37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 44

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Entendí por fin el sentido de aquel discurso y apreté con tuerza la lengua contra el paladar para impedir que el corazón se escapara de mi cuerpo por la boca, y le miré, para comprobar que aquella fluida confesión de dependencia no había alterado su expresión en lo más mínimo. Parecía tan tranquilo y risueño como antes de emprenderla, una calma tan asombrosa al menos como la naturalidad que había sido capaz de desplegar para hablar de un tema tan fronterizo con las palabras prohibidas, porque a mí, en cambio, me temblaban hasta las uñas cuando me atreví por fin a aprobar su plan.

—Creo que yo no lo resistiría…

El 1 de agosto ya había comenzado, y avanzaba a buen ritmo mientras nosotros seguíamos despiertos, en mi cama, apurando el largo fin de semana de libertad incondicional que nos había regalado, al expirar, el mes de julio más complicado y más intenso que he vivido en mi vida. Aquel lunes, que ya se había convertido en martes, no había tenido que ir a trabajar, pero eso no lo sabían ni mis padres ni Amanda, que se habían marchado el viernes anterior a Fuengirola, compadeciéndose amargamente de mi mala suerte y poniendo a parir los estrictos criterios laborales de la editorial, la única empresa de España que obligaba a sus trabajadores a seguir firmes en sus puestos cuando la semana empezaba un 31 de julio. Aquel milagroso capricho del calendario me permitió compensar de alguna forma a Javier por la pobreza de mi respuesta a su ilimitada oferta de los últimos quince días, porque él había conseguido convencer a Adelaida para que se marchara a Santander quince días antes que él, pero nadie lograría convencer jamás al jefe de personal de mi editorial, que no consentía que ningún departamento se tomara vacaciones escalonadamente, de que los fascículos siguen saliendo en el mes de agosto aunque en España no trabaje nadie, y por mucho que supiéramos de antemano que tendríamos que dejar cerrados ocho, y no cuatro números, en un solo mes, habíamos acumulado un retraso suficiente como para volver a trabajar por las tardes en pleno verano. Por supuesto, aquello no era culpa mía, pero no podía evitar sentirme culpable por el despilfarro de todas aquellas horas extras. La única vez que me atreví a decirle a Javier que habíamos tenido muy mala suerte, él me contestó que no me preocupara, que para él estar solo en casa era ya un premio suficiente, pero esa absolución no acortó mis jornadas laborales, que llegaron a resultarme tan insoportablemente injustas y extenuantes como las de un forzado en una cantera de granito.

Y sin embargo, incluso antes de la partida de Adelaida, empezamos a vernos muchísimo, todos los días, algunos hasta dos veces, porque podíamos comer juntos y quedar después, a la caída de la tarde, o por la noche, incluso sabiendo por anticipado que las circunstancias de aquel día concreto nos abocaban necesariamente a la castidad. A cambio, esos días se fueron haciendo cada vez más raros porque, cuando la llegada de Amanda, cuya proximidad ambos elegimos tácitamente eludir, nos echó de mi casa, no tardamos mucho en montar una infraestructura sumamente eficaz. Foro me dio un juego de llaves de su casa y me dijo que, si le avisaba por la mañana, podíamos ir allí siempre que quisiéramos, y cuando me agobiaba mucho la idea de recurrir a él más de dos días seguidos, buscaba el amparo de Marisa, que nunca me negó su propia casa por más que refunfuñara como una niña pequeña —no, si en la calle se está de puta madre, buah, no veas, cuarenta y dos grados, ideal para ir de paseo, ya te digo…— mientras buscaba el llavero dentro de su bolso. Javier disponía del piso de aquel amigo suyo que se había ido a vivir a Valencia, aunque lo compartía con otro profesor de la facultad y muchos días no estaba utilizable, y también me llevó algunas veces a casa de Felipe Villar, nuestro autor de los gráficos, que vivía solo, viajaba mucho y, con una generosidad difícil de olvidar, accedía inmediatamente a bajarse a la calle a tomar una cerveza que podía durar dos o tres horas, cada vez que hacíamos sonar su teléfono, así que estuvimos casi un mes saltando de casa ajena en casa ajena, igual que si nos hubiésemos mudado al tablero de un juego de mesa.

