37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 47

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—Por el dinero no te preocupes. Hay trabajo —dijo solamente, y entonces todas la miramos a la vez, aunque ninguna se atrevió a preguntar nada—. No me miréis así, ya lo sabíais, ¿no?

—N–no —Marisa contestó después de un rato.

—Sí —Fran insistió—. Hace ya meses que os conté que tenía un proyecto.

—Ya–a, pero proyectos, proyectos… Buah, n–no veas, siempre hay un montón de proyectos circulando, y del proyecto a–al hecho…

—Bueno, pues éste ha salido. Sólo hay una cosa que me preocupa, pero primero… En fin. ¿Cómo sois de melómanas?

—Todo lo que haga falta —aseguré, notando que empezaba a respirar mucho mejor.

—¿Una historia de la música? —supuso Ana en voz alta, y la interrogada le dio la razón con una sonrisa que fue inmediatamente pagada con otra, mucho más radiante aún.

—La civilización occidental desde el cencerro hasta el cencerro —resumí en un murmullo, mientras sentía que de repente la música me apasionaba como ninguna otra cosa en este mundo.

—Exactamente —confirmó Fran—, pero todavía no sabéis lo mejor… Doscientos veinte fascículos.

—¡Cuatro años! —grité.

—Y medio… —me corrigió Marisa—. Entre unas cosas y otras…

—Cua–tro a–ños y me–dio —sumó Ana, marcando el ritmo de cada sílaba encima de la mesa con los puños cerrados y una expresión jubilosamente intensa.

—¿Cómo lo veis?

—M–muy bien.

—De puta madre…

—¿Cuándo se empieza?

—Ya —Fran estaba incluso en condiciones de dar detalles—. Con la prórroga aquella que tuvimos que añadir cuando Planeta–Agostini nos pisó el título del Atlas, vuestros contratos terminan el 1 de mayo. Podéis tener contrato nuevo el mismo 1 de mayo. Vamos un poco pilladas, pero si empezamos a trabajar a la vuelta de Semana Santa, podríamos salir en Navidad. Sería mejor octubre, pero no vamos a llegar, eso desde luego… Pero antes de nada, ya os he dicho que hay una cosa que me preocupa. He colado el tema con una condición. En teoría, el precio de cada fascículo incluye un cd con la obra de! compositor correspondiente, que eso por supuesto se compra y punto, no tenemos que hacerlo nosotras, pero además regalamos un cd–rom con cada número. Naturalmente, no es un regalo auténtico, pero eso da igual, ya conté con ese detalle al presupuestar la colección. El problema no es el precio, sino el cd–rom en sí —entonces se giró completamente hacia la izquierda—. ¿Vas a poder con eso, Marisa?

—A–anda, pues claro… —contesté, sin disimular el asombro que me producía aquella pregunta— . N–no faltaría más. Podría empezar mañana mismo. Ra–amón lleva un par de años liado con ese tema y la verdad es que es como hacer churros, en serio, visto uno, vistos todos… Claro que tendré

el doble de trabajo, las demás no, porque supongo que re–aprovecharemos el ma–aterial de los fascículos —Fran asintió con la cabeza—, pero yo sí, porque los cd–rom hay que diseñarlos, igual que un libro, y maquetarlos, y por mucho que intente acoplar las pa–áginas a las pantallas, habrá que ir viendo si se puede hacer, una por una… Además n–necesitaremos un equipo nuevo, y seguramente un duplicador de cd, y… —calculé un momento para mis adentros—, yo, como mínimo, un a–ayudante, porque no puedo llevarlo todo a la vez. Pero eso está hecho. Ya–a… —y cuando me di cuenta de que iba a volver a repetir la expresión más característica de Foro, paré en seco—. Ya.

—Lo del ayudante está claro… —Fran me sonrió, aliviada—. Se lo comenté a Ramón hace un par de días, y me dijo que sería mejor contratar a dos personas. Puedes empezar a entrevistar gente a la vuelta de las vacaciones.

