenía que llevar a mi mujer…
—Muy bien, pero yo me he sentido fatal —insistí—. No me gusta tener que ser simpática con las mujeres de los hombres con los que me… —acuesto, iba a decir, pero no me atreví a usar el presente—. Bueno, de todos modos, podrías haberla convencido de que se quedara en casa…
—¿A Adelaida? —dejó escapar una breve carcajada para respaldar a destiempo la amable tesis que Rosa había formulado muchas horas antes—. ¡Tú no conoces a Adelaida!
—Sí que la conozco —le recordé—. Por eso me he sentido tan mal.
—Pues lo siento —y su voz volvió a ser irresistible—. A mí me ha gustado mucho verte, de todas formas…
—Me alegro —le concedí—. Yo tenía muchas ganas de verte a ti.
—¿Y las sigues teniendo? —entonces sonó un pitido.
—Sí —contesté a toda prisa.
—No tengo más dinero, mañana te…
Un pitido largo ocupó el lugar del único verbo importante de aquella conversación, precediendo a una breve serie de pitidos intermitentes tras los que llegó el silencio. Colgué el auricular con una pereza infinita, me estiré sobre la cama y cerré los ojos. Habría dado cualquier cosa por desenchufar mi conciencia, por dimitir de la capacidad de sentir, por convocar un mecanismo de inexistencia más profundo que el sueño. Estaba muy cansada, y sin embargo, reaccioné con la instintiva rapidez de un animal acorralado cuando escuché unos golpecitos en la puerta.
Pensaba decirle que se quedara a dormir en el cuarto de Amanda, o en el sofá del salón, o donde le diera la gana, con tal de que me dejara en paz, pero él mismo desbarató mis mejores intenciones.
—No pensarás que va a dejar a su mujer, ¿verdad? —me preguntó, cuando me tuvo delante—. Ya sabes que nunca lo hacen…
—Félix, hazme un favor… —le pedí a cambio—. Vete a tomar por el culo. Y lejos de aquí.
Cerré de un portazo y me quedé de pie, al lado de la puerta, hasta que escuché su propio portazo. Salí al pasillo para comprobar que efectivamente se había marchado y mi cuerpo se aflojó de repente, como si pretendiera abandonarme a mi suerte en la mitad del pasillo, pero le impuse aún la agónica misión de sostenerme mientras me limpiaba la cara, y no me traicionó. Después, caer en la cama y quedarme dormida fueron una sola cosa. Tenía sueño de sobra para dormir un mes entero, pero un timbre insistente y misterioso, lejano, me despertó cuando en mi despertador faltaban aún cinco minutos para que fueran las ocho de la mañana. Oprimí el botón de la alarma a pesar de que no estaba sonando y me di la vuelta en la cama para volver a dormirme, pero el ruido no cesó. A las ocho y dos minutos me enfundé en mi bata de pagodas y doncellas chinas porque había comprendido por fin que alguien estaba llamando a la puerta. Como sea un mensajero me va a oír, me prometí a mí misma mientras me arrastraba por el pasillo, y si es el hijo de puta de Félix, con desconectar el timbre… Pero al otro lado de la mirilla estaba él, con el desvalido aspecto de quien ha estado tiritando hasta hace un instante y una bolsa de plástico en la mano.
—Hola —dijo, sin atreverse a entrar—. Siento mucho haberte despertado, pero es que he estado casi una hora esperando en el portal, ¿sabes?, rodeado de una manada de borrachos terminales, y al salir de casa no me había dado cuenta de que hiciera tanto frío… Tienes un portero muy madrugador, pero me ha mirado raro al entrar, claro, como es sábado, y a estas horas… Por eso he llamado al timbre, porque si no, me iba a mandar a la policía… ¡Ah! —entonces levantó la bolsa en el aire—. He comprado churros, por si te apetece desayunar y porque cuando han abierto la churrería, hace un cuarto de hora, he pensado que allí, por lo menos, se estaría bien… Están todavía calientes pero, antes de nada, me gustaría saber cómo tengo que tratarte para que no te enfades conmigo.
Alargué mi mano izquierda para coger su mano libre, que estaba helada, y tiré de él hacia dentro. Los churros se cayeron al suelo cuando me abrazó, y no hicieron ruido. Tampoco hizo ruido lo que hasta entonces había sido mi vida, pero se cayó al suelo, igual que ellos.
