37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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—… luego no digas que no te lo advertí.

—¡Uuuuy!

—¡Venga ya! —protesté, mientras ellas dos se doblaban de risa en medio del pasillo, y Fran soplaba con los labios fruncidos para reclamar un poco de seriedad.

—¡Oye —Marisa inclinó la cabeza para ser vista—, cuando sobre otro billete, m–me voy yo, que soy la–a más necesitada! —y hasta Fran se rió después de eso.

Pero cuando subí al avión, camino de Zurich y de los orígenes de toda confusión, ya no me acordaba de las advertencias de Ana, la inminencia de ese peligro que nunca llegué a tomarme en serio. La bolsa del duty–free de Barajas que no quise colocar en el maletero estaba repleta de cosméticos y cremas en general, a un precio que justificaba de sobra el sacrificio de media hora de sueño, y el tiempo que no invertí en cobrármela, se me pasó abriendo cajas, levantando tapas, comparando olores, y leyendo en sucesivos prospectos lo estupenda que me iba a poner en un par de meses. Disfruté mucho, porque aquella práctica aún me parecía una perversión, de tan reciente. Acababa de cumplir treinta y cuatro años, y al desnudarme, cada noche, podía contarlos en los recodos de mi cuerpo, aunque vestida, todavía hoy, con tres más, puedo aparentar ocho o diez menos. Quizás por eso, Ignacio nunca entendió lo que debía de considerar, para sus adentros, una

afición demasiado cara para ser inútil. Total, él podía seguir exhibiéndome en público delante de sus amigos, igual que antes.

Me di cuenta enseguida, quizás la primera noche que salimos juntos. Él me miraba con ojos golositos desde que se tropezó con nosotros en casa de sus padres, cuando abrió la puerta de su antigua habitación con tanto ímpetu que desequilibró los platillos de la batería, y empezó a regañar a su hermano Enrique, nuestro bajista, le armó una bronca descomunal, pero de tanto en tanto, entre grito y grito, me miraba, yo me di cuenta, y me pareció un gilipollas, porque si él ya no vivía allí, qué más le daba que ensayáramos en aquel cuarto. A Domingo, el guitarrista acústico, ya le habían sugerido en su casa que nos largáramos del garaje, que estaba justo debajo del salón, y el piso de Enrique era tan grande, casi doscientos metros en San Francisco de Sales, que no molestábamos a nadie, y si sus padres no decían nada, quién era él para liarse a chillidos con su hermano, así que me pareció un gilipollas, pero un gilipollas que estaba francamente bueno, la verdad, por eso me gustó mucho volver a verle tan pronto. Una semana después, apareció por el ensayo con dos amigos y estuvo muy simpático con todo el mundo, y conmigo mucho más, y ya no recuerdo exactamente por dónde empezó, pero estaba muy claro que había venido, más que a ligar, a que sus amigos vieran cómo ligaba. Era todo muy descarado, aunque la verdad es que su actitud no me impresionó tanto porque yo, en aquella época, ligaba muchísimo, estaba casi acostumbrada a gustar a los tíos antes de que me los presentaran, y procuraba sobrellevar mi éxito con desenvoltura. La experiencia me ayudó a conservar la calma mientras se acercaba, mientras me hablaba, y luego en la calle, camino de la cervecería donde, cada jueves, era difícil precisar si nos reuníamos para celebrar, o para lamentar, el ensayo que acababa de terminar, pero empezaron a caer cañas, cañas, y más cañas, litros enteros de cerveza, y el grupo homogéneo que habíamos formado frente a la barra, se disgregó lentamente en unidades más pequeñas, mis músicos hablando por parejas, entre sí, Ignacio conmigo y con uno de sus amigos, y en algún momento me di cuenta, sus ojos relucían, ardían en una llama anaranjada y tibia, tejida con el denso calor del deseo y un hilo muy frío, muy fino, guía de la astucia y del cálculo, y yo enloquecí a la sombra de aquella luz, perdí el control, y la cabeza, y la razón, y a cambio gané un futuro como jamás lo había imaginado.

