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coger el…?
—Ya–a me había da–ado yo cuenta de que estabas muy guapa, Fran —interrumpió Marisa, y se defendió de Rosa antes de que tuviera tiempo de regañarnos de nuevo—. Eso n–no es lo de menos. Es importante…
—Y además es verdad —Ana le daba la razón con la cabeza—. Eso pasa siempre. Si los llevas bien, los embarazos sientan maravillosamente, en serio…
—¿Puedo hablar un momento? —Rosa volvió a la carga, para demostrar que había recuperado íntegramente ese fervor por la organización y el mando que me había recordado tanto los fervores de Marita durante los primeros tiempos del Atlas—. ¿Vas a cogerte el permiso de maternidad?
—Sí —respondí—. Entero.
—Por supuesto —aprobó Marisa.
—Desde luego —añadió Ana.
—Y la gente del consejo… ¿lo sabe? —contesté a Rosa con la cabeza, todos lo sabían desde aquella misma tarde—. ¿Y cómo se lo han tomado?
—Bueno… —respondí—. Ha habido de todo. A mi hermano Miguel, por ejemplo, no le parece mal. Antonio en cambio se ha rebotado mucho, porque opina que no nos lo podemos permitir… — ¡que se joda!, dijo alguna, yo insistí—. A mí me da lo mismo. Me lo voy a coger entero, digan lo que digan. Quiero darle el pecho todo el tiempo que pueda. Pero eso nos va a complicar las cosas.
—N–no —Marisa se inclinó sobre mí con los ojos brillantes, como si hubiera escuchado algo capaz de estirar su lengua, un misterioso remedio para esa especie de aturdimiento que la mantenía muy lejos de aquella mesa, muy dentro de sí misma, desde que había anunciado que la historia de la música sería nuestra propia historia en los próximos años—. ¿Por qué? Te puedo montar un puesto de trabajo en casa en menos de lo que se tarda en decir amén.
—¿Eso puede ser? —le pregunté, sin acabar de decidir si me gustaba la idea.
—¡Anda, pues claro! En tu casa hay teléfono, ¿no? Pues no necesitamos nada más. Cuando dejes de venir a la oficina, cojo tu ordenador, te lo monto donde tú me digas, y en un cuarto de hora te tengo conectada a todas las terminales de la planta. No hace falta ni que llames. Podrás comunicarte con nosotras por la red. Y ver cada página, cada portada, cada texto, antes de lo que tardaríamos en llegar a tu despacho andando por el pasillo. Eso está hecho. Es facilísimo.
—Y te advierto que los recién nacidos son los que menos guerra dan… —Rosa me daba ánimos desde la otra punta de la mesa—. Entre toma y toma, tienes dos horas y media para hacer lo que quieras. Están todo el día dormidos.
Hasta aquel momento, no se me había pasado ni siquiera por la cabeza compatibilizar la lactancia con el trabajo. Pensaba más bien en una ruptura total, cuatro meses de ausencia absoluta, un plazo mínimo pero imprescindible para un aprendizaje que me daba mucho más miedo que el parto, por más que todo el mundo sacara siempre a relucir esa muy dudosa teoría del instinto en todas las conversaciones. No contaba con trabajar entre toma y toma, y ni siquiera sabía si quería hacerlo. Intenté decidirme en silencio y Ana acabó por darse cuenta.
—Eso, si tú quieres —me dijo—. Si prefieres desaparecer, podemos hacerlo todo nosotras.
—No —contesté por fin, reconociéndome—. Creo que sería incapaz. Lo de llevarme el ordenador a casa me parece muy bien. Si no quiero, siempre puedo no encenderlo.
—Claro —Ana me dio la razón antes de inclinarse sobre la mesa para clavar los ojos en Marisa, que estaba sentada justo enfrente—. ¿Y mi escáner? ¿Podría llevármelo también a casa y mandar las imágenes por la red?
—No me mires así —dije, echándome a reír ante la expresión de pánico que había convertido la cara de Marisa en una máscara de carnaval—. Es una broma. —Sí, sí… A–así se empieza, y luego… —Y luego nada —insistí—. No tenemos dinero para mantener a los niños que juntamos entre los
dos… Ni siquiera cabemos bien en casa. O sea, como para tener otro…
—Pero lo has pensado —Rosa afirmaba.