Se lo había dicho algunas veces, antes de que emprendiéramos aquel breve viaje que resultaría capaz de estirarse en mi conciencia hasta ocupar holgadamente el espacio de años enteros, condensados por la intensidad de la que carecían todos los años que había vivido sin él, y se lo dije también aquella noche, un instante después de apagar la luz para convocar en vano al sueño que jugaría conmigo hasta el amanecer, yo haría cualquier cosa por ti, se lo había dicho ya algunas veces, antes de entonces, pero sólo en las horas larguísimas de aquel insomnio raro y sereno, raramente apacible y gozoso, entendí del todo lo que había querido decirle con esas palabras vulgares, tan parecidas a las que componen cualquier frase hecha, desprovista de valor, yo haría cualquier cosa por ti, le había dicho, y mientras acechaba discretamente su respiración en aquella cama de hotel para intentar averiguar si estaba dormido o velaba como yo, mientras intentaba distinguir los volúmenes de su cuerpo en una penumbra pura y compacta, fronteriza con la oscuridad, me di cuenta de que le había dicho la verdad, de que era cierto que yo haría cualquier cosa por él, y comprendí de repente la esclavitud de todos los adictos, el alcohólico culto y bien educado que sabe de antemano que la copa que se está llevando a la boca va a pulverizar para siempre su vida en un millón de diminutos pedazos, y bebe, el yonqui sucio y miserable que tiene experiencia de sobra para sospechar que la vieja a la que sigue por la calle desde hace media hora no llevará mucho dinero en el bolso y que lo más fácil es que, si se decide a atracarla, acabe pasando el mono en un calabozo, y roba, la madre de familia que adora a su marido y a sus hijos, y ya ha pensado en lo que pondrá para comer, para cenar, y aterra la bolsa de la compra con dedos desesperados cuando pasa delante de un bar, y mira a la máquina de todas las mañanas como si fuera un enemigo despiadado capaz de estremecerse de placer en su propia ruina, y se repite que no lo hará, no lo hará, no lo hará, pero mientras se escucha a sí misma, empuja la puerta de cristal, y juega, comprendí de repente su temblor, su ceguera, la cifra de su absoluta dependencia, porque yo le había dicho que haría cualquier cosa por él y era cierto, y eso me había obligado a sentir en un grado superior del que yo había conocido nunca, a pronunciar palabras cuyo significado jamás hubiera creído que existiera, y no sólo habría dado mi vida por él, un sacrificio que de repente me parecía vulgar, sencillo, porque también habría sido capaz de dar mi vida por otra gente, por mi hija, por mi hermano Antonio, por una causa justa, sino que por él habría ido mucho más allá, mucho más lejos de la raya que jamás habría llegado a atravesar por nadie, por él habría convertido mi propia vida en un infierno, y habría pedido limosna en la puerta de una iglesia, habría hecho la calle mientras mis piernas me hubieran sostenido, lo habría perdido todo, y habría mentido, y habría estafado, y habría engañado, y habría robado, y habría matado, sólo por él, si él me lo pidiera. Comprendí de repente la esclavitud de los adictos, la cifra de su absoluta dependencia, y lo susurré una vez más, para escucharlo a solas, yo haría cualquier cosa por ti, y empecé a llorar muy despacio, un llanto manso y tranquilo, lloraba aunque no estuviera triste, aunque no me hubiera ocurrido nada malo, aunque no sintiera ningún dolor, lloraba porque estaba viva, porque tenía ganas de llorar, pero eso él no podía saberlo. Por eso, y porque estaba tan despierto como yo, se dio media vuelta en la cama, se pegó a mi espalda, me rodeó con sus brazos y me habló al oído.
—No llores, Ana… —me dijo—. Yo estoy muy enamorado de ti.
Ninguno de los dos habíamos pronunciado nunca hasta entonces las palabras prohibidas, amor, amante, enamorado, ambos nos habíamos mantenido dentro de los tácitos límites de una elegancia que se identificaba con el silencio, con la inconsciencia, con el desprecio de la realidad. Nos comportábamos como si ninguno de los dos supiera que él vivía con otra mujer, como si encontrarnos a las siete de la mañana para echar un polvo antes de ir a trabajar fuera lo más normal del mundo, como si quedar para comer a toda prisa en el centro un lunes o un miércoles y pasar después un fin de semana entero sin vernos no nos pareciera extraño, como si la Telefónica hubiera decretado que era imposible llamar desde su casa a la mía y sólo pudiéramos hablar, a veces horas enteras, por teléfono desde nuestros respectivos puestos de trabajo, como si encontráramos grandes
ventajas en la brevedad de sus apariciones por mi casa, cuando se buscaba media hora libre por la tarde o encontraba algún pretexto para no volver a la suya desde la facultad, a recoger a Adelaida, si tenían alguna cena de compromiso, los dos nos conformábamos con eso y no hablábamos, no preguntábamos, no nos quejábamos. Después, cuando me quedaba sola, yo contaba y recontaba los flecos de su vida que se me habían quedado entre los dedos, me cubría la cara con las manos para apurar el rastro de su olor, y me sentía incomprensiblemente rica, y poderosa, y afortunada, como si tampoco supiera que era posible aspirar a mucho más que eso.
