37361.fb2
—Eso es lo mismo que decir que los hombres son mancos, Rosa… Los habrá mancos, y los habrá con brazos.
—Bueno, bueno… Yo no digo nada.
Y efectivamente no volvió a abrir la boca hasta que el taxi paró al lado de la boca del metro, un par de minutos después.
—Cuídate —me recomendó, después de despedirse de mí.
—Lo haré —la prometí, diciendo adiós con la mano.
Cuatro días después, instalada en el Talgo que, más que avanzar, me alejaba sin piedad de un coche rojo que circulaba al mismo tiempo en una dirección casi matemáticamente opuesta, me dije que desde luego aquél no era un mal propósito, sobre todo porque apenas podía hacer otra cosa que cuidarme durante la implacable estación que estaba a punto de comenzar. Pero comer bien, dormir mucho, nadar en el mar, tomar el sol, pasear sin rumbo fijo todas las tardes, leer durante horas enteras y asistir cada noche al cine de verano, actividades que habrían sido suficientes para elaborar una definición personal del placer en cualquier otra época de mi vida, se convirtieron en una especie de intolerable obligación durante los días de plomo que habría preferido pasar en balde, sin hacer nada, sentada simplemente al lado del teléfono, en una casa que siempre me había encantado y ahora me parecía una especie de cárcel, y en un lugar demasiado parecido a un jardín para caber tan exactamente en el perfil del asolado desierto que castigaba mis ojos. Estaba tan ausente de mí misma, del espacio y del lugar que ocupaba mi cuerpo, que ni siquiera pasé calor, como si el aire tórrido, pero necesariamente respirable, de aquellas largas siestas de julio, se hubiera convertido en la contraseña de un tiempo preciso que ningún termómetro me ayudaría a recuperar. Entonces, por primera vez tuve miedo, miedo de que aquellas vacaciones no se terminaran nunca, de que aquella aterradora variante de la inexistencia marcara la pauta del resto de mi no vida, de que mi mirada se anclara para siempre en la estrecha gama de grises que contemplaba, como si un mundo enfermo hubiera perdido de golpe el color, el brillo, el volumen, que sólo retornaban, misteriosamente rabiosos, vivos, resplandecientes, cuando el teléfono sonaba en las horas justas, las doce y media de la mañana, las cuatro y media, las siete y media de la tarde.
—Te echo mucho de menos, Ana —eso fue lo primero que me dijo el once de agosto, por sorpresa, a la hora de la siesta—. Y estoy muy desconcertado, ¿sabes?, porque la verdad es que creía que iba a llevar esto mejor. Pero me acuerdo mucho de ti, todo el tiempo… Pasado mañana tengo que irme a Madrid, porque voy a participar en uno de esos Cursos de la Complutense, en El Escorial, una chorrada interdisciplinar, sobre el paisaje… Bueno, pues yo odio la moda esta de las universidades de verano, ya lo sabes, y cuando no me las puedo quitar de encima, estoy una semana de mala leche sólo de pensar en que tengo que trabajar en medio de las vacaciones, y sin embargo, esta vez me apetece mucho volver a Madrid, en serio, estar allí, simplemente, un par de días, aunque tú no estés… Porque tú no tendrás nada que hacer en Madrid pasado mañana, ¿verdad?
—No lo sé todavía… —le contesté después de un rato, cuando logré gobernar mi propio aliento.
Supongo que en aquel momento ya estaba todo decidido, por mucho que él me hubiera advertido después que nunca podría perdonarse que yo interrumpiera mis vacaciones sólo para ir a verle, por más que me hubiera recordado que Fuengirola estaba muy lejos, por muy amargamente que se hubiera reprochado en voz alta la debilidad de haberme contado sus planes, supongo que en aquel momento yo había decidido ya que no tenía nada que hacer excepto irme a Madrid un par de días, pero no me atreví a tomar ninguna decisión aquella noche, y tampoco fui capaz de hacerlo por la mañana, mientras valoraba obsesivamente las ventajas y los riesgos de aquella entrega sin matices, y cuando cayó la tarde todavía no me había atrevido a insinuarlo siquiera, y supongo que ya sabía que me iba a ir, pero también sé que no sabía muy bien qué hacer hasta que, después de cenar, escuché desde la cocina un griterío tan ensordecedor que dejé a medias la copa en la que intentaba encontrar una definitiva dosis de coraje, y corrí al salón para averiguar qué estaba pasando.