Para mí, por aquel entonces, meterme con Javier en una cama se había convertido ya en el fin primero y último de toda mi existencia, y esa certeza, la indesbancable conciencia de que nada era más justo, ni más sabio, ni más correcto que perseguir ese propósito a cualquier precio, me ayudaba

a digerir sin esfuerzo cualquier dosis de sordidez que pudiera llegar a interponerse en mi camino. Pero, tal vez porque aquello era tan importante para mí, lo que jamás conseguí fue proponer con naturalidad un plan concreto. Las llaves de Foro, las de Marisa, me quemaban en las manos mientras empezaba a dar rodeos, a empezar frases que no me atrevía a terminar nunca, bueno, si quieres…, le decía, a lo mejor, podríamos…, no sé, ¿qué te apetece…? Javier no era más directo que yo, aunque solía traerse una frase preparada pero, de todas formas, igual que habíamos aprendido a hablar con medias palabras, aprendimos muy pronto a vivir en los puntos suspensivos, y después, cuando volvía a mi propia casa y buscaba afanosamente una película en la televisión para poder fingir que su argumento me apasionaba y limitarme a aprobar con monosílabos los comentarios de Amanda, pensaba que tal vez era mejor así, porque nuestra historia se habría parecido mucho más a un lío convencional si hubiéramos optado por la comodidad de los hoteles o los apartamentos amueblados que se alquilan por semanas, en lugar de atarnos mutuamente a aquella trabajosa rotación de casas prestadas.

Meterme con Javier en una cama se había convertido en el único acto importante de mi vida, pero eso no tenía tanto que ver con el placer como con el sexo en sí mismo, con esa clase de intimidad que solamente el sexo puede ofrecer a dos personas que no viven juntas. Porque lo que ocurría en aquellas camas extrañas, de sábanas sorprendentemente ajenas, era verdad, y por eso nada podría cambiarlo, ni atacarlo, ni desmentirlo jamás. Incluso si las cosas hubieran sucedido después de otra manera, nunca habría podido olvidar aquel escalofrío, una alegría misteriosamente innata y general, el gozo irracional, de puro primario, que me colonizaba en un instante y por completo desde el primer centímetro de mi piel que entraba en contacto encima de una cama con la piel desnuda de aquel hombre de quien entonces no podía dudar, de quien entonces lo sabía todo, a quien entonces se lo debía todo, un hombre al que amaba ya como no había amado nada en toda mi vida, tanto que acabé encontrando una manera de decírselo.

Aquella noche me di cuenta de que, a pesar de todo, éramos ya una pareja, con los tics y los ritos, las obligaciones y los derechos, esa imprecisa comunidad de intereses que define a todas las parejas que llegan a serlo de verdad, al margen de su situación tácita o de un estatuto legal expreso, y aquel descubrimiento me regocijó extraordinariamente, aunque estuviera a punto de echar a perder la noche del 30 de julio, que a aquellas alturas me parecía ya la víspera de todo lo bueno. Habíamos ido al cine a media tarde porque yo tenía que volver a casa pronto para hacer mi equipaje, que viajaría sin mí en el coche de mi padre, y supervisar el de Amanda, que era capaz de llenar varios baúles con todas sus pertenencias si nadie la convencía de lo contrario, pero descartamos la posibilidad de coger un taxi en la Gran Vía porque, después de que la despiadada refrigeración de la sala nos hubiera hecho tiritar de frío en nuestras butacas, la temperatura de la calle, en ese preciso instante en que el calor se resigna ya a ceder, evaporándose pausadamente, como un humo invisible, era demasiado agradable como para no volver andando. Cuando pasábamos justo delante de la boca de metro de Callao, nos tropezamos literalmente con Juan Carlos Prat, un fotógrafo venezolano al que conocí cuando acababa de desembarcar en España y a quien le había encargado muchas cosas, entonces y después. Era un profesional estupendo, concienzudo y muy responsable, pero se sentía extrañamente obligado a agradecerme todos y cada uno de los reportajes que había hecho para mí cada vez que me veía, con una profusión de besos, caricias y abrazos que llegaba a resultarme agobiante, y aquella vez no fue distinto, porque nada más verme, me arrancó prácticamente del brazo de Javier para rodearme con los suyos. Lo que jamás pensé es que aquel gesto tuviera consecuencias, porque Mimosín Prat; como solía llamarle Rosa, era un chico joven, alto, moreno y muy guapo, pero tenía una pluma tan aparatosamente exagerada que ninguno de los gestos del cariño que me profesaba podría llegar a alcanzar jamás, ni de lejos, la categoría de dudoso. Eso creía yo y, sin embargo, cuando me lo quité por fin de encima, Javier, que había asistido a nuestro encuentro en un silencio absoluto, echó a andar a mi lado sin mirarme, y su brazo derecho no quiso responder a mi brazo izquierdo cuando intentó volver a enroscarse a su alrededor.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Nada —me contestó, metiéndose las manos en los bolsillos.