Aunque modifiqué absolutamente mis hábitos, el ritmo y el horario de todos los días, para poder encajar mi vida en los huecos de la vida de Javier, nunca, durante aquella primavera encantada que duraría poco más de un mes, me sentí humillada, ni despreciada, ni sometida al vergonzoso doble juego que padecen las amantes de los hombres casados. Si no conocía sus planes de antemano, me iba directamente del trabajo a casa, y me sentaba al lado del teléfono para esperar, nunca en vano, una llamada apresurada desde una cabina que a veces se tragaba el dinero antes de tiempo. No salía a la calle jamás antes de hablar con él, aunque mis vestidos durmieran en la tintorería una noche más de la cuenta, aunque alguien me llamara para ir a ver la película que más me apetecía, aunque supiera que me iban a cerrar las tiendas y en mi nevera no hubiera nada que poder cenar, todo eso me daba igual, ayunar, velar, abstenerme de cualquier placer que no le incluyera, y habría seguido viviendo así toda mi vida, sacrificando el tiempo vano de las horas sin él a la aterradora conciencia de mí misma que sólo podía alcanzar ya cuando él me miraba, cuando él me tocaba, cuando él me hablaba y cada una de sus palabras se me clavaba en el corazón como un alfiler blando pero infinitamente afilado, capaz de revelarme con precisión su existencia. Habría seguido viviendo así hasta el día de mi muerte, pero la llegada del verano, aquel verano que se mostraría despiadadamente hostil y abrumadoramente magnánimo al mismo tiempo, desbarató de golpe el precario equilibrio de una felicidad difícil, como si el destino no se sintiera aún satisfecho de la dureza de los obstáculos que me había obligado a superar.
Lo peor fue que lo había olvidado completamente. Cuando Amanda llamó, hacia el 20 de junio, para anunciarme que le habían dado las vacaciones y volvería a Madrid en cuatro o cinco días, tuve que invocar a gritos una voluntad que parecía haberse disuelto en partículas inexistentes de puro mínimas, para afirmar que me apetecía muchísimo tenerla en casa otra vez y que no se podía imaginar cuánto la había echado de menos. Quizás no le dije ninguna mentira, pero tampoco dije exactamente la verdad, y cuando colgué el teléfono, tan exhausta como si hubiera tenido que mover una catedral entera con mis propias manos, me eché a llorar sin poder evitarlo, aunque sabía que eso sólo iba a servir para que me sintiera peor que nunca. A la mañana siguiente, más serena, o más conforme con el propósito de quitarme a mi hija de encima por muy infame que me pareciera hasta a mí misma, llamé a Félix para preguntarle cómo íbamos a organizar el verano. No había vuelto a cruzar una palabra con él desde el 18 de mayo, cuando le eché de casa, y no esperaba ninguna colaboración de su parte, así que no me sorprendió encontrar precisamente eso. Siempre nos habíamos repartido las vacaciones de Amanda cuando ella vivía conmigo, y el año anterior no había sido distinto, pero esta vez sí lo sería, él había vuelto a pasar con la niña todo el curso, eran ya dos años seguidos, la responsabilidad paterna había llegado a pesarle durante la última primavera, y me la cedía graciosamente el trimestre entero. Voy a estar muy ocupado, me dijo, he alquilado una casa en Cerdeña para pintar, pero antes de que acabara de describirme sus planes, yo había entendido ya de sobra su verdadero mensaje, ahora sé que puedo joderte y te voy a joder, así que le contesté que me encantaba la idea y que en septiembre hablaríamos. Unos días antes, Javier me había sugerido, en ese lenguaje de palabras a medias que los dos dominábamos ya como si fuera nuestra lengua materna, que quizás podríamos irnos alguna semana a alguna parte, en agosto. Justo después de hablar con Félix, le llamé a la facultad para comentarle, en el mismo tono que habría empleado para describir el espléndido aspecto del cielo que estaba contemplando a través de la ventana, que Amanda volvía a casa y que pasaría conmigo todo el verano. Aquella tarde estrenaba la jornada intensiva, y cuando salí de la editorial, a las tres, me lo encontré aparcado en doble fila delante de la
puerta, esperándome. Víctima de una debilidad en la que jamás habría creído posible reconocerme, sentí que me temblaban las piernas de miedo mientras me acercaba al coche, una sensación casi familiar porque por aquel entonces ya había empezado a soñar que me abandonaba, y con frecuencia me despertaba de madrugada para encontrarme sentada en la cama, sudando como un condenado a muerte, un ahorcado que reconoce el grosor de la soga que estrangula su cuello, un pez que acaba de percibir el filo del anzuelo clavado en su garganta, y así me sentí mientras besaba ligeramente sus labios, pero no me pareció disgustado, ni preocupado por la novedad que iba a complicarnos la vida sin duda, sino extrañamente aliviado, como si celebrara dejar de ser el único que ponía dificultades. Sin embargo, y por supuesto, no hablamos del tema. Nunca hablábamos de ningún tema que nos obligara a considerar la existencia de nadie aparte de nosotros dos.