Cuando entré por la puerta, la voz de Amanda, llamándome —mamá, corre, mamá, ven a ver
esto— se imponía con esfuerzo a un ensordecedor guirigay de comentarios sorprendentemente divididos entre la risa y la indignación. Todos los habitantes adultos de la casa estaban pendientes del televisor, atrapados en el desarrollo de una escena que al principio no fui capaz de interpretar. Una adolescente fea y bastante gorda se debatía como un coloso maltrecho entre los tres pares de brazos de otros tantos hombres que la sujetaban y que, a pesar de todas sus ventajas, no llegaban a impedir que avanzara de centímetro en centímetro, dejando caer todo el peso de su cuerpo hacia delante mientras embestía con la cabeza como un toro bravo, hacia un objetivo que aún no pude distinguir. La boca grotescamente desfigurada por un grito perpetuo, el pelo largo y lacio empapado por el llanto, aquella chica no terminaba de chillar ni de llorar, instalada más bien en el territorio intermedio de un formidable ataque de histeria, y al principio pensé que se trataba de la superviviente de alguna catástrofe, o de una manifestante radical de cualquier signo, tal era el empeño sobrehumano con el que se oponía a sus enemigos, pero la cámara se movió entonces hacia la izquierda para mostrar el rostro perplejo y asustado de un cantante de moda que seguramente jamás había contado con provocar una reacción semejante, y entonces me di cuenta de que los hombres que la sujetaban no eran policías, sino guardias de seguridad, y cuando pude oírla por fin, lo entendí todo. Presa de una pasión que la dominaba hasta un límite que ella misma quizás desconocía, aquella chica se expresaba en un lenguaje radicalmente impropio de su edad, de los gustos y la manera de ser que se adivinaban en su forma de ir vestida, pronunciando palabras dignas de la más atribulada heroína de un culebrón de sobremesa, frases que parecían copiadas de cualquier novela romántica barata, y sin embargo, mi piel se erizó de emoción al escucharlas, y unas lágrimas conscientes de sí mismas se asomaron a mis ojos mientras la veía, mientras distinguía su voz distorsionada por la desesperación, mientras sentía que me llamaba con todos sus gestos, mírame, le decía a aquel cretino que se negaba a complacerla, girando la cabeza en dirección contraria para exhibir una sonrisa plastificada y hueca, miserablemente indigna del penoso espectáculo que estaba provocando, mírame, por favor, sólo una vez, mírame, te lo suplico, te lo suplico, mírame sólo una vez y me iré de aquí, te lo estoy pidiendo de rodillas, ¿por qué no quieres mirarme?, te lo suplico, mírame, por favor, mírame…
—¿Has comprado hoy el periódico de aquí, papá? —pregunté cuando terminó el reportaje, sin apartar la vista del televisor.
—Sí —mi padre rebuscó entre un montón de revistas tiradas en el suelo, junto a su butaca, y lo encontró enseguida—. ¿Para qué lo quieres?
—Aquí vienen los horarios del Talgo, ¿no? —volví a preguntar, mientras hojeaba ya las últimas páginas detectando al mismo tiempo con el rabillo del ojo la mirada de alarma de mi madre.
—Sí, creo que sí… Pero ¿por qué…? —mi padre, que estaba en Babia, como casi siempre, interpretó mi curiosidad en la dirección más errónea—. ¡Qué bien! No me digas que mañana viene Antonio…
—No —contesté, cuando ya había elegido el tren de las diez y media—. Pero mañana yo me voy a Madrid.
El calendario nos había precipitado de golpe en el otoño, pero el cielo del 22 de septiembre amaneció pintado de un azul purísimo, presintiendo el luminoso castigo del sol que se cebaría a placer y sin dar tregua al reloj mucho antes de que llegara el mediodía, en los descarnados perfiles de la tierra seca, esa arisca sucesión de cimas arenosas, montañas peladas, desnudas de todo que, esa mañana sí, me parecían el lugar más grandioso de la Tierra. Estábamos desayunando en el comedor del hostal, un antiguo porche acristalado desde el que se divisaba el inmutable paisaje del desierto en todas las direcciones, y Javier, que ya se había tomado dos cafés mientras revisaba el contenido de una bolsa llena de cuadernos y aparatitos, tomando notas en un bloc, parecía tan involucrado en el territorio que nos rodeaba que, de repente, me miró como si mi presencia le sorprendiera.
—Lo siento, pero hoy vamos a tener que trabajar un poco —me dijo—. Espero que estés moralmente preparada para caminar algunas horas. Al fin y al cabo, si no he podido venir antes, fue por culpa tuya, así que…
Se echó a reír pero yo no pude seguirle, porque había llegado el momento de correr algunos riesgos.