Aquella mirada resultó una recompensa demasiado frágil para mi locura, porque se desgastó pronto y sin prever su propia decadencia, como un viejo neón intermitente que, al apagarse, decidiera escatimarle a la luz una fracción de segundo, cada segundo, hasta quebrar por fin el armonioso ritmo de su naturaleza y encenderse sólo de vez en cuando, caprichosa, inexplicablemente, amenazando siempre con morir del todo, y entonces empecé a preguntarme si Ignacio, que al cabo de una transición tan suave e indolora como el sueño, había dejado de ser un amante casi perfecto para convertirse en el padre de mis hijos, había sido alguna vez un marido para mí. Te quiero más que a mi vida, dice la canción, y a mí me cuesta tanto pensar que voy a morirme sin habérselo dicho jamás a nadie que, a veces, cuando estoy con más de dos copas, en una fiesta, o en una cena, todavía me emociono un poco al intuir el chispazo, la palanca de un interruptor invisible cambiando trabajosamente de posición, y un pálido reflejo de la luz de antes en unos ojos más viejos, más cansados, que sólo se alimentan ya del deseo de los otros. Y los otros, sus amigos, los míos, los novios y maridos de sus amigas y mis amigas, todos los hombres con los que nos tropezamos cuando vamos juntos a alguna parte, jamás me miran cuando estoy desnuda. Ignacio tampoco, porque el exhibidor satisfecho de sí mismo y del material de su exhibición que, en la madrugada que sucede a algunas noches cada vez. más largas, cada vez más raras, me arrastra hasta la cama para desplomarse encima de mí con una avidez tan precaria e instantánea que jamás puede ser aplazada, no tiene tiempo ni margen para mirarme. No se lo reprocho. La única diferencia entre nosotros consiste en que él parece satisfecho de su destino y yo no lo estoy, y por eso, supongo, él ambiciona amantes jóvenes y deliciosas que no le compliquen la vida y yo, en cambio, aspiro a un–hombre–de–verdad que me la complique irreparablemente y para siempre, aun a costa de que mi vida pueda parecer, desde fuera, una febril, patética carrera en pos del adulterio. Pero estoy casi segura de que él ni siquiera sospecha esto último, y por eso no comprende que me gaste tanto dinero

en cremas.

Nacho Huertas, un mutante voluble e indeciso, aunque irreprochablemente camuflado en un auténtico cuerpo humano, no resultó ser un hombre de verdad, pero lo cierto es que, como Clark Kent, lo aparentaba, y aunque no sabía volar, supo mirarme. Sin embargo, yo no había contado en ningún momento con él, a pesar de las advertencias de Ana, y puede que esta imprevisión también tuviera algo que ver con lo que pasó en Lucerna, o con lo que me pasó a mí, después de Lucerna, porque estaba tan acostumbrada a calcular, siempre fatal, las posibilidades de los pocos tíos brillantes que se cruzaban en mi camino, que Nacho me pareció una señal, un regalo del destino, una razonable encarnación de lo definitivo. Me había repetido a mí misma, miles de veces, que ésa no era manera de arreglar mis problemas, para explicarme a continuación, con más o menos energía, que ni mis problemas eran tan graves ni existía solución alguna para terminar con ellos, pero no tenía fuerzas para renunciar a mis propias fantasías, parecía tan fácil, enamorar otra vez, enamorarse otra vez y tirar de la manta, acabar con la vida gris, con el despilfarro de los años, con la nostalgia de tantas cosas que no he poseído jamás. Otras mujeres sueñan con cambiar de barrio, con un ascenso de su marido, con empotrar los armarios, con tener un hijo, o con ver a alguno de los que ya tienen con uniforme de general, o de ministro, o de diplomático. Me dan mucha envidia. Yo sólo quiero flotar, y por más que esté dispuesta a retorcerle el cuello al azar para conseguirlo, nadie parece dispuesto a pasarme la receta.

Ya no sé si en Lucerna mis plantas se elevaron sobre el suelo, aunque tengo que reconocer que mis ojos estaban más que entrenados para certificar ilusiones ópticas. Sin embargo, cuando llegué al hotel, preocupada por Clara, harta de arrastrar la maleta por las calles en busca de un par de oficinas de información turística que resultaron estar situadas, respectivamente, en cada una de las puntas de Zurich, reventada tras el viaje en tren que había sucedido a aquella excursión después de tres cuartos de hora de espera en una estación tan limpia como la cocina de mi suegra —cuya sola visión basta para sacarme de quicio—, y horrorizada por el precio de los taxis, lo único que me apetecía era llenar la bañera de agua caliente, desnudarme y sumergirme dentro hasta la nariz, y no presté mucha atención a la nota que me esperaba en el casillero de la habitación. El fotógrafo, que debía de haber llegado el día anterior desde Zermatt, quería hablar conmigo, pero cuando abrí la puerta del cuarto de baño, ya se me había olvidado. Durante un cuarto de hora experimenté una transformación sólo comparable a la del Increíble Hulk cuando esa formidable masa muscular de tono verdoso que lleva consigo a todas partes como un secreto e inescrutable estigma, empieza a crecer y crecer hasta desgarrar del todo sus modestas ropas de soltero apocado. No me conformé con menos para maldecir a conciencia, y con sagrada ira, a los guarros de los centroeuropeos, que desde el fundador del Sacro Imperio Romano Germánico en adelante han prescindido, generación tras generación, de un recinto tan imprescindible como una bañera, para acabar sustituyéndolo por un miserable cuadrado de baldosines semihundidos dotado de una raquítica ducha portátil. Mientras tanto, se me olvidó también mi nombre, el de mis hijos, mi dirección, y cualquier otro dato inolvidable, y cuando sonó el teléfono seguía rumiando para mis adentros que sí, sí, mucho abrillantar los baldosines de las estaciones y luego habrá que ver a qué huele el uniforme de las limpiadoras.