—¿ Yoo…? —pregunté, genuinamente asombrada esta vez—. ¿Voy a entrevistar gente yo?

Se abrió una pausa para que las tres me miraran al mismo tiempo, con una expresión idéntica, e idénticamente expresiva de que no entendían el sentido de mi última pregunta.

—Si quieres, los puedo entrevistar yo —me contestó Fran, cuando adivinó por fin lo que le había preguntado exactamente—. O puede hacerlo Rosa, pero es una tontería, porque ni Rosa ni yo sabemos lo que se espera que sepa hacer esa gente…

—N–no, no… —afirmé, después de vencer un acceso de risa, respuesta íntima a mi propia, inédita imagen de ejecutiva con amplios poderes—. Yo los entrevistaré. Y seré m–muy rigurosa…

Mi advertencia desató un coro de carcajadas que se prolongó inmediatamente en una animadísima conversación a tres voces sobre la historia de la música en general y la nuestra en particular, una multitud de preguntas lanzadas al azar que no podían ser satisfechas aún por ninguna respuesta concreta, ¿por dónde vamos a empezar?, ¿cuánto va a costar cada ejemplar?, ¿qué criterio vamos a seguir?, ¿dedicaremos más de un número a los compositores verdaderamente importantes o habrá sólo un fascículo por músico?, ¿cuánto esperáis vender?, ¿quién seleccionará las piezas de los cd?, ¿habrá publicidad en televisión?, ¿cuántas cadenas…? Rosa parecía muy contenta, y Ana incluso entusiasmada por la perspectiva de volver a trabajar como una burra después de aquellas mínimas vacaciones cuya memoria iba a extinguirse antes de que llegaran a terminarse del todo, mientras Fran contestaba a cada cuestión con una paciente sonrisa que parecía desmentir la monotonía de sus respuestas, no lo sé todavía, aún no lo he pensado, no me atrevo a decírtelo, eso tendremos que decidirlo también… Yo, en cambio, no estaba muy segura de lo que sentía. Nunca había sido colaboradora contratada, como ellas. Mi remoto pasado de teclista de fotocomposición me había asegurado una plaza de trabajadora de plantilla, con contrato indefinido, y mis ingresos no dependían del hecho de que estuviera asignada o no a un proyecto concreto. Y aquella historia de la música, por un lado, parecía garantizarme un ascenso profesional, y gordo, porque los cd–rom iban a convertirme en la jefa de mi propio equipo, pero al mismo tiempo me asociaba a Foro casi definitivamente, porque Ana no estaría dispuesta a prescindir de él, y después de los cuarenta, cuatro años y medio son ya demasiado tiempo. Cuando llegáramos al cencerro posmoderno, como decía Rosa, yo estaría al borde de los cuarenta y seis, más allá de la línea tras la que deja de parecer razonable tomar una decisión importante. O eso, al menos, me pareció entonces, mientras me obligaba a valorar al mismo tiempo la paz y la armonía en la que había trabajado con Fran, con Rosa y con Ana, en los tres años que habíamos tardado en hacer el Atlas, y los conflictos y desazones que quizás se habrían derivado de mi inclusión en un equipo distinto si aquel proyecto, que ya era también mi proyecto, no hubiera triunfado por fin.

—¿Qué te pasa, Marisa? —Fran puso fin abruptamente a mis reflexiones—. ¿No te apetece?

—Sí, sí… —y protesté con las dos manos para enfatízar mi afirmación—. Me apetece mucho. Es que… Bueno, estoy hecha un lío, últimamente. N–no lo entenderíais, pero… N–no sé. Tengo que hacer algo, y no sé qué…

—Ya me había dado cuenta —dijo Ana.

—Yo también —asintió Rosa—. Estás rarísima, hija… ¿A que es un hombre?