—Oye, Javier… Lo que me has dicho esta noche…
Él terminó de reunir sus propiedades en la bolsa, la cerró, y se echó hacia atrás en la silla para quedarse quieto, mirándome, con los brazos cruzados y una sonrisa dulce e irónica a la vez.
— ¿Qué?
Crucé los dedos por debajo de la mesa hasta que me dolieron, antes de repetirlo en voz alta.
—Que estás muy enamorado de mí.
—Sí —asintió, como si ya le hubiera preguntado algo.
—¿Es verdad?
—Sí —volvió a decir, con el mismo tono con el que se habría identificado si yo le hubiera preguntado si se llamaba verdaderamente Javier Álvarez.
—¡Ah! —murmuré—. Bueno, pues… Quiero decirte que yo también estoy muy enamorada de ti… —y entonces me quedé callada, como si no pudiera añadir en toda mi vida ni una sola palabra más a lo que acababa de decir, pero entonces recordé que ya le había dicho muchas veces que haría cualquier cosa por él—. Bueno, ya lo sabes. Lo que pasa es que como nunca habíamos hablado de esto… —y entonces sí me eché a reír—. Quería decirlo yo también.
Me miró en silencio, con la misma sonrisa dulce e irónica de antes, durante segundos que se alargaron hasta convertirse en minutos, o durante minutos que se evaporaron tan pronto como si fuesen segundos, un plazo tan incierto que el sonido de su voz, al romperlo, me sobresaltó como el eco de un grito.
—¿No me vas a preguntar nada más?
Medité el sentido de aquella invitación hasta que encontré una fórmula que me permitió aceptarla y rehusarla al mismo tiempo.
—No me atrevo.
—Muy bien —se levantó, se colgó la bolsa del hombro, y volvió a mirarme—. De todas formas, habrá que hacer algo al respecto… Sube a la habitación a por una chaqueta, anda, que seguro que ahí fuera hace frío.
No volvimos a hablar del tema en todo el día, ni por la mañana, mientras caminábamos alguna más que algunas horas, ni durante la comida, que se convirtió en una minuciosa lección sobre la función y la naturaleza de esos misteriosos instrumentos que le había visto usar sin comprenderlos, ni después de una siesta brevísima —demasiado apresurada para que me atreviera a estar segura de que algo había cambiado ya definitivamente entre nosotros, como si nos hubiéramos desprendido a la vez del último abrigo, una capa invisible y finísima que se evaporó de puro calor, para dejarnos mucho más desnudos de lo que nunca llegamos a estar mientras nos protegíamos con silencios—, ni en el viaje de vuelta a Madrid, que fue muy rápido, porque habíamos salido con tiempo de sobra para evitar el atasco de los atardeceres de domingo, pero cuando el coche de Javier se detuvo en el portal de la casa de mi madre, a las ocho de la tarde más o menos, me volví hacia él para decirle, por segunda vez en un solo día, algo que seguramente sabía ya.
—Oye, Javier… Quiero que sepas que, si decides hacer algo al respecto, puedes contar conmigo para lo que quieras, cuando quieras y como quieras. Todo lo que yo tengo, mi casa, mis cosas, mi sueldo, yo misma… En fin, ya sabes. Y gracias… Por todo.
Él alargó un brazo hacia mí, posó su mano sobre mi nuca, acercó mi cabeza a la suya y me besó. Nos despedimos sin decir nada más, y afronté el desastre que me esperaba en casa de mi madre con un extraño ánimo, más eufórica de lo que jamás había supuesto que nadie pudiera llegar a estar por un lado, terriblemente desanimada sin embargo ante la idea de que aquel fin de semana se hubiera acabado ya, y aterrada a la vez por los efectos que el resto de aquel día pudiera llegar a arrojar sobre
mis hombros, demasiado cargados de emociones fuertes como para sostener con eficacia el suplementario peso de la culpa, una amenaza que había logrado eludir hábilmente desde el miércoles anterior, cuando escuché por fin, y con retraso, la más terrible secuencia de mensajes que mi hija podría haber llegado a volcar sobre la memoria de mi contestador.