Caminamos entre Callao y la Red de San Luis a una distancia casi prudente, como si no nos conociéramos de nada, él mirando a algún punto perdido al final de la cuesta, yo apostando conmigo misma a que estaba equivocada, advirtiéndome íntimamente que era imposible tener tanta suerte, repasando una y otra vez todo lo que había dicho y hecho desde que habíamos salido del cine para no encontrar ningún otro motivo posible para ese inexplicable cabreo que parecía crecerle por dentro con cada paso que daba, y al embocar Hortaleza se lo pregunté otra vez.

—¿Qué te pasa, Javier?

—Nada —y subrayó su afirmación con una mirada de impaciencia—. No me pasa nada.

La acera se hizo mucho más estrecha, y el río de gente que se dirigía hacia la Gran Vía en dirección contraria a la nuestra acabó por separarnos. Hicimos buena parte del trayecto en fila india, él delante, sin volverse a mirarme, y yo detrás, maravillándome de cuánto podía llegar a gustarme su nuca, hasta que llegamos a la esquina de Mejía Lequerica, a cuatro pasos de mi casa. No podía dejarle marchar así. Aprovechando la pausa forzosa de un semáforo en rojo, le aplasté contra la pared y, manteniéndolo sujeto con las dos manos, le miré a los ojos.

—No estoy dispuesta a dar un solo paso más hasta que me cuentes qué ha pasado.

—Eso deberías contármelo tú a mí.

—Ya me gustaría, pero no tengo ni idea.

—¿No? Entonces es que debe ser un hobby.

—¿Qué?

—Lanzarte a los brazos del primer gilipollas que sale del metro.

—¡Oye! —sonreí, pero él no me siguió, parecía enfadado de verdad—. Yo no me he lanzado a los brazos de nadie.

—No poco.

—Ni poco ni mucho —aflojé las manos de puro placer—. Ha sido exactamente al revés. Yo no he tenido nada que ver. Este tío siempre es así de pegajoso, ¿qué quieres?, en la editorial lo llaman Mimosín, así que…

—No lo sabía. No me lo has presentado.

—¡Claro que te lo he presentado! Te he dicho que era fotógrafo y que se llama Juan Carlos… — de repente me pareció tan ridículo seguir con esa clase de explicaciones, que le cogí del brazo y crucé la calle con él—. ¡Qué tonto eres, Javier!

—¡ Ah! Ahora encima soy tonto.

—Pues sí, tonto perdido… Porque parece mentira que a estas alturas no te hayas dado cuenta todavía de que yo ni siquiera busco poseerte —paré en seco y le abracé, para que no se me escapara—. Lo único que yo quiero es pertenecerte.

Esto sí lo entendió. Entonces fue él quien me miró a los ojos, él quien me abrazó hasta hacerme daño, y me besó en la boca, y mantuvo después mi cabeza pegada a la suya con la mano derecha, la izquierda firme alrededor de mi cintura, durante mucho tiempo.

Aquellas manos no me abandonaron en toda la noche, me mantuvieron sujeta a su recuerdo mientras hacía mi equipaje, y el de Amanda, mientras dormía plácidamente y aun después, porque no cedieron ni un milímetro mientras me despedía de mi hija en el portal de mi casa, me acompañaron siempre en el desordenado bullicio de la última mañana de trabajo, y se hicieron más intensas, más apremiantes, más firmes todavía, durante la comida anual de despedida que Fran solía ofrecer a todos los equipos de su departamento, el último obstáculo, una cita de la que me zafé lo antes posible sin esperar siquiera al café. Rosa se me unió en el último momento, cuando ya me despedía desde la puerta del Mesón de Antoñita con un beso colectivo.

