37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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—Perdóneme —la pausa se había alargado tanto que me disculpé por el silencio, como si fuera ella quien hubiera pagado por escucharme—, pero al hablar del colegio me he quedado colgada en historias de aquella época. Es curioso, ¿sabe?, pero ahora que me acerco a los cuarenta, me acuerdo de la infancia cada vez más, es como si la tuviera más cerca que otras épocas que vinieron después. No me cuesta nada imaginarme de niña. El otro día lo comentaba con una compañera de trabajo algo más joven que yo, y ella me dijo que lo que sentía es que iba perdiendo los años, como si la memoria inmediata del año pasado anulara los recuerdos de otro, el que vivió ocho, diez años antes. Es curioso, pero no soy capaz de describir muy bien cómo llegué a adolescente, ni siquiera me recuerdo con precisión en la universidad, bueno, en general quiero decir… Tal vez lo único que ocurre es que pertenezco a una familia demasiado singular, y demasiado complacida en su extravagancia, y eso puede ser muy atractivo para los de fuera, pero llega a asfixiar a los de dentro. Es difícil competir con la memoria de una bisabuela genial que tuvo una nuera igualmente genial, y encima mártir, pero, aunque parezca mentira, mucho peor es tener una madre tan abrumadoramente guapa como la mía y ser la única de sus hijos que no ha heredado su cara, sino la cara de mi abuelo, el que murió en Francia… De todas formas, tampoco puedo quejarme demasiado. Cuando terminó la carrera, mi padre se hizo cargo de la librería que tenían sus abuelos en la calle Arenal, y empezó a publicar libros por su cuenta, una editorial pequeña, muy moderna, elitista de puro minoritaria, ya

sabe, una colección de Poesía, otra de Ciencias Humanas, en fin. Al principio era como un hobby, pero luego empezó a tirar, gracias a una serie de textos universitarios de autores marxistas que, en los años setenta, se convirtieron en el Evangelio para muchos profesores de todo el país. Increíble pero cierto, Noam Chomsky nos hizo ricos. Y la editorial, que ya no era tan pequeña, se fusionó con otras empresas independientes que también habían crecido por el camino, total… Seguramente ya conoce el resto de la historia. Tengo el 16% del total de las acciones del grupo, un puesto en el consejo de administración, y el Departamento de Obras de Consulta para mí sola. Mi padre se jubiló hace tiempo, repartiendo equitativamente su parte de la empresa entre sus tres hijos, y no da la lata, pobre. Algún día le contaré su historia, le gustará, es muy romántica, y además, creo que ahora he empezado a entenderla. De pequeña no era muy lista…

—Ni muy guapa —añadió, y el sonido de sus palabras me sobresaltó, como si se me hubiera olvidado que ella también podía hablar.

—En efecto, ni muy lista ni muy guapa, y además me llamo Francisca —sonreí—. ¿Qué le vamos a hacer?

—En mi opinión, es usted una mujer muy atractiva.

—¿Sí? No me diga… Se lo agradezco mucho, pero pensaba pagarle igual, de todas formas —reí sin ganas mientras miraba disimuladamente el reloj—. Y por cierto, tengo que irme. Volveré la semana que viene, ¿de acuerdo?

Ella asintió con la cabeza y yo empecé a recoger mis cosas en silencio. Metí el tabaco en el bolso, me levanté, me puse la chaqueta, y cuando estaba a punto de marcharme, su voz me detuvo.

—¿Le puedo hacer sólo una pregunta más? —asentí con la cabeza—. ¿Está usted casada, o unida a alguien?

—Sí, estoy casada.

—¿Y es feliz?

—Ésa es otra pregunta… La verdad es que no lo sé. Supongo que no del todo. Pero estoy muy enamorada de mi marido. Mucho, en serio. Muchísimo, en realidad, yo… No sabría qué hacer sin él.

Ella no dijo nada más, y yo salí de su despacho, del piso, del edificio, con el cuerpo peor que cuando había entrado. Y sin embargo, y por muy falso y muy desesperado que ese último alegato me hubiera sonado hasta a mí misma, todo lo que había dicho era verdad. La única verdad que me quedaba.