Amanda acababa de suspender el examen de ingreso en la academia de ballet a la que había asistido durante los dos últimos años, pero eso, con ser tremendo, ni siquiera era lo peor. Florence, su profesora, animada por un espíritu que al principio no me decidí a clasificar entre la honradez o la crueldad, le había confesado en una larguísima conversación que, sinceramente, no creía que estuviera dotada para llegar a la cima. Mi hija había reaccionado como era previsible en una criatura de su edad, es decir, derrumbándose por completo, con toda la amargura, la desconfianza en sus propias fuerzas y la experiencia de la derrota que es posible acumular en diecisiete años de vida. Aunque sabía que la admitirían sin dificultad en otras escuelas menos exigentes, había decidido dejar de bailar, porque el horizonte de llegar a ser una bailarina mediocre no le compensaba por el sacrificio de las dietas brutales, las horas de barra y los pies llagados, el regular martirio al que la danza había reducido su vida.
Yo, que llevaba años preparándome para escuchar ese discurso, me vine abajo tanto como ella, y tuve que agarrarme las manos para resistir la tentación de llamarla antes de haber recuperado la serenidad imprescindible para afirmar con convicción que no pasaba nada, que tenía toda la vida por delante para encontrar una vocación más clemente y más justa que aquélla, que me alegraba de tener una hija que no estaría acabada a los treinta años, y que lo importante era que se centrara en otra cosa, que se dedicara a estudiar y que escogiera bien la próxima vez.
—Ni siquiera has empezado la carrera, Amanda, tienes un año por delante todavía, y la suerte de tener una idea clara de lo que quieres hacer. Eso no le pasa a todo el mundo a tu edad, ¿sabes?, muchas veces este tipo de fracasos son los que construyen a las personas para siempre…
—Estoy fatal, mamá —ella no llegaba a escucharme, atascada por su propia voluntad en el relato de su propio dolor—, muy mal, es que me siento una mierda, una mierda, en serio… Y no quiero seguir aquí. Quiero volver a casa. Enseguida, ya, mañana. Odio esta ciudad, odio a Florence, odio la Ópera de París…
—Muy bien, estupendo, maravilloso, no te preocupes por nada… Puedo ir mañana mismo a tu instituto a ver si tienen plazas libres de COU, y si no, te encontraré plaza en cualquier otro sitio… Conozco a muchos profesores de instituto por lo de los libros de texto de la editorial, ya lo sabes. No habrá ningún problema, Amanda, ningún problema. No creo que ni siquiera haya empezado el curso todavía…
A las nueve y media de la mañana siguiente, mi hija ya estaba matriculada en el Lope de Vega, donde estudiaba antes de marcharse a París. La subdirectora, a la que llamé después de arreglarlo todo por pura cortesía, sólo porque Javier se había apresurado a llamarla antes, al recordar que habían sido compañeros en los cursos comunes de Geografía e Historia, me informó de que el curso no empezaría hasta la primera semana de octubre. Cuando llamé a Amanda para informarle de todo esto, pareció tranquilizarse por fin, pero me informó a cambio de que Félix le había sacado ya un billete de vuelta en un vuelo que llegaría a Madrid el sábado siguiente, aproximadamente a la hora de comer.
—¡Oh, hija, qué mala suerte! —y era mala suerte de verdad, porque hacía más de quince días que Javier y yo habíamos planeado ir de excursión a Los Monegros precisamente aquel fin de semana—. Yo el sábado no estaré en Madrid. Tengo que ir a una convención de la editorial… Bueno, no pasa nada. Ahora llamo a la abuela y que vaya ella a buscarte. Puedes estar en su casa hasta el domingo por la tarde. Cuando yo llegue a Madrid me voy derecha a recogerte y ya nos venimos las dos aquí, ¿vale? Todavía tendrás una semana de vacaciones…
En aquel momento no me di cuenta de que ya ni siquiera había considerado necesario pararme un instante a decidir qué haría, marcharme con Javier o quedarme en casa para consolar a mi hija en el peor momento de su vida, y cuando lo comprendí, sentí por un momento que me faltaba la tierra
debajo de los pies, pero lo arreglé todo inmediatamente diciéndome que al fin y al cabo, Amanda volvía a casa para siempre, y que me sobraría tiempo, meses, años enteros, para compensarla por aquella justificada deserción. Mi madre no lo vio de la misma manera, pero cuando me cansé de escucharla, le colgué el teléfono. Mientras recorría el breve tramo que separaba la puerta del ascensor de la puerta de su casa, tres días después, ya sabía que ahora no sería tan fácil. En las distancias cortas era mucho más temible.
—Las ocho de la tarde, muy bien… ¡Estarás contenta!
—¿Dónde está Amanda? —pregunté, como única respuesta, entrando con precaución en el vestíbulo.
—Se ha ido al cine con su tía Mariola y con sus primos… Claro, como su madre está tan ocupada…