El silencio interior que me había consentido reflexionar sobre las ventajas y los inconvenientes

de aquel auténtico desafío que me parecía de repente infinitamente trivial, se extinguió como por ensalmo cuando mis oídos captaron aquella pregunta, para que todas las voces que vivían dentro de mi cabeza chillaran súbita y simultáneamente una sola palabra, como una orden terminante, un despiadado ultimátum, una ruidosa fórmula de esperanza y de desprecio, cuéntaselo, eso gritaron, habla, insistieron, díselo, pronuncia su nombre y será verdad, sólo existe lo que se puede nombrar, cuéntaselo, habla, díselo, habla, atrévete, habla, cuéntaselo de una vez, habla, habla, habla…

—No estarás embarazada, ¿verdad?

Estaba a punto de tirar la toalla, de rendir definitivamente los castillos de mi conciencia, de abandonarme a la verdad como si fuera la droga más consoladora y mansa, cuando Fran me asaltó con una vehemencia más que extravagante en ella.

—N–no —contesté cuando pude hacerlo—. N–no es eso… —y entonces miré a Rosa—. Y sí. Es un hombre.

—¡ Ah! —mi mirada se concentró entonces en los ojos que esquivaban a los míos, estudiando atentamente el fragmento de mantel que se extendía a mi izquierda—. Pues yo sí.

—Yo sí estoy embarazada —repetí, alzando la cabeza, para disipar definitivamente cualquier duda—. Ésa es la segunda cosa que tenía que contaros. Por supuesto, no ha sido una casualidad, ni un error de cálculo, ni nada. Queríamos ese hijo, y bueno, hemos ido a por él. Es un niño, por cierto. Se va a llamar Martín, igual que su padre.

—¡Enhorabuena, Fran! —Ana se inclinó sobre mí y me dio un beso en la cara. No esperaba aquel gesto, que demostró una eficacia ambigua, porque bastó para serenarme pero sólo al precio de encender mis mejillas, que se colorearon como las de una colegiala sin motivo alguno.

—¡Enhorabuena! —repitió Rosa, cogiéndome la mano a través de la mesa—. ¿Estás contenta?

—Sí —confesé, acatando ya sin resistencia mi sonrojo—. Mucho. Aunque al principio lo pasé regular. Tenía mucho miedo, ésa es la verdad. Bueno, cumplo cuarenta años dentro de quince días, y es el primero, así que… Pero me he hecho una amniocentesis y un montón de pruebas más, y ahora estoy mucho mejor. El niño está perfectamente. De todo. Hasta tiene el fémur más largo de la cuenta…

Ana se echó a reír.

—Pero si lo has hecho tú… —me dijo—. ¿Cómo iba a estar?

—Im–mpecable, como todo —añadió Marisa—. Es estupendo, Fran.

—Sí —admití—, la verdad es que sí. Y me alegro mucho de que os lo toméis así porque, bueno… Vais a tener que echarme una mano.

Entonces, Ana y Rosa se inclinaron sobre la mesa al mismo tiempo, dispuestas a procesar cualquier dato que quisiera confiarlas, como dos madres expertas y decididas a no consentir la menor duda acerca de su experiencia. En aquel momento tuve la sensación de que acababa de ingresar en un club cuya existencia nunca había llegado a sospechar hasta entonces, y la experiencia me resultó bastante extraña.

—¿Cuándo será el parto? —Ana preguntó primero.

—La primera semana de agosto —contesté, y me anticipé a su silencio con una sonrisa—. Nadie es perfecto. Yo tampoco.

—No pasa nada —Rosa volvió a cogerme la mano—. Yo tuve a Clara a mediados de septiembre, que es peor, porque me chupé el verano entero. Y por otra parte, te pilla en vacaciones, y eso está bien.

—Puedes irte a la playa a mediados de julio —sugirió Ana entonces.

—No —respondí, acompañando mi negativa con la cabeza—. Quiero que mi hijo nazca en Madrid. Aunque me tenga que tirar dos meses con las piernas en alto.

—Haces muy bien. A mí me sigue jodiendo que Amanda sea parisina…