—No, en serio —la desmentí, y era sincera, pero ninguna me creyó—. En serio que no, no os pongáis pesadas. De verdad, que no estamos precisamente para tonterías… Ahora, que si la situación cambiara, a lo mejor me lo empezaba a pensar dentro de un par de años. Y no porque tenga ganas, que no es exactamente eso, porque me da una pereza horrible, me pongo mala sólo de pensar en volver a llevar empapadores dentro del sujetador, sino porque, bueno… Esto nunca se lo podré contar a Amanda porque lo interpretaría al revés, nunca lo entendería, y la verdad es que no tiene nada que ver con ella, yo adoro a mi hija, y la querré siempre igual, de eso estoy segura, y de que mi relación con ella siempre será única, y hasta especial, por todo lo que hemos pasado juntas, eso no va a cambiar ni aunque tenga trillizos, pero lo que a veces sí que me da rabia… No sé. Haber tenido una hija con aquel gilipollas de Larrea y no tener un hijo con éste, que es el hombre de mi vida de verdad… —Rosa y Marisa aplaudieron estruendosamente mi última frase—. Iros a la mierda, os lo estoy diciendo en serio… Pero ahora estoy demasiado bien como para atreverme a tentar a la suerte, y el momento más maravilloso de mi vida empieza cuando Amanda se va a París a ver a su padre cualquier fin de semana en el que no nos tocan los hijos de Javier. Os juro que en ese momento lo que siento es que si sobra algo en este mundo son precisamente niños. Pero, de todas formas, algunas veces pienso que, si las cosas me hubieran pasado de otra manera, en otro tiempo, con otro sueldo, me encantaría tener un hijo que se apellidara Álvarez.
—¡Estás como una cabra, Anita! —Rosa me miraba moviendo la cabeza, con el mismo gesto de desaliento que habría improvisado si yo acabara de confesar un cáncer en estado terminal—. Ya sabes, Fran, tú no tires nada, ni la ropa de embarazada, ni la cuna, ni el coche, ni la bañera… Nos va a hacer falta antes de que lleguemos a Béla Bartók.
—¡Que no! —protesté.
—¡Que sí! Ya verás —y se dirigió a las otras dos—. ¿Cuánto os apostáis?
—N–ni un duro… —contestó Marisa—. Y por supuesto que podría instalarte el escáner en casa y conectarte a la red. No lo dudes ni por un momento.
—El gran hechicero ha hablado —recurrí a la broma habitual para intentar zanjar el tema—. Amén. No voy a tener más hijos. ¿Está claro?
—Yo, por si acaso, no tiraré nada…
Hasta Fran se reía cuando las abandoné tranquilamente a su error. Porque era verdad que no lo había pensado, por mucho que intuyera que quizás llegaría un momento en que lo pensaría, pero la idea era tan vaga aún, tan fundamentalmente remota y nebulosa, que ninguna broma sobre aquel tema podría llegar a molestarme, ni siquiera sabiendo de antemano que nadie en el mundo sabía tan bien como yo hasta qué punto pueden cambiar las cosas.
—De todas formas —intenté regresar a Bartók por un camino diferente—, la verdad es que ahora mismo no necesito ni siquiera un embarazo para confesaros que la música me ha salvado la vida. En serio,
Fran. Te diré que ya había empezado a mirar por ahí, y la verdad es que no había encontrado gran cosa.
—En Santillana están preparando una enciclopedia escolar ilustrada —Rosa intervino para demostrar que yo no era la única mujer previsora de la mesa—. Pero van a dar muy poco trabajo fuera.
—Sí, ya lo sé —y era cierto que lo sabía—. Sólo política y actualidad, como siempre. Y luego, hay un manual de bricolaje…
—Sí, de eso me he enterado yo también, pero creo que lo van a traducir directamente del inglés aprovechando los fotolitos.
—Ya, esa moda va a acabar con nosotras.
—O no. Siempre nos quedará el punto de cruz.
—Y los cursos de inglés para desesperados.
—Y la decoración a su alcance.
—Y la cocina práctica…
—Bueno —Fran interrumpió con decisión el recuento de los episodios menos ejemplares de nuestra vida laboral—. De momento, podemos ir brindando por el inventor de la música…
Se sirvió dos dedos de vino tinto en una copa y dirigió las operaciones con el aplomo habitual. Después, mientras yo buscaba ya una excusa para no acompañarlas al bar donde solíamos rematar aquellas celebraciones con un número indeterminado de mojitos, trajeron la factura. Fran la pagó con la tarjeta de la empresa, dejó una propina que ascendía exactamente a la décima parte del total, y se levantó.