Todos los días, durante dos años, sentí la tentación de huir, de abandonar, de dejarlo para siempre. Todas las mañanas acaricié el teléfono, me construí un pretexto, una fórmula innecesaria para decir algo tan simple, quiero anular mi próxima cita y las citas futuras, no voy a volver, lo siento, gracias por todo. Todos los jueves me presenté allí, sola, desganada, a las ocho y media de la tarde. Me sentía increíblemente débil, definitivamente fracasada, sólo por acudir a aquel despacho. Y sin embargo, la última vez no sentí nada especial. Y después no llamé para anular la cita siguiente. De repente, ni siquiera me hacía falta el teléfono.

Seis meses después de decidir por mi cuenta que el análisis se había acabado para siempre, también había quedado para cenar con mi equipo, y aquella noche invitaba yo, teníamos que celebrar el cierre del último fascículo. Cuando estaba a punto de escoger uno de mis trajes de chaqueta de uniforme, vi el jersey, tirado encima de una butaca. Martín se lo acababa de quitar, todavía estaba caliente. Me dejé los vaqueros y me lo puse encima de la camiseta, y me sentí bien, hacía muchos años que no usaba su ropa. Me miré en el espejo y me encontré rara. Tenía que estar rara, todo estaba en orden. Llegué antes que las demás al restaurante pero, por una vez, tampoco me pareció ridículo sentarme sola en una mesa, y esperarlas.

Tuve que levantarme a las cinco y media de la mañana para llegar con tiempo al aeropuerto, y solamente eso ya me puso de mala leche. No podía dejar de pensar en Clara. La tarde anterior, en el preciso instante en que la vi entrar por la puerta andando, y no autopropulsarse hacia el televisor, perdiendo piezas de ropa por el pasillo mientras se atropella con sus propios zapatos, como hace siempre para no perderse las hazañas de sus mutantes favoritos —Lobezno y Júbilo, aunque sólo sea por pelearse con su hermano, viejo seguidor de Cíclope y el Doctor X—. adiviné no sólo lo que pasaba, sino lo que iba a pasar en las horas siguientes, y apenas se me escapó algún detalle.

Para empezar, me concedió un gran beso en cada mejilla por su propia voluntad, gracia insólita en ella, y me siguió hasta el sofá del salón —a mí también me gustan los mutantes aunque, como he empezado mayor, todavía no tengo preferencias muy marcadas— para encaramarse sobre mis rodillas a ver la tele, un alarde de amor filial definitivamente incompatible con su buen estado físico.

—Me duele un poco la tripa, mamá… —fue lo único que dijo, y se quedó dormida. No necesité tocarle la frente para calcular su temperatura. Mientras la besaba en el pelo, en las sienes, en las manos, aposté conmigo misma, 37 y medio. El termómetro me corrigió en una sola décima.

—Ignacio… —mi hijo mayor estaba tirado boca abajo encima de la alfombra y fingía no haberme oído, a veces pienso que quiere pasar a la historia como «el niño al que siempre había que llamar dos veces»—. ¡Ignacio! —insistí, y volvió la cabeza—. Tu hermana está con décimas, ¿te ha contado algo al salir del colegio?

—No, nada —sus ojos regresaron al televisor antes de que sus labios desganados consintieran en articular la primera sílaba.

—Dice que le duele la tripa. ¿Le ha sentado mal la comida?

—No lo sé.

—¿Qué habéis comido?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? —estaba tan cabreada que levanté la voz a riesgo de despertar a la enferma—. ¿Qué pasa, que tú no has comido hoy?

—Sí, pero ya no me acuerdo…

—Muy bien —el mando a distancia es el Poder. El Poder reposaba en mi mano derecha. La yema de mi dedo índice hizo justicia—. Muchas gracias.

—¡Jo, mamá, por favor…! —por fin conseguí verle la cara, sus rasgos distorsionados por la repentina velocidad de su discurso, sus manos dibujando grandes círculos en el aire para aplastarlos con la palma un instante después—. De verdad, eres…. Es increíble. Bueno, mamá, ya está bien, enciende la tele por favor, por favor te lo pido, anda… ¡Pero si yo no he hecho nada! ¡Es una injusticia!