Alio! —dije, con mi mejor acento alemán.

—¿Rosa? —la matizada aspereza de la primera erre delató sin remedio a un interlocutor compatriota. Era él, pero yo no sentí nada especial.

Sin embargo, cuando nos encontramos en el hall, una hora más tarde, lo reconocí enseguida, porque se ajustaba fielmente a la descripción de Ana, alto, rubio, canoso, con las espaldas muy anchas y mucho peligro, esa clase de tíos que antes de darte la mano ya se las han arreglado para mirarte de través, de arriba abajo, y serían capaces de adivinar tu talla con un riesgo de error mínimo, pero que lo hacen bien, sin resultar agresivos, sin molestar, como si obedecieran mansamente a su naturaleza y su naturaleza consistiera precisamente en eso, en mirar a las mujeres de través sin decir nada más y esperar a que caigan en la trampa de una seducción que jamás lo

parece. Mientras me decía que estaba muy contento de que hubiéramos coincidido porque el centro histórico de Lucerna era mucho más grande e interesante de lo que él había imaginado, y no sabía exactamente a qué zonas, a qué estilo, a qué clase de edificios convendrá prestar más atención, yo me iba preguntando si me encontraba en forma y a cada minuto me sentía más inclinada a contestarme que sí, aunque ni siquiera se me pasó por la cabeza que esa intrascendente, ligera tentación de coqueteo, pudiera acarrear alguna consecuencia.

—Anita no me ha dicho nada en concreto —empezó, y yo sonreí para mis adentros al apreciar el diminutivo que identificaba a una mujer que media más de un metro setenta y acababa de cumplir los treinta y cinco. Nunca he sabido por qué a los hombres ligones les gustan tanto los diminutivos—. pero Zermatt era fácil. Allí, montañas y la estación de esquí, no hay más, pero aquí no sé muy bien por dónde empezar. Podemos ir ahora a dar una vuelta, si quieres —sugirió al final.

—Después de cenar —le advertí—. No he tenido tiempo para comer, y estoy hambrienta.

—Me hace mucha gracia la manera que tenéis las mujeres de anunciar que tenéis hambre.

—¿Sí? —naturalmente, empujó la puerta para que yo saliera del hotel delante de él—. ¿Y por qué?

—No sé, pero siempre me suena un poco a juego, como a… —no se atrevió a terminar la frase, y a cambio, me sonrió—. En fin. nunca me lo acabo de creer del todo.

—¿Y cuando un hombre dice que tiene hambre?

—Entonces sí me lo creo, y ya sé que habrá que esperar al postre para seguir hablando, o bromeando, o discutiendo cualquier cosa. Los hombres hambrientos sólo piensan en comer, las mujeres hambrientas pueden pensar o hablar al mismo tiempo de otras cosas. Eso es lo que me hace gracia. Y además… —hizo una pausa para que yo adivinara, sílaba por sílaba, lo que iba a decir— las mujeres siempre me parecen más interesantes en general, porque los hombres no me gustan.

Yo me di por enterada, pero él aclaró inmediatamente después que las mujeres le gustaban mucho, como si no quisiera dejar un solo cabo suelto. Mientras buscaba algún comentario ingenioso que me permitiera indicarle con sutileza que no soy tonta, se detuvo ante una brasserie con muy buena pinta. Miró la carta con aires de experto y yo le dije que sí a todo, porque aparte del agujero que se iba agrandando en mi estómago por segundos, en aquella esquina hacía un frío del carajo, estábamos a tres de diciembre.

Nos sentaron en una mesa apartada, pequeña y llena de cosas, una vela roja, encendida, un florero con una rosa, bajoplatos metálicos redondos, enormes, y unas servilletas dobladas de una manera complicadísima, que parecían coliflores, todo muy romántico, y a pesar de que mi apetito era tan genuino como el de cualquier hombre hambriento, me asaltó el presentimiento de que el destino había empezado ya a marcar las cartas.

—¿Te gusta el camembert frito? —le pregunté, y él asintió con la cabeza—. Podemos compartir uno, de primero.

—Claro, pero,., ¿tú no estabas muerta de hambre? Cómetelo tú sola.

—No, ya me gustaría, pero no puedo —ahuequé un poco la voz, adoptando un acento casi cómico antes de explicarme, porque en el fondo me da un poco de vergüenza decir siempre lo mismo—. Engorda mucho.

Se echó a reír.

—Pero tú no estás gorda.