—¿Vas a tu casa? —me preguntó—. Déjame en el metro de Avenida de América, anda, que he pagado todas mis deudas y me acabo de dar cuenta de que me he quedado sin un duro…

Cuando estábamos ya instaladas en el taxi, y en el colosal atasco que suele rematar las comidas

de empresa en el último día de trabajo, apoyó el codo en el filo de la ventanilla abierta, dejó caer la cabeza en la palma de su mano izquierda, se volvió hacia mí y resopló como si estuviera muy cansada.

—¡Qué asco, tía! Te juro que no me apetece nada irme de vacaciones este año… Y eso que estoy agotada, no creas…

—¿Os vais a Cercedilla?

—Claro, esta misma tarde, a casa de mi suegra, un plan apasionante… ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

—Irme el martes a Fuengirola, al chalet de mis padres, con Amanda, mis dos hermanas, mis dos cuñados y mis cinco sobrinos. Tampoco está mal.

—¿Pero tus padres no estaban separados?

—Sí, pero como se gastaron una millonada en hacerse una especie de palacio en una urbanización de lujo, y ninguno de los dos está dispuesto a desprenderse de ella, y a los dos les encanta la Costa del Sol y hacerse la vida imposible mutuamente, pues veraneamos todos juntos. Es todo igual que antes salvo que ahora mi padre duerme en el cuarto de mi hermano Antonio, que afortunadamente tiene los mismos metros que el antiguo dormitorio conyugal, porque si no, habrían tenido que hacer una reforma. Como todavía sobran cuatro o cinco cuartos más, si

Antonio tiene la debilidad de aparecer, que no la tendrá, se puede instalar en el que más le guste…

—Ya… ¿Y Javier?

—Se va a Santander.

—¡Joder! —se rió—. Porque no hay nada que esté más lejos —no quise hacer ningún comentario y se recompuso rápidamente—. Y se va con toda su familia.

—Sí —no pude evitar fastidiarla un poco a cuenta de la distancia Norte–Sur—. Se va también el martes… Ellos ya llevan quince días allí.

—¿Y cómo lo llevas?

—Bien —la miré y encontré una mueca escéptica que a pesar de todo me pareció razonable, y por eso insistí, hablando también para mí misma—. Lo llevo bien. Todavía bien. En serio…

La verdad es que no sabía muy bien cómo lo llevaba, porque procuraba no pensar en ello, vivir en un trapecio, balanceándome alegremente justo encima de la realidad. Analizaba con un cuidado infinito y una paciencia que jamás habría creído ser capaz de reunir, cada una de las palabras de Javier, cada una de sus reacciones, de sus gestos, buscando cualquier indicio que me permitiera adivinar qué sentía él, qué intenciones tenía, qué pensaba hacer conmigo, pero todavía no me había atrevido a afrontar nunca la posibilidad de que nuestra historia se estancara mientras el tiempo siguiera pasando, quizás porque me sentía sin fuerzas para imaginarlo siquiera. Tampoco me había atrevido todavía a pensar nunca lo que le dije a Rosa a continuación, y sin embargo mientras hablaba me di cuenta de que lo creía de verdad, y me alegré infinitamente de escucharlo.

—Yo creo que está colgado de mí, ¿sabes? Prefiero no darle muchas vueltas pero estoy casi segura de que sí, y él no me parece el tipo de tío… —capaz de llevar indefinidamente una doble vida, iba a decir, pero en ese punto se quebraron a la vez mi voz y mi valor—. Bueno… No te lo vas a creer pero anoche nos encontramos con Juan Carlos Prat por la calle, que ya sabes cómo es de besucón, y le dio un ataque de celos…

—¿Celos de Mimosín? —asentí con la cabeza y se echó a reír—. ¡Pues ya son ganas de tener celos! —marcó una pausa antes de hacerme la pregunta que esperaba desde el principio de aquella conversación—. ¿Y qué crees que va a pasar?

—¿Al final…? Pues no lo sé. Pero, de momento, de lo único de lo que estoy absolutamente segura es de que yo estoy muy colgada de él, pero colgadísima, en serio, es que no puedo estar más colgada… Lo único que me importa ahora es que esto no se acabe, así que no le presiono. Nunca hablamos de ese tema.

—Ya… —me dio la razón con la cabeza antes de ofrecerme una versión ligera, pero no por eso menos sobada, del monótono discurso con el que todo el mundo parecía empeñado en machacarme