—Yo me voy a casa —anunció, cuando ya tenía la chaqueta puesta—. Estoy cansadísima, es que me caigo de sueño a todas horas. Y además como no puedo fumar, ni tomar copas…
—Ya… —Rosa, la mirada repentinamente opaca, los dedos temblones, incapaces de acertar con el broche del bolso, asentía con la cabeza, sacando de alguna parte una esforzadísima apariencia de serenidad—. A mí también me pasaba, los primeros meses… Bueno, yo también me voy.
—Y yo…
Marisa fue la primera no sólo en repartir besos sino hasta en parar, sorprendentemente, un taxi, a pesar de que no vivía más lejos que yo de aquel restaurante. Fran se ofreció a llevarme, pero le contesté que no merecía la pena. Después, mientras arrancaba a andar, no logré dedicar más de una hebra de mi pensamiento a aquella formidable masa de miedo que había estado suspendida sobre la mesa durante toda la cena como una nube incapaz de sostener su propio peso, el miedo de Rosa, concreto e inmediato, casi masticable, el miedo de Fran, oscuro y tibio, conocido, el miedo de Marisa, ignorado y grave, tal vez por eso el más duro de todos. Pero yo había dejado de tener miedo. Calculando por anticipado el número de los mejores días que me quedaban por vivir, llegué casi a olvidarlas, y hasta pensé en celebrar mi flamante opulencia cogiendo yo también un taxi, a pesar de que estaba a un cuarto de hora escaso de mi casa.
Cuando abrí el portal, ya me había hecho a la idea de la repentina insubordinación de mis dedos, ese temblor autónomo, ingobernable, odioso, que me había convertido en una especie de inválida desentrenada en el preciso instante en que he necesitado más desesperadamente ser capaz, pero no contaba con que mi corazón se sumara de repente a aquel poltergeist particular como una bomba de relojería con el tempo–rizador averiado. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió, hasta el punto de que la enloquecida frecuencia de aquellos latidos, una taquicardia en toda regla, llegó a asustarme de verdad. Era lo que me faltaba, pensé, que ahora me dé un infarto, y cogí el ascensor para subir al segundo, aunque solía prohibirme a diario aquella perezosa tentación.
Antes de abrir la puerta de mi casa, me quedé un rato de pie, en el descansillo, mirando sin parpadear el hueco de la mirilla, como si esperara que, de un momento a otro, fuera a agrandarse para consentirme ver lo que sucedía dentro. Podía distinguir el eco palidísimo, remoto, del televisor encendido en la casa de al lado, o tal vez en la mía, y creo que nunca me he sentido peor. Cuando metí la llave en la cerradura, sosteniendo mi mano derecha con la mano izquierda, el interior de mi cuerpo se dividía ya nítidamente en dos mitades, dos unidades diferentes, separadas entre sí por los efectos de un poderosísimo puño de hierro que había ido estrangulando mi estómago poco a poco hasta partirlo con limpieza para crear dos estómagos distintos, uno arriba y otro abajo, en las dos orillas de una extensión de nada que coincidía meticulosamente con los límites de mi cintura. En aquel momento, pensé que jamás me arrepentiría lo suficiente de haber desaprovechado la oportunidad de estar callada durante aquella cena, porque la confesión que había escapado de mis labios sin pararse a consultarme, me había sumergido durante dos horas en una realidad muy distinta de la que me esperaba detrás de las puertas del salón, que ahora distinguía sin esfuerzo gracias a la lámpara, encendida, como si contar que me iba a separar de Ignacio fuera lo mismo que haberme separado ya de él, como si decírselo a mis amigas en voz alta fuera lo mismo que decírselo a él, con
él delante.
No seré capaz, me dije mientras avanzaba por el pasillo, no seré capaz, me advertí al abrir la puerta, no seré capaz, repetí cuando me dejé caer en un sillón, a la derecha del sofá donde él, con el pijama puesto, miraba la televisión por la estrecha rendija de sus ojos, sus párpados casi vencidos por el sueño.
—¿Qué tal? —me preguntó, y le miré, y comprendí que sí iba a ser capaz.