Amanda volvió a Madrid el jueves de aquella semana, a las nueve de la noche, para poner fin al periodo más intenso y más breve de mi vida, cuatro días justos, desde aquel primer lunes de tarde libre hasta el momento en que me vestí para ir al aeropuerto a recogerla, una estación feroz, torrencial y desmesurada como los días de lluvia en el trópico, densa y dolorosa como el tiempo de quien cuenta los minutos que le quedan para marcharse, para cambiar, para perder lo que no habría querido perder nunca, fueron sólo cuatro días, pero si el planeta se hubiera detenido en su último instante, habrían valido por una vida entera, y así los viví yo desde que Javier metió el coche directamente en el aparcamiento subterráneo que está enfrente de mi casa sin dar ni siquiera una vuelta para ver si encontraba un sitio libre, y me arrastró temerariamente del brazo antes de darme tiempo para llegar al paso de cebra, pasando por alto el detalle de que ni él ni yo habíamos tenido tiempo para comer nada todavía, y empezó a quitarme la ropa en el ascensor como si yo no viviera en el cuarto piso, y se aplastó contra mí, aplastándome contra la puerta, hasta que tuve que pedirle una mínima tregua para acertar con la llave en la cerradura, y me llevó a la cama, y me tumbó encima, y se lanzó a mi lado, como si todos esos gestos formaran parte de un rito imprescindible e inexplicablemente amenazado, y nuestro deber no fuera otro que preservarlo a toda costa. Eso ocurrió. Estuvimos toda la tarde en la cama, sin separarnos nunca y hablando poco, mirándonos en silencio y abusando metódicamente el uno del otro como si alguien hubiera escrito en el techo un misterioso código de acción. Cuando se marchó, a la hora de la cena, me dolía físicamente su ausencia y me asustó mi ansiedad, la asombrosa incapacidad de mi cuerpo para saciarse de otro cuerpo del que había dispuesto por completo durante casi seis horas. Aquella noche volví a soñar que Javier me abandonaba, volví a morir de aquella muerte pequeña y ruin, volví a ahogarme en mi propio sudor de madrugada, pero me lo encontré de nuevo en la puerta de la editorial, al día siguiente, aparcado en doble fila, esperándome.
—Mis alumnos me han rogado que les ponga todos los exámenes esta semana, por la tarde… — me dijo sonriendo, y yo comprendí la exacta medida de mi suerte.
La espontánea y sublime ceremonia del día anterior se repitió con pocas variaciones aquella tarde, y la siguiente, y la siguiente, como si él quisiera grabar eternamente en mi memoria lo que teníamos, y lo que arriesgábamos, una ambición omnívora, brutal, que se parecía menos a una despedida que al desesperado indicio de un secreto cuyo nombre no se podía pronunciar, un misterio privado, una palabra íntima y gravísima que permanecería bien amarrada entre mis sienes con garfios tan fuertes que ningún accidental contratiempo de la vida cotidiana podría desgastarlos jamás. Así me sentía mientras acababa de vestirme a toda prisa bajo la implacable mirada del reloj que me susurraba que iba a llegar tarde, esa clase de cadenas me amarraban mientras conducía sorteando obstáculos como una loca en el imprevisto rally José Abascal–María de Molina, esa conciencia de mi cuerpo, del inmenso mundo que de repente cabía dentro de mi pobre cuerpo, no cedió un ápice cuando descubrí en un panel que el vuelo de mi hija venía con retraso, y compré un ramo de flores sólo por encubrir mi ausencia, por simular, con algo entre las manos, que estaba allí, esperándola, mientras me sentía tan lejos como si aún no me hubiera desprendido de los brazos de Javier, del hueco de su hombro.