—¿Qué habéis comido hoy, Ignacio?

No invirtió ni una décima de segundo en recordarlo.

—Paella, filete empanado y plátano.

—¿Y algo estaba malo?

—Bueno, la paella del colé es asquerosa, ¡agh…! Le ponen judías verdes. Pero siempre es así. El filete estaba muy bueno, y el plátano, pues… bien, Como todos los plátanos.

Volví a encender el televisor, y contemplé la nuca de mi hijo durante un cuarto de hora más. Cuando Fran me contó que, a cambio de la inclusión de su nombre entre los patrocinadores del proyecto, le había sacado a la Oficina de Turismo de Suiza no uno, sino dos billetes más gastos de estancia, y me propuso aprovechar el segundo para que después pudiera justificar el haberme

encargado a mí misma todos los textos de apoyo de los correspondientes fascículos —naturalmente, las dos sabemos que no hace falta ir hasta allí para documentarse, resumió, pero, chica, ya que puedes viajar gratis…—, tuve en cuenta, en primer lugar, el agobio económico en el que nos había sumergido la compra de una casa que no me acababa de gustar, y luego, lo bien que me sentaría darme una vuelta por Centroeuropa, desconectándome durante cuatro días de niños, horarios, deberes, colegios, trabajo y demás. Calculé el tiempo que debería invertir en el despacho para recuperar las horas perdidas, y las mañanas de sábado y domingo que necesitaría para escribirme un par de docenas de columnitas cortas, muy fáciles de hacer, sobre Historia, Arte, Tradiciones, Curiosidades, Gastronomía y cosas por el estilo, pero después de contar tantas veces en horas y en pesetas, se me olvidó contar con la caprichosa salud de mis dos hijos.

Yo no sé si todos los niños del mundo son iguales o si les pasa solamente a los míos, pero no falla. Un par de horas antes de que me pusiera de parto con Clara, Ignacio, que tenía tres años y medio, vomitó el desayuno como prólogo de una virulenta afección intestinal que le produjo continuas náuseas, diarrea y hasta algunas décimas. Cuando mi padre iba a ingresar en el hospital para que le extirparan un tumor en el estómago que nadie se atrevía a pronosticar que al final resultara benigno, porque tenía un aspecto horroroso, los dos se contagiaron de varicela al mismo tiempo. Mientras hacía el equipaje para irme con mi marido a Barcelona, donde una hermana suya iba a casarse al día siguiente, a Clara le subió de golpe un fiebrón asociado con ningún síntoma, que unas horas más tarde, después de que yo hubiera renunciado al viaje para quedarme a cuidarla, cesó de golpe en la consulta del pediatra. El diagnosticó fiebre asintomática y se quedó tan ancho, pero yo empecé a preguntarme si alguna vez me sería posible dormir fuera de casa sin sobresaltos, o subir a un avión con la dosis de angustia imprescindible. Con el paso del tiempo, los acontecimientos se ocuparon de responderme que no, que de momento no parecía posible.

Cuando Ignacio llegó a casa, me encontró sentada en el borde de la cama de Clara, que no había llegado a despertarse mientras la trasladaba en brazos desde el salón y ahora seguía durmiendo, su respiración excesivamente pautada, honda, como la de todos los niños enfermos.

—¡Otra vez! —mi marido se limitó a pronunciar estas dos palabras mientras se apoyaba en el quicio de la puerta, la cabeza hacia atrás como único indicio de un moderado acceso de desesperación.

—Sí —murmuré—, otra vez. Lo siento mucho, pero no te preocupes, ya lo he arreglado todo…

Me levanté para ir hacia él, le besé brevemente en los labios, como todas las tardes, y lo llevé del brazo hasta el pasillo.