—No creas… Lo que pasa es que no lo aparento, porque tengo cara de niña, y soy menuda, y tampoco demasiado alta, ¿no?, y además tengo el hueso estrecho, y por eso no engordo en redondo, sino en cuadrado… ¿entiendes? —negó con la cabeza, sonreía—. No me extraña, da lo mismo, el caso es que no quiero comerme un camembert entero yo sola.

—Las mujeres os ponéis demasiado pesadas con la historia de los regímenes, en serio — prosiguió, cuando el camarero había terminado ya de servir el vino y parecía que habíamos zanjado la cuestión—. A mí no me gustan las mujeres muy delgadas, ¿sabes?, y he conocido a muchas, muchísimas, delgadísimas. He sido fotógrafo de moda durante más de quince años, he cubierto

centenares de desfiles, he hecho miles de reportajes, portadas, catálogos…, hasta que la propia moda me echó. Llegó un momento en que creí que me iba a volver loco. Toda esa gente hablando de las tendencias de la manga larga, como si las mangas estuvieran vivas, como si fueran algo importante, como si se fuera a hundir el mundo porque Chanel hubiera decidido acortar los puños, siempre histéricos, siempre corriendo, siempre deprisa, no sé… Por supuesto, soy una persona frívola, pero no tanto, y parece que no, pero la tontería acaba contagiándose, así que un buen día decidí cerrar el estudio y no volver a hacer un retrato jamás en la vida. Ahora fotografío paisajes, ciudades, edificios, y a la gente que vive en ellos, personas corrientes, que no cobran por salir en los papeles. Gano menos dinero, pero me lo paso mejor, y ha dejado de dolerme el estómago.

—¿Y has hecho fotos a modelos importantes?

—A muchas.

—¿ Españolas?

—Y extranjeras también.

Empezó a contar con los dedos mientras pronunciaba al menos una docena de nombres conocidísimos, toda una nómina de nuevas diosas, americanas sobre todo, pero también alguna alemana, alguna francesa, alguna italiana, antes de pasar a la selección nacional, donde me sorprendió una ausencia muy llamativa.

—¡Ah, no! —gesticulaba con vehemencia—. A ésa no, por supuesto, de ninguna manera. ¿Sabes lo que es esa tía? Una panadera, ni más ni menos. Es muy alta, eso sí, y puede que pese muy pocos kilos pero, desde luego, no lo parece. No tiene nada de clase, ni una pizca de esa elegancia natural que se supone que tienen que tener las modelos. Siempre he conseguido quitármela de encima. No le haría fotos por nada del mundo, excepto en bañador… Eso podría resultar, pero todo lo demás sería perder el tiempo.

—No te entiendo —me eché a reír—. Me estaba imaginando que te gustaban las mujeres como Ana…

—¿Qué Ana? —me miró con un interés repentino, el ceño fruncido, las cejas arqueadas, una expresión de asombro purísimo en todos sus rasgos.

—Anita —aclaré, con cierta sorna, y él se rió.

—¡Ah, Anita! —repitió—. Sí, sí, claro que me gusta. Mucho. Anita está buenísima.

—Pues es muy alta, y mucho más exuberante que la panadera.

—Ya, pero no es modelo.

—Claro, y yo no te entiendo —insistí—. Creí que no te gustaban las mujeres delgadas.

—A mí no. A mi cámara sí —hizo una pausa antes de explicarse, y luego escogió las palabras con cuidado—. No es lo mismo. ¿Tú te has fijado alguna vez en la forma de las perchas, o en los armazones de madera que usan los buenos sastres? Cuando yo fotografiaba moda, mi cliente era el modisto, no la modelo. Mi obligación era fotografiar la ropa, no el cuerpo que la sostenía. Y lo primero que se aprende al hacer moda es que los cuerpos siempre revelan los fallos, y las perchas los ocultan. Puede que alguna vez, en una tienda, hayas visto un vestido que parecía soso, y que después, puesto, te haya gustado mucho, pero seguro que lo contrario te ha pasado un millón de veces más. Por eso, yo escogía siempre a las modelos más parecidas a las perchas de los sastres, lisas, planas, con el mínimo volumen posible, y mientras trabajaba, les iba diciendo lo maravillosas que estaban, guapísimas, arrebatadoras, irresistibles, para que no se me vinieran abajo. Ellas se lo creen siempre.

—Pero tú no…

—No, yo no, porque aunque hubiera pagado por evitarlo, antes o después, me tocaba verlas desnudas.

—Ya —y sonreí, como un amable preámbulo de la ironía—. ¿Y son tan horribles?

—Son Auschwitz —él no quiso seguirme, y se puso serio para contestar, como si le molestara la idea de que me estuviera tomando a broma sus palabras—. La mayoría tienen los muslos del tamaño de mis brazos. Supongo que hay gente a la que le gusta, pero yo jamás he tenido vocación