Y sin embargo, cuando vi llegar a Amanda con un vestido estampado de tirantes, muy parecido a
otro que yo había comprado para ella con mi primer sueldo, recién instaladas en Madrid, sentí un nudo en la garganta y un hueco muy grande en el corazón, y me pregunté qué clase de locura padecería, qué virus desmemoriado y voraz se había hecho fuerte en mi interior sin que yo llegara ni siquiera a darme cuenta, qué cantidad de amor hacía falta para llegar a suplantar tanto amor y, tan enamorada de aquel hombre como un segundo antes de verla, abrí los brazos todo lo que pude porque no pude contestarme, y las lágrimas se asomaron a mis ojos cuando por fin volví a tenerla cerca. Ella me limpió la cara con las manos y estuvo a punto de llorar conmigo, pero se vino arriba en el último instante, antes de regañarme con esa hosca brusquedad de los adolescentes.
—¡Ya está bien, mamá! —dijo, tirando de mí hacia delante—. Estamos haciendo el ridículo…
No podía confesarle de entrada que últimamente lloraba muchísimo, y que mis lágrimas casi nunca eran signo de tristeza. Por eso le entregué las flores en silencio y la dejé hablar mientras atravesábamos el aparcamiento. La encontré muy bien, igual de alta que en Semana Santa pero muy guapa y, sobre todo, muy mayor, no sólo en su forma de comportarse, esa desenvoltura de quienes han aprendido a defenderse con éxito en un país extranjero, sino también en su aspecto. Había dejado atrás definitivamente la amorfa blandura de la infancia para convertirse en una mujer joven, con un cuerpo bien definido y un rostro que la hacía parecer mayor de lo que era. Entonces me di cuenta de que cuando me enrollé con su padre, yo era sólo algunos meses mayor que ella ahora, y me pregunté si sería verdad que yo había sido mucho más precoz, como Félix solía repetir, tal vez para consolarse de su propia edad. En cualquier caso, Amanda se estaba reponiendo ya de su primer fracaso amoroso, una historia afortunadamente más liviana que la mía. con un compañero de instituto que se llamaba Denis.
—Y me he acordado mucho de lo que me dijiste. 6 sabes, mamá? —me dijo entre risas cuando estábamos a punto de alcanzar Francisco Silvela para ingresar en la civilización—. Cuando me dejó, ¿te acuerdas…?
—No —admití.
—¡Sí…! —reaccionó como si no pudiera concebir que yo lo hubiera olvidado—. Me dijiste que, bueno, al fin y al cabo, qué se podía esperar de un chico con un nombre tan amariconado…
—Claro… —reí con ella—. Ahora me acuerdo… Oye, Amanda, ¿dónde te apetece que vayamos a cenar? ¿Quieres que pasemos primero por casa a dejar tus cosas o estás tan hambrienta que prefieres ir al restaurante directamente? —no contestó a ninguna de mis preguntas, e intenté responderme yo misma—. Supongo que la comida francesa no te apetecerá demasiado, ¿verdad? Podemos elegir algo exótico, un chino, o un coreano, o un japonés… O ir a un mejicano, que te gustaban mucho, ¿no? Y también podemos tirarnos a la rama autóctona, un vasco, o un asturiano, o ir a comer pescadito frito a una taberna andaluza que está muy bien y pilla cerca de casa… Si lo prefieres, estoy dispuesta a hacer una excepción y cenar callos. Tú eliges…
No escuché ninguna respuesta, y la miré, y la encontré muy erguida en el asiento, con los ojos clavados en el parabrisas.
—No has hecho tortilla de patatas, ¿no?
—No —contesté, sin querer acusar su enfurruñamiento todavía—. No he tenido tiempo.
—Pues eso era lo que me apetecía cenar, tortilla de patatas y boquerones en vinagre y calamares fritos y ensalada de pimientos asados con escabeche, ya lo sabes…
Tendría que haberlo sabido, seguramente nunca había dejado de saberlo, aquél era el menú favorito de Amanda, el banquete de bienvenida a casa, una ciudad de tapas y cenas desordenadas al filo de la medianoche, yo misma le había inculcado la afición por esa clase de comidas, mis preferidas, cuatro o cinco fuentes distintas encima de la mesa para picar sistemáticamente de una y de otra hasta saciarse, hasta vengarse del aburrimiento de la sopita de fideos y la pescadilla rebozada a las que mi madre me obligó todas las noches, durante tantos años. Lo sabía, y sin embargo, también lo había olvidado completamente, pero no me sentí en absoluto culpable por ello, e incluso tuve que reprimir un precoz acceso de indignación ante la nadería por la que mi hija empezaba a maltratarme antes de tiempo. Por eso no quise pedirle perdón.