—Paulina ya está avisada —cerré la puerta antes de seguir enumerando los resultados positivos que habían arrojado media docena de llamadas telefónicas—. Le he dicho que prepare un arroz blanco mal puesto para comer mañana y que no la deje tomar nada más, excepto un yogur de postre, si quiere. Tengo la impresión de que es algo intestinal, no sé, he llamado al pediatra y me ha dicho que a él, desde luego, no le extrañaría nada. Mi hermana Natalia vendrá a las ocho y media, antes de irse a la facultad, y se puede quedar aquí una hora, Paulina me ha dicho que no la importa llegar a las nueve y media, y que si puede, aparecerá incluso antes. Tú te levantas, vistes a Ignacio, te lo llevas al colegio y ya está. Cuando llegue Paulina, mi hermana se va a clase, y por la tarde, después de comer, viene tu madre, que me ha dicho que no tenía nada mejor que hacer. Pasado mañana repetimos la jugada, los miércoles Natalia no empieza hasta las once, pero entonces la que vendrá por la tarde será mi madre, tú no te preocupes por nada… Le he dejado a Paulina la lista de la compra en la puerta de la nevera, y una nota para que prepare una tortilla de patatas para cenar, pero Clara ni probarla, ¿eh?, Clara dos lonchas de jamón de York, otro yogur, y andando. Si tienes que salir alguna noche, llama a Natalia, que me ha dicho que no la importa hacer de canguro entre semana. Cuando se lo he comentado a tu madre, de paso, Alvarito se ha puesto a chillar que su novia también podría venir, que están muy mal de pelas, tú verás. Ya sabes que si llamas a Julia. Álvaro vendrá con ella y echarán un polvo en el futón del estudio, pero a mí no me molesta, sobre todo porque antes de irse siempre meten las sábanas en la lavadora, me hace mucha gracia que tu

hermano sea tan cuidadoso… ¡ Ah! Y el viernes es la fiesta de cumpleaños de mi sobrino Pablo, Ignacio no se la quiere perder por nada del mundo. Mis padres irán seguro, y supongo que casi todos mis hermanos también, pero si no te apetece verle la cara a la gilipollas de mi cuñada, cosa que comprendería perfectamente, no hace falta que vayas. Llama a los abuelos y que lo lleven ellos, ¿de acuerdo? Si Clara está bien del todo, que vaya también, si no, que se quede en casa, por mucho que llore. Mi avión sale de Zurich el sábado a las once. Estaré aquí a la hora de comer, supongo, y por supuesto, llamaré todos los días. Tú, sobre todo, no te agobies, seguro que lo de la niña no es nada.

Me detuve a respirar y sólo entonces volví a mirarle a la cara.

—Eres increíble —me dijo, sonriendo—. Si tuviera una secretaria como tú, curraría la mitad, en serio.

Y a lo mejor, pensé yo, hasta podríamos volver a follar como al principio.

Ahora, cuando he llegado a dudar de que aquella historia sucediera en realidad alguna vez, tanto de mí misma he invertido en ella —tanta energía, tanto tiempo, tantas neuronas desgastadas para reconstruir unas pocas horas con la obsesiva meticulosidad de un relojero loco, condenado por su propia locura a desmontar todas las mañanas el más complicado de los mecanismos de cuerda para volver a montarlo inmediatamente después—, ahora que, a fuerza de invocarla, recordarla, desgastarla, he llegado a sospechar que pudiera habérmela inventado yo sola, a veces pienso que lo que pasó en Lucerna, y sobre todo lo que me pasó a mí, después de Lucerna, no tiene otra explicación que su semejanza con aquellos viejos y buenos tiempos del principio.

—El fotógrafo se llama Nacho Huertas —me había anunciado Ana un par de semanas antes, en sus labios una sonrisa demasiado amplia para ser inocente, cuando volvimos a la editorial, después de comer—.

Es muy bueno. Y además lo está. Alto, rubio, con espaldas lo suficientemente anchas para cargar con tanto equipo…

—¡Uy, uy, uy! —Marisa empezó a reírse enarcando las cejas como señal de alarma, uno de sus gestos más infantiles. Normalmente, esa risita me ponía nerviosa, pero aquella tarde provocó mi propia risa, porque habían caído dos botellas de vino a cuenta de las judías blancas con perdiz que ofrece el Mesón de Antoñita todos los jueves, y las cuatro estábamos algo más que contentas.

—Ten cuidado —Ana levantó en el aire un dedo blando, amable casi cómico—, que tiene mucho peligro…

—¡Uy, uy, uy, uy!